dilluns, 9 de setembre del 2019

El demonio de la perversidad - Edgar Allan Poe




El demonio de la perversidad
The Imp of the Perverse;
Edgar AllanPoe (1809-1849)


En la consideración de las facultades e impulsos de los prima mobilia del alma humana los frenólogos han olvidado una tendencia que, aunque evidentemente existe como un sentimiento radical, primitivo, irreductible, los moralistas que los precedieron también habían pasado por alto. Con la perfecta arrogancia de la razón, todos la hemos pasado por alto. Hemos permitido que su existencia escapara a nuestro conocimiento tan sólo por falta de creencia, de fe, sea fe en la Revelación o fe en la Cábala.
Nunca se nos ha ocurrido pensar en ella, simplemente por su gratuidad. No creímos que esa tendencia tuviera necesidad de un impulso. No podíamos percibir su necesidad. No podíamos entender, es decir, aunque la noción de este primum mobile se hubiese introducido por sí misma, no podíamos entender de qué modo era capaz de actuar para mover las cosas humanas, ya temporales, ya eternas. No es posible negar que la frenología, y en gran medida toda la metafísica, han sido elaboradas a priori. El metafísico y el lógico, más que el hombre que piensa o el que observa, se ponen a imaginar designios de Dios, a dictarle propósitos. Habiendo sondeado de esta manera, a gusto, las intenciones de Jehová, construyen sobre estas intenciones sus innumerables sistemas mentales. En materia de frenología, por ejemplo, hemos determinado, primero (por lo demás era bastante natural hacerlo), que, entre los designios de la Divinidad se contaba el de que el hombre comiera.
Asignamos, pues, a éste un órgano de la alimentividad para alimentarse, y este órgano es el acicate con el cual la Deidad fuerza al hombre, quieras que no, a comer. En segundo lugar, habiendo decidido que la voluntad de Dios quiere que el hombre propague la especie, descubrimos inmediatamente un órgano de la amatividad. Y lo mismo hicimos con la combatividad, la ídealidad, la casualidad, la constructividad, en una palabra, con todos los órganos que representaran una tendencia, un sentimiento moral o una facultad del puro intelecto. Y en este ordenamiento de los principios de la acción humana, los spurzheimistas, con razón o sin ella, en parte o en su totalidad, no han hecho sino seguir en principio los pasos de sus predecesores, deduciendo y estableciendo cada cosa a partir del destino preconcebido del hombre y tomando como fundamento los propósitos de su Creador.
Hubiera sido más prudente, hubiera sido más seguro fundar nuestra clasificación (puesto que debemos hacerla) en lo que el hombre habitual u ocasionalmente hace, y en lo que siempre hace ocasionalmente, en cambio de fundarla en la hipótesis de lo que Dios pretende obligarle a hacer: Si no podemos comprender a Dios en sus obras visibles, ¿cómo lo comprenderíamos en los inconcebibles pensamientos que dan vida a sus obras? Si no podemos entenderlo en sus criaturas objetivas, ¿cómo hemos de comprenderlo en sus tendencias esenciales y en las fases de la creación?
La inducción a posteriori hubiera llevado a la frenología a admitir, como principio innato y primitivo de la acción humana, algo paradójico que podemos llamar perversidad a falta de un término más característico. En el sentido que le doy es, en realidad, un móvil sin motivo, un motivo no motivado. Bajo sus incitaciones actuamos sin objeto comprensible, o, si esto se considera una contradicción en los términos, podemos llegar a modificar la proposición y decir que bajo sus incitaciones actuamos por la razón de que no deberíamos actuar. En teoría ninguna razón puede ser más irrazonable; pero, de hecho, no hay ninguna más fuerte. Para ciertos espíritus, en ciertas condiciones llega a ser absolutamente irresistible. Tan seguro como que respiro sé que en la seguridad de la equivocación o el error de una acción cualquiera reside con frecuencia la fuerza irresistible, la única que nos impele a su prosecución.
Esta invencible tendencia a hacer el mal por el mal mismo no admitirá análisis o resolución en ulteriores elementos. Es un impulso radical, primitivo, elemental. Se dirá, lo sé, que cuando persistimos en nuestros actos porque sabemos que no deberíamos hacerlo, nuestra conducta no es sino una modificación de la que comúnmente provoca la combatividad de la frenología. Pero una mirada mostrará la falacia de esta idea. La combatividad, a la cual se refiere la frenología, tiene por esencia la necesidad de autodefensa. Es nuestra salvaguardia contra todo daño. Su principio concierne a nuestro bienestar, y así el deseo de estar bien es excitado al mismo tiempo que su desarrollo. Se sigue que el deseo de estar bien debe ser excitado al mismo tiempo por algún principio que será una simple modificación de la combatividad, pero en el caso de esto que llamamos perversidad el deseo de estar bien no sólo no se manifiesta, sino que existe un sentimiento fuertemente antagónico.
