dijous, 14 de març del 2019

El día no restituido - Giovanni Papini


Bienvenido, lector, a la Biblioteca de Lymus.


De vez en cuando  encontrarás en el apartado "Play" un cuento corto; un clásico de la literatura universal.

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El día no restituido  nos lleva a un mundo de fantasía en el que una Princesa hace el trato más increíble jamás ofertado. Bebe de la tradición de la fuente de la eterna juventud y nos lleva a pensar en la decrepitud de la carne. Sigue el relato con ilusión euforia para llegar a un final amargo, a una ilusión rota; a un sentimiento de engaño.


NOTA: 3/5

 

EL DÍA NO RESTITUIDO

Giovanni Papini 

(1881-1956)



Conozco muchas viejas y hermosas princesas, pero solamente a aquellas que son tan pobres que apenas tienen una pequeña sirvienta vestida de negro y que están reducidas a vivir en alguna degradada villa toscana, una de esas escondidas villas donde dos cipreses polvorientos montan guardia junto a un portal de rejas murado.
Si encuentran alguna en el salón de una condesa viuda y fuera de moda llámenla Alteza y háblenle en francés, ese francés internacional, clásico, incoloro que pueden aprender en los Contes Moraux del abate Marmontel; el francés, en fin, de las gens de qualitéi. Mis princesas responderán casi siempre y luego que hayan penetrado en sus pobres almas -pequeñas y llenas de polvo y de quincallería, como oratorios de fines del siglo XVII-, se darán cuenta de que la vida puede ser aceptada y que nuestra madre no ha sido tan necia como parecía poniéndonos en el mundo.
¡Qué secretos extraordinarios me han susurrado mis hermosas y viejas princesas! Ellas adoran los polvos faciales pero quizás todavía más la conversación y, aunque todas sean alemanas -una sola es rusa, pero por azar-, su delicioso francés ancien régime algunas veces me regala emociones de ningún modo ordinarias, y en ciertos momentos mi corazón se conmueve y siento casi ganas -lo confieso- de llorar como un estúpido enamorado.
Una noche, no demasiado tarde, en el salón de una villa toscana, sentado sobre un sillón de estilo Imperio ante la mesa donde me habían ofrecido un té excesivamente aguado, yo callaba junto a la más vieja y la más bella de mis princesas.
Vestida de negro, su rostro estaba rodeado de un velo negro y sus cabellos, que yo sabía blancos y siempre algo rizados, se hallaban cubiertos por un sombrero negro. Parecía que a su alrededor flotase como una aureola de oscuridad. Esto me agradaba y me esforzaba en creer que aquella mujer fuera solamente una aparición provocada por mi voluntad. El hecho no era difícil porque la habitación se hallaba casi en tinieblas y la única vela encendida iluminaba única y débilmente su rostro empolvado. Todo el resto se confundía con la oscuridad de modo que yo podía creer que tenía ante mi solamente a una cabeza pensil, una cabeza separada del cuerpo y suspendida cerca de mí a un metro del pavimento.
Pero la Princesa comenzó a hablar y toda otra fantasía era imposible en ese momento.
-Ecoutez donc, monsieur -me decía- ce qui m’arriva il y a quarante ans, quand j’étais encore assez jeune pour avoir le droit de paraître folle1.
Y continuó con su grácil voz narrándome una de sus innumerables historias de amor: un general francés se había dedicado a ser actor por amor a ella y había sido asesinado de noche por un payaso borracho.
Pero ya conocía yo ese estilo suyo de imaginación y quería otra cosa mucho más extraña, más lejana, más inverosímil. La Princesa quiso ser gentil hasta el final:
