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¡Diles que no me maten! Narra las últimas horas de Justino, un pobre ganadero que hace treinta y cinco años asesinó a un vecino que no quería dejar que su ganado pastase en su propiedad. El cuento hace reflexionar sobre las consecuencias que tienen las acciones. También sobre si compensa una vida en la clandestinidad, una vida de miserias, remordimientos y soledad, una vida vivida como un muerto en vida, por no afrontar unos hechos de los cuales se es culpable. Juan Rulfo es un exponente del realismo mágico y influenció a Gabriel García Márquez entre otros.
Nota 2.5/5
¡Diles que no me maten!
Juan Rulfo
(1917- 1986)
-¡Diles que no
me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles
que lo hagan por caridad.
-No puedo. Hay
allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti.
-Haz que te
oiga. Date tus mañas y dile que para sustos ya ha estado bueno. Dile que lo
haga por caridad de Dios.
-No se trata de
sustos. Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero volver allá.
-Anda otra vez.
Solamente otra vez, a ver qué consigues.
-No. No tengo
ganas de eso, yo soy tu hijo. Y si voy mucho con ellos, acabarán por saber
quién soy y les dará por afusilarme a mí también. Es mejor dejar las cosas de
este tamaño.
-Anda, Justino.
Diles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso diles.
Justino apretó
los dientes y movió la cabeza diciendo:
-No.
Y siguió
sacudiendo la cabeza durante mucho rato.
Justino se
levantó de la pila de piedras en que estaba sentado y caminó hasta la puerta
del corral. Luego se dio vuelta para decir:
-Voy, pues.
Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará de mi mujer y de
los hijos?
-La
Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué
cosas haces por mí. Eso es lo que urge.
Lo habían
traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y él seguía todavía allí,
amarrado a un horcón, esperando. No se podía estar quieto. Había hecho el
intento de dormir un rato para apaciguarse, pero el sueño se le había ido.
También se le había ido el hambre. No tenía ganas de nada. Sólo de vivir. Ahora
que sabía bien a bien que lo iban a matar, le habían entrado unas ganas tan
grandes de vivir como sólo las puede sentir un recién resucitado. Quién le iba
a decir que volvería aquel asunto tan viejo, tan rancio, tan enterrado como
creía que estaba. Aquel asunto de cuando tuvo que matar a don Lupe. No nada más
por nomás, como quisieron hacerle ver los de Alima, sino porque tuvo sus
razones. Él se acordaba:
Don Lupe
Terreros, el dueño de la Puerta de Piedra, por más señas su compadre. Al que
él, Juvencio Nava, tuvo que matar por eso; por ser el dueño de la Puerta de
Piedra y que, siendo también su compadre, le negó el pasto para sus animales.
Primero se
aguantó por puro compromiso. Pero después, cuando la sequía, en que vio cómo se
le morían uno tras otro sus animales hostigados por el hambre y que su compadre
don Lupe seguía negándole la yerba de sus potreros, entonces fue cuando se puso
a romper la cerca y a arrear la bola de animales flacos hasta las paraneras
para que se hartaran de comer. Y eso no le había gustado a don Lupe, que mandó
tapar otra vez la cerca para que él, Juvencio Nava, le volviera a abrir otra
vez el agujero. Así, de día se tapaba el agujero y de noche se volvía a abrir,
mientras el ganado estaba allí, siempre pegado a la cerca, siempre esperando;
aquel ganado suyo que antes nomás se vivía oliendo el pasto sin poder probarlo.
Y él y don Lupe
alegaban y volvían a alegar sin llegar a ponerse de acuerdo. Hasta que una vez
don Lupe le dijo:
-Mira,
Juvencio, otro animal más que metas al potrero y te lo mato.
Y él contestó:
-Mire, don
Lupe, yo no tengo la culpa de que los animales busquen su acomodo. Ellos son
inocentes. Ahí se lo haiga si me los mata.
“Y me mató un
novillo.”
“Esto pasó hace
treinta y cinco años, por marzo, porque ya en abril andaba yo en el monte,
corriendo del exhorto. No me valieron ni las diez vacas que le di al juez, ni
el embargo de mi casa para pagarle la salida de la cárcel. Todavía después, se
pagaron con lo que quedaba nomás por no perseguirme, aunque de todos modos me
perseguían. Por eso me vine a vivir junto con mi hijo a este otro terrenito que
yo tenía y que se nombra Palo de Venado. Y mi hijo creció y se casó con la
nuera Ignacia y tuvo ya ocho hijos. Así que la cosa ya va para viejo, y según
eso debería estar olvidada. Pero, según eso, no lo está.
