El
gnomo
Gustavo
Adolfo Bécquer
I
Las muchachas del lugar volvían de la fuente con sus cántaros en
la cabeza, volvían cantando y riendo con un ruido y una algazara que sólo
pudieran compararse a la alegre algarabía de una banda de golondrinas cuando
revolotean espesas como el granizo alrededor de la veleta de un campanario.
En el pórtico de la iglesia, y sentado al pie de un enebro,
estaba el tío Gregorio. El tío Gregorio era el más viejecito del lugar: tenía
cerca de noventa navidades, el pelo blanco, la boca de risa, los ojos alegres y
las manos temblonas. De niño fue pastor, de joven soldado; después cultivó una
pequeña heredad, patrimonio de sus padres, hasta que, por último, le faltaron
las fuerzas y se sentó tranquilo a esperar la muerte, que ni temía ni deseaba.
Nadie contaba un chascarrillo con más gracia que él, ni sabía historias más
estupendas, ni traía a cuento tan oportunamente un refrán, una sentencia o un
adagio.
Las muchachas, al verle, apresuraron el paso con ánimo de irle a
hablar, y cuando estuvieron en el pórtico, todas comenzaron a suplicarle que
les contase una historia con que entretener el tiempo que aún faltaba para
hacerse de noche, que no era mucho, pues el sol poniente hería de soslayo la
tierra, y las sombras de los montes se dilataban por momentos a lo largo de la
llanura.
El tío Gregorio escuchó sonriendo la petición de las muchachas,
las cuales, una vez obtenida la promesa de que les refería alguna cosa, dejaron
los cántaros en el suelo, y sentándose a su alrededor formaron un corro, en
cuyo centro quedó el viejecito, que comenzó a hablarles de esta manera:
-No os contaré una historia, porque, aunque recuerdo algunas en
este momento, atañen a cosas tan graves, que ni vosotras, que sois unas locuelas,
me prestaríais atención para escucharlas, ni a mí, por lo avanzado de la tarde,
me quedaría espacio para referirlas. Os daré en su lugar un consejo.
- ¡Un consejo! -exclamaron las muchachas con aire visible de mal
humor-. ¡Bah!, no es para oír consejos para lo que nos hemos detenido; cuando
nos hagan falta ya nos los dará el señor cura.
-Es -prosiguió el anciano con su habitual sonrisa y su voz
cascada y temblona- que el señor cura acaso no sabría dárosle en esta ocasión
tan oportuna como os lo puede dar el tío Gregorio; porque él, ocupado en sus
rezos y letanías, no habrá echado, como yo, de ver que cada día vais por agua a
la fuente más temprano y volvéis más tarde.
Las muchachas se miraron entre sí con una imperceptible sonrisa
de burla: no faltando algunas de las que estaban colocadas a sus espaldas que
se tocasen la frente con el dedo, acompañando su acción con un gesto
significativo.
- ¿Y qué mal encontráis en que nos detengamos en la fuente
charlando un rato con las amigas y vecinas?… -dijo una de ellas-. ¿Andan acaso
chismes en el lugar porque los mozos salen al camino a echarnos flores o vienen
a brindarse para traer nuestros cántaros hasta la entrada del pueblo?
-De todo hay -contestó el viejo a la moza que le había dirigido
la palabra en nombre de sus compañeras-. Las viejas del lugar murmuran de que
hoy vayan las muchachas a loquear y entretenerse a un sitio al cual ellas
llegaban de prisa y temblando a tomar el agua, pues sólo de allí puede traerse;
y yo encuentro mal que perdáis poco a poco el temor que a todos inspira el
sitio donde se halla la fuente, porque podría acontecer que alguna vez os
sorprendiese en él la noche.
El tío Gregorio pronunció estas últimas palabras con un tono tan
lleno de misterio, que las muchachas abrieron los ojos espantadas para mirarle,
y con mezcla de curiosidad y burla tornaron a insistir:
-¡La noche! ¿Pues qué pasa de noche en ese sitio, que tales
aspavientos hacéis y con tan temerosas y oscuras palabras nos habláis de lo que
allí podría acontecernos? ¿Se nos comerán acaso los lobos?
