Conte
infantil. Una bonica historia sobre una cria de cèrvol cega.
NOTA
3/5
La
gama ciega
Cuentos
de la selva
(1878 -1937)
Había una vez un venado —una gama— que tuvo dos hijos mellizos, cosa rara entre los venados. Un gato montés se comió a uno de ellos, y quedó sólo la hembra. Las otras gamas, que la querían mucho, le hacían siempre cosquillas en los costados.
Su madre le hacía repetir todas
la mañanas, al rayar el día, la oración de los venados. Y dice así:
I.
Hay que oler bien primero las hojas antes de comerlas, porque algunas son
venenosas.
II.
Hay que mirar bien el río y quedarse quieto antes de bajar a beber, para estar
seguro de que no hay yacarés.
III.
Cada media hora hay que levantar bien alto la cabeza y oler el viento, para
sentir el olor del tigre.
IV.
Cuando se come pasto del suelo hay que mirar siempre antes los yuyos, para ver
si hay víboras.
Este es el padre nuestro de los
venados chicos. Cuando la gamita lo hubo aprendido bien, su madre la dejó andar
sola.
Una tarde, sin embargo,
mientras la gamita recorría el monte comiendo las hojitas tiernas, vio de
pronto ante ella, en el hueco de un árbol que estaba podrido, muchas bolitas
juntas que colgaban. Tenían un color oscuro, como el de las pizarras.
¿Qué sería? Ella tenía también
un poco de miedo, pero como era muy traviesa, dio un cabezazo a aquellas cosas,
y disparó.
Vio entonces que las bolitas se
habían rajado, y que caían gotas. Habían salido también muchas mosquitas rubias
de cintura muy fina, que caminaban apuradas por encima.
La gama se acercó, y las
mosquitas no la picaron. Despacito, entonces, muy despacito, probó una gota con
la punta de la lengua, y se relamió con gran placer: aquellas gotas eran miel,
y miel riquísima porque las bolas de color pizarra eran una colmena de abejitas
que no picaban porque no tenían aguijón. Hay abejas así.
En dos minutos la gamita se
tomó toda la miel, y loca de contenta fue a contarle a su mamá. Pero la mamá la
reprendió seriamente. —Ten mucho cuidado, mi hija —le dijo—, con los nidos de
abejas. La miel es una cosa muy rica, pero es muy peligroso ir a sacarla. Nunca
te metas con los nidos que veas.
La gamita gritó contenta: — ¡Pero
no pican, mamá! Los tábanos y las uras sí pican; las abejas, no.
—Estás equivocada, mi hija
—continuó la madre—. Hoy has tenido suerte, nada más. Hay abejas y avispas muy
malas. Cuidado, mi hija, porque me vas a dar un gran disgusto.
— ¡Sí, mamá! ¡Sí, mamá!
—respondió la gamita. Pero lo primero que hizo a la mañana siguiente, fue
seguir los senderos que habían abierto los hombres en el monte, para ver con
más facilidad los nidos de abejas.
Hasta que al fin halló uno.
Esta vez el nido tenía abejas oscuras, con una fajita amarilla en la cintura,
que caminaban por encima del nido. El nido también era distinto; pero la gamita
pensó que, puesto que estas abejas eran más grandes, la miel debía ser más
rica.
Se acordó asimismo de la
recomendación de su mamá; mas, creyó que su mamá exageraba, como exageraban
siempre las madres de las gamitas. Entonces le dio un gran cabezazo al nido.
¡Ojalá nunca lo hubiera hecho!
Salieron en seguida cientos de avispas, miles de avispas que le picaron en todo
el cuerpo, le llenaron todo el cuerpo de picaduras, en la cabeza, en la
barriga, en la cola; y lo que es mucho peor, en los mismos ojos. La picaron más
de diez en los ojos.
La gamita, loca de dolor corrió
y corrió gritando, hasta que de repente tuvo que pararse porque no veía más:
estaba ciega, ciega del todo.
