dijous, 12 de desembre del 2019

EL gnomo - Gustavo Adolfo Béquer




 

 

El gnomo

Gustavo Adolfo Bécquer

I
Las muchachas del lugar volvían de la fuente con sus cántaros en la cabeza, volvían cantando y riendo con un ruido y una algazara que sólo pudieran compararse a la alegre algarabía de una banda de golondrinas cuando revolotean espesas como el granizo alrededor de la veleta de un campanario.
En el pórtico de la iglesia, y sentado al pie de un enebro, estaba el tío Gregorio. El tío Gregorio era el más viejecito del lugar: tenía cerca de noventa navidades, el pelo blanco, la boca de risa, los ojos alegres y las manos temblonas. De niño fue pastor, de joven soldado; después cultivó una pequeña heredad, patrimonio de sus padres, hasta que, por último, le faltaron las fuerzas y se sentó tranquilo a esperar la muerte, que ni temía ni deseaba. Nadie contaba un chascarrillo con más gracia que él, ni sabía historias más estupendas, ni traía a cuento tan oportunamente un refrán, una sentencia o un adagio.
Las muchachas, al verle, apresuraron el paso con ánimo de irle a hablar, y cuando estuvieron en el pórtico, todas comenzaron a suplicarle que les contase una historia con que entretener el tiempo que aún faltaba para hacerse de noche, que no era mucho, pues el sol poniente hería de soslayo la tierra, y las sombras de los montes se dilataban por momentos a lo largo de la llanura.
El tío Gregorio escuchó sonriendo la petición de las muchachas, las cuales, una vez obtenida la promesa de que les refería alguna cosa, dejaron los cántaros en el suelo, y sentándose a su alrededor formaron un corro, en cuyo centro quedó el viejecito, que comenzó a hablarles de esta manera:
-No os contaré una historia, porque, aunque recuerdo algunas en este momento, atañen a cosas tan graves, que ni vosotras, que sois unas locuelas, me prestaríais atención para escucharlas, ni a mí, por lo avanzado de la tarde, me quedaría espacio para referirlas. Os daré en su lugar un consejo.
- ¡Un consejo! -exclamaron las muchachas con aire visible de mal humor-. ¡Bah!, no es para oír consejos para lo que nos hemos detenido; cuando nos hagan falta ya nos los dará el señor cura.
-Es -prosiguió el anciano con su habitual sonrisa y su voz cascada y temblona- que el señor cura acaso no sabría dárosle en esta ocasión tan oportuna como os lo puede dar el tío Gregorio; porque él, ocupado en sus rezos y letanías, no habrá echado, como yo, de ver que cada día vais por agua a la fuente más temprano y volvéis más tarde.
Las muchachas se miraron entre sí con una imperceptible sonrisa de burla: no faltando algunas de las que estaban colocadas a sus espaldas que se tocasen la frente con el dedo, acompañando su acción con un gesto significativo.
- ¿Y qué mal encontráis en que nos detengamos en la fuente charlando un rato con las amigas y vecinas?… -dijo una de ellas-. ¿Andan acaso chismes en el lugar porque los mozos salen al camino a echarnos flores o vienen a brindarse para traer nuestros cántaros hasta la entrada del pueblo?
-De todo hay -contestó el viejo a la moza que le había dirigido la palabra en nombre de sus compañeras-. Las viejas del lugar murmuran de que hoy vayan las muchachas a loquear y entretenerse a un sitio al cual ellas llegaban de prisa y temblando a tomar el agua, pues sólo de allí puede traerse; y yo encuentro mal que perdáis poco a poco el temor que a todos inspira el sitio donde se halla la fuente, porque podría acontecer que alguna vez os sorprendiese en él la noche.
El tío Gregorio pronunció estas últimas palabras con un tono tan lleno de misterio, que las muchachas abrieron los ojos espantadas para mirarle, y con mezcla de curiosidad y burla tornaron a insistir:
-¡La noche! ¿Pues qué pasa de noche en ese sitio, que tales aspavientos hacéis y con tan temerosas y oscuras palabras nos habláis de lo que allí podría acontecernos? ¿Se nos comerán acaso los lobos?
-Cuando el Moncayo se cubre de nieve, los lobos, arrojados de sus guaridas, bajan en rebaños por su falda, y más de una vez los hemos oído aullar en horroroso concierto, no sólo en los alrededores de la fuente, sino en las mismas calles del lugar; pero no son los lobos los huéspedes más terribles del Moncayo: en sus profundas simas, en sus cumbres solitarias y ásperas, en su hueco seno, viven unos espíritus diabólicos que durante la noche bajan por sus vertientes como un enjambre, y pueblan el vacío, y hormiguean en la llanura, y saltan de roca en roca, juegan entre las aguas o se mecen en las desnudas ramas de los árboles. Ellos son los que aúllan en las grietas de las peñas; ellos los que forman y empujan esas inmensas bolas de nieve que bajan rodando desde los altos picos y arrollan y aplastan cuanto encuentran a su paso; ellos los que llaman con el granizo a nuestros cristales en las noches de lluvia y corren como llamas azules y ligeras sobre el haz de los pantanos. Entre estos espíritus que, arrojados de las llanuras por las bendiciones y los exorcismos de la Iglesia, han ido a refugiarse a las crestas inaccesibles de las montañas, los hay de diferente naturaleza y que al parecer a nuestros ojos se revisten de formas variadas. Los más peligrosos, sin embargo, los que se insinúan con dulces palabras en el corazón de las jóvenes y las deslumbran con promesas magníficas, son los gnomos. Los gnomos viven en las entrañas de los montes; conocen sus caminos subterráneos, y, eternos guardadores de los tesoros que encierran, velan día y noche junto a los veneros de los metales y las piedras preciosas. ¿Veis? -prosiguió el viejo señalando con el palo que le servía de apoyo la cumbre del Moncayo, que se levantaba a su derecha, destacándose oscuro y gigantesco sobre el cielo violado y brumoso del crepúsculo-, ¿veis esa inmensa mole coronada aún de nieve?, pues en su seno tienen sus moradas esos diabólicos espíritus. El palacio que habitan es horroroso y magnífico a la vez.
Hace muchos años que un pastor, siguiendo a una res extraviada, penetró por la boca de una de esas cuevas, cuyas entradas cubren espesos matorrales y cuyo fin no ha visto ninguno. Cuando volvió al lugar, estaba pálido como la muerte; había sorprendido el secreto de los gnomos; había respirado su envenenada atmósfera, y pagó su atrevimiento con la vida; pero antes de morir refirió cosas estupendas. Andando por aquella caverna adelante, había encontrado al fin unas galerías subterráneas e inmensas, alumbradas con un resplandor dudoso y fantástico, producido, por la fosforescencia de las rocas, semejantes allí a grandes pedazos de cristal cuajado de en mil formas caprichosas y extrañas. El suelo, la bóveda y las paredes de aquellos extensos salones, obra de la Naturaleza, parecían jaspeados como los mármoles más ricos; pero las vetas que los cruzaban eran de oro y plata, y entre aquellas vetas brillantes se veían como incrustadas multitud de piedras preciosas de todos los colores y tamaños. Allí había jacintos y esmeraldas en montón, y diamantes, y rubíes, y zafiros, y qué sé yo, otras muchas piedras desconocidas que él no supo nombrar; pero tan grandes y tan hermosas, que sus ojos se deslumbraron al contemplarlas. Ningún ruido exterior llegaba al fondo de la fantástica caverna; sólo se percibían a intervalos unos gemidos largos y lastimosos del aire que discurría por aquel laberinto encantado, un rumor confuso de fuego subterráneo que hervía comprimido, y murmullos de aguas corrientes que pasaban sin saberse por dónde.
El pastor, sólo y perdido en aquella inmensidad, anduvo no sé cuantas horas sin hallar la salida, hasta que por último tropezó con el nacimiento del manantial cuyo murmullo había oído. Éste brotaba del suelo como una fuente maravillosa, con un salto de agua coronado de espuma, que caía firmando una vistosa cascada y produciendo un murmullo sonoro al alejarse resbalando por entre las quebraduras de las peñas. A su alrededor crecían unas plantas nunca vistas, con hojas anchas y gruesas las unas, delgadas y largas como cintas flotantes las otras. Medio escondidos entre aquella húmeda frondosidad discurrían unos seres extraños, en parte hombres, en parte reptiles, o ambas cosas a la vez, pues transformándose continuamente, ora parecían criaturas humanas, deformes y pequeñuelas, ora salamandras luminosas o llamas fugaces que danzaban en círculos sobre la cúspide del surtidor. Allí, agitándose en todas direcciones, corriendo por el suelo en forma de enanos repugnantes y contrahechos, encaramándose en las paredes, babeando y retorciéndose en figura de reptiles, o bailando con apariencia de fuegos fatuos sobre el haz del agua, andaban los gnomos, señores de aquellos lugares, cantando y removiendo sus fabulosas riquezas. Ellos saben dónde guardan los avaros esos tesoros que en vano buscan después los herederos; ellos conocen el lugar donde los moros, antes de huir, ocultaron sus joyas; y las alhajas que se pierden, las monedas que se extravían, todo lo que tiene algún valor y desaparece, ellos son los que lo buscan, lo encuentran y lo roban, para esconderlo en sus guaridas, porque ellos saben andar todo el mundo por debajo de la tierra y por caminos secretos e ignorados. Allí tenían, pues, hacinados en montón toda clase de objetos raros y preciosos. Había joyas de un valor inestimable, collares y gargantillas de perlas y piedras finas; ánforas de oro, de forma antiquísima, llenas de rubíes; copas cinceladas, armas ricas, monedas con bustos y leyendas imposibles de conocer o descifrar; tesoros, en fin, tan fabulosos e inmensos, que la imaginación apenas puede concebirlos. Y todo brillaba a la vez lanzando unas chispas de colores y unos reflejos tan vivos, que parecía como que todo estaba ardiendo y se movía y temblaba. Al menos, el pastor refirió que así le había parecido.