-Cuando el Moncayo se cubre de nieve, los lobos, arrojados de
sus guaridas, bajan en rebaños por su falda, y más de una vez los hemos oído
aullar en horroroso concierto, no sólo en los alrededores de la fuente, sino en
las mismas calles del lugar; pero no son los lobos los huéspedes más terribles
del Moncayo: en sus profundas simas, en sus cumbres solitarias y ásperas, en su
hueco seno, viven unos espíritus diabólicos que durante la noche bajan por sus
vertientes como un enjambre, y pueblan el vacío, y hormiguean en la llanura, y
saltan de roca en roca, juegan entre las aguas o se mecen en las desnudas ramas
de los árboles. Ellos son los que aúllan en las grietas de las peñas; ellos los
que forman y empujan esas inmensas bolas de nieve que bajan rodando desde los
altos picos y arrollan y aplastan cuanto encuentran a su paso; ellos los que
llaman con el granizo a nuestros cristales en las noches de lluvia y corren
como llamas azules y ligeras sobre el haz de los pantanos. Entre estos espíritus
que, arrojados de las llanuras por las bendiciones y los exorcismos de la
Iglesia, han ido a refugiarse a las crestas inaccesibles de las montañas, los
hay de diferente naturaleza y que al parecer a nuestros ojos se revisten de
formas variadas. Los más peligrosos, sin embargo, los que se insinúan con
dulces palabras en el corazón de las jóvenes y las deslumbran con promesas
magníficas, son los gnomos. Los gnomos viven en las entrañas de los montes;
conocen sus caminos subterráneos, y, eternos guardadores de los tesoros que
encierran, velan día y noche junto a los veneros de los metales y las piedras
preciosas. ¿Veis? -prosiguió el viejo señalando con el palo que le servía de
apoyo la cumbre del Moncayo, que se levantaba a su derecha, destacándose oscuro
y gigantesco sobre el cielo violado y brumoso del crepúsculo-, ¿veis esa
inmensa mole coronada aún de nieve?, pues en su seno tienen sus moradas esos
diabólicos espíritus. El palacio que habitan es horroroso y magnífico a la vez.
Hace muchos años que un pastor, siguiendo a una res extraviada,
penetró por la boca de una de esas cuevas, cuyas entradas cubren espesos
matorrales y cuyo fin no ha visto ninguno. Cuando volvió al lugar, estaba
pálido como la muerte; había sorprendido el secreto de los gnomos; había
respirado su envenenada atmósfera, y pagó su atrevimiento con la vida; pero
antes de morir refirió cosas estupendas. Andando por aquella caverna adelante,
había encontrado al fin unas galerías subterráneas e inmensas, alumbradas con
un resplandor dudoso y fantástico, producido, por la fosforescencia de las
rocas, semejantes allí a grandes pedazos de cristal cuajado de en mil formas
caprichosas y extrañas. El suelo, la bóveda y las paredes de aquellos extensos
salones, obra de la Naturaleza, parecían jaspeados como los mármoles más ricos;
pero las vetas que los cruzaban eran de oro y plata, y entre aquellas vetas
brillantes se veían como incrustadas multitud de piedras preciosas de todos los
colores y tamaños. Allí había jacintos y esmeraldas en montón, y diamantes, y
rubíes, y zafiros, y qué sé yo, otras muchas piedras desconocidas que él no
supo nombrar; pero tan grandes y tan hermosas, que sus ojos se deslumbraron al
contemplarlas. Ningún ruido exterior llegaba al fondo de la fantástica caverna;
sólo se percibían a intervalos unos gemidos largos y lastimosos del aire que
discurría por aquel laberinto encantado, un rumor confuso de fuego subterráneo
que hervía comprimido, y murmullos de aguas corrientes que pasaban sin saberse
por dónde.