Los ojos se le habían hinchado
enormemente, y no veía más. Se quedó quieta entonces, temblando de dolor y de
miedo, y sólo podía llorar desesperadamente.
— ¡Mamá!... ¡Mamá!...
Su madre, que había salido a
buscarla, porque tardaba mucho, la halló al fin, y se desesperó también con su
gamita que estaba ciega. La llevó paso a paso hasta su cubil con la cabeza de
su hija recostada en su pescuezo, y los bichos del monte que encontraban en el
camino, se acercaban todos a mirar los ojos de la infeliz gamita.
La madre no sabía qué hacer.
¿Qué remedios podía hacerle ella? Ella sabía bien que en el pueblo que estaba
del otro lado del monte vivía un hombre que tenía remedios. El hombre era
cazador, y cazaba también venados, pero era un hombre bueno.
La madre tenía miedo, sin
embargo, de llevar a su hija a un hombre que cazaba gamas. Como estaba
desesperada se decidió a hacerlo. Pero antes quiso ir a pedir una carta de
recomendación al oso hormiguero, que era gran amigo del hombre.
Salió, pues, después de dejar a
la gamita bien oculta, y atravesó corriendo el monte, donde el tigre casi la
alcanza. Cuando llegó a la guarida de su amigo, no podía dar un paso más de
cansancio.
Este amigo era, como se ha
dicho, un oso hormiguero; pero era de una especie pequeña, cuyos individuos
tienen un color amarillo, y por encima del color amarillo una especie de
camiseta negra sujeta por dos cintas que pasan por encima de los hombros.
Tienen también la cola prensil porque viven siempre en los árboles, y se
cuelgan de la cola.
¿De dónde provenía la amistad
estrecha entre el oso hormiguero y el cazador? Nadie lo sabía en el monte; pero
alguna vez ha de llegar el motivo a nuestros oídos.
La pobre madre, pues, llegó
hasta el cubil del oso hormiguero.
— ¡Tan!, ¡tan!, ¡tan! —llamó
jadeante.
— ¿Quién es? —respondió el oso
hormiguero.
— ¡Soy yo, la gama!
— ¡Ah, bueno! ¿Qué quiere la
gama?
—Vengo a pedirle una tarjeta de
recomendación para el cazador. La gamita, mi hija, está ciega.
— ¿Ah, la gamita? —le respondió
el oso hormiguero—. Es una buena persona. Si es por ella, sí le doy lo que
quiere. Pero no necesita nada escrito... Muéstrele esto, y la atenderá.
Y con el extremo de la cola, el
oso hormiguero le extendió a la gama una cabeza seca de víbora, completamente
seca, que tenía aún los colmillos venenosos.
—Muéstrele esto —dijo aún el
comedor de hormigas—. No se precisa más.
— ¡Gracias, oso hormiguero! —Respondió
contenta la gama—. Usted también es una buena persona.
Y salió corriendo, porque era
muy tarde y pronto iba a amanecer.
Al pasar por su cubil recogió a
su hija, que se quejaba siempre, y juntas llegaron por fin al pueblo, donde
tuvieron que caminar muy despacito y arrimarse a las paredes, para que los
perros no las sintieran. Ya estaban ante la puerta del cazador.
— ¡Tan!, ¡tan!, ¡tan!
—golpearon.
— ¿Qué hay? —respondió una voz
de hombre, desde adentro. — ¡Somos las gamas!... ¡TENEMOS LA CABEZA DE VÍBORA!
La madre se apuró a decir esto,
para que el hombre supiera bien que ellas eran amigas del oso hormiguero.
—¡Ah, ah! —dijo el hombre,
abriendo la puerta—. ¿Qué pasa?
—Venimos para que cure a mi
hija, la gamita, que está ciega.
Y contó al cazador toda la
historia de las abejas.
