dijous, 2 de febrer del 2017

¿Quién soy?


 Napoleón es un cuento. Según como se mire, un cuento puede ser la vida de cualquier ser humano. Solo hay que  querer contarla


 Napoleón
(1975 -      ) 
 

 Me gusta leer. Cuanto más leo más me gusta pero, como en el lugar en el que me encuentro ya lo he leído todo, ahora escribo. Aún así, cada día y durante una hora, escarbo en las basuras del patio para encontrar palabras con las que nutrir mi intelecto: viejos periódicos, los ingredientes de los tetrabrik de zumo; todo me vale. De todos modos, desde mi lance con Sinsilla hay poco para rebuscar pues solo me dejan salir cuando los de la limpieza ya han vaciado las papeleras. Esta carencia me llevó a escribir yo mismo las palabras. Con ello descubrí que también me gusta escribir y cuanto más escribo más me gusta.
 Aprendí hace poco, por lo que todavía lo hago con mucha dificultad, con la cabeza muy pegada al papel y sacando la lengua. Si me viese Sinsilla, el enfermero malvado, me creería tonto y no me conviene que piensen más cosas malas de mí. Quisiera escribir rápido, pero no puedo. No escribo como el doctor Tepes, que sostiene la estilográfica con elegancia entre sus dedos huesudos y la desliza sobre las cuartillas como si anduviera sola por los renglones. Yo trato de hacer letras bonitas, grandes y angulosas como las palas que usaba mi abuelo materno para cavar trincheras.
 Al principio escribía sin una finalidad clara, nadie leía mis textos, hasta que conocí a Juan, un loco ocurrente que adora escucharme. Poco después del incidente con Sinsilla vino a verme, ha sido la única visita que he recibido desde que ingresé. Me dijo que el mote al enfermero se lo había puesto porque, aunque es francés, se apellida Sánchez. Me contó que ese apellido, pronunciado en aquel idioma, significa “sin silla” en castellano. Le pone motes a todos y me agradó enseguida, también se interesó mucho por la historia de mi vida y me dijo que el mundo debería conocerla, él me ayudaría a trasmitirla. Así pues, letra a letra, voy cavando mi libertad.
 Desde hace seis meses nos vemos en el patio y le hago llegar los pedazos de papel con estos escritos. Me ha prometido que los transcribirá en el ordenador de la biblioteca y los enviará por Internet a un lugar en dónde hay jueces. ¿Quién iba a decirle a mi familia que algún día, las letras, iban a servirme de algo?Mi nombre es Napoleón Lee. Soy investigador privado y me encuentro recluido en la tercera planta del Parque Sanitario Santa Bárbara. Para avanzar en la resolución de un caso decidí, delante del juez, hacerme pasar por demente y declararme culpable de unos actos que yo no había cometido. Creí que de esta manera daría con el causante de aquellos hechos, que me consta que se encuentra entre estos muros. Pero la fauna que habita esta casa de orates me hizo difícil llevar a cabo cualquier investigación.
 El principal sospechoso capaz de cometer aquellos actos se llama Silencio, es un ruso enorme que se niega a hablar. Si se le pregunta, escribe la respuesta en una libreta. Para hacer avanzar mi investigación una vez le pregunté, astutamente, si le gustaba la agricultura tropical. Con sus dedos peludos escribió: “Vete a la mierda”. Nunca me ha vuelto a escribir nada y por lo tanto me ha sido imposible, en tres años, avanzar en mis pesquisas. Luego, por haber mordido, sin querer, el dedo índice de Sinsilla, se me considera paciente penitenciario peligroso. ¡A mí, que había ingresado voluntariamente! Las palabras escritas por el ruso fueron como un presagio: ahora me tienen en la mierda; privado de mis enseres personales, así como de papel y lápiz; temen que pueda hacerle daño a alguien. A pesar de todo, escribo. Me arreglo con un bolígrafo rojo que robé de la consulta del doctor Tepes ocultándolo en un rincón deshonroso.
 Cuando Juan supo cómo había sacado el boli de la consulta, entre risas, le puso el mote al doctor. Dice que Tepes es el sobrenombre de un príncipe rumano que usaba con sus enemigos turcos la misma técnica que usé yo para  llevarme la estilográfica.
 Por otro lado, los pedazos de papel de váter no son, a mi parecer, un soporte digno, pero necesito que se conozca mi situación y que estas letras lleguen a Leonardo Montsalves, jardinero del pueblo de El Erial. Escribo muy lento, es cierto, pero dispongo de mucho tiempo. Por ello empezaré mi historia desde el principio. Escribir me aleja de este sitio y es una gimnasia mental a la que cada día estoy más enganchado; otra cosa es cómo lo hago. En cuanto a escritor, mis pequeñas oraciones, mis líos ortográficos y mis metáforas pueriles hacen de mí un escritor amateur. Más que un literato, soy un roedor de letras que, gracias a su difunta esposa, tuvo la oportunidad de conocer la palabra escrita, sosteniendo los libros entre sus patitas delanteras; como un ratón.
Mi historia empieza hace cuarenta y dos años. Provengo de una familia mestiza de larga tradición analfabeta, una gran familia orgullosa e iletrada que se ha caracterizado desde siempre por lucir y hacer gala de su necedad, sembrando de actos zafios y exabruptos orgullosos la tierra que ha pisado.
 Fulgencio, quien más adelante sería mi padre, comerciaba con asnos. Con la ayuda de su tío Suplicio prosperó en el negocio y en sus mejores tiempos llegó a tener hasta quince animales en el establo. Burros refinados y exquisitos todos, con los que Fulgencio mantenía fluidas conversaciones. Nunca le hizo falta abrir un libro.