El pastor, sólo y perdido en aquella inmensidad, anduvo no sé
cuantas horas sin hallar la salida, hasta que por último tropezó con el
nacimiento del manantial cuyo murmullo había oído. Éste brotaba del suelo como
una fuente maravillosa, con un salto de agua coronado de espuma, que caía
firmando una vistosa cascada y produciendo un murmullo sonoro al alejarse
resbalando por entre las quebraduras de las peñas. A su alrededor crecían unas
plantas nunca vistas, con hojas anchas y gruesas las unas, delgadas y largas
como cintas flotantes las otras. Medio escondidos entre aquella húmeda
frondosidad discurrían unos seres extraños, en parte hombres, en parte
reptiles, o ambas cosas a la vez, pues transformándose continuamente, ora
parecían criaturas humanas, deformes y pequeñuelas, ora salamandras luminosas o
llamas fugaces que danzaban en círculos sobre la cúspide del surtidor. Allí,
agitándose en todas direcciones, corriendo por el suelo en forma de enanos
repugnantes y contrahechos, encaramándose en las paredes, babeando y retorciéndose
en figura de reptiles, o bailando con apariencia de fuegos fatuos sobre el haz
del agua, andaban los gnomos, señores de aquellos lugares, cantando y
removiendo sus fabulosas riquezas. Ellos saben dónde guardan los avaros esos
tesoros que en vano buscan después los herederos; ellos conocen el lugar donde
los moros, antes de huir, ocultaron sus joyas; y las alhajas que se pierden,
las monedas que se extravían, todo lo que tiene algún valor y desaparece, ellos
son los que lo buscan, lo encuentran y lo roban, para esconderlo en sus
guaridas, porque ellos saben andar todo el mundo por debajo de la tierra y por
caminos secretos e ignorados. Allí tenían, pues, hacinados en montón toda clase
de objetos raros y preciosos. Había joyas de un valor inestimable, collares y
gargantillas de perlas y piedras finas; ánforas de oro, de forma antiquísima,
llenas de rubíes; copas cinceladas, armas ricas, monedas con bustos y leyendas
imposibles de conocer o descifrar; tesoros, en fin, tan fabulosos e inmensos,
que la imaginación apenas puede concebirlos. Y todo brillaba a la vez lanzando
unas chispas de colores y unos reflejos tan vivos, que parecía como que todo
estaba ardiendo y se movía y temblaba. Al menos, el pastor refirió que así le
había parecido.
Al llegar aquí el anciano se detuvo un momento: las muchachas,
que comenzaron por oír la relación del tío Gregorio con una sonrisa de burla,
guardaban entonces un profundo silencio, esperando a que continuase, con los
ojos espantados, los labios ligeramente entreabiertos y la curiosidad y el
interés pintados en el rostro. Una de ellas rompió al fin el silencio y exclamó
sin poderse contener, entusiasmada al oír la descripción de las fabulosas
riquezas que se habían ofrecido a la vista del pastor:
-Y qué, ¿no se trajo nada de aquello?
-Nada -contestó el tío Gregorio.
-¡Qué tonto! -exclamaron en coro las muchachas.
-El cielo le ayudó en el trance -prosiguió el anciano-, pues en
aquel momento en que la avaricia, que a todo se sobrepone, comenzaba a disipar
su miedo, y alucinado a la vista de aquellas joyas, de las cuales una sola
bastaría a hacerle poderoso, el pastor iba a apoderarse de algunas, dice que
oyó, ¡maravillaos del suceso!, oyó claro y distinto en aquellas profundidades,
y a pesar de las carcajadas y las voces de los gnomos, del hervidero del fuego
subterráneo, del rumor de las aguas corrientes y de los lamentos del aire, oyó,
digo, como si estuviese al pie de la colina en que se encuentra, el clamor de
la campana que hay en la ermita de Nuestra Señora del Moncayo.
