Tobermory. (cuento completo abajo)
Com de costum no vaig a fer la ressenya del conte. Es llegeix en 20 minuts. Ara bé, és molt divertit i especialment recomanable.
I si el vostre gat parlés?
Aquesta és la situació que ens presenta Saki. Un gat parlant amb estudiada indiferència. M'ha fet pensar en alguns tipus d'autisme i de com la gent que els sofreix no sol distinguir entre el que és políticament correcte i el qué no. Hi ha aspergers per a qui tot és o blanc o negre. Saki presenta un gat sarcàstic i indiferent que amb la seva actitud assenyala directament a la falsetat i hipocresia que ses segurament es donaven en les reunions socials victorianes.
Un gran conte y molt divertit.
NOTA 4/5
Tobermory
Saki
(1870-1916)
Era
una tarde lluviosa y desapacible de fines de agosto durante esa estación
indefinida en que las perdices están todavía a resguardo o en algún frigorífico
y no hay nada que cazar, a no ser que uno se encuentre en algún lugar que
limite al norte con el canal de Bristol. En tal caso se pueden perseguir
legalmente robustos venados rojos.
Los
huéspedes de lady Blemley no estaban limitados al norte por el canal de
Bristol, de modo que esa tarde estaban todos reunidos en torno a la mesa del
té. Y, a pesar de la monotonía de la estación y de la trivialidad del momento,
no había indicio en la reunión de esa inquietud que nace del tedio y que
significa temor por la pianola y deseo reprimido de sentarse a jugar bridge. La
ansiosa atención de todos se concentraba en la personalidad negativamente
hogareña del señor Cornelius Appin. De todos los huéspedes de lady Blemley era
el que había llegado con una reputación más vaga. Alguien había dicho que era
“inteligente”, y había recibido su invitación con la moderada expectativa, de
parte de su anfitriona, de que por lo menos alguna porción de su inteligencia
contribuyera al entretenimiento general. No había podido descubrir hasta la
hora del té en qué dirección, si la había, apuntaba su inteligencia. No se
destacaba por su ingenio ni por saber jugar al croquet; tampoco poseía un poder
hipnótico ni sabía organizar representaciones de aficionados. Tampoco sugería
su aspecto exterior esa clase de hombres a los que las mujeres están dispuestas
a perdonar un grado considerable de deficiencia mental. Había quedado reducido
a un simple señor Appin y el nombre de Cornelius parecía no ser sino un
transparente fraude bautismal. Y ahora pretendía haber lanzado al mundo un
descubrimiento frente al cual la invención de la pólvora, la imprenta y la
locomotora resultaban meras bagatelas. La ciencia había dado pasos asombrosos
en diversas direcciones durante las últimas décadas, pero esto parecía
pertenecer al dominio del milagro más que al del descubrimiento científico.
-¿Y
usted nos pide realmente que creamos -decía sir Wilfred- que ha descubierto un
método para instruir a los animales en el arte del habla humana, y que nuestro
querido y viejo Tobermory fue el primer discípulo con el que obtuvo un
resultado feliz?
-Es
un problema en el que he trabajado mucho los últimos diecisiete años -dijo el
señor Appin-, pero solo durante los últimos ocho o nueve meses he sido premiado
con el mayor de los éxitos. Experimenté por supuesto con miles de animales,
pero últimamente solo con gatos, esas criaturas admirables que han asimilado
tan maravillosamente nuestra civilización sin perder por eso todos sus
altamente desarrollados instintos salvajes. De tanto en tanto se encuentra
entre los gatos un intelecto superior, como sucede también entre la masa de los
seres humanos, y cuando conocí hace una semana a Tobermory, me di cuenta
inmediatamente de que estaba ante un “supergato” de extraordinaria
inteligencia. Había llegado muy lejos por el camino del éxito en experimentos
recientes; con Tobermory, como ustedes lo llaman, he llegado a la meta.
