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Lymus.
El golpe de gracia, un nuevo cuento de Ambrose Bierce, que ya me fascinó en otra ocasión. Esta vez sitúa la acción en la derrota tras una batalla (el autor mismo participó en en las batallas de Shiloh, Rich Mountain y Kennesaw Mountain, en la Guerra civil americana). Nos pone frente a la decisión de "ayudar a morir" a su amigo agonizante y nos sitúa en un triangulo de amistades y enemistades entre dos hermanos y el protagonista, todos ellos miembros del mismo pelotón. El final roza el horror más indescriptible y hace que aumente mi admiración por Bierce.
El golpe de gracia
Ambrose Bierce
(1842-1914)
La
lucha había sido dura e incesante. Todos los sentidos lo atestiguaban: hasta el
gusto de la batalla flotaba en el aire. Pero ya había terminado; sólo quedaba
auxiliar a los heridos y enterrar a los muertos…; “limpiar un poco”, como decía
el humorista del pelotón de sepultureros. Era bastante lo que había que
limpiar. Hasta donde abarcaba la vista dentro del bosque, entre los árboles
descuajados, veíanse restos de hombres y caballos, entre los que se movían los
camilleros recogiendo y transportando a los pocos que daban señales de vida. La
mayor parte de los heridos habían muerto desangrados, cuando hasta el derecho
de atenderlos se hallaba en disputa. Los heridos tenían que esperar,
reglamentaban las ordenanzas del ejército. La mejor manera de cuidarlos es
ganar la batalla. Debe admitirse que la victoria es una indudable ventaja para
un hombre que necesita atención médica, pero muchos no viven para sacarle
partido.
Los
muertos eran puestos en hilera, en grupos de quince o veinte, mientras se
cavaban las fosas que habían de recibirlos. A algunos, que estaban demasiado
lejos, se les enterraba donde habían caído. Nadie se esforzaba demasiado por
identificarlos, aunque en la mayoría de los casos los pelotones de enterradores
que espigaban en el mismo terreno que contribuyeran a segar anotaban los
nombres de los muertos victoriosos. A las bajas enemigas, ya era bastante que
las contaran. Aunque esto tenía su compensación, porque a muchos los contaban
varias veces; de ahí que el total que aparecía en el comunicado del comandante
vencedor denotaba más bien una esperanza que un resultado.
A corta
distancia del sitio donde uno de los pelotones de enterradores había
establecido su “vivac de la muerte”, un oficial de los federales se apoyaba
contra un árbol. Desde los pies hasta el cuello, su actitud era de fatiga en
reposo. Pero la cabeza movíase inquieta de un lado a otro. Su mente, al
parecer, no descansaba. Quizá no sabía en qué dirección marcharse. Lo más
probable era que no permaneciese allí mucho tiempo, porque ya los rayos
oblicuos del sol poniente manchaban de rojo los claros del bosque, y los
soldados exhaustos abandonaban su tarea. Era difícil que pernoctara entre los
muertos. Después de la batalla, nueve hombres de cada diez le preguntaban a uno
el paradero de alguna sección del ejército… como si alguien lo supiera.
Indudablemente este oficial estaba extraviado. Tras descansar un instante,
marcharía en pos de los pelotones de sepultureros.
Cuando
todos se fueron, empezó a caminar a través del bosque, en dirección al rojo
poniente, cuya luz le manchaba la cara con reflejos sanguíneos. El aire de confianza
con que ahora avanzaba sugería que estaba en terreno familiar; había logrado
orientarse. Marchaba sin mirar los muertos que yacían a derecha e izquierda.
Tampoco le detenía la sorda queja de algún infeliz, olvidado por los grupos de
rescate, que pasaría mala noche bajo las estrellas, sin más compañía que la
sed. El oficial nada podía hacer: no era médico, no tenía agua.
Al
extremo de una angosta quebrada -una simple depresión del terreno- yacía un
pequeño grupo de cadáveres. Los vio. Apartose de pronto del camino que seguía y
caminó rápido hacia ellos. Escrutándolos al pasar, se detuvo al fin ante uno
que estaba a corta distancia de los demás, cerca de un matorral de arbustos. Lo
miró atentamente: parecía moverse. Se agachó y le puso la mano en la cara. El
cuerpo gritó.
El
oficial era el capitán Downing Madwell, de un regimiento de infantería de
Massachusetts, soldado inteligente y audaz, amén de hombre honorable.
En el
regimiento había dos hermanos de apellido Halcrow. Caffal y Creede Halcrow.