Al oír la campana que tocaba el Ave-María, el pastor cayó al
suelo invocando a la Madre de Nuestro Señor Jesucristo, y sin saber cómo ni por
dónde se encontró fuera de aquellos lugares, y en el camino que conduce al
pueblo, echado en una senda y presa de un gran estupor, como si hubiera salido
de un sueño.
Desde entonces se explicó todo el mundo por qué la fuente del
lugar trae a veces entre sus aguas como un polvo finísimo de oro; y cuando
llega la noche, en el rumor que produce, se oyen palabras confusas, palabras
engañosas con que los gnomos que la inficionan desde su nacimiento procuran
seducir a los incautos que les prestan oídos, prometiéndoles riquezas y tesoros
que han de ser su condenación.
Cuando el tío Gregorio llegaba a este punto de su historia, ya
la noche había entrado y la campana de la iglesia comenzó a tocar las
oraciones. Las muchachas se persignaron devotamente, murmurando un Ave-María en
voz baja, y después de despedirse del tío Gregorio, que les tornó a aconsejar
que no perdieran el tiempo en la fuente, cada cual tomó su cántaro, y todas
juntas salieron silenciosas y preocupadas del atrio de la iglesia. Ya lejos del
sitio en que se encontraron al viejecito, y cuando estuvieron en la plaza del
lugar donde habían de separarse, exclamó la más resuelta y decidora de ellas:
-¿Vosotras creéis algo de las tonterías que nos ha contado el
tío Gregorio?
-¡Yo no! -dijo una.
-¡Yo tampoco! -exclamó otra.
-¡Ni yo! ¡Ni yo! -repitieron las demás, burlándose con risas de
su credulidad de un momento.
El grupo de las mozuelas se disolvió alejándose cada cual hacia
uno de los extremos de la plaza. Luego que doblaron las esquinas de las
diferentes calles que venían a desembocar a aquel sitio, dos muchachas, las
únicas que no habían desplegado aún los labios para protestar con sus burlas de
la veracidad del tío Gregorio, y que, preocupadas con la maravillosa relación,
parecían absortas en sus ideas, se marcharon juntas y con esa lentitud propia
de las personas distraídas, por una calleja sombría, estrecha y tortuosa.
De aquellas dos muchachas, la mayor, que parecía tener unos
veinte años, se llamaba Marta; y la más pequeña, que aún no había cumplido los
dieciséis, Magdalena.
El tiempo que duró el camino, ambas guardaron un profundo
silencio; pero cuando llegaron a los umbrales de su casa y dejaran los cántaros
en el asiento de piedra del portal, Marta dijo a Magdalena:
-¿Y tú crees en las maravillas del Moncayo y en los espíritus de
la fuente?…
-Yo -contestó Magdalena con sencillez-, yo creo en todo. ¿Dudas
tú acaso?
-¡Oh, no! se apresuró a interrumpir Marta; -yo también creo en
todo, en todo lo que deseo creer.
II
Marta y Magdalena eran hermanas. Huérfanas desde los primeros
años de la niñez, vivían miserablemente a la sombra de una parienta de su madre
que las había recogido por caridad, y que a cada paso les hacía sentir con sus
dicterios y sus humillantes palabras el peso de su beneficio. Todo parecía
contribuir a que se estrechasen los lazos del cariño entre aquellas dos almas
hermanas, no sólo por el vínculo de la sangre, sino por los de la miseria y el
sufrimiento; y, sin embargo, entre Marta y Magdalena existían una sorda
emulación, una secreta antipatía que sólo pudiera explicar el estudio de sus
caracteres, tan en absoluta contraposición como sus tipos.
Marta era altiva, vehemente en sus inclinaciones y de una rudeza
salvaje en la expresión de sus afectos: no sabía ni reír ni llorar, y por eso
no había llorado ni reído nunca. Magdalena, por el contrario, era humilde,
amante, bondadosa, y en más de una ocasión se la vio llorar y reír a la vez
como los niños.
