La pata de mono, una història que tots coneixem doncs ha inspirat a molts autors, entre ells va inspirar a Stephen King a escriure "El cementeri d'animals", hi ha també un capítol dels Simpson clarament inspirada en ell i ha servit d'nspiració a molts autors de la cultura popular que trobareu en la biografia. (aquí)
La pata de mono
(1863-1943)
I
La
noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa los postigos
estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez.
El primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan
desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora
que tejía plácidamente junto a la chimenea.
—
Oigan el viento — dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba
de que su hijo no lo advirtiera.
— Lo
oigo — dijo éste moviendo implacablemente la reina—. Jaque.
— No
creo que venga esta noche — dijo el padre con la mano sobre el tablero.
—Mate
—contestó el hijo.
— Esto
es lo malo de vivir tan lejos —vociferó el señor White con imprevista y
repentina violencia—. De todos los suburbios, este es el peor. El camino es un
pantano. No se qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les
importa.
—No
te aflijas, querido —dijo suavemente su mujer—, ganarás la próxima vez.
El
señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e
hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.
—Ahí
viene —dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se
acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta;
le oyeron condolerse con el recién venido.
Luego,
entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara
rojiza.
—El
sargento mayor Morris —dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio
la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el
dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre
el fuego.
Al
tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con
interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos
extraños.
—Hace
veintiún años —dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo—. Cuando se
fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.
—No
parece haberle sentado tan mal —dijo la señora White amablemente.
—Me
gustaría ir a la India —dijo el señor White—. Sólo para dar un vistazo.
—Mejor
quedarse aquí —replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y,
suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza.
—Me
gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas —dijo el señor White—.
¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de
mono o algo por el estilo?
—Nada
—contestó el soldado apresuradamente—. Nada que valga la pena oír.
— ¿Una
pata de mono? —preguntó la señora White.
—Bueno,
es lo que se llama magia, tal vez —dijo con desgana el militar.
Sus
tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero llevó
la copa vacía a los labios: volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.
—A
primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular —dijo
el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.
La
señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó
atentamente.
— ¿Y
qué tiene de extraordinario? —preguntó el señor White quitándosela a su hijo,
para mirarla.
—Un
viejo faquir le dio poderes mágicos —dijo el sargento mayor—. Un hombre muy
santo… Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que
nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden
pedirle tres deseos.
Habló
tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.
—Y
usted, ¿por qué no pide las tres cosas? —preguntó Herbert White.
El
sargento lo miró con tolerancia.
—Las
he pedido —dijo, y su rostro curtido palideció.
— ¿Realmente
se cumplieron los tres deseos? —preguntó la señora White.
—Se
cumplieron —dijo el sargento.
— ¿Y
nadie más pidió? —insistió la señora.
—Sí,
un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera fue
la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.
Habló
con tanta gravedad que produjo silencio.
—Morris,
si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán —dijo, finalmente, el
señor White—. ¿Para qué lo guarda?
El
sargento sacudió la cabeza:
—Probablemente
he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado
bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan
que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.
—Y si
a usted le concedieran tres deseos más —dijo el señor White—, ¿los pediría?
—No
sé —contestó el otro—. No sé.
Tomó
la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White
la recogió.
—Mejor
que se queme —dijo con solemnidad el sargento.
—Si
usted no la quiere, Morris, démela.
—No
quiero —respondió terminantemente—. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche
la culpa de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela.
El
otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:
— ¿Cómo
se hace?
—Hay
que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo
que debe temer las consecuencias.
—Parece
de Las mil y una noches —dijo la señora White. Se levantó a preparar la
mesa—. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?
El
señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la
expresión de alarma del sargento.
—Si
está resuelto a pedir algo —dijo agarrando el brazo de White— pida algo
razonable.
El
señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a
la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos,
escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la India.
—Si
en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros —dijo
Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar
el último tren—, no conseguiremos gran cosa.
— ¿Le
diste algo? —preguntó la señora mirando atentamente a su marido.