“Yo entonces
calculé que con unos cien pesos quedaba arreglado todo. El difunto don Lupe era
solo, solamente con su mujer y los dos muchachitos todavía de a gatas. Y la
viuda pronto murió también dizque de pena. Y a los muchachitos se los llevaron
lejos, donde unos parientes. Así que, por parte de ellos, no había que tener
miedo.
“Pero los demás
se atuvieron a que yo andaba exhortado y enjuiciado para asustarme y seguir
robándome. Cada vez que llegaba alguien al pueblo me avisaban:
“-Por ahí andan
unos fureños, Juvencio.”
“Y yo echaba
pal monte, entreverándome entre los madroños y pasándome los días comiendo
verdolagas. A veces tenía que salir a la media noche, como si me fueran
correteando los perros. Eso duró toda la vida . No fue un año ni dos. Fue toda
la vida.”
Y ahora habían
ido por él, cuando no esperaba ya a nadie, confiado en el olvido en que lo
tenía la gente; creyendo que al menos sus últimos días los pasaría tranquilos.
“Al menos esto -pensó- conseguiré con estar viejo. Me dejarán en paz”.
Se había dado a
esta esperanza por entero. Por eso era que le costaba trabajo imaginar morir
así, de repente, a estas alturas de su vida, después de tanto pelear para
librarse de la muerte; de haberse pasado su mejor tiempo tirando de un lado
para otro arrastrado por los sobresaltos y cuando su cuerpo había acabado por
ser un puro pellejo correoso curtido por los malos días en que tuvo que andar
escondiéndose de todos.
Por si acaso,
¿no había dejado hasta que se le fuera su mujer? Aquel día en que amaneció con
la nueva de que su mujer se le había ido, ni siquiera le pasó por la cabeza la
intención de salir a buscarla. Dejó que se fuera sin indagar para nada ni con
quién ni para dónde, con tal de no bajar al pueblo. Dejó que se le fuera como
se le había ido todo lo demás, sin meter las manos. Ya lo único que le quedaba
para cuidar era la vida, y ésta la conservaría a como diera lugar. No podía
dejar que lo mataran. No podía. Mucho menos ahora.
Pero para eso
lo habían traído de allá, de Palo de Venado. No necesitaron amarrarlo para que
los siguiera. Él anduvo solo, únicamente maniatado por el miedo. Ellos se
dieron cuenta de que no podía correr con aquel cuerpo viejo, con aquellas
piernas flacas como sicuas secas, acalambradas por el miedo de morir. Porque a
eso iba. A morir. Se lo dijeron.
Desde entonces
lo supo. Comenzó a sentir esa comezón en el estómago que le llegaba de pronto
siempre que veía de cerca la muerte y que le sacaba el ansia por los ojos, y
que le hinchaba la boca con aquellos buches de agua agria que tenía que
tragarse sin querer. Y esa cosa que le hacía los pies pesados mientras su
cabeza se le ablandaba y el corazón le pegaba con todas sus fuerzas en las
costillas. No, no podía acostumbrarse a la idea de que lo mataran.
Tenía que haber
alguna esperanza. En algún lugar podría aún quedar alguna esperanza. Tal vez
ellos se hubieran equivocado. Quizá buscaban a otro Juvencio Nava y no al
Juvencio Nava que era él.
Caminó entre
aquellos hombres en silencio, con los brazos caídos. La madrugada era oscura,
sin estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y traía
más, llena de ese olor como de orines que tiene el polvo de los caminos.
Sus ojos, que
se habían apenuscado con los años, venían viendo la tierra, aquí, debajo de sus
pies, a pesar de la oscuridad. Allí en la tierra estaba toda su vida. Sesenta
años de vivir sobre de ella, de encerrarla entre sus manos, de haberla probado
como se prueba el sabor de la carne. Se vino largo rato desmenuzándola con los
ojos, saboreando cada pedazo como si fuera el último, sabiendo casi que sería
el último.
Luego, como
queriendo decir algo, miraba a los hombres que iban junto a él. Iba a decirles
que lo soltaran, que lo dejaran que se fuera: “Yo no le he hecho daño a nadie,
muchachos”, iba a decirles, pero se quedaba callado. “Más adelantito se los
diré”, pensaba. Y sólo los veía. Podía hasta imaginar que eran sus amigos; pero
no quería hacerlo. No lo eran. No sabía quiénes eran. Los veía a su lado
ladeándose y agachándose de vez en cuando para ver por dónde seguía el camino.
Los había visto
por primera vez al pardear de la tarde, en esa hora desteñida en que todo
parece chamuscado. Habían atravesado los surcos pisando la milpa tierna. Y él
había bajado a eso: a decirles que allí estaba comenzando a crecer la milpa.
Pero ellos no se detuvieron.