Si se apela al propio corazón, se hallará, después de todo, la mejor réplica a la sofistería que acaba de señalarse. Nadie que consulte con sinceridad su alma y la someta a todas las preguntas estará dispuesto a negar que esa tendencia es absolutamente radical. No es más incomprensible que característica. No hay hombre viviente a quien en algún período no lo haya atormentado, por ejemplo, un vehemente deseo de torturar a su interlocutor con circunloquios. El que habla advierte el desagrado que causa; tiene toda la intención de agradar; por lo demás, es breve, preciso y claro; el lenguaje más lacónico y más luminoso lucha por brotar de su boca; sólo con dificultad refrena su curso; teme y lamenta la cólera de aquel a quien se dirige; sin embargo, se le ocurre la idea de que puede engendrar esa cólera con ciertos incisos y ciertos paréntesis. Este solo pensamiento es suficiente. El impulso crece hasta el deseo, el deseo hasta el anhelo, el anhelo hasta un ansia incontrolable y el ansia (con gran pesar y mortificación del que habla y desafiando todas las consecuencias) es consentida.
Tenemos ante nosotros una tarea que debe ser cumplida velozmente. Sabemos que la demora será ruinosa. La crisis más importante de nuestra vida exige, a grandes voces, energía y acción inmediatas. Ardemos, nos consumimos de ansiedad por comenzar la tarea, y en la anticipación de su magnifico resultado nuestra alma se enardece. Debe tiene que ser emprendida hoy y, sin embargo, la dejamos para mañana; ¿y por qué? No hay respuesta, salvo que sentimos esa actitud perversa, usando la palabra sin comprensión del principio. El día siguiente llega, y con él una ansiedad más impaciente por cumplir con nuestro deber, pero con este verdadero aumento de ansiedad llega también un indecible anhelo de postergación realmente espantosa por lo insondable.
Este anhelo cobra fuerzas a medida que pasa el tiempo. La última hora para la acción está al alcance de nuestra mano. Nos estremece la violencia del conflicto interior, de lo definido con lo indefinido, de la sustancia con la sombra. Pero si la contienda ha llegado tan lejos, la sombra es la que vence, luchamos en vano. Suena la hora y doblan a muerto por nuestra felicidad. Al mismo tiempo es el canto del gallo para el fantasma que nos había atemorizado. Vuela, desaparece, somos libres. La antigua energía retorna.
Trabajaremos ahora. ¡Ay, es demasiado tarde!
Estamos al borde de un precipicio. Miramos el abismo, sentimos malestar y vértigo. Nuestro primer impulso es retroceder ante el peligro. Inexplicablemente, nos quedamos.
En lenta graduación, nuestro malestar y nuestro vértigo se confunden en una nube de sentimientos inefables. Por grados aún más imperceptibles esta nube cobra forma, como el vapor de la botella de donde surgió el genio en Las mil y una noches. Pero en esa nube nuestra al borde del precipicio, adquiere consistencia una forma mucho más terrible que cualquier genio o demonio de leyenda, y, sin embargo, es sólo un pensamiento, aunque temible, de esos que hielan hasta la médula de los huesos con la feroz delicia de su horror.
Es simplemente la idea de lo que serían nuestras sensaciones durante la veloz caída desde semejante altura. Y esta caída, esta fulminante aniquilación, por la simple razón de que implica la más espantosa y la más abominable entre las más espantosas y abominables imágenes de la muerte y el sufrimiento que jamás se hayan presentado a nuestra imaginación, por esta simple razón la deseamos con más fuerza. Y porque nuestra razón nos aparta violentamente del abismo, por eso nos acercamos a él con más ímpetu. No hay en la naturaleza pasión de una impaciencia tan demoníaca como la del que, estremecido al borde de un precipicio, piensa arrojarse en él. Aceptar por un instante cualquier atisbo de pensamiento significa la perdición inevitable, pues la reflexión no hace sino apremiarnos para que no lo hagamos, y justamente por eso, digo, no podemos hacerlo. Si no hay allí un brazo amigo que nos detenga, o si fallamos en el súbito esfuerzo de echarnos atrás, nos arrojamos, nos destruimos.
Examinemos estas acciones y otras similares: encontraremos que resultan sólo del espíritu de perversidad. Las perpetramos simplemente porque sentimos que no deberíamos hacerlo. Más acá o más allá de esto no hay principio inteligible; y podríamos en verdad considerar su perversidad como una instigación directa del demonio sí no supiéramos que a veces actúa en fomento del bien.
He hablado tanto que en cierta medida puedo responder a vuestra pregunta, puedo explicaros por qué estoy aquí, puedo mostraros algo que tendrá, por lo menos, una débil apariencia de justificación de estos grillos y esta celda de condenado que ocupo. Si no hubiera sido tan prolijo, o no me hubiérais comprendido, o, como la chusma, me hubiérais considerado loco. Ahora advertiréis fácilmente que soy una de las innumerables víctimas del demonio de lo perverso.
Es imposible que acción alguna haya sido preparada con más perfecta deliberación. Semanas, meses enteros medité en los medios del asesinato. Rechacé mil planes porque su realización implicaba una chance de ser descubierto. Por fin, leyendo algunas memorias francesas, encontré el relato de una enfermedad casi fatal sobrevenida a madame Pilau por obra de una vela accidentalmente envenenada. La idea impresionó de inmediato mi imaginación. Sabía que mi víctima tenía la costumbre de leer en la cama. Sabía también que su habitación era pequeña y mal ventilada. Pero no necesito fatigaros con detalles impertinentes. No necesito describir los fáciles artificios mediante los cuales sustituí, en el candelero de su dormitorio, la vela que allí encontré por otra de mi fabricación. A la mañana siguiente lo hallaron muerto en su lecho, y el veredicto del coroner fue: «Muerto por la voluntad de Dios.»