—Una
bagatela —contestó el señor White, ruborizándose levemente—. No quería
aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.
—Sin
duda —dijo Herbert, con fingido horror—, seremos felices, ricos y famosos. Para
empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer.
El
señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad.
—No
se me ocurre nada para pedirle —dijo con lentitud—. Me parece que tengo todo lo
que deseo.
—Si
pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? —dijo Herbert
poniéndole la mano sobre el hombro—. Bastará con que pidas doscientas libras.
El
padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert
puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes
graves.
—Quiero
doscientas libras —pronunció el señor White.
Un
gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito.
Su mujer y su hijo corrieron hacia él.
—Se
movió —dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer—. Se retorció en
mi mano como una víbora.
—Pero
yo no veo el dinero —observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre
la mesa—. Apostaría que nunca lo veré.
—Habrá
sido tu imaginación, querido —dijo la mujer, mirándolo ansiosamente.
Sacudió
la cabeza.
—No
importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.
Se sentaron
junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más
fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los
pisos altos. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se
levantaron para ir a acostarse.
—Se
me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama —dijo
Herbert al darles las buenas noches—. Una aparición horrible, agazapada encima
del ropero, te acechará cuando estés guardando tus bienes ilegítimos.
Ya solo,
el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y vio caras en
ellas. La última era tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se
rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar
la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el
abrigo y subió a su cuarto.
II
A la
mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal,
se rio de sus temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud que
faltaba la noche anterior; y esa pata de mono; arrugada y sucia, tirada sobre
el aparador, no parecía terrible.
—Todos
los viejos militares son iguales —dijo la señora White—. ¡Qué idea, la nuestra,
escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta época? Y si
consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte?
—Pueden
caer de arriba y lastimarte la cabeza —dijo Herbert.
—Según
Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias —dijo
el padre.
—Bueno,
no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta —dijo Herbert,
levantándose de la mesa—. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que
repudiarte.
La
madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de
vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad del marido.
Sin
embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a abrirla, y cuando vio que
sólo traía la cuenta del sastre se refirió con cierto malhumor a los militares
de costumbres intemperantes.
—Me
parece que Herbert tendrá tema para sus bromas —dijo al sentarse.
—Sin
duda —dijo el señor White—. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano.
Puedo jurarlo.
—Habrá
sido en tu imaginación —dijo la señora suavemente.
—Afirmo
que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era… ¿Qué sucede?
Su
mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que
rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien
vestido y que tenía una galera nueva y reluciente; pensó en las doscientas
libras. El hombre se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a
llamar.
Apresuradamente,
la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la
silla.
Hizo
pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras
ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el
guardapolvo del marido. La señora esperó cortésmente que les dijera el motivo
de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio.
—Vengo
de parte de Maw & Meggins —dijo por fin.
La
señora White tuvo un sobresalto.
— ¿Qué
pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?
Su
marido se interpuso.
—Espera,
querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas
noticias, señor.
Y lo
miró patéticamente.
—Lo
siento… —empezó el otro.
— ¿Está
herido? —preguntó, enloquecida, la madre.
El
hombre asintió.
—Mal
herido —dijo pausadamente—. Pero no sufre.
—Gracias
a Dios —dijo la señora White, juntando las manos—. Gracias a Dios.
Bruscamente
comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la
confirmación de sus temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la
respiración, miró a su marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la
mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.
—Lo
agarraron las máquinas —dijo en voz baja el visitante.
—Lo
agarraron las máquinas —repitió el señor White, aturdido.
Se
sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó en
la suya, como en sus tiempos de enamorados.
—Era
el único que nos quedaba —le dijo al visitante—. Es duro.
El
otro se levantó y se acercó a la ventana.
—La
compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran pérdida —dijo
sin darse la vuelta—. Le ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que
obedezco las órdenes que me dieron.
No
hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.
—Se
me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda
responsabilidad en el accidente —prosiguió el otro—. Pero en consideración a
los servicios prestados por su hijo, le remiten una suma determinada.
El
señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al
visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra: ¿cuánto?