Los había visto
con tiempo. Siempre tuvo la suerte de ver con tiempo todo. Pudo haberse
escondido, caminar unas cuantas horas por el cerro mientras ellos se iban y
después volver a bajar. Al fin y al cabo la milpa no se lograría de ningún
modo. Ya era tiempo de que hubieran venido las aguas y las aguas no aparecían y
la milpa comenzaba a marchitarse. No tardaría en estar seca del todo.
Así que ni
valía la pena de haber bajado; haberse metido entre aquellos hombres como en un
agujero, para ya no volver a salir.
Y ahora seguía
junto a ellos, aguantándose las ganas de decirles que lo soltaran. No les veía
la cara; sólo veía los bultos que se repegaban o se separaban de él. De manera
que cuando se puso a hablar, no supo si lo habían oído. Dijo:
-Yo nunca le he
hecho daño a nadie -eso dijo. Pero nada cambió. Ninguno de los bultos pareció
darse cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Siguieron igual, como si
hubieran venido dormidos.
Entonces pensó
que no tenía nada más que decir, que tendría que buscar la esperanza en algún
otro lado. Dejó caer otra vez los brazos y entró en las primeras casas del
pueblo en medio de aquellos cuatro hombres oscurecidos por el color negro de la
noche.
-Mi coronel,
aquí está el hombre.
Se habían
detenido delante del boquete de la puerta. Él, con el sombrero en la mano, por
respeto, esperando ver salir a alguien. Pero sólo salió la voz:
-¿Cuál hombre?
-preguntaron.
-El de Palo de
Venado, mi coronel. El que usted nos mandó a traer.
-Pregúntale que
si ha vivido alguna vez en Alima -volvió a decir la voz de allá adentro.
-¡Ey, tú! ¿Que
si has habitado en Alima? -repitió la pregunta el sargento que estaba frente a
él.
-Sí. Dile al
coronel que de allá mismo soy. Y que allí he vivido hasta hace poco.
-Pregúntale que
si conoció a Guadalupe Terreros.
-Que dizque si
conociste a Guadalupe Terreros.
-¿A don Lupe?
Sí. Dile que sí lo conocí. Ya murió.
Entonces la voz
de allá adentro cambió de tono:
-Ya sé que
murió -dijo-. Y siguió hablando como si platicara con alguien allá, al otro
lado de la pared de carrizos:
-Guadalupe
Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba muerto.
Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para
enraizar está muerta. Con nosotros, eso pasó.
“Luego supe que
lo habían matado a machetazos, clavándole después una pica de buey en el
estómago. Me contaron que duró más de dos días perdido y que, cuando lo
encontraron tirado en un arroyo, todavía estaba agonizando y pidiendo el
encargo de que le cuidaran a su familia.
“Esto, con el
tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es llegar
a saber que el que hizo aquello está aún vivo, alimentando su alma podrida con
la ilusión de la vida eterna. No podría perdonar a ése, aunque no lo conozco;
pero el hecho de que se haya puesto en el lugar donde yo sé que está, me da
ánimos para acabar con él. No puedo perdonarle que siga viviendo. No debía
haber nacido nunca”.
Desde acá,
desde fuera, se oyó bien claro cuando dijo. Después ordenó:
-¡Llévenselo y
amárrenlo un rato, para que padezca, y luego fusílenlo!
-¡Mírame,
coronel! -pidió él-. Ya no valgo nada. No tardaré en morirme solito, derrengado
de viejo. ¡No me mates…!
-¡Llévenselo!
-volvió a decir la voz de adentro.
-…Ya he pagado,
coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de muchos
modos. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado, siempre
con el pálpito de que en cualquier rato me matarían. No merezco morir así,
coronel. Déjame que, al menos, el Señor me perdone. ¡No me mates! ¡Diles que no
me maten!.
Estaba allí,
como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra la tierra.
Gritando.
En seguida la
voz de allá adentro dijo:
-Amárrenlo y
denle algo de beber hasta que se emborrache para que no le duelan los tiros.
Ahora, por fin,
se había apaciguado. Estaba allí arrinconado al pie del horcón. Había venido su
hijo Justino y su hijo Justino se había ido y había vuelto y ahora otra vez
venía.
Lo echó encima
del burro. Lo apretaló bien apretado al aparejo para que no se fuese a caer por
el camino. Le metió su cabeza dentro de un costal para que no diera mala
impresión. Y luego le hizo pelos al burro y se fueron, arrebiatados, de prisa,
para llegar a Palo de Venado todavía con tiempo para arreglar el velorio del
difunto.
-Tu nuera y los
nietos te extrañarán -iba diciéndole-. Te mirarán a la cara y creerán que no
eres tú. Se les afigurará que te ha comido el coyote cuando te vean con esa
cara tan llena de boquetes por tanto tiro de gracia como te dieron.
FIN
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