—¡Hum!... Vamos a ver qué tiene
esta señorita —dijo el cazador. Y volviendo a entrar en la casa, salió de nuevo
con una sillita alta, e hizo sentar en ella a la gamita para poderle ver bien
los ojos sin agacharse mucho. Le examinó así los ojos, bien de cerca con un
vidrio redondo muy grande, mientras la mamá alumbraba con el farol de viento
colgado de su cuello.
—Esto no es gran cosa —dijo por
fin el cazador, ayudando a bajar a la gamita—. Pero hay que tener mucha
paciencia. Póngale esta pomada en los ojos todas las noches, y téngale veinte
días en la oscuridad. Después póngale estos lentes amarillos, y se curará.
— ¡Muchas gracias, cazador!
—respondió la madre, muy contenta y agradecida—. ¿Cuánto le debo?
—No es nada —respondió
sonriendo el cazador—. Pero tenga mucho cuidado con los perros, porque en la
otra cuadra vive precisamente un hombre que tiene perros para seguir el rastro
de los venados.
Las gamas tuvieron gran miedo;
apenas pisaban, y se detenían a cada momento. Y con todo, los perros las
olfatearon y las corrieron media legua dentro del monte. Corrían por una picada
muy ancha, y delante la gamita iba balando.
Tal como lo dijo el cazador se
efectuó la curación. Pero sólo la gama supo cuánto le costó tener encerrada a
la gamita en el hueco de un gran árbol, durante veinte días interminables.
Adentro no se veía nada. Por fin una mañana la madre apartó con la cabeza el
gran montón de ramas que había arrimado al hueco del árbol para que no entrara
luz, y la gamita, con sus lentes amarillos, salió corriendo y gritando:
—¡Veo, mamá! ¡Ya veo todo!
Y la gama, recostando la cabeza
en una rama, lloraba también de alegría, al ver curada su gamita.
Y se curó del todo. Pero aunque
curada, y sana y contenta, la gamita tenía un secreto que la entristecía. Y el
secreto era éste: ella quería a toda costa pagarle al hombre que tan bueno
había sido con ella y no sabía cómo.
Hasta que un día creyó haber
encontrado el medio. Se puso a recorrer la orilla de las lagunas y bañados
buscando plumas de garza para llevarle al cazador. El cazador, por su parte, se
acordaba a veces de aquella gamita ciega que él había curado.
Y una noche de lluvia estaba el
hombre leyendo en su cuarto, muy contento porque acababa de componer el techo
de paja, que ahora no se llovía más; estaba leyendo cuando oyó que llamaban.
Abrió la puerta, y vio a la gamita que le traía un atadito, un plumerito todo
mojado de plumas de garza.
El cazador se puso a reír, y la
gamita, avergonzada porque creía que el cazador se reía de su pobre regalo, se
fue muy triste. Buscó entonces plumas muy grandes, bien secas y limpias, y una
semana después volvió con ellas; y esta vez el hombre, que se había reído la
vez anterior de cariño, no se rió esta vez porque la gamita no comprendía la
risa. Pero en cambio le regaló un tubo de tacuara lleno de miel, que la gamita
tomó loca de contento.
Desde entonces la gamita y el
cazador fueron grandes amigos. Ella se empeñaba siempre en llevarle plumas de
garza que valen mucho dinero, y se quedaba las horas charlando con el hombre.
Él ponía siempre en la mesa un jarro enlozado lleno de miel, y arrimaba la
sillita alta para su amiga. A veces le daba también cigarros que las gamas
comen con gran gusto, y no les hacen mal. Pasaban así el tiempo, mirando la
llama, porque el hombre tenía una estufa de leña mientras afuera el viento y la
lluvia sacudían el alero de paja del rancho.
Por temor a los perros, la
gamita no iba sino en las noches de tormenta. Y cuando caía la tarde y empezaba
a llover, el cazador colocaba en la mesa el jarrito con miel y la servilleta,
mientras él tomaba café y leía, esperando en la puerta el ¡tan-tan! bien
conocido de su amiga la gamita.