¡Hiaaaa! —exclamaba cuando le decían que, quizás, le hiciese falta un poco de letra.

 Firmaba con una X y sellaba los tratos bramando y relinchando con un estilo propio que se había ido perfeccionando de generación en generación.El origen de aquellos bramidos, junto con el orgullo que tenía de ser tan burro, hay que ir a buscarlos en su padre; el abuelo Tobías, que guardaba, escondidos tras una fisionomía porcina y unos dedos como ganchos, unos genes mandarines de los que el apellido Lee, a parte de una ironía, siempre fue una pista de nuestros orígenes orientales. Aquel hombre vino al mundo en una corraleta de cerdos de la que salió, muy orgulloso por el gran ascenso que la vida le ofrecía, para ir a parar a un establo de mulas. Allí hizo de acemilero para un poderoso señor de Sant Boi de Llobregat quien, primero sorprendido y después encantado de ver que su empleado era tan necio, se ahorraba tener que pagarle un sueldo concreto y le daba aquello que bien le parecía. Aprovechándose del analfabetismo de su empleado, le hacía firmar unas nóminas miserables que mi abuelo, feliz, recibía. Tanto se confió el señorito —un hombre, por cierto, con un apellido muy conocido— que por una de aquellas cosas y sin querer, en lugar de una nómina le hizo firmar la propiedad del establo. El abuelo Tobías, analfabeto pero no idiota, se vio de pronto propietario de una pequeña fortuna a la que le supo sacar rendimiento.
 Suplicio era el hermano mayor y el más listo de la familia.  Fue el único de los tres hermanos Lee a quien no le interesó lo más mínimo la procreación masiva y falleció sin dejar descendencia. Al igual que sus otros dos hermanos, odiaba la palabra escrita y, si bien escribía frases cortas que le permitieron llegar a ser propietario de la pequeña funeraria de El Erial, prefería hacer uso del talento familiar para cavar las fosas de sus vecinos con el dinamismo de una excavadora.
Por parte de Madre la cosa tiene los mismos tintes:
 Su padre, de nombre Topo, fue el tercero de los tres hermanos y abandonó la familia muy pronto para cruzar los Pirineos. Ya en la Primera Gran Guerra lo encontramos excavando trincheras alrededor de la línea Maginot. Su ignorancia y poco criterio le hacían cavar de manera errática, absurda y sin una finalidad clara. A pesar de todo tenía, a parte de la capacidad de tocarse la nariz con la punta de la lengua, una habilidad sorprendente para esquivar los obuses que por aquel entonces llovían por todas partes.
 Una noche, casualmente o no, su túnel fue a salir en medio de un gallinero. El revuelo de las gallinas, alborotadas por tan inusual visita, despertaron al propietario de la explotación avícola quien, después de mirar de arriba abajo al visitante, pareció encantado con lo que veía y le ofreció un plato de sopa y la mano de su hija Bernardette, callosa y dura como la corteza de un algarrobo. Aquella sería mi abuela.
 Acabadas las guerras, la Primera y la Segunda, encontramos a Topo exiliado en una cueva donde una desfondada abuela daba a luz a su dieciseisavo hijo. Fue una niña y más tarde sería mi madre, una mujer dura que, desde bebé, cargó con una enorme pala a la espalda de la que no se separaría nunca.
 Fulgencio y Madre se conocieron por casualidad en una importante feria de ganado.
 Él estaba en tratos con un señor del pueblo vecino, quien dudaba de si comprar o no un asno que había salido un poco esmirriado. Para loar las virtudes de aquel animal oxidado, entre palabras groseras y berreos seductores emitía unos evolucionados relinches que atrajeron la atención de Madre, que se encontraba allí junto a toda su familia. Habían salido de la cueva y cruzado los Pirineos para que Topo diese el pésame a su sobrino Fulgencio, pocos meses después de que un estornudo gigantesco se llevase la vida del viejo Tobías. Aquellos relinches nunca atrajeron moza alguna, salvo a Madre, y fruto de un noviazgo de cinco minutos entre las patas de una mula, nueve meses después nací yo, Napoleón, el primero de lo que iba a ser una larga descendencia. Pero,  quizás a causa de la endogamia, lo hice con una malformación genética: ¡Qué desgracia! ¡Su primer hijo tenía una desmedida afición por la letra escrita! Mucho lloraron mis padres, abuelos y abuela. ¿Cómo podía haber en el linaje de la familia alguien tan interesado en las palabras? «¡Si es que hasta le gustan los libros! —decía a menudo la abuela Bernardette— ¡Los libros, que no sirven ni para hacer un hoyo pequeño!».
