dimarts, 30 d’abril del 2019

Chickamauga - Ambrose Bierce

 

En Chickamauga, relat inclòs en Cuentos de soldados y civiles, i considerat un dels millors de l’autor. En ell trobem pinzellades de la vida de soldat de l’autor. Ambrose Bierce va lluitar en la Guerra Civil Americana i en aquest fantàstic relat ens parla del joc infantil d’un xiquet de sis anys molt especial. La seva fantasia el fa allunyar-se de la casa familiar, perseguint enemics imaginaris. El final, t’assrgure que no deixarà indiferent. El títol fa referencia a la Batalla de Chickamauga.
NOTA: 4.5/5



Chickamauga
(1842-1914?)

En una tarde soleada de otoño, un niño perdido en el campo, lejos de su rústica vivienda, entró en un bosque sin ser visto. Sentía la nueva felicidad de escapar a toda vigilancia, de andar y explorar a la ventura, porque su espíritu, en el cuerpo de sus antepasados, y durante miles y miles de años, estaba habituado a cumplir hazañas memorables en descubrimientos y conquistas: victorias en batallas cuyos momentos críticos eran centurias, cuyos campamentos triunfales eran ciudades talladas en peñascos. Desde la cuna de su raza, ese espíritu había logrado abrirse camino a través de dos continentes y después, franqueando el ancho mar, había penetrado en un tercero donde recibió como herencia la guerra y el poder.
Era un niño de seis años, hijo de un pobre plantador. Éste, durante su primera juventud, había sido soldado, había luchado contra salvajes desnudos, había seguido la bandera de su país hasta la capital de una raza civilizada en el extremo sur. Pero en la existencia apacible del plantador, la llama de la guerra había sobrevivido; una vez encendida, nunca se apagó. El hombre amaba los libros y las estampas militares, y el niño las había comprendido lo bastante para hacerse un sable de madera que el padre mismo, sin embargo, no hubiera reconocido como tal. Ahora llevaba este sable con gallardía, como conviene al hijo de una raza heroica, y se paraba de tiempo en tiempo en los claros soleados del bosque para asumir, exagerándolas, las actitudes de agresión y defensa que le fueron enseñadas por aquellas estampas.
Enardecido por la facilidad con que echaba por tierra a enemigos invisibles que intentaban detenerlo, cometió el error táctico, bastante frecuente, de proseguir su avance hasta un extremo peligroso, y se encontró por fin al borde de un arroyo, ancho pero poco profundo, cuyas rápidas aguas le impidieron continuar adelante, a la caza de un enemigo derrotado que acaba de cruzarlo con ilógica facilidad. Pero el intrépido guerrero no iba a dejarse amilanar; el espíritu de la raza que había franqueado el ancho mar ardía, invencible, dentro de aquel pecho menudo, y no era sencillo sofocarlo. En el lecho del río descubrió un lugar donde había algunos cantos rodados, espaciados a un paso o a un brinco de distancia; gracias a ellos pudo atravesarlo, cayó de nuevo sobre la retaguardia de sus enemigos imaginarios, y los pasó a todos a cuchillo.
Ahora, una vez ganada la batalla, la prudencia exigía que se replegara sobre la base de sus operaciones. ¡Ay!, como tantos otros conquistadores más grandes que él, como el más grande de todos, no podía ni refrenar su sed de guerra, ni comprender que el más afortunado no puede tentar al Destino. De pronto, mientras avanzaba desde la orilla, se encontró frente a un nuevo y formidable adversario. A la vuelta de un sendero, con las orejas tiesas y las patas delanteras colgantes, muy erguido, estaba sentado un conejo. El niño lanzó una exclamación de asombro, dio media vuelta y escapó sin saber qué dirección tomaba, llamando a su madre con gritos inarticulados, llorando, tropezando, con su tierna piel cruelmente desgarrada por las zarzas, su corazoncito palpitando de terror, sin aliento, enceguecido por las lágrimas, perdido en el bosque.
Después, durante más de una hora, sus pies vagabundos lo llevaron a través de malezas inextricables, y por fin, rendido de cansancio, se acostó en un estrecho espacio entre dos rocas a pocas yardas del río. Allí, sin dejar de apretar su sable de madera, que no era ya para él un arma sino un compañero, se durmió a fuerza de sollozos. Encima de su cabeza, los pájaros del bosque cantaban alegremente; las ardillas, castigando el aire con el esplendor de sus colas, chillaban y corrían de árbol en árbol, ignorando al niño lastimero; y en alguna parte, muy lejos, gruñía un trueno, extraño y sordo, como si las perdices redoblaran para celebrar la victoria de la naturaleza sobre el hijo de aquellos que, desde tiempos inmemoriales, la han reducido a la esclavitud.
Y del otro lado, en la pequeña plantación, donde hombres blancos y negros llenos de alarma buscaban febrilmente en los campos y los cercos, una madre tenía el corazón destrozado por la desaparición de su hijo.
Pasaron las horas, y el pequeño durmiente se levantó. La frescura de la tarde transía sus miembros; el temor a las tinieblas, su corazón. Pero había descansado y no lloraba más. Impulsado a obrar por un impulso ciego, se abrió camino a través de las malezas que lo rodeaban hasta llegar a un terreno más abierto: a su derecha, el arroyo; a su izquierda, una suave pendiente con unos pocos árboles; arriba, las sombras cada vez más densas del crepúsculo. Una niebla tenue, espectral, a lo largo del agua, le inspiró miedo y repugnancia; en lugar de atravesar el arroyo por segunda vez en la dirección en que había venido, le dio la espalda y avanzó hacia el bosque sombrío que lo cercaba.
Súbitamente, ante sus ojos, vio desplazarse un objeto extraño que tomó al principio por un enorme animal: perro, cerdo, no lo sabía; quizá fuera un oso. Había visto imágenes de osos y, no conociendo nada en su descrédito, había deseado vagamente encontrar uno. Pero algo en la forma o en el movimiento de aquel objeto, algo torpe en su andar, le dijo que no era un oso; el miedo refrenó la curiosidad, y el niño se detuvo. Sin embargo, a medida que la extraña criatura avanzaba con lentitud, aumentó su coraje porque advirtió que no tenía, al menos, las orejas largas, amenazadoras, del conejo. Quizá su espíritu impresionable era consciente a medias de algo familiar en ese andar vacilante, ingrato.