El
señor Appin concluyó su notable afirmación en un tono en que se esforzaba por
eliminar una inflexión de triunfo. Nadie dijo “ratas” aunque los labios de
Clovis esbozaron una contorsión bisilábica que invocaba probablemente a esos
roedores representantes del descrédito.
-¿Quiere
decir -preguntó la señorita Resker, después de una breve pausa- que usted ha
enseñado a Tobermory a decir y a entender oraciones simples de una sola sílaba?
-Mi
querida señorita Resker -dijo pacientemente el taumaturgo-, de esa manera
gradual y fragmentaria se enseña a los niños, a los salvajes y a los adultos
atrasados; cuando se ha resuelto el problema de cómo empezar con un animal de
inteligencia altamente desarrollada no se necesitan para nada esos métodos
vacilantes. Tobermory puede hablar nuestra lengua con absoluta corrección.
Esta
vez Clovis dijo claramente “requeterratas”. Sir Wilfrid fue más amable, aunque
igualmente escéptico.
-¿No
sería mejor traer al gato y juzgar por nuestra cuenta? -sugirió lady Blemley.
Sir
Wilfrid fue en busca del animal, y todos se entregaron a la lánguida
expectativa de asistir a un acto de ventriloquismo más o menos hábil.
Sir
Wilfrid volvió al instante, pálido su rostro bronceado y los ojos dilatados por
el asombro.
-¡Caramba,
es verdad!
Su
agitación era inequívocamente genuina y sus oyentes se sobresaltaron en un
estremecimiento de renovado interés.
Dejándose
caer en un sillón, prosiguió con voz entrecortada:
-Lo
encontré dormitando en el salón de fumar, y lo llamé para que viniera a tomar
el té. Parpadeó como suele hacer, y le dije: “Vamos, Toby; no nos hagas
esperar”. Entonces ¡Dios mío!, articuló con lentitud, del modo más
espantosamente natural, que vendría cuando le diera la real gana. Casi me caigo
de espaldas.
Appin
se había dirigido a un auditorio completamente incrédulo; las palabras de sir
Wilfrid lograron un convencimiento instantáneo. Se elevó un coro de
exclamaciones de asombro dignas de la Torre de Babel, entre las cuales el
científico permanecía sentado y en silencio gozando del primer fruto de su
estupendo descubrimiento.
En
medio del clamor entró en el cuarto Tobermory y se abrió paso con delicadeza y
estudiada indiferencia hasta donde estaba el grupo reunido en torno a la mesa
del té.
Un
silencio tenso e incómodo dominó a los comensales. Por algún motivo resultaba
incómodo dirigirse en términos de igualdad a un gato doméstico de reconocida
habilidad mental.
-¿Quieres
tomar leche, Tobermory? -preguntó lady Blemley con la voz un poco tensa.
-Me
da lo mismo -fue la respuesta, expresada en un tono de absoluta indiferencia.
Un estremecimiento de reprimida excitación recorrió a todos, y lady Blemley
merece ser disculpada por haber servido la leche con un pulso más bien
inestable.
-Me
temo que derramé bastante -dijo.
-Después
de todo, no es mía la alfombra -replicó Tobermory.
Otra
vez el silencio dominó al grupo, y entonces la señorita Resker, con sus mejores
modales de asistente parroquial, le preguntó si le había resultado difícil
aprender el lenguaje humano. Tobermory la miró fijo un instante y luego bajó
serenamente la mirada. Era evidente que las preguntas aburridas estaban
excluidas de su sistema de vida.
-¿Qué
opinas de la inteligencia humana? -preguntó Mavis Pellington, en tono
vacilante.
-¿De
la inteligencia de quién en particular? -preguntó fríamente Tobermory.
-¡Oh,
bueno!, de la mía, por ejemplo -dijo Mavis tratando de reír.