-Me obliga usted -dijo- a narrarle el último secreto que me queda y que ha permanecido siempre secreto, justamente porque es más inverosímil que todos los otros. Pero sé que debo morir dentro de algunos meses, antes de que termine el invierno, y no estoy segura de hallar otro hombre que se interese como usted por las cosas absurdas…
“Este secreto mío empezó cuando tenía veintidós años. En esa época yo era la más graciosa princesa de Viena y todavía no había matado a mi primer marido. Esto ocurrió dos años más tarde, cuando me enamoré de… Pero usted ya conoce la historia. Passons! Sucedió, pues, que cuando llegaba al término de mis veintiún años recibí la visita de un viejo señor, condecorado y afeitado, quien me solicitó una breve entrevista secreta. No bien estuvimos solos, me dijo:
‘Tengo una hija que amo inmensamente y que está muy enferma. Tengo necesidad de volverla a la vida y a la salud y para ello estoy buscando años juveniles para comprar o tomar en préstamo. Si usted quisiera darme uno de sus años se lo devolveré poco a poco, día a día, antes de que termine su vida. Cuando haya cumplido los veintidós años, en vez de pasar al vigésimo tercero usted envejecerá un año y entrará en el vigésimo cuarto. Es usted todavía muy joven y casi ni se dará cuenta del salto, pero yo le devolveré hasta el último de los trescientos sesenta y cinco días, de a dos o tres por vez, y cuando sea vieja podrá recuperar a su voluntad las horas de auténtica juventud, con imprevistos retornos de salud y de belleza. No crea usted que habla con un bromista o con un demonio. Soy simplemente un pobre padre que ha rogado tanto al Señor que le ha sido concedido hacer lo que para los demás es imposible. Con gran trabajo he cosechado ya tres años pero tengo necesidad de tener todavía muchos más. ¡Deme uno de los suyos y no se arrepentirá nunca!’
“En esa época estaba habituada ya a las aventuras curiosas y en el mundo en que vivía nada era considerado imposible. Por lo tanto, consentí en realizar el singular préstamo y pocos días después envejecí un año más. Casi nadie se dio cuenta y hasta los cuarenta años viví alegremente mi vida sin acudir al año que había dado en depósito y que debía serme restituido. “El viejo señor me había dejado su dirección junto con el contrato y me solicitó que le avisara por lo menos un mes antes acerca del día o la semana en que yo deseara disfrutar de la juventud, prometiéndome que recibiría lo que pidiese en el momento fijado.
“Después de cumplir mis cuarenta años, cuando mi belleza estaba por ajarse, me retiré a uno de los pocos castillos que le habían quedado a mi familia y no fui a Viena más que dos o tres veces por año. Escribía con la debida anticipación a mi deudor y luego participaba de los bailes de la Corte, en los salones de la capital, joven y hermosa como debía ser a los veintitrés años, maravillando a todos los que habían conocido mi belleza en decadencia. ¡Qué curiosas eran las vigilias de mis reapariciones! La noche anterior me adormecía cansada y fanée como siempre y por la mañana me levantaba alegre y ligera como un pájaro que hubiese aprendido a volar hacía poco, y corría a mirarme en el espejo. Las arrugas habían desaparecido, mi cuerpo estaba fresco y suave, los cabellos habían vuelto a ser totalmente rubios y los labios eran rojos, tan rojos que yo misma los habría besado con furor. En Viena los galanteadores se apiñaban a mi alrededor, gritaban maravillas, me acusaban de hechicería y, en el fondo, no entendían nada. Poco antes de vencer el período de juventud que había solicitado, subía a mi carroza y volvía furiosa al castillo, en donde rehusaba recibir a nadie. Una vez un joven conde bohemio que se había enamorado terriblemente de mí durante una de mis visitas a Viena logró entrar, no sé cómo, a mi departamento y estuvo a punto de morir del estupor al ver cuánto me parecía a su adorada pero también cuánto más fea y más vieja era que aquella que lo había embriagado en las calles de Viena.