Antes de que se hubiera acercado lo suficiente para disipar sus dudas, vio que la criatura era seguida por otra y otra y otra. Y había muchas más a derecha e izquierda: el campo abierto que lo rodeaba hormigueaba de aquellos seres, y todos avanzaban hacia el arroyo.
Eran hombres. Trepaban con las manos y las rodillas. Algunos sólo usaban las manos, arrastrando las piernas; otros sólo las rodillas, y los brazos colgaban, inútiles, de cada lado. Trataban de ponerse en pie, pero se abatían en el curso de su esfuerzo, el rostro contra la tierra. Nada hacían normalmente, nada hacían de igual manera, salvo esa progresión pie por pie en el mismo sentido. De uno en uno, de dos en dos, en pequeños grupos, continuaban avanzando en la penumbra; a veces, algunos hacían un alto, otros se les adelantaban, arrastrándose con lentitud, y aquéllos, entonces, reanudaban el movimiento.
Llegaban por docenas y por centenares; se extendían a derecha e izquierda hasta donde podía escrutarse en la oscuridad creciente, y el bosque negro detrás de ellos parecía interminable. El suelo mismo parecía desplazarse hacia el arroyo. De tiempo en tiempo, uno de aquellos que habían hecho un alto no reanudaba su camino y yacía inmóvil: estaba muerto. Algunos se detenían y gesticulaban de manera extraña: levantaban los brazos y los dejaban caer de nuevo, se tomaban la cabeza con ambas manos, extendían sus palmas hacia el cielo como hacen ciertos hombres durante las plegarias que dicen en común.
El niño no reparó en todos estos detalles que sólo hubiera podido advertir un espectador de más edad. Sólo vio una cosa: eran hombres, y sin embargo, se arrastraban como niñitos. Eran hombres; nada tenían pues de terrible, aunque algunos llevaran vestimentas que desconocía. Caminó libremente en medio de ellos, mirándolos de cerca con infantil curiosidad. Los rostros de todos eran singularmente pálidos; muchos estaban cubiertos de rastros y gotas rojas.
Esto, unido a sus actitudes grotescas, le recordó al payaso pintarrajeado que había visto en el circo el verano anterior, y se puso a reír al contemplarlos. Pero esos hombres mutilados y sanguinolentos no dejaban de avanzar, sin advertir, al igual que el niño, el dramático contraste entre la risa de éste y su propia y horrible gravedad. Para el niño era un espectáculo cómico. Había visto a los negros de su padre arrastrarse sobre las manos y las rodillas para divertirlo: en esta posición los había montado, haciendo creer que los tomaba por caballos. Y entonces, se aproximó por detrás a una de esas formas rampantes, y después, con un ágil movimiento, se le sentó a horcajadas.
El hombre se desplomó sobre el pecho, recuperó el equilibrio furiosamente, hizo caer redondo al niño como hubiera podido hacerlo un potrillo salvaje y después volvió hacia él un rostro al que le faltaba la mandíbula inferior; de los dientes superiores a la garganta, se abría un gran hueco rojo franqueado de pedazos de carne colgante y de esquirlas de hueso. El saliente monstruoso de la nariz, la falta de mentón, los ojos montaraces, daban al herido el aspecto de un gran pájaro rapaz con el cuello y el pecho enrojecidos por la sangre de su presa.
El hombre se incorporó sobre las rodillas. El niño se puso de pie. El hombre lo amenazó con el puño. El niño, por fin aterrorizado, corrió hasta un árbol próximo, se guareció detrás del tronco, y después encaró la situación con mayor seriedad. Y la siniestra multitud continuaba arrastrándose, lenta, dolorosa, en una lúgubre pantomima, bajando la pendiente como un hormigueo de escarabajos negros, sin hacer jamás el menor ruido, en un silencio profundo, absoluto.
En vez de oscurecerse, el hechizado paisaje comenzó a iluminarse. Más allá del arroyo, a través de la cintura de árboles, brillaba una extraña luz roja sobre la cual se destacaba el negro encaje de las ramas; golpeaba las siluetas rampantes y proyectaba sobre ellas monstruosas sombras que caricaturizaban sus movimientos en la hierba iluminada; caía en sus rostros, teñía su palidez de un color bermellón, acentuando las manchas que distorsionaban y maculaban a tantos de ellos, y centelleaba sobre los botones y las partes metálicas de sus ropas.
Por instinto, el niño se volvió hacia aquel resplandor siempre creciente, y bajó la colina con sus horribles compañeros; en pocos instantes, había pasado al primero de la multitud, hazaña fácil dada su manifiesta superioridad sobre todos. Se colocó a la cabeza, el sable de madera siempre en la mano, y dirigió la marcha, adaptando su andar al de ellos, solemne, volviéndose de vez en cuando para verificar si sus fuerzas no quedaban atrás. A buen seguro, nunca un jefe tuvo semejante séquito.
Esparcidos por el terreno que enangostaba lentamente aquella marcha atroz de la multitud hacia el agua, había algunos objetos que no provocaban ninguna asociación de ideas significativas en el espíritu del jefe: en algunos lugares, una manta enrollada a lo largo, con las dos puntas atadas por una cuerda; aquí, una pesada mochila de soldado; allá, un fusil roto; en suma, esos desechos que se encuentran en la retaguardia de las tropas en retirada, jalonando la pista de los vencidos que han huido de sus perseguidores. En todos lados, junto al arroyo, bordeado en aquel sitio por tierras bajas, el suelo había sido hollado y transformado en lodo por los pies de los hombres y los cascos de los caballos. Un observador más experimentado habría advertido que esas huellas iban en ambas direcciones; dos veces habían pasado por el terreno: avanzando, retrocediendo.
Algunas horas antes, aquellos heridos sin esperanza habían penetrado en el bosque por millares, en compañía de sus camaradas más felices, muy lejos ahora. Sus batallones sucesivos, dispersándose en enjambres y reformándose en líneas, habían desfilado junto al niño dormido, por poco lo habían pisoteado en su sueño. El ruido y el murmullo de su marcha no lo habían despertado. Casi a la distancia de un hondazo del lugar en que estaba acostado, habían librado batalla; pero el niño no había oído el estruendo de los fusiles, el estampido de los cañones, «la voz tonante de los capitanes y los clamores».