—Doscientas
libras —fue la respuesta.
Sin
oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos,
como un ciego, y se desplomó, desmayado.
III
En el
cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron
sepultura a su muerto y volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio.
Todo
pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando
alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la
expectativa se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los
viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada
que decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio.
Una
semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche, estiró
la mano y se encontró solo.
El
cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la ventana, un llanto contenido. Se
incorporó en la cama para escuchar.
—Vuelve
a acostarte —dijo tiernamente—. Vas a coger frío.
—Mi
hijo tiene más frío —dijo la señora White y volvió a llorar.
Los
sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia, y
sus ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó.
—La
pata de mono —gritaba desatinadamente—, la pata de mono.
El
señor White se incorporó alarmado.
— ¿Dónde?
¿Dónde está? ¿Qué sucede?
Ella
se acercó:
—La
quiero. ¿No la has destruido?
—Está
en la sala, sobre la repisa —contestó asombrado—. ¿Por qué la quieres?
Llorando
y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente:
—Sólo
ahora he pensado… ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste?
— ¿Pensaste
en qué? —preguntó.
—En
los otros dos deseos —respondió en seguida—. Sólo hemos pedido uno.
— ¿No
fue bastante?
—No —gritó
ella triunfalmente—. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro
hijo vuelva a la vida.
El
hombre se sentó en la cama, temblando.
—Dios
mío, estás loca.
—Búscala
pronto y pide —le balbuceó—; ¡mi hijo, mi hijo!
El
hombre encendió la vela.
—Vuelve
a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.
—Nuestro
primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?
—Fue
una coincidencia.
—Búscala
y desea —gritó con exaltación la mujer.
El
marido se volvió y la miró:
—Hace
diez días que está muerto y además, no quiero decirte otra cosa, lo reconocí
por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras…
—¡Tráemelo!
—gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta—. ¿Crees que temo al niño que he
criado?
El
señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa.
El
talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado
trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto.
Perdió
la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo
de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la
mano.
Cuando
entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba
ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.
— ¡Pídelo!
—gritó con violencia.
—Es
absurdo y perverso —balbuceó.
—Pídelo
—repitió la mujer.
El
hombre levantó la mano:
—Deseo
que mi hijo viva de nuevo.
El
talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego,
temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y
levantó la cortina. El hombre no se movió de allí, hasta que el frío del alba
lo traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La vela se
había consumido; hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo
sombras vacilantes.
Con
un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la
cama; un minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.
No
hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era
opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una
vela.
Al
pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender
otro; simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta
de entrada.
Los
fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el
golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.
— ¿Qué
es eso? —gritó la mujer.
—Un
ratón —dijo el hombre—. Un ratón. Se me cruzó en la escalera.
La
mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.
— ¡Es
Herbert! ¡Es Herbert! —La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido
la alcanzó.
— ¿Qué
vas a hacer? —le dijo ahogadamente.
— ¡Es
mi hijo; es Herbert! —gritó la mujer, luchando para que la soltara—. Me había
olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la
puerta.
—Por
amor de Dios, no lo dejes entrar —dijo el hombre, temblando.
— ¿Tienes
miedo de tu propio hijo? —gritó—. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.
Hubo
dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la
llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el
cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante:
—La
tranca —dijo—. No puedo alcanzarla.
Pero
el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono.
—Si
pudiera encontrarla antes de que eso entrara…
Los
golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer
acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante
encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.
Los
golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar
la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera, y un largo
y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego
hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.
FIN
De vez en cuando encontrarás en el apartado "Cuentos" un cuento corto; un clásico de la literatura universal.
En los comentarios podrás escribir qué te ha parecido su lectura, podrás añadir información complementaria o aquello que consideres que aporta valor al cuento. El objetivo es básicamente el de enriquecernos como lectores.
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NOTA: La biblioteca de Lymus es un espacio bilingüe y de respeto. Cada uno es libre de dar su opinión siempre y cuando no ofenda a otros.
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