Marta tenía los ojos más negros que la noche, y de entre sus
oscuras pestañas diríase que a intervalos saltaban chispas de fuego como de un
carbón ardiente.
La pupila azul de Magdalena parecía nadar en un fluido de luz
dentro del cerco de oro de sus pestañas rubias. Y todo era en ellas armónico
con la diversa expresión de sus ojos. Marta, enjuta de carnes, quebrada de
color, de estatura esbelta, movimientos rígidos y cabellos crespos y oscuros,
que sombreaban su frente y caían por sus hombros como un manto de terciopelo:
formaba un singular contraste con Magdalena, blanca, rosada, pequeña, infantil
en su fisonomía y sus formas, y con unas trenzas rubias que rodeaban sus
sienes, semejantes al nimbo dorado de la cabeza de un ángel.
A pesar de la inexplicable repulsión que sentían la una por la
otra, las dos hermanas habían vivido hasta entonces en una especie de
indiferencia, que hubiera podido confundirse con la paz y el afecto: no habían
tenido caricias que disputarse, ni preferencias que envidiar; iguales en la
desgracia y el dolor. Marta se había encerrado para sufrir en un egoísta y
altivo silencio: y Magdalena, encontrando seco el corazón de su hermana,
lloraba a solas cuando las lágrimas se agolpaban involuntariamente a sus ojos.
Ningún sentimiento era común entre ellas; nunca se confiaron sus
alegrías y sus pesares, y sin embargo, el único secreto que procuraban esconder
en lo más profundo del corazón, se lo habían adivinado mutuamente con ese
instinto maravilloso de la mujer enamorada y celosa. Marta y Magdalena tenían
efectivamente puestos sus ojos en un mismo hombre.
La pasión de la una era el deseo tenaz, hijo de un carácter
indomable y voluntarioso; en la otra, el cariño se parecía a esa vaga y espontánea
ternura de la adolescencia, que necesitando un objeto en qué emplearse, ama el
primero que se ofrece a su vista. Ambas guardaban el secreto de su amor, porque
el hombre que lo había inspirado tal vez hubiera hecho mofa de un cariño que se
podía interpretar como ambición absurda en unas muchachas plebeyas y
miserables. Ambas, a pesar de la distancia que las separaba del objeto de su
pasión, alimentaban una esperanza remota de poseerle.
Cerca del lugar, y sobre un alto que dominaba los contornos,
había un antiguo castillo abandonado por sus dueños. Las viejas, en las noches
de velada, referían una historia llena de maravillas acerca de sus fundadores.
Contaban que hallándose el rey de Aragón en guerra con sus enemigos, agotados
ya sus recursos, abandonado de sus parciales y próximo a perder el trono, se le
presentó un día una pastorcita de aquella comarca, y después de revelarle la
existencia de unos subterráneos por donde podía atravesar el Moncayo sin que lo
advirtiesen sus enemigos, le dio un tesoro en perlas finas, riquísimas piedras
preciosas y barras de oro y plata, con las cuales el rey pagó sus mesnadas,
levantó un poderoso ejército, y marchando por debajo de la tierra durante toda
una noche, cayó al otro día sobre sus contrarios y los desbarató, asegurando la
corona en su cabeza.
Después que hubo alcanzado tan señalada victoria, cuentan que
dijo el rey a la pastorcita:
-Pídeme lo que quieras, que, aun cuando fuese la mitad de mi
reino, juro que te lo he de dar al instante.
-Yo no quiero más que volverme a cuidar de mi rebaño -respondió
la pastorcita.
-No cuidarás sino de mis fronteras -replicó el rey, y le dio el
señorío de toda la raya, y le mandó edificar una fortaleza en el pueblo más
fronterizo a Castilla, adonde se trasladó la pastora, casada ya con uno de los
favoritos del rey, noble, galán, valiente y señor asimismo de muchas fortalezas
y muchos feudos.
