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El día no restituido nos lleva a un mundo de fantasía en el que una Princesa hace el trato más increíble jamás ofertado. Bebe de la tradición de la fuente de la eterna juventud y nos lleva a pensar en la decrepitud de la carne. Sigue el relato con ilusión y euforia para llegar a un final amargo, a una ilusión rota; a un sentimiento de engaño.
NOTA: 3/5
EL DÍA NO RESTITUIDO
Giovanni Papini
(1881-1956)
Conozco
muchas viejas y hermosas princesas, pero solamente a aquellas que son tan
pobres que apenas tienen una pequeña sirvienta vestida de negro y que están
reducidas a vivir en alguna degradada villa toscana, una de esas escondidas
villas donde dos cipreses polvorientos montan guardia junto a un portal de
rejas murado.
Si
encuentran alguna en el salón de una condesa viuda y fuera de moda llámenla
Alteza y háblenle en francés, ese francés internacional, clásico, incoloro que
pueden aprender en los Contes Moraux del abate Marmontel; el francés, en
fin, de las gens de qualitéi. Mis princesas responderán casi siempre y
luego que hayan penetrado en sus pobres almas -pequeñas y llenas de polvo y de
quincallería, como oratorios de fines del siglo XVII-, se darán cuenta de que
la vida puede ser aceptada y que nuestra madre no ha sido tan necia como
parecía poniéndonos en el mundo.
¡Qué
secretos extraordinarios me han susurrado mis hermosas y viejas princesas!
Ellas adoran los polvos faciales pero quizás todavía más la conversación y,
aunque todas sean alemanas -una sola es rusa, pero por azar-, su delicioso
francés ancien régime algunas veces me regala emociones de ningún modo
ordinarias, y en ciertos momentos mi corazón se conmueve y siento casi ganas
-lo confieso- de llorar como un estúpido enamorado.
Una
noche, no demasiado tarde, en el salón de una villa toscana, sentado sobre un
sillón de estilo Imperio ante la mesa donde me habían ofrecido un té
excesivamente aguado, yo callaba junto a la más vieja y la más bella de mis
princesas.
Vestida
de negro, su rostro estaba rodeado de un velo negro y sus cabellos, que yo
sabía blancos y siempre algo rizados, se hallaban cubiertos por un sombrero
negro. Parecía que a su alrededor flotase como una aureola de oscuridad. Esto
me agradaba y me esforzaba en creer que aquella mujer fuera solamente una
aparición provocada por mi voluntad. El hecho no era difícil porque la
habitación se hallaba casi en tinieblas y la única vela encendida iluminaba
única y débilmente su rostro empolvado. Todo el resto se confundía con la
oscuridad de modo que yo podía creer que tenía ante mi solamente a una cabeza
pensil, una cabeza separada del cuerpo y suspendida cerca de mí a un metro del
pavimento.
Pero
la Princesa comenzó a hablar y toda otra fantasía era imposible en ese momento.
-Ecoutez donc,
monsieur -me decía- ce qui m’arriva il y a quarante ans, quand j’étais encore
assez jeune pour avoir le droit de paraître folle1.
Y
continuó con su grácil voz narrándome una de sus innumerables historias de
amor: un general francés se había dedicado a ser actor por amor a ella y había
sido asesinado de noche por un payaso borracho.
Pero
ya conocía yo ese estilo suyo de imaginación y quería otra cosa mucho más
extraña, más lejana, más inverosímil. La Princesa quiso ser gentil hasta el
final:
-Me
obliga usted -dijo- a narrarle el último secreto que me queda y que ha
permanecido siempre secreto, justamente porque es más inverosímil que todos los
otros. Pero sé que debo morir dentro de algunos meses, antes de que termine el
invierno, y no estoy segura de hallar otro hombre que se interese como usted
por las cosas absurdas…
“Este
secreto mío empezó cuando tenía veintidós años. En esa época yo era la más
graciosa princesa de Viena y todavía no había matado a mi primer marido. Esto
ocurrió dos años más tarde, cuando me enamoré de… Pero usted ya conoce la
historia. Passons! Sucedió, pues, que cuando llegaba al término de mis
veintiún años recibí la visita de un viejo señor, condecorado y afeitado, quien
me solicitó una breve entrevista secreta. No bien estuvimos solos, me dijo:
‘Tengo
una hija que amo inmensamente y que está muy enferma. Tengo necesidad de
volverla a la vida y a la salud y para ello estoy buscando años juveniles para
comprar o tomar en préstamo. Si usted quisiera darme uno de sus años se lo
devolveré poco a poco, día a día, antes de que termine su vida. Cuando haya
cumplido los veintidós años, en vez de pasar al vigésimo tercero usted
envejecerá un año y entrará en el vigésimo cuarto. Es usted todavía muy joven y
casi ni se dará cuenta del salto, pero yo le devolveré hasta el último de los
trescientos sesenta y cinco días, de a dos o tres por vez, y cuando sea vieja
podrá recuperar a su voluntad las horas de auténtica juventud, con imprevistos
retornos de salud y de belleza. No crea usted que habla con un bromista o con
un demonio. Soy simplemente un pobre padre que ha rogado tanto al Señor que le
ha sido concedido hacer lo que para los demás es imposible. Con gran trabajo he
cosechado ya tres años pero tengo necesidad de tener todavía muchos más. ¡Deme
uno de los suyos y no se arrepentirá nunca!’