Heredé su fortuna y todo anduvo bien durante varios años. Ni una sola vez cruzó por mi cerebro la idea de ser descubierto. Yo mismo hice desaparecer los restos de la bujía fatal. No dejé huella de una pista por la cual fuera posible acusarme o siquiera hacerme sospechoso del crimen. Es inconcebible el magnífico sentimiento de satisfacción que nacía en mi pecho cuando reflexionaba en mi absoluta seguridad. Durante un período muy largo me acostumbré a deleitarme en este sentimiento. Me proporcionaba un placer más real que las ventajas simplemente materiales derivadas de mi crimen.
Pero le sucedió, por fin, una época en que el sentimiento agradable llegó, en gradación casi imperceptible, a convertirse en una idea obsesiva, torturante. Torturante por lo obsesiva. Apenas podía librarme de ella por momentos. Es harto común que nos fastidie el oído, o más bien la memoria, el machacón estribillo de una canción vulgar o algunos compases triviales de una ópera. El martirio no sería menor si la canción en sí misma fuera buena o el cría de ópera meritoria. Así es como, al fin, me descubría permanentemente pensando en mi seguridad y repitiendo en voz baja la frase: Estoy a salvo.
Un día, mientras vagabundeaba por las calles, me sorprendí en el momento de murmurar, casi en voz alta, las palabras acostumbradas. En un acceso de petulancia les dí esta nueva forma:
Estoy a salvo, estoy a salvo si no soy lo bastante tonto para confesar abiertamente.
No bien pronuncié estas palabras, sentí que un frío de hielo penetraba hasta mi corazón. Tenía ya alguna experiencia de estos accesos de perversidad (cuya naturaleza he explicado no sin cierto esfuerzo) y recordaba que en ningún caso había resistido con éxito sus embates. Y ahora, la casual insinuación de que podía ser lo bastante tonto para confesar el asesinato del cual era culpable se enfrentaba conmigo como la verdadera sombra de mi asesinado y me llamaba a la muerte.
Al principio hice un esfuerzo para sacudir esta pesadilla de mi alma. Caminé vigorosamente, más rápido, cada vez más rápido, para terminar corriendo. Sentía un deseo enloquecedor de gritar con todas mis fuerzas. Cada ola sucesiva de mi pensamiento me abrumaba de terror, pues, ay, yo sabía bien, demasiado bien que pensar, en mi situación, era estar perdido. Aceleré aún más el paso. Salté como un loco por las calles atestadas. Al fin, el populacho se alarmó y me persiguió. Sentí entonces la consumación de mi destino. Si hubiera podido arrancarme la lengua lo habría hecho, pero una voz ruda resonó en mis oídos, una mano más ruda me aferró por el hombro.
Me volví, abrí la boca para respirar. Por un momento experimenté todas las angustias del ahogo: estaba ciego, sordo, aturdido; y entonces algún demonio invisible —pensé— me golpeó con su ancha palma en la espalda. El secreto, largo tiempo prisionero, irrumpió de mi alma.
Dicen que hablé con una articulación clara, pero con marcado énfasis y apasionada prisa, como si temiera una interrupción antes de concluir las breves pero densas frases que me entregaban al verdugo y al infierno.
Después de relatar todo lo necesario para la plena acusación judicial, caí por tierra desmayado. Pero, ¿para qué diré más? ¡Hoy tengo estas cadenas y estoy aquí! ¡Mañana estaré libre! Pero, ¿dónde?
Edgar Allan Poe (1809-1849)



¿Quién sabe? - Guy de Maupassant




¿Quién sabe?
¿Qui sait?,
(1850-1893)


¡Señor! ¡Señor! Al fin tengo ocasión de escribir lo que me ha ocurrido. Pero ¿me será posible hacerlo? ¿Me atreveré? ¡Es una cosa tan extravagante, tan inexplicable, tan incomprensible, tan loca!
Si no estuviese seguro de lo que he visto, seguro también de que en mis razonamientos no ha habido un fallo, ni en mis comprobaciones un error, ni una laguna en la inflexible cadena de mis observaciones, me creería simplemente víctima de una alucinación, juguete de una extraña locura. Después de todo, ¿quién sabe?
Me encuentro actualmente en un sanatorio; pero si entré en él ha sido por prudencia, por miedo. Sólo una persona conoce mi historia: el médico de aquí; pero voy a ponerla por escrito. Realmente no sé para qué. Para librarme de ella, tal vez, porque la siento dentro de mí como una intolerable pesadilla.
Hela aquí:
He sido siempre un solitario, un soñador, una especie de filósofo aislado, bondadoso, que se conformaba con poco, sin acritudes contra los hombres y sin rencores contra el cielo. He vivido solo, en todo tiempo, porque la presencia de otras personas me produce una especie de molestia. No es que me niegue a tratar con la gente, a conversar o a cenar con amigos, pero cuando llevan mucho rato cerca de mí, aunque sean mis más cercanos familiares, me cansan, me fatigan, me enervan, y experimento un anhelo cada vez mayor, más agobiante, de que se marchen, o de marcharme yo, de estar solo.
Este anhelo es más que un impulso, es una necesidad irresistible. Y si las personas en cuya compañía me encuentro siguiesen a mi lado, si me viese obligado, no a prestar atención, pero ni siquiera a escuchar sus conversaciones, me daría, con toda seguridad, un ataque. ¿De qué clase? No lo sé. ¿Un síncope, tal vez? Sí, probablemente.