“Nadie, desde entonces, logró forzar mi voluntaria clausura, interrumpida sólo por la extraña alegría y la profunda melancolía de las raras pausas de juventud en el curso lamentable de mi continua decadencia. ¿Puede imaginarse aquella fantástica vida de largos meses de vejez solitaria separados cada tanto por los fuegos fugitivos de unos pocos días de belleza y de pasión?
“Al principio esos trescientos sesenta y cinco días me parecían inagotables y no imaginaba que pudieran terminar alguna vez. Por eso fui demasiado pródiga con mi reserva y escribí muy a menudo al misterioso Deudor de Vida. Pero éste es un hombre terriblemente exacto. Una vez fui a su casa y vi sus libros de cuentas. Yo no soy la única con la que hizo contratos de ese género y sé que contabiliza muy cuidadosamente la disminución de sus entregas. Vi también a su hija: una palidísima mujer sentada sobre una terraza llena de flores.
“Nunca he podido saber de dónde saca la vida que restituye tan puntualmente, en cuotas de días, pero tengo motivos para creerme que recurre a nuevas deudas. ¿Cuáles serán las mujeres que le han dado los días que me restituye a mí? Quisiera conocer a algunas de ellas pero por más que le haya hecho hábiles preguntas muy a menudo, nunca he tenido la suerte de descubrirlas. Mais, peut être, elles ne seraient pas si étranges que je crois…
“De todos modos ese hombre es extraordinariamente interesante, lo que no le impide hacer bien sus cuentas. Usted no puede imaginar qué espantosa se volvió mi vida cuando me anunció, con la calma de un banquero, que no quedaban a mi disposición sino once días solamente. Durante todo ese año no le escribí y por un momento tuve la tentación de regalárselos y de no atormentarme más. ¿Comprende usted la razón, no es cierto? Cada vez que yo me volvía joven, el momento del despertar era siempre más doloroso porque la diferencia entre mi estado normal y mis veintitrés años se hacía, con la edad, mucho más grande.
“Por otra parte, era imposible resistir. ¿Cómo puede usted pensar que una pobre vieja solitaria rechace cada tanto una jornada o dos o tres de belleza y de amor, de gracia y de alegría? ¡Ser amada por un día, deseada por una hora, feliz por un momento! Vous êtes trop jeune pour comprendre tout mon ravissement!
“Pero los días están por acabarse; mi crédito va a concluir por la eternidad. Piense: ¡me queda solamente un día para disfrutar! Después, seré definitivamente vieja y estaré consagrada a la muerte. ¡Un día de luz y luego la oscuridad para siempre! Medite bien, se lo ruego, en la imprevista tragedia de mi vida. Antes de solicitar este día…
“¿Pero cuándo lo pediré? ¿Qué haré con él? Hace tres años que no vuelvo a ser joven y en Viena casi nadie me recuerda ya y toda mi belleza parecería espectral. Y sin embargo, siento necesidad de un amante, un amante sin escrúpulos y lleno de fuego. Tengo necesidad de que todo mi cuerpo sea acariciado una vez más. Esta cara rugosa se volverá de nuevo fresca y rosada y mis labios darán, por la vez última, la voluptuosidad. ¡Pobres labios, blancos y agrietados! ¡Todavía quieren ser por un día más rojos y cálidos, por un solo día, para un último amante, para una última boca!
“Pero no llego a decidirme. No tengo el valor para gastar la última monedita de verdadera vida que me queda y no sé cómo hacerlo y tengo un loco deseo de gastarla…”
