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Vuelvo a caer en las redes de Ambroce Bierce. Ya comenté en su momento que el autor cautivó mi atención, situándolo al mismo nivel que Poe o Lovecraft. Por ello no puedo dejar de leer sus relatos, atraído por su aspecto macabro. Pero en
Al otro lado de la pared, escrito en 1893. me ha sorprendido por ser la historia de un amor platónico —lo cual se acerca a alguno de mis intereses pueriles como una brasa a un papel— además, el sarcasmo y las ideas románticas llevadas el extremo del gòtico del S XVIII se entremezclan en un cuento que encajaría perfectamente en el romanticismo oscuro.
Cito:
«Además, como soy un romántico incorregible, encontraba un encanto exquisito en una relación impersonal y espiritual que el conocimiento podría convertir en vulgar, y el matrimonio con toda seguridad disiparía. »
»Una tarde, el diablo me hizo ver que era un idiota redomado
Al otro lado de la pared
(1842 - 1914)
Hace
muchos años, cuando iba de Hong Kong a Nueva York pasé una semana en San
Francisco. Hacía mucho tiempo que no había estado en esa ciudad y durante todo
aquel periodo mis negocios en Oriente habían prosperado más de lo que esperaba.
Como era rico, podía permitirme volver a mi país para restablecer la amistad
con los compañeros de juventud que aún vivían y me recordaban con afecto. El
más importante para mí era Mohum Dampier, un antiguo amigo del colegio con
quien había mantenido correspondencia irregular hasta que dejamos de
escribirnos, cosa muy normal entre hombres. Es fácil darse cuenta de que la
escasa disposición a redactar una sencilla carta de tono social está en razón
del cuadrado de la distancia entre el destinatario y el remitente. Se trata,
simple y llanamente, de una ley.
Recordaba
a Dampier como un compañero, fuerte y bien parecido, con gustos semejantes a
los míos, que odiaba trabajar y mostraba una señalada indiferencia hacia muchas
de las cuestiones que suelen preocupar a la gente; entre ellas la riqueza, de
la que, sin embargo, disponía por herencia en cantidad suficiente como para no
echar nada en falta. En su familia, una de las más aristocráticas y conocidas
del país, se consideraba un orgullo que ninguno de sus miembros se hubiera
dedicado al comercio o a la política, o hubiera recibido distinción alguna.
Mohum era un poco sentimental y su carácter supersticioso lo hacía inclinarse
al estudio de temas relacionados con el ocultismo. Afortunadamente gozaba de
una buena salud mental que lo protegía contra creencias extravagantes y
peligrosas. Sus incursiones en el campo de lo sobrenatural se mantenían dentro
de la región conocida y considerada como certeza.
La
noche que lo visité había tormenta. El invierno californiano estaba en su
apogeo: una lluvia incesante regaba las calles desiertas y, al ser empujada por
irregulares ráfagas de viento, se precipitaba contra las casas con una fuerza
increíble. El cochero encontró el lugar, una zona residencial escasamente
poblada cerca de la playa, con dificultad. La casa, bastante fea, se elevaba en
el centro de un terreno en el que, según pude distinguir en la oscuridad, no
había ni flores ni hierba. Tres o cuatro árboles, que se combaban y crujían a
causa del temporal, parecían intentar huir de su tétrico entorno en busca de
mejor fortuna, lejos, en el mar. La vivienda era una estructura de dos pisos,
hecha de ladrillo, que tenía una torre en una esquina, un piso más arriba. Era
la única zona iluminada. La apariencia del lugar me produjo cierto
estremecimiento, sensación que se vio aumentada por el chorro de agua que
sentía caer por la espalda mientras corría a buscar refugio en el portal.
Dampier,
en respuesta a mi misiva informándole de mi deseo de visitarlo, había
contestado: «No llames, abre la puerta y sube.» Así lo hice. La escalera estaba
pobremente iluminada por una luz de gas que había al final del segundo tramo.
Conseguí llegar al descansillo sin destrozar nada y atravesé una puerta que
daba a la iluminada estancia cuadrada de la torre. Dampier, en bata y
zapatillas, se acercó, tal y como yo esperaba, a saludarme, y aunque en un
principio pensé que me podría haber recibido más adecuadamente en el vestíbulo,
después de verlo, la idea de su posible inhospitalidad desapareció.