Tanto me agrada estar solo, que ni siquiera puedo soportar que otras personas duerman bajo el mismo techo que yo. No vivo en París, porque sería para mí una perpetua agonía. Me siento morir moralmente, es para mí un martirio del cuerpo y de los nervios esa muchedumbre inmensa que hormiguea, que se mueve a mi alrededor, hasta cuando duerme. Porque, aún más que la palabra de los demás, me resulta insufrible su sueño. Cuando sé, cuando tengo la sensación de que, detrás de la pared, existen vidas que se ven interrumpidas por esos eclipses regulares de la razón, no puedo ya despertar.
¿Por qué soy de esta manera? ¡Quién lo sabe! Es imposible que la razón de todo esto sea muy sencilla; todo lo que ocurre fuera de mí me cansa muy pronto. Y son muchos los que se encuentran en mi mismo caso. En la tierra vivimos gentes de dos razas. Los que tienen necesidad de los demás, aquellos a quienes los demás distraen, ocupan, sirven de descanso, y a los que la soledad cansa, agota, aniquila, lo mismo que la ascensión a un nevero o la travesía de un desierto, y aquellos otros a los que, por el contrario, los demás cansan, molestan, cohíben, abruman, en tanto que el aislamiento los tranquiliza, les proporciona un baño de descanso en la independencia y en la fantasía de sus meditaciones.
En resumidas cuentas, se trata de un fenómeno psíquico normal. Unos tienen condiciones para vivir hacia afuera; otros, para vivir hacia adentro. En mí se da el caso de que la atención exterior es de corta duración y se agota pronto, y cuando llega a su límite, me acomete en todo mi cuerpo y en toda mi alma un malestar intolerable. Como consecuencia de todo lo que antecede, yo me apego, es decir, estaba fuertemente apegado a los objetos inanimados, que vienen a adquirir para mí una importancia de seres vivos. Mi casa se convierte, se había convertido en un mundo en el que yo llevaba una vida solitaria, pero activa, en medio de aquellas cosas: muebles, chucherías familiares, que eran para mí como otros tantos rostros simpáticos. Había ido llenándola poco a poco, adornándola con ellos, y me sentía contento y satisfecho allí dentro, feliz como en los brazos de una mujer agradable cuya diaria caricia se ha convertido en una necesidad suave y sosegada.
Hice construir aquella casa en el centro de un hermoso jardín que la aislaba de los caminos concurridos, a un paso de una ciudad en la que me era dable encontrar, cuando se despertaba en mí tal deseo, los recursos que ofrece la vida social. Todos mis criados dormían en un pabellón muy alejado de la casa, situado en un extremo de la huerta, que estaba cercada con una pared muy alta. Tal era el agrado y el descanso que encontraba al verme envuelto en la oscuridad de las noches, en medio del silencio de mi casa, perdida, oculta, sumergida bajo el ramaje de los grandes árboles, que todas las noches permanecía varias horas para saborearlo a mis anchas, costándome trabajo meterme en la cama.
El día de que voy a hablar habían representado Sigurd en el teatro de la ciudad. Era aquélla la primera vez que asistía a la representación de ese bello drama musical y fantástico, y me produjo un vivo placer. Regresaba a mi casa a pie, con paso ágil, llena la cabeza de frases musicales y la pupila de lindas imágenes de un mundo de hadas. Era noche cerrada, tan cerrada que apenas se distinguía la carretera y estuve varias veces a punto de tropezar y caer en la cuneta. Desde el puesto de arbitrios hasta mi casa hay cerca de un kilómetro, tal vez un poco más, o sea veinte minutos de marcha lenta. Sería la una o la una y media de la madrugada; se aclaró un poco el firmamento y surgió delante de mí la luna, en su triste cuarto menguante. La media luna del primer cuarto, es decir, la que aparece a las cuatro o cinco de la tarde, es brillante, alegre, plateada; pero la que se levanta después de la medianoche es rojiza, triste, inquietante; es la verdadera media luna del día de las brujas. Esta observación han debido hacerla todos los noctámbulos. La primera, aunque sea delgada como un hilo, despide un brillo alegre que regocija el corazón y traza en el suelo sombras bien dibujadas; la segunda apenas derrama una luz mortecina, tan apagada que casi no llega a formar sombras.
Distinguí a lo lejos la masa oscura de mi jardín y, sin que yo supiese de dónde me venía, se apoderó de mí un malestar al pensar que tenía que entrar en él. Acorté el paso. La temperatura era muy suave. Aquella gruesa mancha del arbolado parecía una tumba dentro de la cual estaba sepultada mi casa. Abrí la puerta y penetré en la larga avenida de sicomoros que conduce hasta el edificio y que forma una bóveda arqueada como un túnel muy alto, a través de bosquecillos opacos unas veces y bordeando otras los céspedes en que los encañados de flores estampaban manchones ovalados de tonalidades confusas en medio de las pálidas tinieblas.
Una turbación singular se apoderó de mí al encontrarme ya cerca de la casa. Me detuve. No se oía nada. Ni el más leve soplo de aire circulaba entre las hojas. "¿Qué es lo que me pasa?", pensé. Muchas veces había entrado de aquella manera desde hacía diez años, y jamás sentí el más leve desasosiego. No era que tuviese miedo. Jamás lo tengo durante la noche. Si me hubiese encontrado con un hombre, con un merodeador, con un ladrón, todo mi ser físico habría experimentado una sacudida de furor y habría saltado encima de él sin la menor vacilación. Iba, además, armado. Llevaba mi revólver, porque quería resistir a aquella influencia recelosa que germinaba en mí.