Había dormido durante casi todo el combate, apretando contra su pecho el sable de madera, quizá por inconsciente simpatía hacia el conjunto marcial que lo rodeaba, pero tan insensible a la magnificencia de la lucha como los caídos que allí habían muerto para hacerla gloriosa.
Más allá de los árboles, del otro lado del arroyo, ahora el fuego se reflejaba sobre la tierra desde lo alto de su bóveda de humo y bañaba todo el paisaje, transformando en vapor dorado la línea sinuosa de la niebla. Sobre el agua brillaban anchas manchas rojas, y rojas eran igualmente casi todas las piedras que emergían. Pero sobre aquellas piedras había sangre: los heridos menos graves las habían maculado al pasar. Gracias a ellas, también, el niño cruzó el arroyo a paso rápido; iba hacia el fuego. Una vez en la otra orilla, se volvió para mirar a sus compañeros de marcha. La vanguardia llegaba al arroyo. Los más vigorosos se habían arrastrado hasta el borde y habían hundido el rostro en el agua.
Tres o cuatro, que yacían inmóviles, parecían no tener ya cabeza. Ante ese espectáculo, los ojos del niño se dilataron de asombro; por hospitalario que fuera su espíritu, no podía aceptar un fenómeno que implicara pareja vitalidad. Después de haber abrevado su sed, aquellos hombres no habían tenido fuerzas para retroceder ni mantener sus cabezas por encima del agua: se habían ahogado. Detrás de ellos, los claros del bosque permitieron ver al jefe, como al principio de su marcha, innumerables e informes siluetas. Pero no todas se movían. El niño agitó su gorra para animarlas y, sonriendo, señaló con el sable de madera en dirección a la claridad que lo guiaba, columna de fuego de aquel extraño éxodo.
Confiando en la fidelidad de sus compañeros, penetró en la cintura de árboles, la franqueó fácilmente a la luz roja, escaló una empalizada, atravesó corriendo un campo, volviéndose de tiempo en tiempo para coquetear con su obediente sombra, y de tal modo se aproximó a las ruinas de una casa en llamas. Por doquiera, la desolación. A la luz del inmenso brasero, no se veía un ser viviente. No se preocupó por ello. El espectáculo le gustaba y se puso a bailar de alegría como bailaban las llamas vacilantes. Corrió aquí y allá para recoger combustible, pero todos los objetos que encontraba eran demasiado pesados y no podía arrojarlos al fuego, dada la distancia que le imponía el calor. Desesperado, lanzó su sable a la hoguera: se rendía ante las fuerzas superiores de la naturaleza. Su carrera militar había terminado.
Como cambiara de lugar, detuvo la mirada en algunas dependencias cuyo aspecto era extrañamente familiar: tenía la impresión de haber soñado con ellas. Se puso a reflexionar, sorprendido, y de pronto la plantación entera, con el bosque que la rodeaba, pareció girar sobre su eje. Vaciló su pequeño universo, se trastocó el orden de los puntos cardinales. ¡En los edificios en llamas reconoció su propia casa! Durante un instante quedó estupefacto por la brutal revelación. Después se puso a correr en torno a las ruinas. Allí, plenamente visible a la luz del incendio, yacía el cadáver de una mujer: el rostro pálido vuelto al cielo, las manos extendidas, agarrotadas y llenas de hierba, las ropas en desorden, el largo pelo negro, enmarañado, cubierto de sangre coagulada; le faltaba la mayor parte de la frente, y del agujero desgarrado salía el cerebro que desbordaba sobre las sienes, masa gris y espumosa coronada de racimos escarlata: la obra de un obús.
El niño hizo ademanes salvajes e inciertos. Lanzó gritos inarticulados, indescriptibles, que hacían pensar en los chillidos de un mono y en los cloqueos de un ganso, sonido atroz, sin alma —maldito lenguaje del demonio—. El niño era sordomudo. Después permaneció inmóvil, los labios temblorosos, los ojos fijos en las ruinas.

 FIN
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dilluns, 29 d’abril del 2019

Corazones solitarios - Rubem Fonseca

Corazones solitarios és una sorpresa. La història parla d'un cronista policial que un cop acomiadat del seu treball es troba escrivint per a una revista femenina en la qual tots els seus redactors són homes. La història és humorística y fa pasar una bona estona y a mesura que avances en la lectura t'adones de la qualitat enorme de l'autor.

NOTA 3.5/5




CORAZONES SOLITARIOS
(1925)


Yo trabajaba en un diario popular como repórter de casos policiacos. Hace mucho tiempo que no ocurría en la ciudad un crimen interesante, que envolviera a una rica y linda joven de la sociedad, muertes, desapariciones, corrupción, mentiras, sexo, ambición, dinero, violencia, escándalo.
— Crimen así ni en Roma, París, Nueva York —decía el editor del diario— estamos en un mal momento. Pero dentro de poco cambiará. La cosa es cíclica, cuando menos lo esperamos estalla uno de aquellos escándalos que da materia para un año. Todo está podrido, a punto, es cosa de esperar.
Antes de que estallara me corrieron.
Solamente hay pequeño comerciante matando socio, pequeño bandido matando a pequeño comerciante, policía matando a pequeño bandido. Cosas pequeñas, le dije a Oswaldo Peçanha, editor-jefe y propietario del diario Mujer.
Hay también meningitis, esquistosomosis, mal de Chagas, dijo Peçanha.
Pero fuera de mi área— dije.
— ¿Ya leíste Mujer?— Peçanha preguntó.
Admití que no. Me gusta más leer libros.
Peçanha sacó una caja de puros del cajón y me ofreció uno. Encendimos los puros. Al poco tiempo el ambiente era irrespirable. Los puros eran corrientes, estábamos en verano, las ventanas cerradas, y el aparato de aire acondicionado no funcionaba bien.
Mujer no es una de esas publicaciones en color para burguesas que hacen régimen. Está hecha para la mujer de la clase C, que come arroz con frijoles y si engorda es cosa suya. Echa una ojeada.
Peçanha tiró frente a mí un ejemplar del diario. Formato tabloide, encabezados en azul, algunas fotos desenfocadas. Fotonovela, horóscopo, entrevistas con artistas de televisión, corte y costura.