No
parecía el mismo. A pesar de ser de mediana edad, tenía canas y andaba bastante
encorvado. Lo encontré muy delgado; sus facciones eran angulosas, y su piel,
arrugada y pálida como la muerte, no tenía un solo toque de color. Sus ojos, excepcionalmente
grandes, centelleaban de un modo misterioso.
Me
invitó a sentarme y, tras ofrecerme un cigarro, manifestó con sinceridad obvia
y solemne que estaba encantado de verme. Después tuvimos una conversación
trivial durante la cual me sentí dominado por una profunda tristeza al ver el
gran cambio que había sufrido. Debió captar mis sentimientos porque
inmediatamente dijo, con una gran sonrisa:
-Te he
desilusionado: non sum qualis eram.
Aunque
no sabía qué decir, al final señalé:
-No,
que va, bueno, no sé: tu latín sigue igual que siempre.
Sonrió
de nuevo.
-No
-dijo-, al ser una lengua muerta, esta particularidad va aumentando. Pero, por
favor, ten paciencia y espera: existe un lenguaje mejor en el lugar al que me
dirijo. ¿Tendrías algún inconveniente en recibir un mensaje en dicha lengua?
Mientras
hablaba su sonrisa iba desapareciendo, y cuando terminó, me miró a los ojos con
una seriedad que me produjo angustia. Sin embargo no estaba dispuesto a dejarme
llevar por su actitud ni a permitirle que descubriera lo profundamente afectado
que me encontraba por su presagio de muerte.
-Supongo
que pasará mucho tiempo antes de que el lenguaje humano deje de sernos útil
-observé-, y para entonces su necesidad y utilidad habrán desaparecido.
-observé-, y para entonces su necesidad y utilidad habrán desaparecido.
Mi
amigo no dijo nada y, como la conversación había tomado un giro desalentador y
no sabía qué decir para darle un tono más agradable, también yo permanecí en
silencio. De repente, en un momento en que la tormenta amainó y el silencio
mortal contrastaba de un modo sobrecogedor con el estruendo anterior, oí un
suave golpeteo que provenía del muro que tenía a mis espaldas. El sonido
parecía haber sido producido por una mano, pero no como cuando se llama a una
puerta para poder entrar, sino más bien como una señal acordada, como una
prueba de la presencia de alguien en una habitación contigua; creo que la
mayoría de nosotros ha tenido más experiencias de este tipo de comunicación de
las que nos gustaría contar. Miré a Dampier. Si había algo divertido en mi
mirada no debió captarlo. Parecía haberme olvidado y observaba la pared con una
expresión que no soy capaz de definir, aunque la recuerdo como si la estuviera
viendo. La situación era desconcertante. Me levanté con intención de marcharme;
entonces reaccionó.
-Por
favor, vuelve a sentarte -dijo-, no ocurre nada, no hay nadie ahí.
El
golpeteo se repitió con la misma insistencia lenta y suave que la primera vez.
-Lo
siento -dije-, es tarde. ¿Quieres que vuelva mañana?
Volvió
a sonreír, esta vez un poco mecánicamente.
-Es muy
gentil de tu parte, pero completamente innecesario. Te aseguro que ésta es la
única habitación de la torre y no hay nadie ahí. Al menos…
Dejó la
frase sin terminar, se levantó y abrió una ventana, única abertura que había en
la pared de la que provenía el ruido.
-Mira.
Sin
saber qué otra cosa podía hacer, lo seguí hasta la ventana y me asomé. La luz
de una farola cercana permitía ver claramente, a través de la oscura cortina de
agua que volvía a caer a raudales, que «no había nadie». Ciertamente, no había
otra cosa que la pared totalmente desnuda de la torre.
Dampier
cerró la ventana, señaló mi asiento y volvió a tomar posesión del suyo.
El
incidente no resultaba en sí especialmente misterioso; había una docena de
explicaciones posibles (ninguna de las cuales se me ha ocurrido todavía). Sin
embargo me impresionó vivamente el hecho de que mi amigo se esforzara por
tranquilizarme, pues ello daba al suceso una cierta importancia y
significación. Había demostrado que no había nadie, pero precisamente eso era
lo interesante. Y no lo había explicado todavía. Su silencio resultaba
irritante y ofensivo.