Al llegar aquí el anciano se detuvo un momento: las muchachas, que comenzaron por oír la relación del tío Gregorio con una sonrisa de burla, guardaban entonces un profundo silencio, esperando a que continuase, con los ojos espantados, los labios ligeramente entreabiertos y la curiosidad y el interés pintados en el rostro. Una de ellas rompió al fin el silencio y exclamó sin poderse contener, entusiasmada al oír la descripción de las fabulosas riquezas que se habían ofrecido a la vista del pastor:
-Y qué, ¿no se trajo nada de aquello?
-Nada -contestó el tío Gregorio.
-¡Qué tonto! -exclamaron en coro las muchachas.
-El cielo le ayudó en el trance -prosiguió el anciano-, pues en aquel momento en que la avaricia, que a todo se sobrepone, comenzaba a disipar su miedo, y alucinado a la vista de aquellas joyas, de las cuales una sola bastaría a hacerle poderoso, el pastor iba a apoderarse de algunas, dice que oyó, ¡maravillaos del suceso!, oyó claro y distinto en aquellas profundidades, y a pesar de las carcajadas y las voces de los gnomos, del hervidero del fuego subterráneo, del rumor de las aguas corrientes y de los lamentos del aire, oyó, digo, como si estuviese al pie de la colina en que se encuentra, el clamor de la campana que hay en la ermita de Nuestra Señora del Moncayo.
Al oír la campana que tocaba el Ave-María, el pastor cayó al suelo invocando a la Madre de Nuestro Señor Jesucristo, y sin saber cómo ni por dónde se encontró fuera de aquellos lugares, y en el camino que conduce al pueblo, echado en una senda y presa de un gran estupor, como si hubiera salido de un sueño.
Desde entonces se explicó todo el mundo por qué la fuente del lugar trae a veces entre sus aguas como un polvo finísimo de oro; y cuando llega la noche, en el rumor que produce, se oyen palabras confusas, palabras engañosas con que los gnomos que la inficionan desde su nacimiento procuran seducir a los incautos que les prestan oídos, prometiéndoles riquezas y tesoros que han de ser su condenación.
Cuando el tío Gregorio llegaba a este punto de su historia, ya la noche había entrado y la campana de la iglesia comenzó a tocar las oraciones. Las muchachas se persignaron devotamente, murmurando un Ave-María en voz baja, y después de despedirse del tío Gregorio, que les tornó a aconsejar que no perdieran el tiempo en la fuente, cada cual tomó su cántaro, y todas juntas salieron silenciosas y preocupadas del atrio de la iglesia. Ya lejos del sitio en que se encontraron al viejecito, y cuando estuvieron en la plaza del lugar donde habían de separarse, exclamó la más resuelta y decidora de ellas:
-¿Vosotras creéis algo de las tonterías que nos ha contado el tío Gregorio?
-¡Yo no! -dijo una.
-¡Yo tampoco! -exclamó otra.
-¡Ni yo! ¡Ni yo! -repitieron las demás, burlándose con risas de su credulidad de un momento.
El grupo de las mozuelas se disolvió alejándose cada cual hacia uno de los extremos de la plaza. Luego que doblaron las esquinas de las diferentes calles que venían a desembocar a aquel sitio, dos muchachas, las únicas que no habían desplegado aún los labios para protestar con sus burlas de la veracidad del tío Gregorio, y que, preocupadas con la maravillosa relación, parecían absortas en sus ideas, se marcharon juntas y con esa lentitud propia de las personas distraídas, por una calleja sombría, estrecha y tortuosa.
De aquellas dos muchachas, la mayor, que parecía tener unos veinte años, se llamaba Marta; y la más pequeña, que aún no había cumplido los dieciséis, Magdalena.
El tiempo que duró el camino, ambas guardaron un profundo silencio; pero cuando llegaron a los umbrales de su casa y dejaran los cántaros en el asiento de piedra del portal, Marta dijo a Magdalena:
-¿Y tú crees en las maravillas del Moncayo y en los espíritus de la fuente?…
-Yo -contestó Magdalena con sencillez-, yo creo en todo. ¿Dudas tú acaso?
-¡Oh, no! se apresuró a interrumpir Marta; -yo también creo en todo, en todo lo que deseo creer.
II
Marta y Magdalena eran hermanas. Huérfanas desde los primeros años de la niñez, vivían miserablemente a la sombra de una parienta de su madre que las había recogido por caridad, y que a cada paso les hacía sentir con sus dicterios y sus humillantes palabras el peso de su beneficio. Todo parecía contribuir a que se estrechasen los lazos del cariño entre aquellas dos almas hermanas, no sólo por el vínculo de la sangre, sino por los de la miseria y el sufrimiento; y, sin embargo, entre Marta y Magdalena existían una sorda emulación, una secreta antipatía que sólo pudiera explicar el estudio de sus caracteres, tan en absoluta contraposición como sus tipos.
Marta era altiva, vehemente en sus inclinaciones y de una rudeza salvaje en la expresión de sus afectos: no sabía ni reír ni llorar, y por eso no había llorado ni reído nunca. Magdalena, por el contrario, era humilde, amante, bondadosa, y en más de una ocasión se la vio llorar y reír a la vez como los niños.
Marta tenía los ojos más negros que la noche, y de entre sus oscuras pestañas diríase que a intervalos saltaban chispas de fuego como de un carbón ardiente.
La pupila azul de Magdalena parecía nadar en un fluido de luz dentro del cerco de oro de sus pestañas rubias. Y todo era en ellas armónico con la diversa expresión de sus ojos. Marta, enjuta de carnes, quebrada de color, de estatura esbelta, movimientos rígidos y cabellos crespos y oscuros, que sombreaban su frente y caían por sus hombros como un manto de terciopelo: formaba un singular contraste con Magdalena, blanca, rosada, pequeña, infantil en su fisonomía y sus formas, y con unas trenzas rubias que rodeaban sus sienes, semejantes al nimbo dorado de la cabeza de un ángel.
A pesar de la inexplicable repulsión que sentían la una por la otra, las dos hermanas habían vivido hasta entonces en una especie de indiferencia, que hubiera podido confundirse con la paz y el afecto: no habían tenido caricias que disputarse, ni preferencias que envidiar; iguales en la desgracia y el dolor. Marta se había encerrado para sufrir en un egoísta y altivo silencio: y Magdalena, encontrando seco el corazón de su hermana, lloraba a solas cuando las lágrimas se agolpaban involuntariamente a sus ojos.
Ningún sentimiento era común entre ellas; nunca se confiaron sus alegrías y sus pesares, y sin embargo, el único secreto que procuraban esconder en lo más profundo del corazón, se lo habían adivinado mutuamente con ese instinto maravilloso de la mujer enamorada y celosa. Marta y Magdalena tenían efectivamente puestos sus ojos en un mismo hombre.
La pasión de la una era el deseo tenaz, hijo de un carácter indomable y voluntarioso; en la otra, el cariño se parecía a esa vaga y espontánea ternura de la adolescencia, que necesitando un objeto en qué emplearse, ama el primero que se ofrece a su vista. Ambas guardaban el secreto de su amor, porque el hombre que lo había inspirado tal vez hubiera hecho mofa de un cariño que se podía interpretar como ambición absurda en unas muchachas plebeyas y miserables. Ambas, a pesar de la distancia que las separaba del objeto de su pasión, alimentaban una esperanza remota de poseerle.
Cerca del lugar, y sobre un alto que dominaba los contornos, había un antiguo castillo abandonado por sus dueños. Las viejas, en las noches de velada, referían una historia llena de maravillas acerca de sus fundadores. Contaban que hallándose el rey de Aragón en guerra con sus enemigos, agotados ya sus recursos, abandonado de sus parciales y próximo a perder el trono, se le presentó un día una pastorcita de aquella comarca, y después de revelarle la existencia de unos subterráneos por donde podía atravesar el Moncayo sin que lo advirtiesen sus enemigos, le dio un tesoro en perlas finas, riquísimas piedras preciosas y barras de oro y plata, con las cuales el rey pagó sus mesnadas, levantó un poderoso ejército, y marchando por debajo de la tierra durante toda una noche, cayó al otro día sobre sus contrarios y los desbarató, asegurando la corona en su cabeza.
Después que hubo alcanzado tan señalada victoria, cuentan que dijo el rey a la pastorcita:
-Pídeme lo que quieras, que, aun cuando fuese la mitad de mi reino, juro que te lo he de dar al instante.
-Yo no quiero más que volverme a cuidar de mi rebaño -respondió la pastorcita.
-No cuidarás sino de mis fronteras -replicó el rey, y le dio el señorío de toda la raya, y le mandó edificar una fortaleza en el pueblo más fronterizo a Castilla, adonde se trasladó la pastora, casada ya con uno de los favoritos del rey, noble, galán, valiente y señor asimismo de muchas fortalezas y muchos feudos.
La estupenda relación del tío Gregorio acerca de los gnomos del Moncayo, cuyo secreto estaba en la fuente del lugar, exaltó nuevamente las locas fantasías de las dos enamoradas hermanas, completando, por decirlo así, la ignorada historia del tesoro hallado por la pastorcita de la conseja: tesoro cuyo recuerdo había turbado más de una vez sus noches de insomnio y de amargura, presentándose a su imaginación como un débil rayo de esperanza.
La noche siguiente a la tarde del encuentro con el tío Gregorio, todas las muchachas del lugar hicieron conversación en sus casas de la estupenda historia que les había referido. Marta y Magdalena guardaron un profundo silencio; y ni en aquella noche, ni en todo el día que amaneció después, volvieron a cambiar una sola palabra relativa al asunto, tema de todas las conversaciones y objeto de los comentarios de sus vecinas.
Cuando llegó la hora de costumbre, Magdalena tomó su cántaro y le dijo a su hermana:
-¿Vamos a la fuente?
Marta no contestó, y Magdalena volvió a decirle:
-¿Vamos a la fuente? Mira que si no nos apresuramos se pondrá el sol antes de la vuelta.
Marta exclamó al fin con un acento breve y áspero:
-Yo no quiero ir hoy.
-Ni yo tampoco -añadió Magdalena después de un instante de silencio, durante el cual mantuvo los ojos clavados en los de su hermana, como si quisiera adivinar en ellos la causa da su resolución.