¿Qué era aquello? ¿Un presentimiento? ¿El presentimiento misterioso que se apodera de los sentidos del hombre cuando va a encontrarse frente a lo inexplicable? ¡Quién sabe! A medida que avanzaba, me corrían escalofríos por la piel; cuando me hallé frente al muro de mi gran palacio, que tenía las contraventanas echadas, tuve la sensación de que tendría que dejar pasar algunos minutos antes de abrir la puerta y entrar. Me senté en un banco que había debajo de las ventanas del salón. Y allí me quedé, un poco trémulo, con la cabeza apoyada en la pared y los ojos abiertos y clavados en la sombra del arbolado. Nada de extraordinario advertí a mi alrededor en aquellos primeros instantes. Me zumbaban algo los oídos, pero ésta es una cosa que me ocurre con frecuencia. A veces creo oír trenes que pasan o campanas que tocan o el pataleó de muchedumbres en marcha.
Pero aquellos ruidos interiores se hicieron más netos, más precisos, más identificables. Me había engañado. No era el bordoneo habitual de mis arterias el que me llenaba los oídos con aquellos rumores; era un ruido muy característico y, sin embargo, muy confuso, que procedía, sin duda alguna, del interior de la casa. Distinguía aquel ruido continuo a través del muro, tenía casi más de movimiento que de ruido, un confuso ajetreo de una multitud de objetos, como si moviesen, cambiasen de sitio y arrastrasen con mucho tiento todos mis muebles. Estuve largo rato sin dar crédito a mis oídos; pero aplicando la oreja a una de las contraventanas para distinguir mejor aquel extraño ajetreo que parecía tener lugar dentro de mi casa, quedé plenamente convencido, segurísimo, de que algo anormal e incomprensible ocurría. No sentía miedo, pero estaba..., ¿cómo lo diré?, asustado de asombro. No amartillé mi revólver, porque tuve la intuición segura de que no me haría falta. Esperé.
Esperé largo rato, sin decidirme a actuar, con la inteligencia lúcida, pero dominado por loca inquietud. Esperé de pie y seguí escuchando el ruido, cada vez mayor, que adquiría por momentos una intensidad violenta, hasta parecer un refunfuño de impaciencia, de cólera, de motín misterioso. Me entró de pronto vergüenza de mi cobardía, eché mano al manojo de llaves, elegí la que me hacía falta, la metí en la cerradura, di dos vueltas y empujé con todas mis fuerzas, enviando la hoja de la puerta a chocar con el tabique. Aquel golpe resonó como el estampido de un fusil, pero le respondió, de arriba abajo de mi casa, un tumulto formidable. Fue una cosa tan imprevista, tan terrible, tan ensordecedora, que retrocedí unos pasos y, aunque tan convencido como antes de su inutilidad, saqué el revólver de la funda.
Esperé todavía, aunque muy poco tiempo. Lo que ahora oía era un pataleo muy raro en los peldaños de la escalera, en el entarimado, en las alfombras, pero no era un pataleo de calzado, de zapatos de hombre, sino de patas de madera y de patas de hierro que vibraban como címbalos. Y, de pronto, veo en el umbral de la puerta un sillón, mi cómodo sillón de lectura, que se marchaba de casa, contoneándose. Y se fue por el jardín hacia adelante. Y detrás de él, otros, los sillones de mi salón, y a continuación los canapés bajos, arrastrándose como cocodrilos sobre sus patitas cortas, y en seguida todas las sillas, dando saltitos de cabra, y los pequeños taburetes que trotaban como conejos.
¡Era una cosa emocionante! Me escondí en un bosquecillo, y allí permanecí agazapado, contemplando aquel desfile de mis muebles, porque se marchaban todos, uno detrás de otro, con paso vivo o pausado, de acuerdo con su altura o su peso. Mi piano, mi magnifico piano de cola cruzó al galope, como caballo desbocado, con un murmullo musical en sus ijares; los objetos menudos iban y venían por la arena como hormigas, los cepillos, la cristalería, las copas en las que la luna ponía fosforescencias de luciérnagas. Las telas reptaban o se alargaban a manera de tentáculos, como pulpos de mar. Vi que salía mi escritorio -mi querido escritorio- una hermosa reliquia del siglo pasado, en el que estaban todas las cartas que yo recibí, la historia toda de mi corazón, una historia antigua que me ha hecho sufrir mucho. Dentro de él había también fotografías.
De improviso se me pasó el miedo, me abalancé sobre el escritorio, lo agarré como se agarra a un ladrón, como se agarra a una mujer que escapa; pero él llevaba una marcha incontenible y, a pesar de mis esfuerzos, a pesar de mi cólera, no conseguí moderar su velocidad. Yo hacía esfuerzos desesperados para que no me arrastrase aquella fuerza espantosa y caí al suelo. Entonces me arrolló, me arrastró por la arena y los muebles que venían detrás empezaron a pisotearme, magullándome las piernas; lo solté por fin y entonces los demás pasaron por encima de mi cuerpo, lo mismo que pasa un cuerpo de caballería que carga por encima del soldado que ha sido derribado del caballo.