— ¿Crees que podrías hacer la sección De mujer a mujer, nuestro consultorio sentimental? El tipo que lo hacía se despidió.
De mujer a mujer estaba firmado por una tal Elisa Gabriela. Querida Elisa Gabriela, mi marido llega todas las noches borracho y…
— Creo que puedo, dije.
Estupendo. Comienza hoy. ¿Qué nombre quieres usar?
Pensé un poco.
—Nathanael Lessa.
— ¿Nathanael Lessa?— dijo Peçanha, sorprendido y molesto, como si hubiera dicho un nombre feo, u ofendido a su madre.
— ¿Qué tiene? Es un nombre como otro cualquiera. Y estoy rindiendo dos homenajes.
Peçanha dio unas chupadas al puro, irritado.
— Primero, no es un nombre como cualquier otro. Segundo, no es un nombre de la clase C. Aquí sólo usamos nombres que agraden a la clase C, nombres bonitos. Tercero, el diario rinde homenajes sólo a quien yo quiero y no conozco a ningún Nathanael Lessa y, finalmente —la irritación de Peçanha aumentaba gradualmente, como si estuviera sacando algún provecho de ella— aquí, nadie, ni siquiera yo mismo, usa seudónimos masculinos. ¡Mi nombre es María de Lourdes!
Di otra ojeada al diario, inclusive en el directorio. Sólo había nombres de mujer.
— ¿No te parece que un nombre masculino da más crédito a las respuestas? Padre, marido, médico, sacerdote, patrón, sólo hay hombres diciendo lo que ellas tienen que hacer. Nathanael Lessa pega mejor que Elisa Gabriela.
—Es eso justamente lo que no quiero. Aquí se sienten dueñas de su nariz, confían en nosotros, como si fuéramos comadres. Llevo veinticinco años en este negocio. No me vengas con teorías no comprobadas. Mujer está revolucionando la prensa brasileña, es un diario diferente que no da noticias viejas de la televisión de ayer.
Estaba tan irritado que no pregunté lo que Mujer se proponía. Tarde o temprano me lo diría. Yo sólo quería el empleo.
Mi primo, Machado Figueiredo, que también tiene veinticinco años de experiencia, en el Banco del Brasil, suele decir que está siempre abierto a teorías no comprobadas. Yo sabía que Mujer debía dinero al banco. Y sobre de la mesa de Peçanha había una carta de recomendación de mi primo.
Al oír el nombre de mi primo, Peçanha palideció. Dio un mordisco al puro para controlarse, después cerró la boca, pareciendo que iba a silbar, y sus gruesos labios temblaron como si tuviera un grano de pimienta en la lengua. En seguida abrió la boca y golpeó con la uña del pulgar sus dientes sucios de nicotina, mientras me miraba de manera que él debía considerar llena de significados.
— Podía añadir Dr. a mi nombre: Dr. Nathanael Lessa.
— ¡Rayos! Está bien, está bien, rezongó Peçanha entre dientes, empiezas hoy.
Fue así como pasé a formar parte del equipo de Mujer.
Mi mesa quedaba cerca de la mesa de Sandra Marina, que firmaba el horóscopo. Sandra era conocida también como Marlene Katia, al hacer entrevistas. Era un muchacho pálido, de largos y ralos bigotes, también conocido como João Albergaria Duval. Había salido hacía poco tiempo de la escuela de comunicaciones y vivía lamentándose, ¿por qué no estudié odontología?, ¿por qué?
Le pregunté si alguien traía las cartas de los lectores a mi mesa. Me dijo que hablara con Jacqueline, en expedición. Jacqueline era un negro grande de dientes muy blancos.
Queda mal que sea yo el único aquí dentro que no tiene nombre de mujer, van a pensar que soy maricón. ¿Las cartas? No hay ninguna carta. ¿Crees que la mujer de la clase C escribe cartas? Elisa inventaba todas.
Apreciado Dr. Nathanael Lessa. Conseguí una beca de estudios para mi hija de diez años, en una escuela elegante de la zona sur. Todas sus compañeritas van al peluquero, por lo menos una vez a la semana. Nosotros no tenemos dinero para eso, mi marido es conductor de autobús de la línea Jacaré-Cajú, pero dice que va a trabajar horas extras para mandar a Tania Sandra, nuestra hijita, al peluquero. ¿No cree usted que los hijos se merecen todos los sacrificios? Madre Dedicada. Villa Kennedy.
Respuesta: Lave la cabeza de su hija con jabón de coco y colóquele papillotes. Queda igual que en el peluquero. De cualquier manera, su hija no nació para ser muñequita. Ni tampoco la hija de nadie. Coge el dinero de las horas extras y compra otra cosa más útil. Comida, por ejemplo.
Apreciado Dr. Nathanael Lessa. Soy bajita, gordita y tímida. Siempre que voy al mercado, al almacén, a la abacería me dejan en la cola. Me engañan en el peso, en el cambio, los frijoles tienen bichos, la harina de maíz está mohosa, cosas así. Acostumbraba sufrir mucho, pero ahora estoy resignada. Dios los está mirando y en el Juicio Final van a pagarlo. Doméstica Resignada. Penha.
Respuesta: Dios no está mirando a nadie. Quien tiene que defenderte eres tú misma. Sugiero que grites, vocees a todo el mundo, que hagas escándalo. ¿No tienes ningún pariente en la policía? Bandido también sirve. Arréglate, gordita.
Apreciado Dr. Nathanael Lessa: Tengo veinticinco años, soy mecanógrafa y virgen. Encontré a ese muchacho que dice que me ama mucho. Trabaja en el Ministerio de Transportes y dice que quiere casarse conmigo, pero que primero quiere probar. ¿Qué te parece? Virgen Loca. Parada de Lucas.
Respuesta: Escucha esto, Virgen Loca, pregúntale al tipo lo que va a hacer si no le gusta la experiencia. Si dice que te planta, dáselo, porque es un hombre sincero. No eres grosella ni caldo de jilo para ser probada, pero hombres sinceros hay pocos, vale la pena intentar. Fe y adelante, firme.
Fui a almorzar.
A la vuelta Peçanha mandó llamarme. Tenía mi trabajo en la mano.
—Hay algo aquí que no me gusta, dijo.
— ¿Qué?, pregunté.
