Exòtica historia amb pinzellades surrealistes. Un anàlisi en profunditat em retrotreu al Diccionario del Diablo, del mateix autor i el seu sarcasme. Es difícil no somriure davant l’escena descrita.
Cimitarra
Ambrose Bierce
(1832-1914?)
Cuando
el gran GichiKuktai era Mikado, condenó a la decapitación a Jijiji Ri, alto
funcionario de la Corte. Poco después del momento señalado para la ceremonia,
¡cuál no sería la sorpresa de Su Majestad al ver que el hombre que debió morir
diez minutos antes, se acercaba tranquilamente al trono!
—
¡Mil setecientos dragones! —Exclamó el enfurecido monarca—. ¿No te condené a
presentarte en la plaza del mercado, para que el verdugo público te cortara la
cabeza a las tres? ¿Y no son ahora las tres y diez?
—Hijo
de mil ilustres deidades —respondió el ministro condenado—, todo lo que dices
es tan cierto, que en comparación la verdad es mentira. Pero los soleados y
vivificantes deseos de Vuestra Majestad han sido pestilentemente descuidados.
Con alegría corrí y coloqué mi cuerpo indigno en la plaza del mercado. Apareció
el verdugo con su desnuda cimitarra, ostentosamente la floreó en el aire y
luego, dándome un suave toquecito en el cuello, se marchó, apedreado por la
plebe, de quien siempre he sido un favorito. Vengo a reclamar que caiga la
justicia sobre su deshonorable y traicionera cabeza.
—
¿A qué regimiento de verdugos pertenece ese miserable de negras entrañas?
—Al
gallardo Nueve mil Ochocientos Treinta y Siete. Lo conozco. Se llama
SakkoSamshi.
—Que
lo traigan ante mí —dijo el Mikado a un ayudante, y media hora después el
culpable estaba en su Presencia.
—
¡Oh, bastardo, hijo de un jorobado de tres patas sin pulgares! —rugió el
soberano—. ¿Por qué has dado un suave toquecito al cuello que debiste tener el
placer de cercenar?
—Señor
de las Cigüeñas y de los Cerezos —respondió, inmutable, el verdugo—, ordénale
que se suene las narices con los dedos.
Ordenólo
el rey. Jijiji Ri sujetose la nariz y resopló como un elefante. Todos esperaban
ver cómo la cabeza cercenada saltaba con violencia, pero nada ocurrió. La
ceremonia prosperó pacíficamente hasta su fin. Todos los ojos se volvieron
entonces al verdugo, quien se había puesto tan blanco como las nieves que
coronan el Fujiyama. Le temblaban las piernas y respiraba con un jadeo de
terror.
—
¡Por mil leones de colas de bronce! —gritó— ¡Soy un espadachín arruinado y
deshonrado! ¡Golpeé sin fuerza al villano, porque al florear la cimitarra la
hice atravesar por accidente mi propio cuello! Padre de la Luna, renuncio a mi
cargo.
Dicho
esto, agarró su coleta, levantó su cabeza y avanzando hacia el trono, la
depositó humildemente a los pies del Mikado.
FIN