Caffal Halcrow era sargento en la compañía del capitán Madwell. Y esos dos
hombres, el sargento y el capitán, eran íntimos amigos. Dentro de lo que
permitía la diferencia de graduación, la disparidad de obligaciones y los
requisitos de la disciplina militar, estaban siempre juntos. En realidad, se
habían criado juntos. Y una costumbre del corazón no se desarraiga fácilmente.
Caffal Halcrow nada tenía de marcial en su carácter ni en sus gustos, pero la
idea de separarse de su amigo le resultaba desagradable; y por eso se alistó en
la compañía de la que Madwell era entonces teniente. Ambos habían ascendido dos
grados, pero entre el suboficial más alto y el oficial más subalterno, el
abismo social es ancho y profundo; y aquella vieja relación, mantenida con dificultad,
ya no podía ser idéntica.
Creede
Halcrow, hermano de Caffal, era mayor del regimiento. Un hombre cínico,
saturnino. Entre él y el capitán Madwell reinaba una antipatía natural, que las
circunstancias habían alimentado y fortalecido hasta convertirla en activa
animosidad. De no mediar la influencia moderadora de Caffal, es indudable que
cada uno de estos patriotas habría tratado de privar a su país de los servicios
del otro…
*
Al
iniciarse la batalla esa mañana, el regimiento cumplía una misión de avanzada,
a una milla del cuerpo principal del ejército. Fue atacado y casi rodeado en el
bosque, pero mantuvo a pie firme el terreno. Al disminuir momentáneamente la
lucha, el mayor Halcrow se dirigió hacia el capitán Madwell. Cambiaron un
saludo formal, y dijo el mayor:
-Capitán,
el coronel le ordena avanzar con su compañía hasta el nacimiento de esa
quebrada, y mantener la posición hasta nueva orden. No necesito subrayarle el
carácter peligroso de la maniobra, pero si usted lo desea, imagino que puede
entregar el mando a su primer teniente. No se me ordenó, sin embargo, autorizar
esta substitución. Es simplemente una sugerencia personal y extraoficial.
A ese
atroz insulto, replicó fríamente el capitán Madwell:
-Señor,
le invito a participar en la maniobra. Un oficial montado sería un blanco
perfecto, y siempre he sostenido la opinión de que usted valdría más si
estuviera muerto.
Ya en
1862 se cultivaba en los círculos militares el arte de la réplica.
Media
hora más tarde la compañía del capitán Madwell fue desalojada de su posición,
con pérdidas equivalentes a un tercio de sus efectivos. Entre los muertos
estaba el sargento Halcrow. Poco después el regimiento debió replegarse a las
líneas principales, y al terminar la lucha se encontraba a varias millas de distancia.
El
capitán estaba ahora de pie junto al amigo y subordinado.
El
sargento Halcrow se hallaba mortalmente herido. El desgarrado uniforme dejaba
ver el abdomen. Algunos de los botones de la casaca habían sido arrancados y
estaban dispersos por el suelo, con otros fragmentos de su ropa. El cinturón de
cuero estaba partido, y parecía que se lo hubieran arrancado de bajo del
cuerpo. No había mucha sangre derramada. La única herida visible era un ancho e
irregular desgarrón en el abdomen, sucio de tierra y hojas muertas, por donde
asomaba un extremo lacerado de intestino. En toda su experiencia, el capitán
Madwell no había visto una herida semejante. No podía imaginar cómo fue
producida, ni explicar las circunstancias que la acompañaban: el uniforme
extrañamente rasgado, el cinturón partido, las manchas de la piel. Se arrodilló
para efectuar un examen más atento. Cuando se puso de pie, volvió los ojos en
varias direcciones, como buscando un enemigo. A cincuenta yardas de distancia,
en la cresta de una loma baja, cubierta de arbustos, vio varios objetos oscuros
que se movían entre los hombres caídos…: una manada de cerdos. Uno le daba la
espalda, con los cuartos delanteros levantados. Apoyaba las patas en un cuerpo
humano; la cabeza baja era invisible. La erizada eminencia del lomo se
recortaba en negro contra el rojo poniente. El capitán Madwell apartó los ojos
y volvió a clavarlos en eso que había sido su amigo.
El
hombre que había padecido esas monstruosas mutilaciones estaba vivo. De a ratos
movía las piernas. Con cada inspiración lanzaba un gemido. Miraba azorado la
cara del amigo; y si éste lo tocaba, soltaba un grito. En su feroz agonía,
había arañado el suelo en que se encontraba tendido; sus manos crispadas
estaban llenas de tierra, hojas y palitos. No conseguía articular una palabra.