III
Las muchachas del lugar hacía cerca de una hora que estaban de vuelta en sus casas. La última luz del crepúsculo se había apagado en el horizonte, y la noche comenzaba a cerrar de cada vez más oscura, cuando Marta y Magdalena, esquivándose mutuamente y cada cual por diverso camino, salieron del pueblo con dirección a la fuente misteriosa. La fuente brotaba escondida entre unos riscos cubiertos de musgo en el fondo de una larga alameda. Después que se fueron apagando poco a poco los rumores del día y ya no se escuchaba el lejano eco de la voz de los labradores que vuelven caballeros en sus yuntas cantando al compás del timón del arado que arrastran por la tierra; después que se dejó de percibir el monótono ruido de las esquilillas del ganado, y las voces de los pastores, y el ladrido de los perros que reúnen las reses, y sonó en la torre del lugar la postrera campanada del toque de oraciones, reinó ese doble y augusto silencio de la noche y la soledad; silencio lleno de murmullos extraños y leves que lo hacen aún más perceptibles.
Marta y Magdalena se deslizaron por entre el laberinto de los árboles, y, protegidas por la oscuridad, llegaron sin verse al fin de la alameda. Marta no conocía el temor, y sus pasos eran firmes y seguros. Magdalena temblaba con sólo el ruido que producían sus pies al hollar las hojas secas que tapizaban el suelo. Cuando las dos hermanas estuvieron junto a la fuente, el viento de la noche comenzó a agitar las copas de los álamos, y al murmullo de sus soplos desiguales parecía responder el agua del manantial con un rumor compasado y uniforme.
Marta y Magdalena prestaron atención a aquellos ruidos que pasaban bajo sus pies como un susurro constante, y sobre sus cabezas como un lamento que nacía y se apagaba para tornar y crecer y dilatarse por la espesura. A medida que transcurrían las horas, aquel sonar eterno del aire y del agua empezó a producir una extraña exaltación, una especie de vértigo, que, turbando la vista y zumbando en el oído, parecía trastornarlas por completo. Entonces, a la manera que se oye hablar entre sueños con un eco lejano y confuso, les pareció percibir entre aquellos rumores sin nombre sonidos inarticulados como los de un niño que quiere y no puede llamar a su madre; luego palabras que se repetían una vez y otra, siempre lo mismo; después frases inconexas y dislocadas sin orden ni sentido, y por último… por último comenzaron a hablar el viento vagando entre los árboles y el agua saltando de risco en risco.
Y hablaban así:
EL AGUA.- ¡Mujer!…, ¡mujer!…, óyeme…, óyeme y acércate para oírme, que yo besaré tus pies mientras tiemblo al copiar tu imagen en el fondo sombrío de mis ondas ¡Mujer!…, óyeme, que mis murmullos son palabras.
EL VIENTO.- ¡Niña!… niña gentil, levanta tu cabeza, déjame en paz besar tu frente, en tanto que agito tus cabellos. Niña gentil, escúchame, que yo sé hablar también y murmuraré al oído frases cariñosas.
MARTA.- ¡Oh! ¡Habla, habla que yo te comprenderé porque mi inteligencia flota en un vértigo, como flotan tus palabras indecisas! Habla misteriosa corriente.
MAGDALENA.- Tengo miedo. ¡Aire de la noche, aire de perfumes, refrescan mi frente que arde! Dime algo que me infunda valor porque mi espíritu vacila.
EL AGUA.- Yo he cruzado el tenebroso seno de la tierra, he sorprendido el secreto de su maravillosa fecundidad, y conozco los fenómenos de sus entrañas, donde germinan las futuras creaciones. Mi rumor adormece y despierta: despierta tú, que lo comprendes.
EL VIENTO.- Yo soy el aire que mueven los ángeles con sus alas inmensas al cruzar el espacio. Yo amontono en el Occidente las nubes que ofrecen al sol un lecho de púrpura, y traigo al amanecer, con las neblinas que se deshacen en gotas, una lluvia de perlas sobre las flores, mis suspiros son un bálsamo: ábreme tu corazón y le inundaré de felicidad.
MARTA.- Cuando yo oí por primera vez el murmullo de una corriente subterránea, no en balde me inclinaba a la tierra prestándole oído. Con ella iba un misterio que yo debía comprender al cabo.
MAGDALENA.- Suspiros del viento, yo os conozco: vosotros me acariciabais dormida cuando, fatigada por el llanto, me rendía al sueño en mi niñez, y vuestro rumor se me figuraban las palabras de una madre que arrulla a su hija.
El agua enmudeció por algunos instantes, y no sonaba sino como agua que se rompe entre peñas. El viento calló también, y su ruido no fue otra cosa que ruido de hojas movidas. Así pasó algún tiempo, y después volvieron a hablar, y hablaron así:
EL AGUA.- Después de filtrarme gota a gota a través del filón de oro de una mina inagotable; después de correr por un lecho de plata y saltar como sobre guijarros entre un sinnúmero de zafiros y amatistas, arrastrando en vez de arenas diamantes y rubíes, me he unido en misterioso consorcio a un genio. Rica con su poder y con las ocultas virtudes de las piedras preciosas y los metales, de cuyos átomos vengo saturada, puedo ofrecerte cuanto ambicionas. Yo tengo la fuerza de un conjuro, el poder de un talismán y la virtud de las siete piedras y los siete colores.
EL VIENTO.- Yo vengo de vagar por la llanura, y, como la abeja que vuelve a la colmena con su botín de perfumadas mieles, traigo suspiros de mujer, plegarias de niños, palabras de casto amor y aromas de nardos y azucenas silvestres. Yo no he recogido a mi paso más que perfumes y ecos de armonías; mis tesoros son inmateriales, pero ellos dan la paz del alma y la vaga felicidad de sueños venturosos.
Mientras su hermana, atraída como por un encanto, se inclinaba al borde de la fuente para oír mejor, Magdalena se iba instintivamente separando de los riscos entre los cuales brotaba el manantial.
Ambas tenían sus ojos fijos, la una en el fondo de las aguas, la otra en el fondo del cielo.
Y exclamaba Magdalena mirando brillar los luceros en la altura:
-Esos son los nimbos de luz de los ángeles invisibles que nos custodian.
En tanto decía Marta, viendo temblar en la linfa de la fuente el reflejo de las estrellas:
-Esas son las partículas de oro que arrastra el agua en su misterioso curso.
El manantial y el viento, que por segunda vez habían enmudecido un instante, tornaron a hablar; y dijeron:
EL AGUA.- Remonta mi corriente, desnúdate del temor como de una vestidura grosera, y osa traspasar los umbrales de lo desconocido. Yo he adivinado que tu espíritu es de la esencia de los espíritus superiores. La envidia te habrá arrojado tal vez del cielo para revolcarte en el lodo de la miseria. Yo veo, sin embargo, en tu frente sombría un sello de altivez que te hace digna de nosotros, espíritus fuertes y libres… Ven, yo te voy a enseñar palabras mágicas de tal virtud, que al pronunciarlas se abrirán las rosas y te brindarán con los diamantes que están en su seno, como las perlas en las conchas que sacan del fondo del mar los pescadores. Ven, te daré tesoros para que vivas feliz; y más tarde, cuando se quiebre la cárcel que te aprisiona, tu espíritu se asimilará a los nuestros, que son espíritus humanos, y todos confundidos seremos la fuerza motora, el rayo vital de la creación, que circula como un fluido por sus arterias subterráneas.
EL VIENTO.- El agua lame la tierra y vive en el cieno: yo discurro por las regiones etéreas y vuelo en el espacio sin límites. Sigue los movimientos de tu corazón, deja que tu alma suba como la llama y las azules espirales del humo. ¡Desdichado el que, teniendo alas, desciende a las profundidades para buscar el oro, pudiendo remontarse a la altura para encontrar amor y sentimiento! Vive oscura como la violeta, que yo te traeré en un beso fecundo el germen vivificante de otra flor hermana tuya, y rasgaré las nieblas para que no falte un rayo de sol que ilumine tu alegría. Vive oscura, vive ignorada, que cuando tu espíritu se desate, yo lo subiré a las regiones de la luz en una nube roja.
Callaron el viento y el agua, y apareció el gnomo.
El gnomo era como un hombrecillo transparente: una especie de enano de luz, semejante a un fuego fatuo, que se reía a carcajadas, sin ruido, y saltaba de peña en peña, y mareaba con su vertiginosa movilidad. Unas veces se sumergía en el agua y continuaba brillando en el fondo como una joya de mil colores; otras salía a la superficie y agitaba los pies y las manos, y sacudía la cabeza a un lado y a otro con una rapidez que tocaba en prodigio.
Marta vio al gnomo y le estuvo siguiendo con la vista extraviada en todas sus extravagantes evoluciones; y cuando el diabólico espíritu se lanzó al fin por entre las escabrosidades del Moncayo, como una llama que corre, agitando su cabellera de chispas, sintió una especie de atracción irresistible y siguió tras él con una carrera frenética.
-¡Magdalena! -decía en tanto el aire que se alejaba lentamente; y Magdalena, paso a paso y como una sonámbula, guiada en el sueño por una voz amiga, siguió tras la ráfaga, que iba suspirando por la llanura.
Después todo quedó otra vez en silencio en la oscura alameda, y el viento y el agua siguieron resonando con los murmullos y los rumores de siempre.
IV
Magdalena tornó al lugar pálida y llena de asombro. A Marta la esperaron en vano toda la noche.
Cuando llegó la tarde del otro día, las muchachas encontraron un cántaro roto al borde de la fuente de la alameda. Era el cántaro de Marta, de la cual nunca volvió a saberse. Desde entonces las muchachas del lugar van por agua tan temprano, que madrugan con el Sol. Algunas me han asegurado que de noche se ha oído en más de una ocasión el llanto de Marta, cuyo espíritu vive aprisionado en la fuente. Yo no sé qué crédito dar a esta última parte de la historia, porque la verdad es que desde entonces ninguno se ha atrevido a penetrar para oírlo en la alameda después del toque del Ave-María.