¡Pobre y querida Princesa! Unos momentos antes había levantado su velo y las lágrimas abrieron surcos sutiles en el polvo del rostro. En ese momento, los sollozos, aunque aristocráticamente contenidos, le impidieron continuar. Experimenté entonces un gran deseo de consolar a todo costo a la deliciosa vieja y caí a sus pies -al pie de una princesa arrugada y vestida de negro-, y le dije que la hubiera amado más que cualquier caballero loco y le rogué, con las más dulces palabras, que me concediera a mí, a mí solo, el último día de su bella juventud.
No recuerdo precisamente todo lo que le dije, pero mi actitud y mis palabras la conmovieron profundamente y me prometió, con algunas frases algo teatrales, que sería su último amante, durante un solo día, dentro de un mes. Me dio una cita para cierta fecha en la misma villa y me despedí muy perturbado, luego de haberle besado las magras y blancas manos.
Mientras regresaba a la ciudad, ya de noche, la luna no totalmente llena me miraba insistentemente con aire piadoso, pero pensaba demasiado en la bella Princesa para tomarla en serio. Ese mes fue muy largo, el mes más largo de mi vida. Había prometido a mi futura amante que no la volvería a ver hasta el día fijado y mantuve mi galante compromiso. A pesar de todo, el día llegó y fue el más largo de aquel larguísimo mes. Pero llegó también la noche y luego de haberme elegantemente vestido fui hacia la villa con el corazón estremecido y el paso inseguro.
Vi desde lejos las ventanas iluminadas como no las había visto nunca y al acercarme hallé la puerta de hierro abierta y el balcón lleno de flores. Entré en la residencia y fui introducido en un salón donde ardían todas las antorchas de dos fantásticas arañas.
Me dijeron que esperara y esperé. Nadie venía. Toda la casa estaba silenciosa. Las luces ardían y las flores perfumaban para la soledad. Después de una hora de agitada expectativa, no pude contenerme y pasé al comedor. Sobre la mesa estaban preparados dos cubiertos y flores y frutas en gran cantidad. Pasé a un pequeño salón, suavemente iluminado y desierto. Finalmente llegué a una puerta que yo sabía era la del dormitorio de la Princesa. Di dos o tres golpes, pero no tuve respuesta. Entonces me hice de coraje pensando que un amante puede olvidar la etiqueta y abrí la puerta, deteniéndome en el umbral.
La habitación estaba llena de suntuosos vestidos tirados por todas partes como en el furor de un saqueo. Cuatro candelabros esparcían alrededor una luz alegre. La Princesa estaba echada en un sillón frente al espejo, ataviada con uno de los más espléndidos vestidos que yo jamás viera.
La llamé y no contestó.
Me acerqué, la toqué y no hizo el menor movimiento. Me di cuenta entonces de que su rostro estaba como siempre lo había visto, pequeño y blanco y algo más triste que de costumbre y un poco asustado. Posé una mano sobre su boca y no sentí respiración alguna; la coloqué sobre su pecho y no sentí ningún latido.
La pobre Princesa estaba muerta; había muerto dulcemente de improviso mientras acechaba ante el espejo el retorno de su belleza. Una carta que hallé en el piso, junto a ella, me explicó el misterio de su inesperado fin. Contenía unas pocas líneas de escritura vertical y marcial, y decía:
“Gentil Princesa:
Me duele sinceramente no poder restituirle el último día de juventud que le debo. No logro ya encontrar mujeres lo suficientemente inteligentes para creer en mi increíble promesa y mi hija se halla en peligro.
Realizaré todavía nuevas tentativas y le comunicaré los resultados, porque es mi más vivo deseo satisfacerla hasta lo último. Considéreme, ilustre Princesa, su devotísimo…”
FIN