“En
esa época estaba habituada ya a las aventuras curiosas y en el mundo en que
vivía nada era considerado imposible. Por lo tanto, consentí en realizar el
singular préstamo y pocos días después envejecí un año más. Casi nadie se dio
cuenta y hasta los cuarenta años viví alegremente mi vida sin acudir al año que
había dado en depósito y que debía serme restituido. “El viejo señor me había
dejado su dirección junto con el contrato y me solicitó que le avisara por lo
menos un mes antes acerca del día o la semana en que yo deseara disfrutar de la
juventud, prometiéndome que recibiría lo que pidiese en el momento fijado.
“Después
de cumplir mis cuarenta años, cuando mi belleza estaba por ajarse, me retiré a
uno de los pocos castillos que le habían quedado a mi familia y no fui a Viena
más que dos o tres veces por año. Escribía con la debida anticipación a mi
deudor y luego participaba de los bailes de la Corte, en los salones de la
capital, joven y hermosa como debía ser a los veintitrés años, maravillando a
todos los que habían conocido mi belleza en decadencia. ¡Qué curiosas eran las
vigilias de mis reapariciones! La noche anterior me adormecía cansada y fanée
como siempre y por la mañana me levantaba alegre y ligera como un pájaro que
hubiese aprendido a volar hacía poco, y corría a mirarme en el espejo. Las
arrugas habían desaparecido, mi cuerpo estaba fresco y suave, los cabellos
habían vuelto a ser totalmente rubios y los labios eran rojos, tan rojos que yo
misma los habría besado con furor. En Viena los galanteadores se apiñaban a mi
alrededor, gritaban maravillas, me acusaban de hechicería y, en el fondo, no
entendían nada. Poco antes de vencer el período de juventud que había
solicitado, subía a mi carroza y volvía furiosa al castillo, en donde rehusaba
recibir a nadie. Una vez un joven conde bohemio que se había enamorado
terriblemente de mí durante una de mis visitas a Viena logró entrar, no sé cómo,
a mi departamento y estuvo a punto de morir del estupor al ver cuánto me
parecía a su adorada pero también cuánto más fea y más vieja era que aquella
que lo había embriagado en las calles de Viena.
“Nadie,
desde entonces, logró forzar mi voluntaria clausura, interrumpida sólo por la
extraña alegría y la profunda melancolía de las raras pausas de juventud en el
curso lamentable de mi continua decadencia. ¿Puede imaginarse aquella
fantástica vida de largos meses de vejez solitaria separados cada tanto por los
fuegos fugitivos de unos pocos días de belleza y de pasión?
“Al
principio esos trescientos sesenta y cinco días me parecían inagotables y no
imaginaba que pudieran terminar alguna vez. Por eso fui demasiado pródiga con
mi reserva y escribí muy a menudo al misterioso Deudor de Vida. Pero éste es un
hombre terriblemente exacto. Una vez fui a su casa y vi sus libros de cuentas.
Yo no soy la única con la que hizo contratos de ese género y sé que contabiliza
muy cuidadosamente la disminución de sus entregas. Vi también a su hija: una
palidísima mujer sentada sobre una terraza llena de flores.
“Nunca
he podido saber de dónde saca la vida que restituye tan puntualmente, en cuotas
de días, pero tengo motivos para creerme que recurre a nuevas deudas.
¿Cuáles serán las mujeres que le han dado los días que me restituye a mí?
Quisiera conocer a algunas de ellas pero por más que le haya hecho hábiles
preguntas muy a menudo, nunca he tenido la suerte de descubrirlas. Mais, peut
être, elles ne seraient pas si étranges que je crois…
“De
todos modos ese hombre es extraordinariamente interesante, lo que no le impide
hacer bien sus cuentas. Usted no puede imaginar qué espantosa se volvió mi vida
cuando me anunció, con la calma de un banquero, que no quedaban a mi disposición
sino once días solamente. Durante todo ese año no le escribí y por un momento
tuve la tentación de regalárselos y de no atormentarme más. ¿Comprende usted la
razón, no es cierto? Cada vez que yo me volvía joven, el momento del despertar
era siempre más doloroso porque la diferencia entre mi estado normal y mis
veintitrés años se hacía, con la edad, mucho más grande.
“Por
otra parte, era imposible resistir. ¿Cómo puede usted pensar que una pobre
vieja solitaria rechace cada tanto una jornada o dos o tres de belleza y de
amor, de gracia y de alegría? ¡Ser amada por un día, deseada por una hora,
feliz por un momento! Vous êtes trop jeune pour comprendre tout mon
ravissement!