Tiempo (Nota Personal) - Alan B. Lee

¡Buenos días amigos y amigas de la Biblioteca de Lymus!

Importantes cambios a nivel privado han sucedido desde mi último post en el bloc en octubre. ¿significa esto que no he leído nada? En absoluto. Solo que el tiempo ha pasado, atándome con sus hilos invisibles a otros menesteres.

Los ritos del agua y Los señores del tiempo —los dos volúmenes que me faltaban por leer de la trilogía de la fantàstica autora Eva Gª Saez de Urruti—, han desfilado bajo mi pupila. 



También esperando a los bárbaros, de Coetzee 


y Cançó de sang i or de Jorge Molist.


También he empezado el proyecto procastinado durante años de poner en orden y organizar un archivo con mi biblioteca personal. Llega Navidad y Papá Noel me conoce. No cabía ni uno más y he de hacer una ampliación. 

Este trabajo en apariencia tedioso me está reportando grandes satisfacciones; mientras limpio suavemente las tapas de los libros; leo algunas dedicatorias; hojeo sus páginas para volver a grabar en mi memoria la voz del autor; mientras uno a uno los introduzco en una base de datos, como un coleccionista. Hago una estimación viendo los montones que esperan turno  que al final, unos 2000 libros pasaran revista. Son mis tesoros. 



Solo me falta tiempo para reseñar las últimas lecturas. Y parece que ese elemento intangible y fluido que hace correr las manecillas de todos los relojes de los relojes,  me arrastra irremediablemente a través de los días, las semanas y los meses.