La estupenda relación del tío Gregorio acerca de los gnomos del
Moncayo, cuyo secreto estaba en la fuente del lugar, exaltó nuevamente las locas
fantasías de las dos enamoradas hermanas, completando, por decirlo así, la
ignorada historia del tesoro hallado por la pastorcita de la conseja: tesoro
cuyo recuerdo había turbado más de una vez sus noches de insomnio y de
amargura, presentándose a su imaginación como un débil rayo de esperanza.
La noche siguiente a la tarde del encuentro con el tío Gregorio,
todas las muchachas del lugar hicieron conversación en sus casas de la
estupenda historia que les había referido. Marta y Magdalena guardaron un profundo
silencio; y ni en aquella noche, ni en todo el día que amaneció después,
volvieron a cambiar una sola palabra relativa al asunto, tema de todas las
conversaciones y objeto de los comentarios de sus vecinas.
Cuando llegó la hora de costumbre, Magdalena tomó su cántaro y
le dijo a su hermana:
-¿Vamos a la fuente?
Marta no contestó, y Magdalena volvió a decirle:
-¿Vamos a la fuente? Mira que si no nos apresuramos se pondrá el
sol antes de la vuelta.
Marta exclamó al fin con un acento breve y áspero:
-Yo no quiero ir hoy.
-Ni yo tampoco -añadió Magdalena después de un instante de
silencio, durante el cual mantuvo los ojos clavados en los de su hermana, como
si quisiera adivinar en ellos la causa da su resolución.
III
Las muchachas del lugar hacía cerca de una hora que estaban de
vuelta en sus casas. La última luz del crepúsculo se había apagado en el
horizonte, y la noche comenzaba a cerrar de cada vez más oscura, cuando Marta y
Magdalena, esquivándose mutuamente y cada cual por diverso camino, salieron del
pueblo con dirección a la fuente misteriosa. La fuente brotaba escondida entre
unos riscos cubiertos de musgo en el fondo de una larga alameda. Después que se
fueron apagando poco a poco los rumores del día y ya no se escuchaba el lejano
eco de la voz de los labradores que vuelven caballeros en sus yuntas cantando
al compás del timón del arado que arrastran por la tierra; después que se dejó
de percibir el monótono ruido de las esquilillas del ganado, y las voces de los
pastores, y el ladrido de los perros que reúnen las reses, y sonó en la torre
del lugar la postrera campanada del toque de oraciones, reinó ese doble y
augusto silencio de la noche y la soledad; silencio lleno de murmullos extraños
y leves que lo hacen aún más perceptibles.
Marta y Magdalena se deslizaron por entre el laberinto de los
árboles, y, protegidas por la oscuridad, llegaron sin verse al fin de la
alameda. Marta no conocía el temor, y sus pasos eran firmes y seguros.
Magdalena temblaba con sólo el ruido que producían sus pies al hollar las hojas
secas que tapizaban el suelo. Cuando las dos hermanas estuvieron junto a la
fuente, el viento de la noche comenzó a agitar las copas de los álamos, y al
murmullo de sus soplos desiguales parecía responder el agua del manantial con un
rumor compasado y uniforme.
Marta y Magdalena prestaron atención a aquellos ruidos que
pasaban bajo sus pies como un susurro constante, y sobre sus cabezas como un
lamento que nacía y se apagaba para tornar y crecer y dilatarse por la
espesura. A medida que transcurrían las horas, aquel sonar eterno del aire y
del agua empezó a producir una extraña exaltación, una especie de vértigo, que,
turbando la vista y zumbando en el oído, parecía trastornarlas por completo.
Entonces, a la manera que se oye hablar entre sueños con un eco lejano y
confuso, les pareció percibir entre aquellos rumores sin nombre sonidos
inarticulados como los de un niño que quiere y no puede llamar a su madre;
luego palabras que se repetían una vez y otra, siempre lo mismo; después frases
inconexas y dislocadas sin orden ni sentido, y por último… por último
comenzaron a hablar el viento vagando entre los árboles y el agua saltando de
risco en risco.