 Y Fulgencio relinchaba de pena mientras se dedicaba, con furia reproductora, a engendrar más hijos.
 Con el amor incondicional de unos padres desesperados por el mal camino que los ojos de su primogénito cogían, adoptaron medidas drásticas: me hacían pasar días enteros con las mulas, semanas completas en el gallinero y con regularidad medicinal golpeaban mi cabeza con la fuerza de la ignorancia y con la esperanza de dejarme tonto de un garrotazo.
 Fueron tiempos difíciles para aquel matrimonio de analfabetos. El intento de mantener cualquier tipo de grafía alejada de mí les hacía evitar el contacto con los de su especie. Pero en un mundo superpoblado no es fácil esconderse, y menos si tienes una manada de hijos nacidos bajo las patas de las mulas.
 Un día, mi hermano pequeño caminaba por un cañizal y, casualmente, una caña le traspasó la frente y salió por el occipital. Tras un intenso debate sobre si era necesario que fuesen a curárselo o no, acabaron por considerar que, ya que estaban cerca de un pueblo, no estaría de más que un veterinario le echase un vistazo. Allí conocí a la que sería mi futura mujer: Marieta, una moza bizca, alegre y con los dedos más largos y bellos que jamás he visto.
 Ella había acudido para vacunar a su perro y, al ver a mi hermano, comprendió de inmediato lo que debía hacer. Siempre me ha dicho que se enamoró de aquel chico desnutrido —de mí concretamente, pues allí había un montón de desnutridos—, por la pasión desatada con la que miraba los pósters de comida de perro de aquella consulta. Supongo que fue porque, mientras mis hermanos miraban salivando la fotografía del cartel en donde aparecía un suculento cuenco repleto de croquetas, yo repasaba con mi índice las letras de la marca.
 Marieta ayudó a la veterinaria a convencer a mis padres de que allí no era el lugar idóneo al cual acudir para extraer una caña de la cabeza de un niño y, mientras nos acompañaba a las urgencias del hospital, ya había detectado mi carencia y mi fascinación por la palabra escrita. Así pues, los ocho meses que mi hermano pequeño estuvo ingresado, con Fulgencio y Madre distraídos y sobrepasados por los acontecimientos, empezó, a escondidas, a enseñarme a leer.
 Con paciencia Marieta guió mis progresos hasta que un día empecé a leer un texto solo. Fueron las palabras escritas en el acta de defunción de mi hermano pequeño que, tras recuperarse de la herida causada por la caña, se había atragantado con el hueso de una aceituna que le sirvieron en última cena en el hospital.
 ¡Qué desgracia! Sabía leer solo, sí, pero me había quedado sin hermano pequeño. Por suerte, fue por poco tiempo pues seis días más tarde Fulgencio y Madre ya me habían proporcionado otro.Le enterramos en un cementerio para mascotas inglesas porque no era más grande que un perro pequinés, eso, a pesar de la oposición de Marieta, que decía que allí no era lugar adecuado para aquel propósito. Pasamos el luto acampados al lado de la tapia del cementerio. Durante este tiempo, Marieta solía visitarnos a menudo. Estaba loca por mí y yo por ella, de modo que seguimos con nuestro romance. Finalmente, aunque Fulgencio y Madre desaprobaban explícitamente nuestra unión por razones literarias, Marieta y yo nos casamos.