De igual manera no he podido actualizar las lecturas en Goodreads. Trataré hoy de poner remedio (en parte) a esta situación porqué, ¿sabes? A pesar de ser un bloc con escasa repercusión, adoro compartir mis lecturas. Adoro leer cuentos cortos, preferiblemente gòticos o macabros y postearlos para quien quiera leer.

Dicho esto en mi próxima publicación tendremos a un gran clásico.

Os invito a seguir leyendo.

divendres, 4 d’octubre del 2019

Tony y los escarabajos - Philip K Dik


El conte del día, si bé és fantàstic ( una espècie alienígena oprimida pels terrans que es rebel·la) , crec necessàri que conegam a l'escriptor. (Trobareu la seva biografía, com de costum.  clicant sobre el nom)
Autor de Blad Runner, Minority Rapord  o la novel·la El hombre en el castillo, la qual va inspirar la série televisiva homónima va tenir una curiosa existència.

NOTA del conte 4/5

Tony y los escarabajos

(1928-1982)


La luz amarillorrojiza del sol se filtraba por las gruesas ventanas de cuarzo del dormitorio. Tony Rossi bostezó, se movió un poco, abrió sus ojos negros y se incorporó al instante. De un solo movimiento apartó las sábanas y pasó los pies sobre el cálido suelo de metal. Desconectó el despertador y abrió el ropero.
El día era espléndido. El paisaje estaba inmóvil, sin que lo perturbaran vientos ni corrientes de polvo. El corazón del muchacho saltaba dentro de su pecho. Se puso los pantalones, subió la cremallera de la malla reforzada, luchó hasta ajustarse la pesada camisa de lona, y después se sentó en el borde de la litera para calzarse las botas. Cerró las costuras superiores e hizo lo mismo con los guantes. A continuación, ajustó la presión de su unidad respiratoria y la sujetó con correas entre los omóplatos. Cogió el casco que había dejado sobre la cómoda y se dispuso a iniciar el día.
Sus padres habían terminado de desayunar en el compartimento-comedor. Oyó sus voces mientras bajaba la rampa. Un murmullo airado. Se detuvo a escuchar. ¿De qué estaban hablando? ¿Había hecho algo malo otra vez?
Y entonces lo comprendió. Otra voz que dominaba las suyas. Estática y crujidos. La emisora de Rigel IV. La habían puesto a todo volumen. La voz del locutor atronaba el compartimento. La guerra. Siempre la guerra. Suspiró y entró en el compartimento.
—Buenos días —murmuró su padre.
—Buenos días, querido —dijo su madre, como ausente.
Estaba sentada con la cabeza vuelta a un lado, la frente surcada por arrugas de concentración. Sus labios delgados formaban una línea apretada que delataba preocupación. Su padre había apartado los platos sucios y fumaba, los codos apoyados sobre la mesa, con los peludos y musculosos brazos al aire. Toda su atención estaba concentrada en el altavoz que tronaba sobre el fregadero.
— ¿Cómo va? —preguntó Tony. Ocupó su silla y alargó la mano de forma automática hacia las toronjas sintéticas—. ¿Alguna noticia de Orión?
Nadie respondió. Ni siquiera lo habían oído. Empezó a comerse la toronja. Ruidos indicadores de actividad se escuchaban en el exterior de la pequeña unidad de alojamiento, hecha de plástico y metal. Gritos y estampidos ahogados, procedentes de los camiones de mercaderes rurales que se arrastraban por la autopista hacia Karnet. La luz rojiza del día aumentó de intensidad. Betelgeuse ascendía con lentitud y majestuosidad.
—Bonito día—dijo Tony—. Ni una pizca de viento. Creo que iré un rato al centro. Estamos construyendo un espaciopuerto, una maqueta, por supuesto, pero hemos conseguido obtener suficientes materiales para poner tiras de…
Su padre lanzó un salvaje alarido y descargó el puño sobre el altavoz. La transmisión enmudeció al instante.
— ¡Lo sabía! —se levantó de la mesa, enfurecido—. Les dije que ocurriría. Se fueron demasiado pronto. Antes tenían que haber construido bases de aprovisionamiento de clase A.
—Pero nuestra flota principal ha salido de Bellatrix para intervenir —la madre de Tony manoteó, nerviosa—. Según el resumen de anoche, lo peor que puede pasar es que Orión IX y X caigan.
Joseph Rossi lanzó una áspera carcajada.
—A la mierda el resumen de anoche. Saben tan bien como yo lo que está pasando.
— ¿Y qué está pasando’? —Preguntó Tony, mientras apartaba la toronja y se servía cereales—. ¿Estamos perdiendo la batalla?
— ¡Sí! —su padre torció los labios— terrestres, derrotados por… escarabajos. Se los dije, pero no pudieron esperar. Dios mío, diez años desperdiciados en este sistema. ¿Por qué tuvieron que apresurarse? Todos sabíamos que Orión sería difícil. Toda la maldita flota de escarabajos nos había rodeado, esperándonos. Y nos lanzamos contra ella.
—Pero nadie pensaba que los escarabajos lucharían —protestó sin convicción Leah Rossi—. Todo el mundo pensó que dispararían unos cuantos rayos y luego…
— ¡Tienen que luchar! Orión es el último baluarte. Si no luchan aquí, ¿dónde coño van a hacerlo? Pues claro que luchan. Hemos capturado todos sus planetas, excepto el anillo interior de Orión. Si hubiéramos construido bases de aprovisionamiento fuertes, habríamos hecho trizas la flota de escarabajos.
—No digas «escarabajos» —murmuró Tony, mientras terminaba sus cereales—. Son pas-udeti, lo mismo que aquí. La palabra «escarabajo» proviene de Betelgeuse. Es una palabra árabe que nosotros mismos inventamos.
La boca de Joe Rossi se abrió y cerró.
— ¿Qué pasa, te gustan los escarabajos?
—Joe, por el amor de Dios —lo reprendió Leah. Rossi se encaminó a la puerta.
—Si tuviera diez años menos, estaría ahí fuera. ¡Les enseñaría lo que es bueno a esos insectos de caparazón brillante! A ellos y a sus cascarones de nuez. ¡Cargueros reconvertidos! —echaba chispas por los ojos—. Cuando pienso que están disparando contra los cruceros terranos, con nuestros chicos dentro…
—Orión es su sistema—murmuró Tony.
— ¡Su sistema! ¿Desde cuándo eres una autoridad en materia de ley especial? Debería… —se interrumpió, estremecido de cólera—. Mi propio hijo —masculló—. Una estupidez más y te arreo una que no podrás sentarte en toda la semana.
Tony empujó su silla hacia atrás.
—Me voy a Karnet con mi EEP.
— ¡Sí, a jugar con tus escarabajos!
Tony no dijo nada. Se puso el casco y lo aseguró con las abrazaderas. Mientras pasaba por la puerta posterior a la membrana de enlace, desenroscó el tapón de oxígeno y conectó el filtro del depósito. Un acto reflejo, condicionado por toda una vida pasada en un planeta de un sistema extraterrestre.
*
Una leve corriente de aire agitó polvo rojo amarillento alrededor de sus botas. El sol arrancaba destellos del tejado metálico de su unidad de alojamiento, una más entre las interminables filas de cajas cuadradas que se extendían a lo largo de la pendiente arenosa, protegidas por las numerosas instalaciones para refinamiento de minerales que se recortaban contra el horizonte. Hizo un ademán de paciencia y su EEP salió del cobertizo de almacenamiento. El sol se reflejó sobre su chapa de cromo.
—Nos vamos a Karnet —dijo Tony, adoptando sin darse cuenta el dialecto de los pas—. ¡De prisa!
El EEP se situó detrás de él y se encaminaron sin más hacia el mercado. Se veían pocos comerciantes. Era un buen día para ir al mercado. Solo se podía viajar durante una cuarta parte del año. Beltegeuse era un sol errático, imprevisible, en nada parecido al Sol terrano, según las educacintas que pasaban a Tony cuatro horas al día, seis días a la semana. De hecho, él jamás había visto el Sol.