Era imposible saber si sentía algo que no fuera dolor. La expresión de su
rostro era un ruego; en sus ojos parecía reflejarse una plegaria. ¿Qué pedía?
Imposible
equivocar el significado de esa mirada. El capitán la había visto con demasiada
frecuencia en los ojos de aquellos cuyos labios aún podían suplicar la muerte.
Conscientemente o no, este retorcido fragmento de humanidad, esta imagen del
sufrimiento, esta mezcla de hombre y bestia, este humilde Prometeo sin
heroísmo, suplicaba a todos, a todas las cosas, a todo lo que no era él, la
bendición de no existir. A la tierra y al cielo, a los árboles, al hombre, a
todo cuanto adquiría forma en los sentidos o en la conciencia, este padecer
hecho carne dirigía su callada plegaria.
¿Qué
significaba? Lo que concedemos a la más ruin criatura desprovista de razón para
pedirlo, lo que sólo negamos a los infortunados de nuestra propia especie: la
anhelada liberación, el rito de compasión máxima, el golpe de gracia.
El
capitán Madwell pronunció el nombre de su amigo. Lo repitió una y otra vez, sin
resultado, hasta que lo ahogó la emoción. Sus lágrimas, encegueciéndolo,
cayeron sobre aquel pálido rostro. Ahora no veía más que un objeto borroso y
móvil, pero los gemidos eran más claros que nunca, cortados a breves intervalos
por agudos gritos. Dio media vuelta, llevándose la mano a la frente, y se
alejó. Los cerdos, al verlo, alzaron los hocicos encarnados, lo miraron
suspicaces un momento, y después, gruñendo ásperamente al unísono, se alejaron
a la carrera. Un caballo, con la pata horriblemente astillada por un cañonazo,
alzó la cabeza del suelo y lanzó un doloroso relincho. Madwell avanzó un paso,
desenfundó el revólver, y le pegó un tiro entre los ojos, observando atento la
agonía de la pobre bestia, que contrariamente a lo qué él esperaba, fue larga y
violenta. Pero al fin quedó inmóvil. Los tensos músculos de los belfos, que
habían desnudado los dientes en una mueca atroz, parecieron aflojarse. El
perfil nítido y fino de la cabeza adquirió un aspecto de profunda paz y reposo.
En el
oeste, a lo largo de la distante loma arbolada, se extinguían los últimos
esplendores del atardecer. La luz que acariciaba los troncos de los árboles se
había degradado a un gris tierno; en lo alto de las copas anidaban las sombras
como grandes pájaros oscuros. Llegaba la noche, y entre el capitán Madwell y el
campamento, se extendía a lo largo de muchos kilómetros el bosque espectral.
Sin embargo, ahí estaba, junto al animal muerto, desvinculado al parecer de cuanto
le rodeaba. Los ojos clavados en el suelo, la mano izquierda floja al costado,
la derecha esgrimiendo la pistola. De pronto alzó la cara, miró a su amigo
moribundo y volvió rápidamente a su lado. Se arrodilló a medias, montó el arma,
apoyó el cañón en la frente del sargento, desvió los ojos y apretó el gatillo.
No hubo
detonación. Su última bala la había gastado en el caballo. El moribundo gimió y
sus labios se movieron convulsivamente. La espuma que brotaba de ellos tenía un
tinte sanguinolento. El capitán Madwell se puso de pie y desenvainó la espada.
Pasó los dedos de la mano izquierda a lo largo del filo desde la empuñadura a
la punta. La tendió recta ante sí como para probar sus nervios. La hoja no
temblaba. El mortecino fulgor que reflejaba la luz del cielo, permanecía
inmóvil y firme. Se inclinó, desgarró con la mano izquierda la camisa del
moribundo. Irguiéndose, le puso la punta de la espada sobre el corazón. Esta
vez no apartó los ojos. Aferrando la empuñadura con ambas manos, empujó con todas
sus fuerzas. La hoja se hundió en el cuerpo del hombre. Atravesó el cuerpo y se
clavó en la tierra. El capitán Madwell estuvo a punto de caer sobre su obra. El
moribundo encogió las piernas, y al mismo tiempo se llevó el brazo al pecho,
sujetando el acero con tanta fuerza que los nudillos de la mano se le pusieron
blancos. Con este violento pero inútil esfuerzo por quitarse la espada, agrandó
la herida, por la que escapó un hilo de sangre, que se filtró sinuosamente por
el roto uniforme.
En ese
momento tres hombres salían silenciosamente del montecito de arbustos que había
ocultado su avance. Dos eran enfermeros y traían angarillas.
El
tercero era el mayor Creede Halcrow.
FIN
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