 Fue una celebración muy triste. Sin invitación, y a causa de un giro imprevisto mientras bailaban, La Muerte se llevó a Marieta de un golpetazo con la pala que Madre lleva a la espalda. El accidente seccionó su carótida y sus largos dedos, interrumpió la canción de “Los pajaritos” y tiñó de silencio la fiesta.Marieta falleció mirándome, tiernamente, con sus ojos bizcos. Fue un duro revés, y una inspiración: me quedé viudo pero, por haber hallado a la pala culpable de aquel asesinato con tanta celeridad, mi aletargada vocación de detective se despertó en mí; brotando, como la semilla de un gigantesco baobab.Al día siguiente, con la decisión de un tornado incontrolado y la ayuda de la mula más rápida de Fulgencio, me planté en El Erial. Tío abuelo Suplicio me ayudó con las exequias de Marieta y, atraído por su habilidad con las pequeñas frases funerarias, decidí quedarme a vivir con él. De día le ayudaba a cavar fosas y por las noches investigaba. Finalmente y poco a poco desatendí la funeraria para dedicarme a la labor detectivesca.He de parar aquí mi relato ¡Catástrofe!
Esta tarde, en el patio, Juan me ha comunicado que la semana pasada y por error usó los dos últimos pedazos de papel en los que detallaba los detalles de mi formación como investigador privado y cómo llegué hasta Silencio. No tiene sentido seguir escribiendo como llegué aquí sin esas dos partes fundamentales de mi relato. A raíz de ello he reflexionado y voy a centrarme en el caso concreto, pues, temo que vuelva a suceder. Además, cuanto antes lo haga antes llegará a los ojos de un juez, quien podrá muy pronto comprobar la magnitud de la injusticia cometida.El contratiempo nos lleva al 2012. En la pequeña localidad de El Erial, fueron apareciendo, a primera hora de la mañana y durante tres días seguidos, una serie de dedos plantados en los jardines cercanos al Ayuntamiento. Aparecieron sembrados con cuidado, todos con la uña hacia arriba y a una distancia exacta de veinte centímetros el uno del otro. Sin duda el autor actuaba de madrugada y aprovechando que los tranquilos aldeanos dormían. Todos ellos eran el índice y correspondían a personas de raza blanca y avanzada edad. El caso salió en prensa, quizás lo recuerde. La policía no tenía ninguna pista. No había denuncias previas, por lo que desde el primer momento se descartó que pertenecieran a vecinos del pueblo. Con casi total seguridad habían sido amputados en otros sitios, congelados y llevados a El Erial.
El principal sospechoso fue enseguida el propietario del invernadero municipal que se encargaba del mantenimiento de aquellos jardines: Leonardo Montsalves, que los días de autos estuvo desaparecido. La policía tenía razones para sospechar, pues el sujeto proviene de una tribu amazónica que realiza secretos rituales y además cocina unas cocas de maíz deliciosas en demasía a las que llama arepas. 
El culpable fue procesado, pero en el juicio que tuvo lugar fue absuelto por falta de pruebas. Ya no volvieron a aparecer más dedos así que, aquellos que habían quedado en custodia dentro de la nevera del juez de paz, fueron solemnemente enterrados.
Entonces, para limpiar su imagen y la de su negocio, Leonardo se puso en contacto conmigo. Solía encontrarme a menudo escondido entre las petunias, justo debajo de la alcoba de la esposa del alcalde, desde donde vigilaba las idas y venidas de los vecinos del pueblo de quienes sospecho que eran los causantes de que aquella dama amaneciese siempre con la cara sonrosada. Además, su llamada me puso muy contento pues con aquel gesto entendí enseguida que quería limar asperezas y hacer las paces en nuestra maltrecha relación. El motivo de nuestro desencuentro era que me acusaba de haber robado un ramo de cantutas, robo del cual yo no era responsable. Las cantutas son unas flores tubulares y alargadas como un racimo de dedos, eran las flores sagradas de los incas y tenían una gran importancia para él pues, con vistas al fin del mundo que se esperaba para el 2012, las estaba guardando para un ritual en homenaje al astro Sol. El caso es que, para demostrar mi buena predisposición en hacer las paces, acepté enseguida hacer el trabajo, por el que me pagó la mitad al principio y al acabar la investigación recibiría el resto. 
De eso hace muchos años. Después del fracaso con el ruso he tratado de ponerme en contacto con Leonardo. Al principio lo negó todo, ¡hasta declaró no conocerme! Dijo que solo sabía que yo trabajaba en la funeraria de El Erial y, para mi sorpresa, mencionó el robo de las cantutas.