Loco de terror, conseguí al fin arrastrarme hasta fuera de la gran avenida y ocultarme de nuevo entre los árboles, a tiempo de ver cómo desaparecían los objetos más íntimos, los más pequeños, los más modestos, los que yo conocía menos entre todos los que habían sido de mi propiedad. Así estaba, cuando oí a lo lejos, dentro de mi casa, que había adquirido sonoridad como todas las casas vacías, un ruido formidable de puertas que se volvían a cerrar. Empezaron los portazos en la parte más alta, y fueron bajando hasta que se cerró por último la puerta del vestíbulo que yo, insensato de mí, había abierto para facilitar aquella fuga. También yo escapé, echando a correr hacia la ciudad, y no recobré mi serenidad hasta que me vi en sus calles y tropecé con algunas gentes trasnochadoras. Fui a llamar a la puerta de un hotel en el que era conocido. Me había sacudido las ropas con las manos para quitar el polvo; les expliqué que había perdido mi llavero, en el que tenía también la llave de la huerta en que estaba el pabellón aislado donde dormían mis criados, huerta rodeada de altas tapias que impedían a los merodeadores meter mano en las verduras y frutas.
Me tapé hasta los ojos en la cama que me dieron, pero no pude conciliar el sueño, y aguardé la llegada del día escuchando los golpes acelerados de mi corazón. Les había dicho que avisaran a mi servidumbre en cuanto amaneciese, y mi ayuda de cámara llamó a mi puerta a las siete de la mañana. Parecía trastornado.
Ha ocurrido esta noche una gran desgracia, señor, —me dijo.
¿Qué sucedió?
Han robado todo el mobiliario del señor; absolutamente todo, hasta los objetos más insignificantes.
Aquella noticia me alegró. ¿Por qué? ¡Vaya usted a saber! Yo me sentía muy dueño de mí, estaba seguro de poder disimular, de no decir a nadie una palabra de lo que había visto, de ocultar aquello, de enterrarlo en mi conciencia como un espantoso secreto. Le contesté:
Entonces se trata de los mismos individuos que anoche me robaron a mí las llaves. Es preciso dar parte a la policía inmediatamente. Voy a levantarme y me reuniré en seguida con usted.
Cinco meses duró la investigación. No se llegó a descubrir el paradero de nada, no se encontró la más insignificante de mis chucherías, ni se llegó a dar con el más ligero rastro de los ladrones. ¡Claro está que si yo hubiese dicho lo que sabía!... Si hubiese hablado..., me habrían encerrado a mí; no a los ladrones, sino al hombre que aseguraba haber visto semejante cosa. Supe cerrar la boca. Pero no volví a amueblar mi casa. ¿Para qué? Se hubiera repetido siempre el mismo caso. No quería entrar de nuevo en ella. No entré. No volví a verla.
Regresé a Paris, me instalé en un hotel y consulté a los médicos acerca de mi estado nervioso, que me preocupaba mucho desde los acontecimientos de aquella noche lamentable. Me animaron a que viajase. Seguí su consejo.
Empecé por hacer una excursión a Italia. El sol me sentó bien. Vagabundeé por espacio de seis meses de Génova a Venecia, de Venecia a Florencia, de Florencia a Roma, de Roma a Nápoles. Recorrí después toda Sicilia, país admirable por sus paisajes y sus monumentos, reliquias dejadas por los griegos y por los normandos. Me trasladé al África y crucé pacíficamente el gran desierto amarillo y tranquilo, en el que van de aquí para allá los camellos, las gacelas y los vagabundos árabes, cuya atmósfera ligera y transparente está libre de espectros, lo mismo de día que de noche.
Regresé a Francia por Marsella; a pesar de la alegría provenzal, sentí tristeza, porque el cielo tenía menos luz. Al poner otra vez el pie en el continente, experimenté esa especial sensación de un enfermo que se cree curado ya de su enfermedad, pero al que un dolor sordo le advierte que no está apagado aún el foco del mal. Volví a París. Al mes, ya sentía aburrimiento. Era en otoño, y antes que se echase encima el invierno, quise hacer una excursión por Normandía, desconocida para mí. Empecé por Ruán, como es natural, y vagabundeé durante ocho días, distraído, encantado, entusiasmado en aquella ciudad de la Edad Media, en aquel maravilloso museo de monumentos góticos extraordinarios.
Una tarde, a eso de las cuatro, al meterme por una calle inverosímil, por la que corre un río negro como esa tinta que llaman "agua de Robec", y mientras iba fijándome en el aspecto curioso y antiguo de las casas, mi atención se desvió de improviso hacia una serie de comercios de chamarileros, que se sucedían una puerta sí y otra también. ¡Bien habían sabido elegir el sitio para sus negocios aquellos sórdidos traficantes de cosas viejas, en una callejuela quimérica, encima de la siniestra corriente de agua, al abrigo de aquellos techos puntiagudos de tejas y pizarras en los que se oía rechinar aún las giraldillas del pasado!