Y hablaban así:
EL AGUA.- ¡Mujer!…, ¡mujer!…, óyeme…, óyeme y acércate para
oírme, que yo besaré tus pies mientras tiemblo al copiar tu imagen en el fondo
sombrío de mis ondas ¡Mujer!…, óyeme, que mis murmullos son palabras.
EL VIENTO.- ¡Niña!… niña gentil, levanta tu cabeza, déjame en
paz besar tu frente, en tanto que agito tus cabellos. Niña gentil, escúchame,
que yo sé hablar también y murmuraré al oído frases cariñosas.
MARTA.- ¡Oh! ¡Habla, habla que yo te comprenderé porque mi
inteligencia flota en un vértigo, como flotan tus palabras indecisas! Habla
misteriosa corriente.
MAGDALENA.- Tengo miedo. ¡Aire de la noche, aire de perfumes,
refrescan mi frente que arde! Dime algo que me infunda valor porque mi espíritu
vacila.
EL AGUA.- Yo he cruzado el tenebroso seno de la tierra, he
sorprendido el secreto de su maravillosa fecundidad, y conozco los fenómenos de
sus entrañas, donde germinan las futuras creaciones. Mi rumor adormece y
despierta: despierta tú, que lo comprendes.
EL VIENTO.- Yo soy el aire que mueven los ángeles con sus alas
inmensas al cruzar el espacio. Yo amontono en el Occidente las nubes que
ofrecen al sol un lecho de púrpura, y traigo al amanecer, con las neblinas que
se deshacen en gotas, una lluvia de perlas sobre las flores, mis suspiros son
un bálsamo: ábreme tu corazón y le inundaré de felicidad.
MARTA.- Cuando yo oí por primera vez el murmullo de una
corriente subterránea, no en balde me inclinaba a la tierra prestándole oído.
Con ella iba un misterio que yo debía comprender al cabo.
MAGDALENA.- Suspiros del viento, yo os conozco: vosotros me
acariciabais dormida cuando, fatigada por el llanto, me rendía al sueño en mi
niñez, y vuestro rumor se me figuraban las palabras de una madre que arrulla a
su hija.
El agua enmudeció por algunos instantes, y no sonaba sino como
agua que se rompe entre peñas. El viento calló también, y su ruido no fue otra
cosa que ruido de hojas movidas. Así pasó algún tiempo, y después volvieron a
hablar, y hablaron así:
EL AGUA.- Después de filtrarme gota a gota a través del filón de
oro de una mina inagotable; después de correr por un lecho de plata y saltar
como sobre guijarros entre un sinnúmero de zafiros y amatistas, arrastrando en
vez de arenas diamantes y rubíes, me he unido en misterioso consorcio a un
genio. Rica con su poder y con las ocultas virtudes de las piedras preciosas y
los metales, de cuyos átomos vengo saturada, puedo ofrecerte cuanto ambicionas.
Yo tengo la fuerza de un conjuro, el poder de un talismán y la virtud de las
siete piedras y los siete colores.
EL VIENTO.- Yo vengo de vagar por la llanura, y, como la abeja
que vuelve a la colmena con su botín de perfumadas mieles, traigo suspiros de
mujer, plegarias de niños, palabras de casto amor y aromas de nardos y azucenas
silvestres. Yo no he recogido a mi paso más que perfumes y ecos de armonías;
mis tesoros son inmateriales, pero ellos dan la paz del alma y la vaga
felicidad de sueños venturosos.
Mientras su hermana, atraída como por un encanto, se inclinaba
al borde de la fuente para oír mejor, Magdalena se iba instintivamente
separando de los riscos entre los cuales brotaba el manantial.
Ambas tenían sus ojos fijos, la una en el fondo de las aguas, la
otra en el fondo del cielo.
Y exclamaba Magdalena mirando brillar los luceros en la altura:
-Esos son los nimbos de luz de los ángeles invisibles que nos
custodian.
En tanto decía Marta, viendo temblar en la linfa de la fuente el
reflejo de las estrellas:
-Esas son las partículas de oro que arrastra el agua en su
misterioso curso.