El golpe de gracia - Ambrose Bierce

Bienvenido, lector, a la Biblioteca de Lymus.



 El golpe de gracia, un nuevo cuento de Ambrose Bierce, que ya me fascinó en otra ocasión. Esta vez sitúa la acción en la derrota tras una batalla (el autor mismo participó en en las batallas de Shiloh, Rich Mountain y Kennesaw Mountain, en la Guerra civil americana). Nos pone frente a la decisión de "ayudar a morir" a su amigo agonizante y nos sitúa en un triangulo de amistades y enemistades entre dos hermanos y el protagonista, todos ellos miembros del mismo pelotón.  El final roza el horror más indescriptible y hace que aumente mi admiración por Bierce.
 



El golpe de gracia


Ambrose Bierce 
(1842-1914)


La lucha había sido dura e incesante. Todos los sentidos lo atestiguaban: hasta el gusto de la batalla flotaba en el aire. Pero ya había terminado; sólo quedaba auxiliar a los heridos y enterrar a los muertos…; “limpiar un poco”, como decía el humorista del pelotón de sepultureros. Era bastante lo que había que limpiar. Hasta donde abarcaba la vista dentro del bosque, entre los árboles descuajados, veíanse restos de hombres y caballos, entre los que se movían los camilleros recogiendo y transportando a los pocos que daban señales de vida. La mayor parte de los heridos habían muerto desangrados, cuando hasta el derecho de atenderlos se hallaba en disputa. Los heridos tenían que esperar, reglamentaban las ordenanzas del ejército. La mejor manera de cuidarlos es ganar la batalla. Debe admitirse que la victoria es una indudable ventaja para un hombre que necesita atención médica, pero muchos no viven para sacarle partido.
Los muertos eran puestos en hilera, en grupos de quince o veinte, mientras se cavaban las fosas que habían de recibirlos. A algunos, que estaban demasiado lejos, se les enterraba donde habían caído. Nadie se esforzaba demasiado por identificarlos, aunque en la mayoría de los casos los pelotones de enterradores que espigaban en el mismo terreno que contribuyeran a segar anotaban los nombres de los muertos victoriosos. A las bajas enemigas, ya era bastante que las contaran. Aunque esto tenía su compensación, porque a muchos los contaban varias veces; de ahí que el total que aparecía en el comunicado del comandante vencedor denotaba más bien una esperanza que un resultado.
A corta distancia del sitio donde uno de los pelotones de enterradores había establecido su “vivac de la muerte”, un oficial de los federales se apoyaba contra un árbol. Desde los pies hasta el cuello, su actitud era de fatiga en reposo. Pero la cabeza movíase inquieta de un lado a otro. Su mente, al parecer, no descansaba. Quizá no sabía en qué dirección marcharse. Lo más probable era que no permaneciese allí mucho tiempo, porque ya los rayos oblicuos del sol poniente manchaban de rojo los claros del bosque, y los soldados exhaustos abandonaban su tarea. Era difícil que pernoctara entre los muertos. Después de la batalla, nueve hombres de cada diez le preguntaban a uno el paradero de alguna sección del ejército… como si alguien lo supiera. Indudablemente este oficial estaba extraviado. Tras descansar un instante, marcharía en pos de los pelotones de sepultureros.
Cuando todos se fueron, empezó a caminar a través del bosque, en dirección al rojo poniente, cuya luz le manchaba la cara con reflejos sanguíneos. El aire de confianza con que ahora avanzaba sugería que estaba en terreno familiar; había logrado orientarse. Marchaba sin mirar los muertos que yacían a derecha e izquierda. Tampoco le detenía la sorda queja de algún infeliz, olvidado por los grupos de rescate, que pasaría mala noche bajo las estrellas, sin más compañía que la sed. El oficial nada podía hacer: no era médico, no tenía agua.
Al extremo de una angosta quebrada -una simple depresión del terreno- yacía un pequeño grupo de cadáveres. Los vio. Apartose de pronto del camino que seguía y caminó rápido hacia ellos. Escrutándolos al pasar, se detuvo al fin ante uno que estaba a corta distancia de los demás, cerca de un matorral de arbustos. Lo miró atentamente: parecía moverse. Se agachó y le puso la mano en la cara. El cuerpo gritó.
El oficial era el capitán Downing Madwell, de un regimiento de infantería de Massachusetts, soldado inteligente y audaz, amén de hombre honorable.