—La Funeraria Lee fue de mi tío abuelo Suplicio, que en paz descanse. ¡Yo soy detective privado!

Mi extremada sinceridad no impresionó al juez, quien decretó que, no solo era culpable del robo, sino que también era más que sospechoso de la extraña plantación digital.
El régimen de mi reclusión se recrudeció hace seis meses cuando, desesperado, solicité hablar con el doctor Tepes para solicitar que revisase mi caso. Cuando me reafirmé en mi inocencia del robo de cantutas, quizás de manera vehemente, quizás amenazante, hizo llamar al malvado Sinsilla para que me administrase un calmante. Ya sabe usted lo que le hice sin querer y este que por el color sonrosado de sus mejillas tengo la certeza de que se acuesta con el doctor Tepes, chillando que casi le había arrancado el índice, solicitó que, por favor, recrudecieran mi internamiento.
Son casi las seis. Hoy daré este último pedazo de papel a Juan. Dejo pues mi vida en sus manos. Por favor, hagan circular este grito de auxilio, necesito que Leonardo Montsalves reconozca que alquiló mis servicios. No aguantaré mucho tiempo aquí sin volverme loco. 

Querido lector, buenos días, soy Juan. Tal y como me ha solicitado Napoleón a quien yo llamo Vaterloo por su nombre y la desquiciada manera que ha encontrado de pasarme sus textos— con gran dificultad y por ser la letra ilegible, los transcribo. Por ser licenciado, fui designado por los internos para descubrir el secreto de tan extraño personaje ¡Por el amor de Dios! Esperamos que el tal  Leonardo exista y le saquen pronto de aquí pues tememos por nuestros dedos, a los que mira hechizado.



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Texto bajo licencia Safe Creative

1 comentari:

Qui és Lymus

¿Quién soy?

 Napoleón es un cuento. Según como se mi re , un cuento pue de ser la vida de cualquier ser humano. Solo hay q ue  querer con tarla . ...