— ¡Ah! ¡Dios mío!, qué idea la gente se hace de la clase C, exclamó Peçanha, balanceando la cabeza pensativamente, mientras miraba para el techo y ponía boca de silbido. Quienes gustan ser tratadas con palabrotas y puntapiés son las mujeres de la clase A. Acuérdate de aquel lord inglés que dijo que su éxito con las mujeres era porque trataba a las damas como putas y a las putas como damas.
Está bien. ¿Entonces cómo debo tratar a nuestras lectoras?
— No me vengas con dialécticas. No quiero que las trates como putas. Olvida al lord inglés. Pon alegría, esperanza, tranquilidad y confianza en las cartas, eso es lo que quiero.
Dr. Nathanael Lessa. Mi marido murió y me dejó una pensión muy pequeña, pero lo que me preocupa es estar sola, a los cincuenta y cinco años de edad. Pobre, fea, vieja y viviendo lejos, tengo miedo de lo que me espera. Solitaria de Santa Cruz.
Respuesta: Graba esto en tu corazón, Solitaria de Santa Cruz: ni dinero, ni belleza, ni juventud, ni una buena dirección dan felicidad. ¿Cuántos jóvenes ricos y hermosos se matan o se pierden en los horrores del vicio? La felicidad está dentro de nosotros, en nuestros corazones. Si somos justos y buenos, encontraremos la felicidad. Sé buena, sé justa, ama al prójimo como a ti misma, sonríe al tesorero del INPS * cuando vayas a recibir tu pensión.
Al día siguiente Peçanha me llamó y me preguntó si podía también escribir la fotonovela. Producíamos nuestras propias fotonovelas, no es fumeti italiano traducido. Elige un nombre.
Elegí Clarice Simone, eran otros dos homenajes, pero no le dije eso a Peçanha.
El fotógrafo de las novelas vino a hablar conmigo.
— Mi nombre es Mónica Tutsi, dijo, pero puedes llamarme Agnaldo. — ¿Tienes la papa lista?
Papa era la novela. Le expliqué que acababa de recibir el encargo de Peçanha y que necesitaba por lo menos dos días para escribir.
— ¿Días? Ja, ja, carcajeó, haciendo el ruido de un perro grande, ronco y domesticado, ladrándole al dueño.
— ¿Dónde está la gracia?, pregunté.
— Norma Virginia escribía la novela en quince minutos. Tenía una fórmula
— Yo también tengo una fórmula. Ve a dar una vuelta y te apareces por aquí en quince minutos, que tendrás tu novela lista.
¿Qué pensaba de mí ese fotógrafo idiota? Sólo porque yo había sido repórter policial no significaba que fuera una bestia. Si Norma Virginia, o como fuera su nombre, escribía una novela en quince minutos, yo también la escribiría. A fin de cuentas leí todos los trágicos griegos, los ibsens, los o’neals, los beckets, los chejovs, los shakespeares, las four hundred best television plays. Era sólo chupar una idea de aquí, otra de allá, y listo.
Un niño rico es robado por los gitanos y dado por muerto. El niño crece pensando que es un gitano auténtico. Un día encuentra una moza riquísima y los dos se enamoran. Ella vive en una rica mansión y tiene muchos automóviles. El gitanillo vive en un carromato. Las dos familias no quieren que ellos se casen. Surgen conflictos. Los millonarios mandan a la policía prender a los gitanos. Uno de los gitanos es muerto por la policía. Un primo rico de la muchacha es asesinado por los gitanos. Pero el amor de los dos jóvenes enamorados es superior a todas esas vicisitudes. Resuelven huir, romper con las familias. En la fuga encuentran un monje piadoso y sabio que sacramenta la unión de los dos en un antiguo, pintoresco y romántico convento en medio de un bosque florido. Los dos jóvenes se retiran a la cámara nupcial. Son hermosos, esbeltos, rubios de ojos azules. Se quitan la ropa. Oh, dice la muchacha, ¿qué es ese cordón de oro con medalla claveteada de brillantes que tienes en el pecho? ¡Ella tiene una medalla igual! ¡Son hermanos! ¡Tú eres mi hermano desaparecido!, grita la muchacha. Los dos se abrazan. (Atención, Mónica Tutsi: ¿qué tal un final ambiguo?, haciendo aparecer en la cara de los dos un éxtasis no fraternal, ¿eh? Puedo también cambiar el final y hacerlo más sofocliano: los dos descubren que son hermanos sólo después del hecho consumado; desesperada, la moza salta de la ventana del convento reventándose allá abajo.)
—Me gustó tu historia, dijo Mónica Tutsi.
— Un pellizco de Romeo y Julieta, una cucharadita de Edipo Rey, dije modestamente.
— Pero no sirve para que yo la fotografíe. Tengo que hacer todo en dos horas. ¿Dónde voy a encontrar la rica mansión? ¿Los automóviles? ¿El convento pintoresco? ¿El bosque florido?
— Ése es tú problema.
—¿Dónde voy a encontrar — continuó Mónica Tutsi — como si no me hubiera oído, los dos jóvenes rubios, esbeltos, de ojos azules? Nuestros artistas son todos medio tirando a mulatos. ¿Dónde voy a encontrar el carromato? Haz otra, muchacho. Vuelvo dentro de quince minutos. ¿Y qué es sofocliano?
Roberto y Betty son novios y van a casarse. Roberto, que es muy trabajador, economiza dinero para comprar un departamento y amueblarlo, con televisión a color, equipo musical, refrigerador, lavadora, enceradora, licuadora, batidora, lavaplatos, tostador, plancha eléctrica y secador de pelo. Betty también trabaja. Ambos son castos. El casamiento está fijado. Un amigo de Roberto, Tiago, le pregunta, ¿te vas a casar virgen?, necesitas ser iniciado en los misterios del sexo. Tiago, entonces, lleva a Roberto a casa de la Superputa Betatrón. (Atención, Mónica Tutsi, el nombre es un toque de ficción científica.) Cuando Roberto llega allí descubre que la Superputa es Betty, su noviecita. ¡Oh! ¡Cielos! ¡Sorpresa terrible! Alguien dirá, tal vez un portero, ¡Crecer es sufrir! Fin de la novela.
— Una palabra vale mil fotografías, dijo Mónica Tutsi, estoy siempre en la parte podrida. De aquí a poco vuelvo.