-Querido
amigo -dije, me temo que con cierta ironía-, no estoy dispuesto a poner en
cuestión tu derecho a hospedar a todos los espectros que desees de acuerdo con
tus ideas de compañerismo; no es de mi incumbencia. Pero como sólo soy un
simple hombre de negocios, fundamentalmente terrenales, no tengo necesidad
alguna de espectros para sentirme cómodo y tranquilo. Por ello, me marcho a mi
hotel, donde los huéspedes aún son de carne y hueso.
No fue
una alocución muy cortés, lo sé, pero mi amigo no manifestó ninguna reacción
especial hacia ella.
-Te
ruego que no te vayas -observó-. Agradezco mucho tu presencia. Admito haber
escuchado un par de veces con anterioridad lo que tú acabas de oír esta noche.
Ahora sé que no eran ilusiones mías y esto es verdaderamente importante para
mí; más de lo que te imaginas. Enciende un buen cigarro y ármate de paciencia
mientras te cuento toda la historia.
La
lluvia volvía a arreciar, produciendo un rumor monótono, que era interrumpido
de vez en cuando por el repentino azote de las ramas agitadas por el viento.
Era bastante tarde, pero la compasión y la curiosidad me hicieron seguir con
atención el monólogo de Dampier, a quien no interrumpí ni una sola vez desde
que empezó a hablar.
-Hace
diez años -comenzó-, estuve viviendo en un apartamento, en la planta baja de
una de las casas adosadas que hay al otro lado de la ciudad, en Rincón Hill.
Esa zona había sido una de las mejores de San Francisco, pero había caído en
desgracia, en parte por el carácter primitivo de su arquitectura, no apropiada
para el gusto de nuestros ricos ciudadanos, y en parte porque ciertas mejoras públicas
la habían afeado. La hilera de casas, en una de las cuales yo habitaba, estaba
un poco apartada de la calle; cada vivienda tenía un diminuto jardín, separado
del de los vecinos por unas cercas de hierro y dividido con precisión
matemática por un paseo de gravilla bordeado de bojes, que iba desde la verja a
la puerta.
»Una
mañana, cuando salía, vi a una chica joven entrar en el jardín de la casa
izquierda. Era un caluroso día de junio y llevaba un ligero vestido blanco. Un
ancho sombrero de paja decorado al estilo de la época, con flores y cintas,
colgaba de sus hombros. Mi atención no estuvo mucho tiempo centrada en la
exquisita sencillez de sus ropas, pues resultaba imposible mirarla a la cara
sin advertir algo sobrenatural. Pero no, no temas; no voy a deslucir su imagen
describiéndola. Era sumamente bella. Toda la hermosura que yo había visto o
soñado con anterioridad encontraba su expresión en aquella inigualable imagen
viviente, creada por la mano del Artista Divino. Me impresionó tan profundamente
que, sin pensar en lo impropio del acto, descubrí mi cabeza, igual que haría un
católico devoto o un protestante de buena familia ante la imagen de la Virgen.
A la doncella no parecía disgustarle mi gesto; me dedicó una mirada con sus
gloriosos ojos oscuros que me dejó sin aliento, y, sin más, entró en la casa.
Permanecí inmóvil por un momento, con el sombrero en la mano, consciente de mi
rudeza y tan dominado por la emoción que la visión de aquella belleza
incomparable me inspiraba, que mi penitencia resultó menos dolorosa de lo que
debería haber sido. Entonces reanudé mi camino, pero dejé el corazón en aquel
lugar. Cualquier otro día habría permanecido fuera de casa hasta la caída de la
noche, pero aquél, a eso de la media tarde, ya estaba de vuelta en el jardín,
interesado por aquellas pocas flores sin importancia que nunca antes me había
detenido a observar. Mi espera fue en vano; la chica no apareció.
»A
aquella noche de inquietud le siguió un día de expectación y desilusión. Pero
al día siguiente, mientras caminaba por el barrio sin rumbo, me la encontré.
Desde luego no volví a hacer la tontería de descubrirme; ni siquiera me atreví
a dedicarle una mirada demasiado larga para expresar mi interés. Sin embargo mi
corazón latía aceleradamente. Tenía temblores y, cuando me dedicó con sus
grandes ojos negros una mirada de evidente reconocimiento, totalmente
desprovista de descaro o coquetería, me sonrojé.