El manantial y el viento, que por segunda vez habían enmudecido
un instante, tornaron a hablar; y dijeron:
EL AGUA.- Remonta mi corriente, desnúdate del temor como de una
vestidura grosera, y osa traspasar los umbrales de lo desconocido. Yo he
adivinado que tu espíritu es de la esencia de los espíritus superiores. La
envidia te habrá arrojado tal vez del cielo para revolcarte en el lodo de la
miseria. Yo veo, sin embargo, en tu frente sombría un sello de altivez que te
hace digna de nosotros, espíritus fuertes y libres… Ven, yo te voy a enseñar
palabras mágicas de tal virtud, que al pronunciarlas se abrirán las rosas y te
brindarán con los diamantes que están en su seno, como las perlas en las
conchas que sacan del fondo del mar los pescadores. Ven, te daré tesoros para
que vivas feliz; y más tarde, cuando se quiebre la cárcel que te aprisiona, tu
espíritu se asimilará a los nuestros, que son espíritus humanos, y todos
confundidos seremos la fuerza motora, el rayo vital de la creación, que circula
como un fluido por sus arterias subterráneas.
EL VIENTO.- El agua lame la tierra y vive en el cieno: yo
discurro por las regiones etéreas y vuelo en el espacio sin límites. Sigue los
movimientos de tu corazón, deja que tu alma suba como la llama y las azules
espirales del humo. ¡Desdichado el que, teniendo alas, desciende a las
profundidades para buscar el oro, pudiendo remontarse a la altura para
encontrar amor y sentimiento! Vive oscura como la violeta, que yo te traeré en
un beso fecundo el germen vivificante de otra flor hermana tuya, y rasgaré las
nieblas para que no falte un rayo de sol que ilumine tu alegría. Vive oscura,
vive ignorada, que cuando tu espíritu se desate, yo lo subiré a las regiones de
la luz en una nube roja.
Callaron el viento y el agua, y apareció el gnomo.
El gnomo era como un hombrecillo transparente: una especie de
enano de luz, semejante a un fuego fatuo, que se reía a carcajadas, sin ruido,
y saltaba de peña en peña, y mareaba con su vertiginosa movilidad. Unas veces
se sumergía en el agua y continuaba brillando en el fondo como una joya de mil
colores; otras salía a la superficie y agitaba los pies y las manos, y sacudía
la cabeza a un lado y a otro con una rapidez que tocaba en prodigio.
Marta vio al gnomo y le estuvo siguiendo con la vista extraviada
en todas sus extravagantes evoluciones; y cuando el diabólico espíritu se lanzó
al fin por entre las escabrosidades del Moncayo, como una llama que corre,
agitando su cabellera de chispas, sintió una especie de atracción irresistible
y siguió tras él con una carrera frenética.
-¡Magdalena! -decía en tanto el aire que se alejaba lentamente;
y Magdalena, paso a paso y como una sonámbula, guiada en el sueño por una voz
amiga, siguió tras la ráfaga, que iba suspirando por la llanura.
Después todo quedó otra vez en silencio en la oscura alameda, y
el viento y el agua siguieron resonando con los murmullos y los rumores de
siempre.
IV
Magdalena tornó al lugar pálida y llena de asombro. A Marta la
esperaron en vano toda la noche.
Cuando llegó la tarde del otro día, las muchachas encontraron un
cántaro roto al borde de la fuente de la alameda. Era el cántaro de Marta, de
la cual nunca volvió a saberse. Desde entonces las muchachas del lugar van por
agua tan temprano, que madrugan con el Sol. Algunas me han asegurado que de
noche se ha oído en más de una ocasión el llanto de Marta, cuyo espíritu vive
aprisionado en la fuente. Yo no sé qué crédito dar a esta última parte de la
historia, porque la verdad es que desde entonces ninguno se ha atrevido a
penetrar para oírlo en la alameda después del toque del Ave-María.