Llegó a la ruidosa carretera. Había pas-udeti por todas partes. Grupos compactos, con sus primitivos camiones de combustión, destartalados y sucios, cuyos motores protestaban y chirriaban. Movió la mano en dirección a los camiones. Al cabo de un momento, uno de los vehículos aminoró la marcha. Iba abarrotado de tis, montones de verduras grises, secas y preparadas para servir. El elemento principal de la dieta pas-udeti. Tras el volante se acomodaba un pas de edad avanzada y rostro oscuro, con un brazo apoyado en la ventanilla abierta y una hoja enrollada entre los labios. Era como los demás pas-udeti: flaco y con caparazón, embutido en una vaina quebradiza en la que vivía y moría.
—¿Quieres que te lleve? —murmuró el pas.
Era el protocolo acostumbrado cuando se topaban con un terrícola que iba a pie.
— ¿Hay sitio para mi EEP?
El pas hizo un ademán de indiferencia con su garra.
—Que corra detrás —una expresión sardónica se dibujó en su rostro viejo y feo—. Si llega a Karnet, lo venderemos como chatarra. Aprovecharemos los condensadores y los cables. Vamos escasos de material eléctrico.
—Lo sé —afirmó con gravedad Tony, mientras trepaba a la cabina del camión—. Todo ha sido enviado a la gran base de reparaciones de Orión I. Para la flota de guerra. El rostro correoso perdió su expresión alegre—. Sí, la flota de guerra.
Apartó la cabeza y puso en marcha el camión. En la parte trasera, el EEP de Tony había tropezado con la carga de tis y se aferraba precariamente con sus cabos magnéticos.
Tony reparó en el súbito cambio de humor del pas-udeti, y se quedó asombrado. Se disponía a hablar de nuevo con él, pero se dio cuenta del extraño silencio que guardaban los pas de los demás camiones que los precedían o seguían. La guerra, por supuesto. Había barrido este sistema un siglo antes; esta gente había quedado olvidada. Ahora, todos los ojos estaban fijos en Orión, en la batalla librada entre la flota militar terrana y los cargueros armados de los pas-udeti.
— ¿Es verdad que van ganando? —preguntó Tony con cautela.
El pas gruñó.
—Hemos oído rumores.
Tony reflexionó unos momentos.
—Mi padre dice que Terra se precipitó. Dice que teníamos que habernos consolidado. No construimos las bases de aprovisionamiento adecuadas. Cuando era más joven, fue oficial. Estuvo dos años en la flota.
El pas permaneció unos instantes en silencio.
—Es cierto que, cuando te encuentras lejos de casa, el aprovisionamiento es un gran problema —dijo por fin—. Nosotros, por otra parte, no tenemos ese problema. No debemos salvar ninguna distancia.
— ¿Conoces a alguien en el frente?
—Tengo parientes lejanos.
La respuesta era vaga; era evidente que al pas no le gustaba hablar del tema.
— ¿Has visto alguna vez tu flota?
—Tal como es ahora, no. Cuando este sistema cayó derrotado, la mayoría de nuestras unidades fueron destruidas. Los supervivientes se unieron a la flota de Orión.
— ¿Tus parientes se contaban entre los supervivientes?
—Exacto.
—Entonces, ¿estabas vivo cuando conquistaron este planeta?
— ¿Por qué lo preguntas? —replicó con furia el viejo pas—. ¿Qué más te da a ti?
Tony se asomó por la ventanilla y vio que los muros y edificios de Karnet se alzaban ante ellos. Karnet era una ciudad antigua. Se había erigido miles de años antes. La civilización pas-udeti era estable; había alcanzado cierto nivel de desarrollo tecnocrático, para estancarse a continuación. Los pas poseían naves intersistemas que habían transportado gente y mercancías entre los planetas durante los días anteriores a la Confederación Terrana. Tenían coches de combustión, audiófonos, una red energética de tipo magnético. Sus instalaciones sanitarias eran satisfactorias y su medicina muy avanzada. Poseían formas de arte, conmovedoras y sensibles. Tenían una vaga religión.
— ¿Quién crees que ganará la batalla? —preguntó Tony.
—No lo sé —el viejo pas detuvo el camión de repente—. Hasta aquí hemos llegado. Sal y llévate a tu EEP, por favor.
—Tony se encogió, sorprendido.
— ¿Pero no ibas…?
— ¡Ni un metro más!
Tony abrió la puerta. Estaba algo inquieto. Había una expresión dura y fija en el rostro correoso, y en su voz vibraba un tono cortante que nunca había oído.
—Gracias —murmuró.
Saltó al polvo rojizo y llamó al EEP con una señal. El robot liberó sus cabos magnéticos, y el camión arrancó con gran estrépito, penetrando en la ciudad.
Tony lo vio alejarse, todavía perplejo. El caliente polvo se pegó a sus tobillos. Movió los pies y se sacudió los pantalones de forma automática. Sonó un bocinazo y el EEP lo apartó de la carretera y lo condujo hacia la rampa peatonal. Enjambres de pas-udeti, interminables filas de campesinos se dirigían a Karnet como cada día. Un inmenso autobús se detuvo ante el portal y descargó pasajeros. Pas de ambos sexos, y niños. Reían y chillaban; sus voces se fundían con el rumor sordo de la ciudad.
— ¿Vas a entrar? —una aguda voz pas-udeti resonó a su espalda—. No te pares, estás bloqueando la rampa.
Era una joven que sostenía un gran bulto entre sus garras. Tony se sintió violento. Las mujeres pas poseían cierto don telepático, una característica de su sexualidad. Obraba efecto en los terrestres a distancias cortas.
—Échame una mano —dijo la hembra.
Tony cabeceó y el EEP cogió el pesado bulto.
—Vengo de visita a la ciudad —explicó Tony, mientras avanzaban entre la multitud hacia las puertas—. Me recogió un camión, pero el conductor me bajó aquí.
— ¿Eres de la colonia?
—Sí.
Ella le dirigió una mirada crítica.
—Siempre has vivido aquí, ¿verdad?
—Nací aquí. Mi familia llegó de la Tierra cuatro años antes de que yo naciera. Mi padre era oficial de la flota. Consiguió una Prioridad de Emigración.
—Eso quiere decir que nunca has visto tu planeta. ¿Cuántos años tienes?
—Diez años. Terranos.
—No tendrías que haber hecho tantas preguntas al camionero.
Pasaron el filtro de descontaminación y entraron en la ciudad. Había un panel informativo más adelante, rodeado de hombres y mujeres pas. Rampas móviles y coches de transporte retumbaban por todas partes. Edificios, cintas transportadoras y máquinas que funcionaban al aire libre; la ciudad estaba encerrada en una envoltura protectora a prueba de polvo. Tony se quitó el casco y lo colgó del cinturón. El aire era enrarecido, artificial, pero respirable.
—Voy a decirte algo —continuó la joven, mientras subía la rampa al lado de Tony—. Me pregunto si has venido a Karnet en un día intempestivo. Sé que vienes con frecuencia para jugar con tus amigos, pero tal vez hoy deberías haberte quedado en casa, en tu colonia.
— ¿Por qué?
—Porque hoy todo el mundo está de mal humor.
—Lo sé. Mi madre y mi padre estaban de mal humor. Escuchaban las noticias de nuestra base en el sistema de Rigel.
—No me refiero a tu familia. También las escuchaba otra gente. La gente de aquí. Mi raza.
—Ya sé que están disgustados —admitió Tony—, pero siempre vengo aquí. En la colonia no puedo jugar con nadie y, en cualquier caso, estamos trabajando en un proyecto.
—La maqueta de un espaciopuerto.