En el regimiento había dos hermanos de apellido Halcrow. Caffal y Creede Halcrow. Caffal Halcrow era sargento en la compañía del capitán Madwell. Y esos dos hombres, el sargento y el capitán, eran íntimos amigos. Dentro de lo que permitía la diferencia de graduación, la disparidad de obligaciones y los requisitos de la disciplina militar, estaban siempre juntos. En realidad, se habían criado juntos. Y una costumbre del corazón no se desarraiga fácilmente. Caffal Halcrow nada tenía de marcial en su carácter ni en sus gustos, pero la idea de separarse de su amigo le resultaba desagradable; y por eso se alistó en la compañía de la que Madwell era entonces teniente. Ambos habían ascendido dos grados, pero entre el suboficial más alto y el oficial más subalterno, el abismo social es ancho y profundo; y aquella vieja relación, mantenida con dificultad, ya no podía ser idéntica.
Creede Halcrow, hermano de Caffal, era mayor del regimiento. Un hombre cínico, saturnino. Entre él y el capitán Madwell reinaba una antipatía natural, que las circunstancias habían alimentado y fortalecido hasta convertirla en activa animosidad. De no mediar la influencia moderadora de Caffal, es indudable que cada uno de estos patriotas habría tratado de privar a su país de los servicios del otro…
*
Al iniciarse la batalla esa mañana, el regimiento cumplía una misión de avanzada, a una milla del cuerpo principal del ejército. Fue atacado y casi rodeado en el bosque, pero mantuvo a pie firme el terreno. Al disminuir momentáneamente la lucha, el mayor Halcrow se dirigió hacia el capitán Madwell. Cambiaron un saludo formal, y dijo el mayor:
-Capitán, el coronel le ordena avanzar con su compañía hasta el nacimiento de esa quebrada, y mantener la posición hasta nueva orden. No necesito subrayarle el carácter peligroso de la maniobra, pero si usted lo desea, imagino que puede entregar el mando a su primer teniente. No se me ordenó, sin embargo, autorizar esta substitución. Es simplemente una sugerencia personal y extraoficial.
A ese atroz insulto, replicó fríamente el capitán Madwell:
-Señor, le invito a participar en la maniobra. Un oficial montado sería un blanco perfecto, y siempre he sostenido la opinión de que usted valdría más si estuviera muerto.
Ya en 1862 se cultivaba en los círculos militares el arte de la réplica.
Media hora más tarde la compañía del capitán Madwell fue desalojada de su posición, con pérdidas equivalentes a un tercio de sus efectivos. Entre los muertos estaba el sargento Halcrow. Poco después el regimiento debió replegarse a las líneas principales, y al terminar la lucha se encontraba a varias millas de distancia.
El capitán estaba ahora de pie junto al amigo y subordinado.
El sargento Halcrow se hallaba mortalmente herido. El desgarrado uniforme dejaba ver el abdomen. Algunos de los botones de la casaca habían sido arrancados y estaban dispersos por el suelo, con otros fragmentos de su ropa. El cinturón de cuero estaba partido, y parecía que se lo hubieran arrancado de bajo del cuerpo. No había mucha sangre derramada. La única herida visible era un ancho e irregular desgarrón en el abdomen, sucio de tierra y hojas muertas, por donde asomaba un extremo lacerado de intestino. En toda su experiencia, el capitán Madwell no había visto una herida semejante. No podía imaginar cómo fue producida, ni explicar las circunstancias que la acompañaban: el uniforme extrañamente rasgado, el cinturón partido, las manchas de la piel. Se arrodilló para efectuar un examen más atento. Cuando se puso de pie, volvió los ojos en varias direcciones, como buscando un enemigo. A cincuenta yardas de distancia, en la cresta de una loma baja, cubierta de arbustos, vio varios objetos oscuros que se movían entre los hombres caídos…: una manada de cerdos. Uno le daba la espalda, con los cuartos delanteros levantados. Apoyaba las patas en un cuerpo humano; la cabeza baja era invisible. La erizada eminencia del lomo se recortaba en negro contra el rojo poniente. El capitán Madwell apartó los ojos y volvió a clavarlos en eso que había sido su amigo.
El hombre que había padecido esas monstruosas mutilaciones estaba vivo. De a ratos movía las piernas. Con cada inspiración lanzaba un gemido. Miraba azorado la cara del amigo; y si éste lo tocaba, soltaba un grito. En su feroz agonía, había arañado el suelo en que se encontraba tendido; sus manos crispadas estaban llenas de tierra, hojas y palitos. No conseguía articular una palabra. Era imposible saber si sentía algo que no fuera dolor. La expresión de su rostro era un ruego; en sus ojos parecía reflejarse una plegaria. ¿Qué pedía?