»No te
cansaré con más detalles; sólo añadiré que volví a encontrármela muchas veces,
aunque nunca le dirigí la palabra ni intenté llamar su atención. Tampoco hice
nada por conocerla. Tal vez mi autocontrol, que requería un sacrificio tan
abnegado, no resulte claramente comprensible. Es cierto que estaba locamente
enamorado, pero, ¿cómo puede uno cambiar su forma de pensar o transformar el
propio carácter?
»Yo era
lo que algunos estúpidos llaman, y otros más tontos aún gustan ser llamados, un
aristócrata; y, a pesar de su belleza, de sus encantos y elegancia, aquella
chica no pertenecía a mi clase. Me enteré de su nombre (no tiene sentido
citarlo aquí) y supe algo acerca de su familia. Era huérfana y vivía en la casa
de huéspedes de su tía, una gruesa señora de edad, inaguantable, de la que
dependía. Mis ingresos eran escasos y no tenía talento suficiente como para
casarme; debe de ser una cualidad que nunca he tenido. La unión con aquella
familia habría significado llevar su forma de vida, alejarme de mis libros y
estudios y, en el aspecto social, descender al nivel de la gente de la calle.
Sé que este tipo de consideraciones son fácilmente censurables y no me
encuentro preparado para defenderlas. Acepto que se me juzgue, pero, en
estricta justicia, todos mis antepasados, a lo largo de generaciones, deberían
ser mis codefensores y debería permitírseme invocar como atenuante el mandato
imperioso de la sangre. Cada glóbulo de ella está en contra de un enlace de
este tipo. En resumen, mis gustos, costumbres, instinto e incluso la sensatez
que pueda quedarme después de haberme enamorado, se vuelven contra él. Además, como soy un romántico incorregible,
encontraba un encanto exquisito en una relación impersonal y espiritual que el conocimiento podría convertir en
vulgar, y el matrimonio con toda seguridad disiparía. Ninguna criatura,
argüía yo, podría ser más encantadora que esta mujer. El amor es un sueño
delicioso; entonces, ¿por qué razón iba yo a procurar mi propio despertar?
»El
comportamiento que se deducía de toda esta apreciación y parecer era obvio. Mi
honor, orgullo y prudencia, así como la conservación de mis ideales me
ordenaban huir, pero me sentía demasiado débil para ello. Lo más que podía
hacer -y con gran esfuerzo- era dejar de ver a la chica, y eso fue lo que hice.
Evité incluso los encuentros fortuitos en el jardín. Abandonaba la casa sólo
cuando sabía que ella ya se había marchado a sus clases de música, y volvía
después de la caída de la noche. Sin embargo era como si estuviera en trance;
daba rienda suelta a las imaginaciones más fascinantes y toda mi vida
intelectual estaba relacionada con ellas. ¡Ah, querido amigo! Tus acciones
tienen una relación tan clara con la razón que no puedes imaginarte el paraíso
de locura en el que viví.
»Una tarde, el diablo me hizo ver que era un
idiota redomado. A través de una conversación desordenada, y sin buscarlo,
me enteré por la cotilla de mi casera que la habitación de la joven estaba al
lado de la mía, separada por una pared medianera. Llevado por un impulso torpe
y repentino, di unos golpecitos suaves en la pared. Evidentemente, no hubo
respuesta, pero no tuve humor suficiente para aceptar un rechazo. Perdí la
cordura y repetí esa tontería, esa infracción, que de nuevo resultó inútil, por
lo que tuve el decoro de desistir.
»Una
hora más tarde, mientras estaba concentrado en algunos de mis estudios sobre el
infierno, oí, o al menos creí oír, que alguien contestaba mi llamada. Dejé caer
los libros y de un salto me acerqué a la pared donde, con toda la firmeza que
mi corazón me permitía, di tres golpes. La respuesta fue clara y contundente:
uno, dos, tres, una exacta repetición de mis toques. Eso fue todo lo que pude
conseguir, pero fue suficiente; demasiado, diría yo.