—Exacto —Tony experimentó cierta envidia—. Ojalá fuera telépata. Debe de ser divertido.
La hembra pas-udeti guardó silencio, absorta en sus pensamientos.
—¿Qué pasaría si tu familia se marchara y regresara a la Tierra? —preguntó.
—Eso es imposible. En la Tierra no hay sitio. Las bombas C destruyeron la mayor parte de Asia y América del Norte en el siglo veinte.
—¿Y si tuvieran que regresar?
Tony no comprendió la pregunta.
—Si no podemos. Las partes habitables de la Tierra están superpobladas. El principal problema que tenemos los terranos es encontrar sitios donde vivir, en otros sistemas. En cualquier caso, no tengo ganas de ir a la Tierra. Estoy acostumbrado a esto. Todos mis amigos están aquí.
—Cogeré mis paquetes —dijo la hembra—. Me voy por esta rampa del tercer nivel.
Tony cabeceó en dirección a su EEP y este depositó los bultos en las garras de la hembra. Esta vaciló un momento, como si intentara encontrar las palabras precisas.
—Buena suerte —dijo.
— ¿En qué?
La hembra sonrió casi con ironía.
—En tu maqueta de espaciopuerto. Espero que tú y tus amigos consigan acabarIa.
—Pues claro que la terminaremos —dijo Tony, sorprendido—. Casi lo está.
¿Qué quería decir aquella pas-udeti?
La hembra se alejó antes de que pudiera preguntárselo. Tony estaba preocupado, indeciso, acosado por las dudas. Al cabo de un momento pasó a la cinta que conducía a la parte residencial de la ciudad, más allá de las fábricas y las tiendas, el lugar donde vivían sus amigos.
El grupo de niños pas-udeti lo miró en silencio cuando se acercó. Estaban jugando a la sombra de un inmenso bengelo, cuyas viejas ramas caían y oscilaban al compás de las corrientes de aire que se bombeaban en la ciudad. Se quedaron inmóviles.
—No te esperaba hoy —dijo B’prith, con voz inexpresiva. Tony se detuvo, sin saber qué hacer, y su EEP le imitó.
— ¿Cómo va todo?—murmuró.
—Bien.
—Hice una parte del trayecto en camión.
Tony se acuclilló a la sombra. Ningún niño pas se movió. Estos eran más pequeños que los niños terranos. Sus caparazones aún no se habían endurecido, no se habían vuelto oscuros y opacos, como el cuerno. Esto los dotaba de una apariencia suave, informe, pero al mismo tiempo aligeraba su peso. Se movían con más agilidad que sus mayores; aún podían saltar y brincar. Sin embargo, ahora estaban quietos.
— ¿Qué paso? —Preguntó Tony—. ¿Qué les pasa a todos?
Nadie contestó.
— ¿Dónde está la maqueta? —insistió—. ¿Han continuado trabajando?
Al cabo de un momento, Llyre cabeceó levemente. Tony empezó a enfadarse.
— ¡Digan algo! ¿Qué paso? ¿Por qué están enfadados?
— ¿Enfadados? —coreó B’prith—. No estamos enfadados.
Tony removió la arena por hacer algo. Ya sabía lo que pasaba. La guerra, una vez más. La batalla que tenía lugar cerca de Orión. Su rabia estalló de repente.
—Olviden la guerra. Todo iba bien ayer, antes de la batalla.
—Claro —dijo Llyre—. Todo iba bien.
Tony captó su tono seco.
—Ocurrió hace cien años. No es culpa mía.
—Claro —dijo B’prith.
—Esto es mi patria, ¿no? Tengo los mismos derechos que cualquiera. Nací aquí.
—Claro —repitió Llyre, en tono indiferente. Tony apeló a su amistad.
— ¿Tienen que comportarse así? Ayer era diferente. Ayer estuve aquí… Todos estuvimos aquí. ¿Qué ha pasado desde entonces?
—La batalla —contestó B’prith.
— ¿Y eso qué más da? ¿Por qué lo cambia todo? Siempre hay guerra. Siempre ha habido batallas, hasta donde alcanzan mis recuerdos. ¿Cuál es la diferencia?
B’prith arrancó un trozo de tierra con sus fuertes garras. Al cabo de unos segundos lo tiró lejos y se puso poco a poco en pie.
—Bien —dijo, en tono pensativo—, según nuestra emisora de radio, da la impresión de que nuestra flota va a ganar esta vez.
—Sí —admitió Tony, sin comprender—. Mi padre dice que no construimos las bases de aprovisionamiento adecuadas. Es probable que debamos retroceder a —y entonces todo quedó claro—. ¿Quieres decir que por primera vez en cien años…?
—Si—respondió Llyre, y también se levantó. Los demás lo imitaron. Se alejaron de Tony, hacia la casa cercana—. Estamos ganando. Forzaron el flanco terrano hace media hora. El ala derecha de ustedes ha sido desmantelada por completo.
Tony se quedó de una pieza.
—Y eso es importante. Es importante para todos ustedes.
— ¡Importante! —saltó B’prith, enfurecido—. ¡Claro que es importante! Por primera vez, en un siglo. La primera vez en nuestra vida que los vencemos. Huyen a la desbandada, pandilla de… —casi escupió la palabra— … ¡gusanos blancos!
Desaparecieron en el interior de la casa. Tony siguió sentado. Contempló la tierra, atontado; después movió las manos sin objeto. Había oído antes la expresión, la había visto garrapateada en las paredes y en el polvo, cerca de la colonia. Gusanos blancos. El término despectivo con que los pas se referían a los terranos. A causa de su piel blanca y blanda, la falta de caparazones duros. Sin embargo, nunca se habían atrevido a pronunciarla en voz alta delante de un terrano.
A su lado, el EEP se agitó, inquieto. Su complejo mecanismo de radio percibía el ambiente hostil. Relés automáticos se conmutaron; los circuitos se abrieron y cerraron.
—No pasa nada —murmuró Tony, y se reincorporó sin prisa—. Será mejor que regresemos.
Caminó con paso inseguro hacia la rampa, aturdido. El EEP le precedió con calma, su rostro metálico inexpresivo y confiado, sin sentir nada, sin decir nada. La cabeza de Tony era un remolino de pensamientos. La agitó, pero el huracán no amainó. No conseguía calmar su mente, doblegarla.
—Espera un momento—dijo una voz.
Era la voz de B´prith, desde la puerta abierta. Fría y contenida, casi desconocida.
— ¿Qué quieres?
B’prith se acercó, las garras enlazadas a la espalda, la postura formal utilizada por los pas-udeti para hablar con desconocidos.
—Hoy no tenías que haber venido.
—Lo sé.
B’prith sacó un trozo de su tallo de tis y empezó a enrollarlo. Fingió concentrarse en el trabajo.
—Escucha, dijiste que tenías derecho a estar aquí, pero te equivocas.
—Yo… —murmuró Tony.
— ¿Entiendes el motivo? Dijiste que no era culpa tuya. Yo opino lo mismo, pero tampoco es culpa mía. Tal vez no sea culpa de nadie. Hace mucho tiempo que te conozco.
—Cinco años. Terranos.
B’prith enderezó el tallo y lo tiró.
—Ayer jugamos juntos. Trabajamos en la maqueta del espaciopuerto. Pero hoy no podemos jugar. Mi familia no quiere verte nunca más por casa —titubeó, sin mirar a Tony—. Quería decírtelo yo, antes que ellos.
—Ah.
—Todo lo que ha ocurrido hoy, la batalla, el éxito de nuestra flota… No lo sabíamos. No nos atrevíamos a abrigar la menor esperanza. ¿Lo entiendes? Un siglo huyendo. Primero de este sistema, después del sistema Rigel, de todos los planetas. Luego, de las demás estrellas de Orión. Hemos librado batallas aisladas, un poco en todas partes. Los que huyeron se unieron a la base de Orión. Ustedes no lo sabían. Sin embargo, no había esperanza; al menos, nadie pensaba que la hubiera —se produjo un momento de silencio—. Es curioso lo que ocurre cuando estás acorralado contra una pared, y no hay otro lugar al que puedas ir. En esos casos, hay que luchar.
—Si nuestras bases de aprovisionamiento… —empezó Tony con voz ronca, pero B’prith lo interrumpió con brusquedad.