Dr. Nathanael. Me gusta cocinar. Me gusta mucho también bordar y hacer crochet. Y más que nada me gusta ponerme un vestido largo de baile, pintar mis labios de carmesí, darme bastante colorete, ponerme rímel en los ojos. ¡Ah, qué sensación! Es una pena que tenga que quedarme encerrado en mi cuarto. Nadie sabe que me gusta hacer esas cosas. ¿Estoy equivocado? Pedro Redgrave. Tijuca.
Respuesta: ¿Equivocado, por qué? ¿Estás haciendo daño a alguien con eso? Ya tuve otro consultante que, como a ti, también le gustaba vestirse de mujer. Llevaba una vida normal, productiva y útil a la sociedad, tanto que llegó a ser obrero-supervisor. Viste tus vestidos largos, pinta tu boca de escarlata, pon color en tu vida.
— Todas las cartas deben ser de mujeres, advirtió Peçanha.
— Pero esa es verdadera, dije.
— No creo.
Entregué la carta a Peçanha. La miró poniendo cara de policía examinando un billete groseramente falsificado.
— ¿Crees que es una broma?, preguntó Peçanha.
— Puede ser, dije. Y puede no ser.
Peçanha puso su cara reflexiva. Después:
— Añade a tu carta una frase animadora, como por ejemplo, escribe siempre.
Me senté a la máquina.
Escribe siempre. Pedro, sé que éste no es tu nombre, pero no importa, escribe siempre, cuenta conmigo. Nathanael Lessa.
— Coño, dijo Mónica Tutsi, fui a hacer tu dramón y me dijeron que está calcado de una película italiana.
Canallas, atajo de babosos, sólo porque fui repórter policial me están llamando plagiario.
— Calma, Virginia.
— ¿Virginia? Mi nombre es Clarice Simone— dije — ¿Qué cosa más idiota es esa de pensar que sólo las novias de los italianos son putas? Pues mira, ya conocí una novia de aquéllas realmente serias, era hasta hermana de la caridad, y fueron a ver, también era puta.
— Está bien, muchacho, voy a fotografiar esa historia. ¿La Betatrón puede ser mulata? ¿Qué es Betatrón?
— Tiene que ser rubia, pecosa. Betatrón es un aparato para la producción de electrones, dotado de gran potencial energético y alta velocidad, impulsado por la acción de un campo magnético que varía rápidamente, dije.
— ¡Coño! Eso sí que es nombre de Puta— dijo Mónica Tutsi— con admiración, retirándose.
Comprensivo Nathanael Lessa. He usado gloriosamente mis vestidos largos. Y mi boca ha sido tan roja como la sangre de un tigre y el romper de la aurora. Estoy pensando en ponerme un vestido de satén e ir al Teatro Municipal. ¿Qué te parece? Y ahora voy a contarte una gran y maravillosa confidencia, pero quiero que guardes el mayor secreto de mi confesión. ¿Lo juras? Ah, no sé si decirlo o no decirlo. Toda mi vida he sufrido las mayores desilusiones por creer en los demás, Soy básicamente una persona que no perdió su inocencia. La perfidia, la estupidez, la falta de pudor, la bribonería, me dejaron muy impresionada. Oh, cómo me gustaría vivir aislada en un mundo utópico hecho de amor y bondad. Mi sensible Nathanael, déjame pensar. Dame tiempo. En la próxima carta contaré más, tal vez todo. Pedro Redgrave.
Respuesta: Pedro. Espero tu carta, con tus secretos, que prometo guardar en los arcanos inviolables de mi recóndita conciencia. Continúa así, enfrentando altanero la envidia y la insidiosa alevosía de los pobres de espíritu. Adorna tu cuerpo sediento de sensualidad, ejerciendo los desafíos de tu mente valerosa.
Peçanha preguntó:
—¿Esas cartas también son verdaderas?
— Las de Pedro Redgrave sí.
— Extraño, muy extraño, dijo Peçanha golpeando con las uñas en los dientes, ¿qué te parece?
— No me parece nada, dije.
Parecía preocupado por algo. Hizo preguntas sobre la fotonovela, sin interesarse, sin embargo, por las respuestas.
— ¿Qué tal la carta de la cieguita?, pregunté.
Peçanha cogió la carta de la cieguita y mi respuesta y leyó en voz alta: Querido Nathanael. No puedo leer lo que escribes. Mi abuelita adorada me lo lee. Pero no pienses que soy analfabeta. Lo que soy es cieguita. Mi querida abuelita me está escribiendo la carta, pero las palabras son mías. Quiero enviar unas palabras de consuelo a tus lectores, para que ellos, que sufren tanto con pequeñas desgracias, se miren en mi espejo. Soy ciega pero soy feliz, estoy en paz, con Dios y con mis semejantes. Felicidades para todos. Viva el Brasil y su pueblo. Cieguita Feliz. Carretera del Unicornio, Nova Iguacu. P. S. Olvidé decir que también soy paralítica.
Peçanha encendió un puro.
—Conmovedor, pero Carretera del Unicornio suena falso. Me parece mejor que pongas Carretera de Catavento, o algo así. Veamos ahora tu respuesta.
Cieguita Feliz, enhorabuena por tu fuerza moral, por tu fe inquebrantable en la felicidad, en el bien, en el pueblo y en el Brasil. Las almas de aquéllos que desesperan en la adversidad deberían nutrirse con tu edificante ejemplo, un haz de luz en las noches de tormenta.
Peçanha me devolvió los papeles.
— Tienes futuro en la literatura. Esta es una gran escuela. Aprende, aprende, sé aplicado, no te desanimes, suda la camisa.
Me senté a la máquina.
Tesio, banquero, vecino de la Boca do Mato, en Lins de Vasconcelos, casado en segundas nupcias con Frederica, tiene un hijo, Hipólito, del primer matrimonio. Frederica se enamora de Hipólito. Tesio descubre el amor pecaminoso entre los dos. Frederica se ahorca en el mango del patio de la casa. Hipólito pide perdón al padre, huye de casa y vagabundea desesperado por las calles de la ciudad cruel hasta ser atropellado y muerto en la Avenida Brasil.
— ¿Cuál es la salsa aquí?— preguntó Mónica Tutsi.