»Aquella
locura continuó a la tarde siguiente, y en adelante durante muchas tardes, y
siempre era yo quien tenía la última palabra. Durante todo aquel tiempo me
sentí completamente feliz, pero, con la terquedad que me caracteriza, me
mantuve en la decisión de no ver a la chica. Un día, tal y como era de esperar,
sus contestaciones cesaron. «Está enfadada -me dije- porque cree que soy tímido
y no me atrevo a llegar más lejos»; entonces decidí buscarla y conocerla y…
Bueno, ni supe entonces ni sé ahora lo que podría haber resultado de todo
aquello. Sólo sé que pasé días intentando encontrarme con ella, pero todo fue
en vano. Resultaba imposible verla u oírla. Recorrí infructuosamente las calles
en las que antes nos habíamos cruzado; vigilé el jardín de su casa desde mi
ventana, pero no la vi entrar ni salir. Profundamente abatido, pensé que se
había marchado; pero no intenté aclarar mi duda preguntándole a la casera, a la
que tenía una tremenda ojeriza desde que me habló de la chica con menos respeto
del que yo consideraba apropiado.
»Y
llegó la noche fatídica. Rendido por la emoción, la indecisión y el desaliento,
me acosté temprano y conseguí conciliar un poco el sueño. A media noche hubo
algo, un poder maligno empeñado en acabar con mi paz para siempre, que me
despertó y me hizo incorporarme para prestar atención a no sé muy bien qué. Me
pareció oír unos ligeros golpes en la pared: el fantasma de una señal conocida.
Un momento después se repitieron: uno, dos, tres, con la misma intensidad que
la primera vez, pero ahora un sentido alerta y en tensión los recibía. Estaba a
punto de contestar cuando el Enemigo de la Paz intervino de nuevo en mis asuntos
con una pícara sugerencia de venganza. Como ella me había ignorado cruelmente
durante mucho tiempo, yo le pagaría con la misma moneda. ¡Qué tontería! ¡Que
Dios sepa perdonármela! Durante el resto de la noche permanecí despierto,
escuchando y reforzando mi obstinación con cínicas justificaciones.
»A la
mañana siguiente, tarde, al salir de casa me encontré con la casera, que
entraba:
»-Buenos
días, señor Dampier -dijo-; ¿se ha enterado usted de lo que ha pasado?
Le dije
que no, de palabra, pero le di a entender con el gesto que me daba igual lo que
fuera. No debió captarlo porque continuó:
-A la
chica enferma de al lado. ¿Cómo? ¿No ha oído nada? Llevaba semanas enferma y
ahora…
Casi
salto sobre ella.
»-Y
ahora… -grité-, y ahora ¿qué?
»-Está
muerta.
»Pero
aún hay algo más. A mitad de la noche, según supe más tarde, la chica se había
despertado de un largo estupor, tras una semana de delirio, y había pedido
-éste fue su último deseo- que llevaran su cama al extremo opuesto de la
habitación. Los que la cuidaban consideraron la petición un desvarío más de su
delirio, pero accedieron a ella. Y en ese lugar aquella pobre alma agonizante
había realizado la débil aspiración de intentar restaurar una comunicación
rota, un dorado hilo de sentimiento entre su inocencia y mi vil monstruosidad,
que se empeñaba en profesar una lealtad brutal y ciega a la ley del Ego.
»¿Cómo
podía reparar mi error? ¿Se pueden decir misas por el descanso de almas que, en
noches como ésta, están lejos, «por espíritus que son llevados de acá para allá
por vientos caprichosos», y que aparecen en la tormenta y la oscuridad con
signos y presagios que sugieren recuerdos y augurios de condenación?
»Esta
ha sido su tercera visita. La primera vez fui escéptico y verifiqué por métodos
naturales el carácter del incidente; la segunda, respondí a los golpes, varias
veces repetidos, pero sin resultado alguno. Esta noche se completa la «tríada
fatal» de la que habla Parapelius
Necromantius. Es todo lo que puedo decir.»
Cuando
hubo terminado su relato no encontré nada importante que decir, y preguntar
habría sido una impertinencia terrible. Me levanté y le di las buenas noches de
tal forma que pudiera captar la compasión que sentía por él; en señal de
agradecimiento me dio un silencioso apretón de manos. Aquella noche, en la
soledad de su tristeza y remordimiento, entró en el reino de lo Desconocido.
FIN