— ¡Sus bases de aprovisionamiento! ¿Es qué no lo entiendes? ¡Les estamos dando una paliza! Ahora tendrán que largarse. Todos los gusanos blancos. ¡Fuera del sistema!
El EEP de Tony avanzó con aire amenazador. B’prith se dio cuenta. Se agachó, cogió una piedra y la tiró contra el EEP. La piedra rebotó en la superficie metálica. B’prith cogió otra piedra. Llyre y los demás salieron a toda prisa de la casa, seguidos de un pas adulto. Todo sucedía a demasiada velocidad. Más piedras se estrellaron contra el EEP. Una alcanzó a Tony en el brazo.
— ¡Vete! —chilló B’prith—. ¡No vuelvas! ¡Este es nuestro planeta! —sus garras se clavaron en Tony—. Te despedazaremos si…
Tony lo golpeó en el pecho. El suave caparazón cedió como si fuera de goma y el pas cayó al suelo, lanzando fuertes gemidos y chirridos.
—Escarabajo —dijo Tony con voz ronca.
Estaba aterrorizado. Una multitud de pas-udeti se había concentrado a gran velocidad. Surgían de todos lados, rostros hostiles, sombríos y coléricos, una creciente oleada de furor.
Llovieron más piedras. Algunas se estrellaron contra el EEP, otras cayeron alrededor de Tony, cerca de sus botas. Una rozó su cara. Se colocó el casco. Estaba asustado. Sabía que el EEP ya había enviado la señal, pero la nave tardaría unos minutos en llegar. Además, había que proteger a otros extraterrestres en la ciudad. Había terrestres por todo el planeta. En otras ciudades. En los veintitrés planetas de Betelgeuse. En los catorce planetas de Rigel. En los otros planetas de Orión.
—Hemos de salir de aquí —susurró al EEP—. ¡Haz algo!
Una piedra lo alcanzó en el casco. El plástico se rompió. Se escapó aire, pero el sellado automático funcionó. No cesaban de caer piedras. Los pas se aproximaban, una masa vociferante de seres quitinosos. Percibió su acre olor a insecto, oyó el chasquido de sus garras, notó su peso.
El EEP lanzó su rayo energético. El rayo describió una amplia curva y se dirigió hacia la muchedumbre de pas-udeti. Hicieron aparición toscas armas manuales. Una lluvia de balas cayó alrededor de Tony; estaban disparando contra el EEP. Apenas era consciente del cuerpo metálico erguido a su lado. Un repentino estruendo: el EEP se derrumbó. La muchedumbre se lanzó sobre él, ya no pudo ver el bulto metálico.
La muchedumbre, como un animal enloquecido, descuartizó al EEP, que se revolvió en vano. Algunos le aplastaron la cabeza; otros arrancaron piezas y partes de los brazos. El EEP se quedó inmóvil. La multitud, jadeante, con restos de robot en la mano, se apartó. Vieron a Tony.
Cuando los primeros estaban a punto de cogerlo, la envoltura protectora se rompió. Una nave terrana descendió como una furia y barrió el suelo con rayos energéticos. La masa se disolvió en total confusión Algunos dispararon, otros tiraron piedras, la mayoría buscó refugio.
Tony consiguió serenarse y avanzó con paso vacilante hacia el punto en que había aterrizado la nave.
*
—Lo siento —dijo Joe Rossi con dulzura. Tocó el hombro de su hijo— No tendría que haberte dejado ir. Debí figurármelo.
Tony estaba sentado en la butaca de plástico. Se mecía adelante y atrás, aún pálido del susto. La nave que lo había rescatado había regresado de inmediato a Karnet. Tenían que sacar a los demás terrestres. El muchacho no decía nada. Tenía la mente en blanco. Aún oía el rugido de la multitud, percibía su odio, un siglo de furia y rencor reprimidos. Sus recuerdos no abarcaban otra cosa; todo seguía vivo en su memoria, incluso ahora. Y la visión del EEP caído, el sonido metálico de las piernas y brazos a medida que eran arrancados.
Su madre curó sus cortes y rasguños con un antiséptico. Joe Rossi encendió un cigarrillo con mano temblorosa.
—Si no te hubiera acompañado el EEP, te habrían matado. Escarabajos —se estremeció—. No debí dejarte ir, nunca. Todos estos años… Podrían haberlo hecho en cualquier momento, cualquier día. Apuñalarte, destriparte con sus asquerosas garras.
El sol amarillo rojizo arrancaba destellos de los cañones. Sordas detonaciones despertaban ecos en las colinas circundantes. El anillo defensivo había entrado en acción. Formas oscuras corrían por la ladera de la pendiente. Manchas negras salían de Karnet en dirección a la colonia terrana, atravesaban la línea divisoria que los supervisores de la Confederación hablan trazado un siglo antes. Karnet bullía de actividad. Toda la ciudad era presa de un entusiasmo febril.
Tony levantó la cabeza.
—Han… han forzado nuestro flanco.
—Sí —Joe Rossi aplastó su cigarrillo—. Ya lo creo. A la una. A las dos rompieron el centro de nuestra línea. Partieron la flota en dos. Huimos. Nos fueron cazando de uno en uno. Son como maníacos, carajo. Ahora que han probado el sabor de nuestra sangre, han enloquecido.
—La situación mejora—murmuró Leah—. Las unidades de nuestra flota principal están empezando a intervenir.
—Acabaremos con ellos —dijo Joe—. Tardaremos un tiempo, pero por Dios que los borraremos del espacio. Hasta el último de ellos. Aunque tardemos mil años. Seguiremos a todas y cada una de las naves. Los cazaremos a todos —su voz adquirió un tono de histeria—. ¡Escarabajos! ¡Repugnantes insectos! Cuando pienso en ellos intentando hacer daño a mi chico, con sus asquerosas garras negras.
—Si fueras más joven, estarías en el frente —dijo Leah—. No es culpa tuya que seas demasiado viejo. La tensión sería demasiado fuerte para tu corazón. Ya cumpliste tu cometido. No pueden permitir que una persona mayor corra el riesgo. No es culpa tuya.
Joe apretó los puños.
—Me siento tan… inútil. Si pudiera hacer algo…
—La flota se ocupará de ellos —lo calmó Leah—. Tú mismo lo has dicho. Los cazarán a todos. Los destruirán. No hay por qué preocuparse.
Joe se derrumbó.
—Es inútil. Ya basta. Dejemos de engañarnos.
— ¿Qué quieres decir?
— ¡Seamos francos! Esta vez no vamos a ganar. Hemos ido demasiado lejos. Nuestra hora ha llegado.
Se hizo el silencio.
Tony se incorporó un poco.
— ¿Cuándo lo supiste?
—Lo sé desde hace mucho tiempo.
—Yo lo he averiguado hoy. Al principio, no lo entendía. Vivimos en una tierra robada. Nací aquí, pero es una tierra robada.
—Sí, es robada. No nos pertenece.
—Estamos aquí porque somos más fuertes, solo que ahora ya no lo somos. Nos están derrotando.
—Saben que es posible liquidar a los terranos. Como a todo el mundo —Joe Rossi estaba pálido—. Les robamos sus planetas. Ahora, los están recuperando. Tardarán un tiempo, desde luego. Nos iremos retirando poco a poco. Tardaremos otros cinco siglos. Hay muchos sistemas entre este y Sol.
Tony movió la cabeza, aún sin comprender.
—Incluso Llyre y B’prith. Todos. Esperaban que llegara su momento. Que perdiéramos y nos marcharámos a nuestro lugar de origen.
Joe Rossi paseaba de un lado a otro.
—Sí, a partir de ahora retrocederemos. Cederemos terreno, en lugar de conquistarlo. Será como hoy… Combates perdidos, retiradas y cosas peores.
Levantó sus ojos febriles hacia el techo de la pequeña unidad de alojamiento, el rostro descompuesto.
— ¡Pero, por Dios, haremos que paguen caro! ¡Por cada centímetro!
FIN


Qui és Lymus

¿Quién soy?

 Napoleón es un cuento. Según como se mi re , un cuento pue de ser la vida de cualquier ser humano. Solo hay q ue  querer con tarla . ...