—Eurípides, pecado y muerte. Voy a contarte una cosa: Yo conozco el alma humana y no necesito de ningún griego viejo para inspirarme. Para un hombre de mi inteligencia y sensibilidad basta sólo mirar en torno. Mírame bien a los ojos. ¿Has visto una persona más alerta, más despierta?
Mónica Tutsi me miró fijo a los ojos y dijo:
—Creo que estás loco.
Continué:
—Cito los clásicos sólo para mostrar mis conocimientos. Como fui repórter policial, si no lo hiciera no me respetarían los cretinos. Leí miles de libros. ¿Cuántos libros crees que ha leído Peçanha?
— Ninguno. ¿La Frederica puede ser negra?
—Buena idea. Pero Tesio e Hipólito tienen que ser blancos.
Nathanael. Yo amo, un amor prohibido, un amor vedad. Amo a otro hombre. Y él también me ama. Pero no podemos andar por la calle de la mano, como los demás, besarnos en los jardines y en los cines, como los demás, tumbarnos abrazados en la arena de las playas, como los demás, bailar en las boites, como los demás. No podemos casarnos, como los demás, y juntos enfrentar la vejez, la enfermedad y la muerte, como los demás. No tengo fuerzas para resistir y luchar. Es mejor morir. Adiós. Ésta es mi última carta. Manda decir una misa por mí. Pedro Redgrave.
Respuesta: ¿Qué es eso, Pedro? ¿Vas a desistir ahora que encontraste tu amor? Osear Wilde sufrió el demonio, fue desmoralizado, ridiculizado, humillado, procesado, condenado, pero aguantó la embestida. Si no puedes casarte, arrímate. Hagan testamento, uno a favor del otro. Defiéndanse. Usen la ley y el sistema en su beneficio. Sean, como los demás, egoístas, encubridores, implacables, intolerantes e hipócritas. Exploten. Expolien. Es legítima defensa. Pero, por favor, no hagan ninguna locura.
Mandé la carta y la respuesta a Peçanha. Las cartas sólo eran publicadas con su visto bueno.
Mónica Tutsi apareció con una muchacha.
—Ésta es Mónicaѿ dijo Mónica Tutsi.
—Qué coincidencia— dije.
—¿Qué coincidencia, qué?— preguntó la muchacha Mónica.
—Que tengan el mismo nombre— dije.
—¿Se llama Mónica? preguntó Mónica apuntando al fotógrafo.
—Mónica Tutsi. ¿Tú también eres Tutsi?
—No. Mónica Amelia.
Mónica Amelia se quedó royendo una uña y mirando a Mónica Tutsi.
—Tú me dijiste que tu nombre era Agnaldo, dijo ella.
—Allá afuera soy Agnaldo. Aquí dentro soy Mónica Tutsi.
—Mi nombre es Clarice Simone— dije.
Mónica Amelia nos observó atentamente, sin entender nada. Veía dos personas circunspectas, demasiado cansadas para bromas, desinteresadas del propio nombre.
—Cuando me case mi hijo, o mi hija, va a llamarse Hei Psiu, dije.
—¿Es un nombre chino?— preguntó Mónica.
—O bien Fiu Fiu, silbé.
—Te estás volviendo nihilista— dijo Mónica Tutsi— retirándose con la otra Mónica.
Nathanael. ¿Sabes lo que es dos personas que se gustan? Éramos nosotros dos, María y yo. ¿Sabes lo que es dos personas perfectamente sincronizadas? Éramos nosotros dos, María y yo. Mi plato predilecto es arroz, frijoles, col a la mineira, farofa y chorizo frito. ¿Imaginas cuál era el de María? Arroz, frijoles, col a la mineira, farofa y chorizo frito. Mi piedra preciosa preferida es el Rubí. La de María, verás, era también el Rubí. Número de la suerte, el 7; color, el Azul; día, el Lunes; película, del Oeste; libro, El Principito; bebida, Cerveza; colchón, el Anatón; equipo, el Vasco da Gama; música, la Samba; pasatiempo, el Amor; todo igualito entre ella y yo, una maravilla. Lo que hacíamos en la cama, muchacho, no es para presumir, pero si fuera en el circo y cobráramos la entrada nos hacíamos ricos. En la cama ninguna pareja jamás fue alcanzada por tanta locura resplandeciente, fue capaz de performance tan hábil, imaginativa, original, pertinaz, esplendorosa y gratificante como la nuestra. Y repetíamos varias veces por día. Pero no era sólo eso lo que nos unía. Si te faltara una pierna continuaría amándote, me decía. Si tú fueras jorobada no dejaría de amarte, respondía yo. Si fueras sordomudo continuaría amándote, decía ella. Si tú fueras bizca no dejaría de amarte, yo respondía. Si estuvieras barrigón y feo continuaría amándote, decía ella. Si estuvieras toda marcada de viruela no dejaría de amarte, yo respondía. Si fueras viejo e impotente continuaría amándote, decía ella. Y estábamos intercambiando estos juramentos cuando un deseo de ser verdadero me golpeó, hondo como una puñalada, y le pregunté, ¿y si no tuviera dientes, me amarías?, y ella respondió, si no tuvieras dientes continuaría amándote. Entonces me saqué la dentadura y la puse encima de la cama, con un gesto grave, religioso y metafísico. Quedamos los dos mirando la dentadura sobre la sábana, hasta que María se levantó, se puso un vestido y dijo, voy a comprar cigarros. Hasta hoy no ha vuelto. Nathanael, explícame qué fue lo que sucedió. ¿El amor acaba de repente? ¿Algunos dientes, miserables pedacitos de marfil, valen tanto? Odontos Silva.
Cuando iba a responder apareció Jacqueline y dijo que Peçanha me estaba llamando.
En la oficina de Peçanha había un hombre con gafas y patillas.
—Éste es el Dr. Pontecorvo, que es… ¿qué es usted realmente?, preguntó Peçanha.
—Investigador motivacional— dijo Pontecorvo. Como iba diciendo, hacemos primero un acopio de las características del universo que estamos investigando. Por ejemplo: ¿quiénes son los lectores de Mujer? Vamos a suponer que es mujer y de la clase C. En nuestras investigaciones anteriores ya estudiamos todo sobre la mujer de la clase C, dónde compra sus alimentos, cuántas bragas tiene, a qué hora hace el amor, a qué horas ve la televisión, los programas de televisión que ve, en suma, un perfil completo.