Imposible equivocar el significado de esa mirada. El capitán la había visto con demasiada frecuencia en los ojos de aquellos cuyos labios aún podían suplicar la muerte. Conscientemente o no, este retorcido fragmento de humanidad, esta imagen del sufrimiento, esta mezcla de hombre y bestia, este humilde Prometeo sin heroísmo, suplicaba a todos, a todas las cosas, a todo lo que no era él, la bendición de no existir. A la tierra y al cielo, a los árboles, al hombre, a todo cuanto adquiría forma en los sentidos o en la conciencia, este padecer hecho carne dirigía su callada plegaria.
¿Qué significaba? Lo que concedemos a la más ruin criatura desprovista de razón para pedirlo, lo que sólo negamos a los infortunados de nuestra propia especie: la anhelada liberación, el rito de compasión máxima, el golpe de gracia.
El capitán Madwell pronunció el nombre de su amigo. Lo repitió una y otra vez, sin resultado, hasta que lo ahogó la emoción. Sus lágrimas, encegueciéndolo, cayeron sobre aquel pálido rostro. Ahora no veía más que un objeto borroso y móvil, pero los gemidos eran más claros que nunca, cortados a breves intervalos por agudos gritos. Dio media vuelta, llevándose la mano a la frente, y se alejó. Los cerdos, al verlo, alzaron los hocicos encarnados, lo miraron suspicaces un momento, y después, gruñendo ásperamente al unísono, se alejaron a la carrera. Un caballo, con la pata horriblemente astillada por un cañonazo, alzó la cabeza del suelo y lanzó un doloroso relincho. Madwell avanzó un paso, desenfundó el revólver, y le pegó un tiro entre los ojos, observando atento la agonía de la pobre bestia, que contrariamente a lo qué él esperaba, fue larga y violenta. Pero al fin quedó inmóvil. Los tensos músculos de los belfos, que habían desnudado los dientes en una mueca atroz, parecieron aflojarse. El perfil nítido y fino de la cabeza adquirió un aspecto de profunda paz y reposo.
En el oeste, a lo largo de la distante loma arbolada, se extinguían los últimos esplendores del atardecer. La luz que acariciaba los troncos de los árboles se había degradado a un gris tierno; en lo alto de las copas anidaban las sombras como grandes pájaros oscuros. Llegaba la noche, y entre el capitán Madwell y el campamento, se extendía a lo largo de muchos kilómetros el bosque espectral. Sin embargo, ahí estaba, junto al animal muerto, desvinculado al parecer de cuanto le rodeaba. Los ojos clavados en el suelo, la mano izquierda floja al costado, la derecha esgrimiendo la pistola. De pronto alzó la cara, miró a su amigo moribundo y volvió rápidamente a su lado. Se arrodilló a medias, montó el arma, apoyó el cañón en la frente del sargento, desvió los ojos y apretó el gatillo.
No hubo detonación. Su última bala la había gastado en el caballo. El moribundo gimió y sus labios se movieron convulsivamente. La espuma que brotaba de ellos tenía un tinte sanguinolento. El capitán Madwell se puso de pie y desenvainó la espada. Pasó los dedos de la mano izquierda a lo largo del filo desde la empuñadura a la punta. La tendió recta ante sí como para probar sus nervios. La hoja no temblaba. El mortecino fulgor que reflejaba la luz del cielo, permanecía inmóvil y firme. Se inclinó, desgarró con la mano izquierda la camisa del moribundo. Irguiéndose, le puso la punta de la espada sobre el corazón. Esta vez no apartó los ojos. Aferrando la empuñadura con ambas manos, empujó con todas sus fuerzas. La hoja se hundió en el cuerpo del hombre. Atravesó el cuerpo y se clavó en la tierra. El capitán Madwell estuvo a punto de caer sobre su obra. El moribundo encogió las piernas, y al mismo tiempo se llevó el brazo al pecho, sujetando el acero con tanta fuerza que los nudillos de la mano se le pusieron blancos. Con este violento pero inútil esfuerzo por quitarse la espada, agrandó la herida, por la que escapó un hilo de sangre, que se filtró sinuosamente por el roto uniforme.
En ese momento tres hombres salían silenciosamente del montecito de arbustos que había ocultado su avance. Dos eran enfermeros y traían angarillas.
El tercero era el mayor Creede Halcrow.


FIN


De vez en cuando  encontrarás en el apartado "Cuentos" un cuento corto; un clásico de la literatura universal.
En los comentarios podrás escribir qué te ha parecido su lectura, podrás añadir información complementaria o aquello que consideres que aporta valor al cuento. El objetivo es básicamente el de enriquecernos como lectores. 
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NOTA: La biblioteca de Lymus es un espacio bilingüe y de respeto. Cada uno es libre de dar su opinión siempre y cuando no ofenda a otros.

Qui és Lymus

¿Quién soy?

 Napoleón es un cuento. Según como se mi re , un cuento pue de ser la vida de cualquier ser humano. Solo hay q ue  querer con tarla . ...