Al fondo de aquellos lóbregos comercios se amontonaban las arcas talladas, las porcelanas de Ruán, de Nevers, de Moustiers, las estatuas pintadas, las de madera de roble, los cristos, las vírgenes, los santos, los ornamentos de iglesia, casullas, capas pluviales, hasta algunos vasos sagrados y un antiguo tabernáculo de madera dorada, del que Dios se había mudado. ¡Qué extrañas cavernas las que había en aquellas altas casas, en aquellos caserones, atiborrados desde las bodegas hasta los graneros de objetos de toda clase cuya existencia parecía acabada, que habían sobrevivido a sus poseedores naturales, a su siglo, a su tiempo, a sus modas, para ser comprados como curiosidades por las nuevas generaciones!
Mi ternura por las chucherías volvió a despertarse en aquella ciudad de anticuarios. Pasaba de un comercio a otro, atravesando en dos zancadas los puentes de cuatro tablas podridas tendidos sobre la nauseabunda corriente del "agua de Robec". ¡Misericordia! ¡Qué sacudida! En el extremo exterior de una bóveda atiborrada de objetos, que parecía la entrada de las catacumbas de un cementerio de muebles antiguos, vi de pronto uno de mis más hermosos armarios. Me acerqué todo tembloroso, tan tembloroso que no me atreví a tocarlo. Adelanté la mano, y me quedé vacilando. Sin embargo, era el mismo: un armario Luis XIII, único, que cualquiera que lo hubiese visto una vez lo identificaría. Dirigí de pronto los ojos más hacia el interior, hacia las más lóbregas profundidades de aquella galería, y distinguí tres de mis sillones tapizados, y más adentro aún, mis dos cuadros Enrique II, tan raros que hasta de París venían a verlos. ¡Figúrense! ¡Figúrense cuál sería el estado de mi alma!
Me adelanté, atónito, agonizante de emoción, pero me adelanté, porque soy valiente; me adelanté como pudiera penetrar un caballero de las épocas tenebrosas en una mansión de sortilegios. Paso a paso fui encontrando todo lo que me había pertenecido: mis candelabros, mis libros, mis cuadros, mis tapicerías, mis armas, todo, menos el escritorio que llevaba mis cartas, al que no vi por parte alguna.
Anduve de un lado para otro, bajando a galerías oscuras para en seguida subir a los pisos superiores. Estaba solo. Llamaba, pero nadie contestó. Estaba solo; no había nadie en aquella casa inmensa y tortuosa como un laberinto. Se echó encima la noche, y tuve que sentarme, en medio de aquellas tinieblas, en una de mis sillas, porque no quería marcharme de allí. De cuando en cuando gritaba:
¿Hay alguien en casa? ¿Hay alguien en casa? ¿No hay nadie?
Llevaría más de una hora cuando oí pasos, unos pasos callados, lentos, que no podía precisar en dónde sonaban. Estuve a punto de echar a correr, pero poniéndome rígido volví a llamar otra vez y distinguí una luz en la habitación de al lado.
¿Quién anda ahí? -preguntó una voz.
Yo contesté:
Un comprador.
Me replicaron.
Es muy tarde para entrar de ese modo en un comercio.
Volví a decir:
Estoy esperándolo desde hace más de una hora.
-Podía usted volver mañana.
Mañana me habré marchado ya de Ruán.
Yo no me atrevía a avanzar y él no venía hacia mí. Seguía viendo el resplandor de su luz, que se proyectaba sobre un tapiz en el que dos ángeles volaban por encima de los cadáveres de un campo de batalla. También era de mi propiedad. Le dije:
¿Viene usted o no?
Él me contestó:
Lo estoy esperando.
Me levanté y fui hacia donde él estaba. En el centro de una habitación muy espaciosa había un hombrecito muy pequeño y muy grueso, grueso como un fenómeno, como un repugnante fenómeno. Tenía una barba extravagante, de pelos desiguales, ralos y amarillentos, pero no tenía ni un solo pelo en la cabeza. ¡Ni un solo pelo! Como sostenía la vela encendida a todo lo que daba su brazo para verme a mí, su cráneo me hizo el efecto de una luna pequeña en aquella inmensa habitación atiborrada de muebles viejos. Tenía la cara arrugada y como entumecida, y no se le distinguían los ojos. Regateé el precio de tres sillas, que eran de mi propiedad, y le pagué por ellas en el acto una fuerte cantidad, sin dar más que el número de mi habitación en el hotel. Deberían entregármelas al día siguiente antes de las nueve de la mañana.
Salí y él me acompañó a la calle con mucha cortesía. Acto seguido, me dirigí a la Comisaría Central de Policía y relaté al comisario el robo de mis muebles y el descubrimiento que acababa de hacer. En el acto solicitó informes por telégrafo al juzgado que había instruido las diligencias en aquel robo, rogándome que tuviese a bien esperar la contestación. Le llegó al cabo de una hora, y fue completamente satisfactoria para mí. Entonces me dijo:
Voy a mandar a que detengan a ese hombre para proceder en seguida a interrogarlo, porque pudiera ser que hubiese concebido alguna sospecha, haciendo desaparecer lo que es propiedad de usted. Vaya a cenar y vuelva dentro de un par de horas; lo retendré aquí para someterlo a un nuevo interrogatorio en presencia de usted.
Encantado, señor; se lo agradezco de todo corazón.
Cené en mi hotel, con mejor apetito del que me había imaginado. Estaba de bastante buen humor. Le habíamos echado el guante. Al cabo de dos horas me presenté de nuevo ante el funcionario de policía, que me estaba esperando.
Verá usted, caballero —me dijo en cuanto me vio— No hemos dado con nuestro hombre. Mis agentes no han podido echarle el guante.