¿Cuántas bragas tiene?— preguntó Peçanha.
—Tres, respondió Pontecorvo, sin vacilar.
—¿A qué hora hace el amor?
—A las veintiuna treinta— respondió Pontecorvo con prontitud.
—¿Y cómo descubren ustedes todo eso? ¿Llaman a la puerta de doña Aurora, en el conjunto residencial del INPS, abre la puerta y ustedes le dicen a qué hora se echa su acostón? Escucha, amigo mío, estoy en este negocio hace veinticinco años y no necesito a nadie para que me diga cuál es el perfil de la mujer de la clase C. Lo sé por experiencia propia. Ellas compran mi diario, ¿entendiste? Tres bragas… Ja!
—Usamos métodos científicos de investigación. Tenemos sociólogos, psicólogos, antropólogos, especialistas en estadísticas y matemáticos en nuestro staff— dijo Pontecorvo, imperturbable.
—Todo para sacar dinero a los ingenuos— dijo Peçanha con no disimulado desprecio.
—Además, antes de venir para acá, recogí algunas informaciones sobre su diario, que creo pueden ser de su interés— dijo Pontecorvo.
—¿Y cuánto cuesta?— preguntó Peçanha con sarcasmo.
—Se la doy gratis, dijo Pontecorvo.
El hombre parecía de hielo. Hicimos una miniinvestigación sobre sus lectores y, a pesar del tamaño reducido de la muestra, puedo asegurarle, sin sombra de duda, que la gran mayoría, la casi totalidad de sus lectores, está compuesta por hombres, de la clase B.
—¿Qué?, gritó Peçanha.
—Eso mismo, hombres, de la clase B.
Primero, Peçanha se puso pálido. Después se fue poniendo rojo, y después violáceo, como si lo estuvieran estrangulando, la boca abierta, los ojos desorbitados, y se levantó de su silla y caminó tambaleante, los brazos abiertos, como un gorila loco en dirección a Pontecorvo. Una imagen impactante, incluso para un hombre de acero como Pontecorvo, incluso para un ex-repórter policial. Pontecorvo retrocedió ante el avance de Peçanha hasta que, con la espalda en la pared, dijo, intentando mantener la calma y compostura:
—Tal vez nuestros técnicos se hayan equivocado.
Peçanha, que estaba a un centímetro de Pontecorvo, tuvo un violento temblor y, al contrario de lo que yo esperaba, no se tiró sobre el otro como un perro rabioso. Agarró sus propios cabellos y comenzó a arrancárselos, mientras gritaba: farsantes, estafadores, ladrones, aprovechados, mentirosos, canallas. Pontecorvo, ágilmente, se escabulló en dirección a la puerta, mientras Peçanha corría tras él arrojándole los mechones de pelo que había arrancado de su propia cabeza. ¡Hombres! ¡Hombres! ¡Clase B!, graznaba Peçanha, con aire alocado.
Después, ya totalmente sereno —creo que Pontecorvo huyó por las escaleras—, Peçanha, nuevamente sentado detrás de su escritorio, me dijo:
—Es a ese tipo de gente a la que el Brasil está entregado, manipuladores de estadísticas, falsificadores de informaciones, patrañeros con sus computadoras creando todos la Gran Mentira. Pero conmigo no podrán. Puse al hipócrita en su sitio, ¿o no?
Dije cualquier cosa, concordando. Peçanha sacó la caja de mata-ratas del cajón y me ofreció uno. Permanecimos fumando y conversando sobre la Gran Mentira. Después me dio la carta de Pedro Redgrave y mi respuesta, con su visto bueno, para que la llevara a composición.
En mitad del camino verifiqué que la carta de Pedro Redgrave no era la que yo le había enviado. El texto era otro:
Apreciado Nathanael, tu carta fue un bálsamo para mi corazón afligido. Me dio fuerzas para resistir. No haré ninguna locura, prometo que…
La carta terminaba ahí. Había sido interrumpida en la mitad. Extraño. No entendí. Había algo equivocado.
Fui a mi mesa, me senté y comencé a escribir la respuesta al Odontos Silva:
Quien no tiene dientes tampoco tiene dolor de dientes. Y como dijo el héroe de la conocida pieza Mucho ruido y pocas nueces, nunca hubo un filósofo que pudiera aguantar con paciencia un dolor de dientes. Además de eso, los dientes son también instrumentos de venganza, como dice el Deuteronomio: ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie. Los dientes son despreciados por los dictadores. ¿Recuerdas lo que dijo Hitler a Mussolini sobre un nuevo encuentro con Franco?: Prefiero arrancarme cuatro dientes. Temes estar en la situación del héroe de aquella obra Todo está bien si al final nadie se equivoca, sin dientes, sin gusto, sin todo. Consejo: ponte los dientes nuevamente y muerde. Si la dentellada no fuera buena, da puñetazos y puntapiés.
Estaba en la mitad de la carta del Odontos Silva cuando comprendí todo. Peçanha era Pedro Redgrave. En vez de devolverme la carta en que Pedro me pedía que mandara rezar una misa y que yo le había entregado junto con mi respuesta hablando sobre Oscar Wilde, Peçanha me entregó una nueva carta, inacabada, ciertamente por equivocación, y que debía de llegar a mis manos por correo.
Cogí la carta de Pedro Redgrave y fui a la oficina de Peçanha.
—¿Puedo entrar?— pregunté.
—¿Qué hay? Entra— dijo Peçanha.
Le entregué la carta de Pedro Redgrave. Peçanha leyó la carta y advirtiendo el equívoco que había cometido, palideció, como era su natural. Nervioso, revolvió los papeles de su mesa.
—Todo era una broma— dijo después— intentando encender un puro. ¿Estás disgustado?
—En serio o en broma me da lo mismo— dije.
—Mi vida da para una novela…, dijo Peçanha. Esto queda entre nosotros, ¿de acuerdo?
Yo no sabía bien lo que él quería que quedara entre nosotros, que su vida daba para una novela o que él era Pedro Redgrave. Pero respondí:
—Claro, sólo entre nosotros.
—Gracias, dijo Peçanha. Y dio un suspiro que cortaría el corazón de cualquiera que no fuera un ex-repórter policial.
FIN




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