“Pero
los días están por acabarse; mi crédito va a concluir por la eternidad. Piense:
¡me queda solamente un día para disfrutar! Después, seré definitivamente vieja
y estaré consagrada a la muerte. ¡Un día de luz y luego la oscuridad para
siempre! Medite bien, se lo ruego, en la imprevista tragedia de mi vida. Antes
de solicitar este día…
“¿Pero
cuándo lo pediré? ¿Qué haré con él? Hace tres años que no vuelvo a ser joven y
en Viena casi nadie me recuerda ya y toda mi belleza parecería espectral. Y sin
embargo, siento necesidad de un amante, un amante sin escrúpulos y lleno de
fuego. Tengo necesidad de que todo mi cuerpo sea acariciado una vez más. Esta
cara rugosa se volverá de nuevo fresca y rosada y mis labios darán, por la vez
última, la voluptuosidad. ¡Pobres labios, blancos y agrietados! ¡Todavía
quieren ser por un día más rojos y cálidos, por un solo día, para un último
amante, para una última boca!
“Pero
no llego a decidirme. No tengo el valor para gastar la última monedita de
verdadera vida que me queda y no sé cómo hacerlo y tengo un loco deseo de
gastarla…”
¡Pobre
y querida Princesa! Unos momentos antes había levantado su velo y las lágrimas
abrieron surcos sutiles en el polvo del rostro. En ese momento, los sollozos,
aunque aristocráticamente contenidos, le impidieron continuar. Experimenté
entonces un gran deseo de consolar a todo costo a la deliciosa vieja y caí a
sus pies -al pie de una princesa arrugada y vestida de negro-, y le dije que la
hubiera amado más que cualquier caballero loco y le rogué, con las más dulces
palabras, que me concediera a mí, a mí solo, el último día de su bella
juventud.
No
recuerdo precisamente todo lo que le dije, pero mi actitud y mis palabras la
conmovieron profundamente y me prometió, con algunas frases algo teatrales, que
sería su último amante, durante un solo día, dentro de un mes. Me dio una cita
para cierta fecha en la misma villa y me despedí muy perturbado, luego de
haberle besado las magras y blancas manos.
Mientras
regresaba a la ciudad, ya de noche, la luna no totalmente llena me miraba
insistentemente con aire piadoso, pero pensaba demasiado en la bella Princesa
para tomarla en serio. Ese mes fue muy largo, el mes más largo de mi vida.
Había prometido a mi futura amante que no la volvería a ver hasta el día fijado
y mantuve mi galante compromiso. A pesar de todo, el día llegó y fue el más
largo de aquel larguísimo mes. Pero llegó también la noche y luego de haberme
elegantemente vestido fui hacia la villa con el corazón estremecido y el paso
inseguro.
Vi
desde lejos las ventanas iluminadas como no las había visto nunca y al
acercarme hallé la puerta de hierro abierta y el balcón lleno de flores. Entré
en la residencia y fui introducido en un salón donde ardían todas las antorchas
de dos fantásticas arañas.
Me
dijeron que esperara y esperé. Nadie venía. Toda la casa estaba silenciosa. Las
luces ardían y las flores perfumaban para la soledad. Después de una hora de
agitada expectativa, no pude contenerme y pasé al comedor. Sobre la mesa
estaban preparados dos cubiertos y flores y frutas en gran cantidad. Pasé a un
pequeño salón, suavemente iluminado y desierto. Finalmente llegué a una puerta
que yo sabía era la del dormitorio de la Princesa. Di dos o tres golpes, pero
no tuve respuesta. Entonces me hice de coraje pensando que un amante puede
olvidar la etiqueta y abrí la puerta, deteniéndome en el umbral.
La
habitación estaba llena de suntuosos vestidos tirados por todas partes como en
el furor de un saqueo. Cuatro candelabros esparcían alrededor una luz alegre.
La Princesa estaba echada en un sillón frente al espejo, ataviada con uno de
los más espléndidos vestidos que yo jamás viera.
La
llamé y no contestó.
Me
acerqué, la toqué y no hizo el menor movimiento. Me di cuenta entonces de que
su rostro estaba como siempre lo había visto, pequeño y blanco y algo más
triste que de costumbre y un poco asustado. Posé una mano sobre su boca y no
sentí respiración alguna; la coloqué sobre su pecho y no sentí ningún latido.
La
pobre Princesa estaba muerta; había muerto dulcemente de improviso mientras
acechaba ante el espejo el retorno de su belleza. Una carta que hallé en el
piso, junto a ella, me explicó el misterio de su inesperado fin. Contenía unas
pocas líneas de escritura vertical y marcial, y decía:
“Gentil Princesa:
Me duele sinceramente no poder
restituirle el último día de juventud que le debo. No logro ya encontrar
mujeres lo suficientemente inteligentes para creer en mi increíble promesa y mi
hija se halla en peligro.
Realizaré todavía nuevas tentativas y le
comunicaré los resultados, porque es mi más vivo deseo satisfacerla hasta lo
último. Considéreme, ilustre Princesa, su devotísimo…”
FIN