¿Cómo ha sido eso?
Me sentí desfallecer.
¿Pero han encontrado la casa, verdad? —seguí preguntando.
Desde luego. Será vigilada hasta que él regrese. Porque ha desaparecido.
¿Que ha desaparecido?
Desaparecido. Acostumbra pasar las noches en casa de una vecina, chamarilera también, una especie de bruja, la viuda de Bidoin. Dice que no lo ha visto esta noche y que no puede dar dato alguno sobre su paradero. Habrá que esperar hasta mañana.
Me marché. ¡Qué siniestras, inquietantes y espectrales me parecieron las calles de Ruán! Dormí muy mal, con un sueño interrumpido por pesadillas. Al día siguiente, para que no me creyesen demasiado intranquilo ni precipitado, esperé hasta las diez antes de presentarme en la comisaría.
El chamarilero no había sido visto y su almacén seguía cerrado aún. El comisario me dijo:
He dado todos los pasos necesarios. El juzgado está al corriente del asunto; vamos a ir juntos a ese comercio, lo haré abrir y usted me indicará todo lo que es suyo.
Un cupé nos llevó hasta la casa. Delante del comercio había algunos guardias con un cerrajero. Se abrió la puerta. Pero, una vez dentro, no vi ni mi armario ni mis sillones ni mis mesas ni nada, absolutamente nada del mobiliario de mi casa, siendo que la noche anterior no podía dar un paso sin tropezar con alguno de los objetos de mi pertenencia. El comisario central, sorprendido, me miró al principio con desconfianza.
Pues, señor —le dije—, la desaparición de estos muebles coincide de un modo extraño con la del comerciante.
Se sonrió:
Es cierto. Hizo usted mal en comprar y pagar ayer noche aquellas sillas, porque con eso le dio usted la alerta.
Yo agregué:
Lo que me parece incomprensible es que todos los espacios que anoche ocupaban mis muebles están ahora ocupados por otros.
Eso no es extraño —contestó el comisario—, porque ha dispuesto de toda la noche y seguramente de cómplices. Esta casa debe tener comunicación con las de al lado. Descuide usted, señor; me voy a ocupar con gran interés de este asunto. No andará suelto mucho tiempo el ladrón, porque vigilamos su guarida.
¡Ah, mi corazón, mi pobre corazón, cómo palpitaba! Permanecí quince días en Ruán, pero nuestro hombre no volvió. ¿Por qué? ¿Quién podía ponerle obstáculos o sorprenderlo? El decimosexto día recibí de mi jardinero, que había quedado para guardar la casa saqueada, esta carta tan extraña:
"Señor:
"Tengo el honor de informarle que ha ocurrido, durante la noche pasada, algo que no entiende nadie, y mucho menos la policía. Han vuelto todos los muebles, todos sin excepción; hasta los objetos más pequeños. La casa se encuentra hoy dispuesta exactamente como lo estaba la víspera del robo. Es para volverse loco. Esto ha ocurrido la noche del viernes al sábado. Igual que el día de su desaparición, los caminos están llenos de huellas, como si hubiesen arrastrado todas las cosas, desde la entrada del jardín hasta la puerta de la casa.
"Quedamos esperando al señor, de quien soy humilde servidor.
Felipe Raudin"
¿Volver yo? ¡Eso sí que no! ¡Eso sí que no! ¡Eso sí que no! Llevé la carta al comisario de Ruán, quien me dijo:
Es una devolución muy hábil. Nos haremos el muerto y le pondremos la mano encima a nuestro hombre cualquier día de estos.
Pero no le echaron el guante. No, señor. No le echaron el guante, y le tengo miedo, igual que si fuese una fiera que han soltado para que me persiga. Nadie lo encuentra, nadie puede encontrar a aquel monstruo con el cráneo de luna. Nadie le echará el guante jamás. No volverá a su casa. ¡Bastante le importa a él su casa! Yo soy el único que podría dar con él, pero no quiero. ¡No quiero! ¡No quiero! ¡No quiero!
Y aun en el supuesto de que volviese y entrase en su comercio, ¿quién va a probarle que mis muebles estaban allí? No hay en contra suya más que mi testimonio, y me doy perfecta cuenta de que empieza a ser sospechoso.
¡Cómo iba yo a poder vivir así! Tampoco podía guardar el secreto de lo que han visto mis ojos. No me era posible seguir viviendo como una persona cualquiera, con el temor de que esos hechos se repitiesen cualquier día. Vine a ver al médico que dirige esta casa de salud y se lo he referido todo. Al cabo de un largo interrogatorio, me dijo:
¿Tendría usted inconveniente, caballero, en permanecer aquí algún tiempo?
Me quedaré gustosísimo.
¿Quiere usted un pabellón independiente?
Sí, señor.
¿Desea recibir a algunos amigos?
No, señor; a nadie. El hombre de Ruán podría tratar de llegar hasta aquí mismo con idea de vengarse...
Y desde hace tres meses vivo solo, solo, absolutamente solo. Estoy casi tranquilo. Un miedo tengo, sin embargo: que el anticuario se vuelva loco..., y que lo traigan a este asilo... Ni las cárceles son seguras.


Qui és Lymus

¿Quién soy?

 Napoleón es un cuento. Según como se mi re , un cuento pue de ser la vida de cualquier ser humano. Solo hay q ue  querer con tarla . ...