-Me
pone usted en una situación difícil -dijo Tobermory, cuyo tono y actitud no
sugerían por cierto el menor embarazo-. Cuando se propuso incluirla entre los
huéspedes, sir Wilfrid protestó alegando que era usted la mujer más tonta que
conocía, y que había una gran diferencia entre la hospitalidad y el cuidado de
los débiles mentales. Lady Bremley replicó que su falta de capacidad mental era
precisamente la cualidad que le había ganado la invitación, puesto que no
conocía ninguna persona tan estúpida como para que le comprara su viejo
automóvil. Ya sabe cuál, el que llaman “la envidia de Sísifo”, porque si lo
empujan va cuesta arriba con suma facilidad.
Las
protestas de lady Blemley habrían tenido mayor efecto si aquella misma mañana
no hubiera sugerido casualmente a Mavis que ese auto era justo lo que ella
necesitaba para su casa de Devonshire.
El
mayor Barfield se precipitó a cambiar de tema.
-¿Y
qué hay de tus andanzas con la gatita de color carey, allá en los establos?
No
bien lo dijo, todos advirtieron que la pregunta era una burrada.
-Por
lo general no se habla de esas cosas en público -respondió fríamente
Tobermory-. Por lo que pude observar de su conducta desde que llegó a esta
casa, imagino que le parecería inconveniente que yo desviara la conversación
hacia sus pequeños asuntos.
No
solo al mayor dominó el pánico que siguió a estas palabras.
-¿Quieres
ir a ver si la cocinera ya tiene lista tu comida? -sugirió apresuradamente lady
Blemley, fingiendo ignorar que faltaban por lo menos dos horas para la comida
de Tobermory.
-Gracias
-dijo Tobermory-, acabo de tomar el té. No quiero morir de indigestión.
-Los
gatos tienen siete vidas, sabes -dijo sir Wilfrid con ánimo cordial.
-Posiblemente
-replicó Tobermory-, pero un solo hígado.
-¡Adelaida!
-exclamó la señora Cornett-, ¿vas a permitir que este gato salga a hablar de
nosotros con los sirvientes?
El
pánico en verdad se había vuelto general. Se recordó con espanto que una
balaustrada ornamental recorría la mayor de las ventanas de los dormitorios de
las torres, y que era el paseo favorito de Tobermory a todas horas. Desde allí
podía vigilar a las palomas y… sabe Dios qué más. Si su intención era
extenderse en reminiscencias, con su actual tendencia a la franqueza el efecto
sería más que desconcertante. La señora Cornett, que pasaba mucho tiempo frente
a su mesa de tocador y cuyo cutis tenía fama de poseer una naturaleza nómada
aunque puntual, se mostraba tan incómoda como el mayor.
La
señorita Scrawen, que escribía poemas de una sensualidad feroz y llevaba una
vida intachable, solo manifestó irritación; si uno es metódico y virtuoso en su
vida privada, no quiere necesariamente que todos se enteren. Bertie van Tahn,
tan depravado a los diecisiete años que hacía ya mucho que había abandonado su
intento de ser todavía peor, se puso de un color blanco apagado como de
gardenia, pero no cometió el error de precipitarse fuera de la habitación como
Odo Finsberry, un joven que parecía seguir la carrera eclesiástica y a quien
posiblemente perturbaba la idea de enterarse de los escándalos de otras
personas. Clovis tuvo la presencia de ánimo de guardar una apariencia de
serenidad. Interiormente se preguntaba cuánto tiempo tardaría en procurarse una
caja de ratones selectos por medio de Exchanges and Mart, y utilizarlos como
soborno.
Aun
en una situación delicada como aquella, Agnes Resker no podía resignarse a
quedar relegada por mucho tiempo.
-¿Por
qué habré venido aquí? -preguntó en un tono dramático.
Tobermory
aceptó inmediatamente la apertura.
-A
juzgar por lo que dijo ayer la señora Cornett mientras jugaban al croquet, fue
por la comida. Describió a los Blemleys como las personas más aburridas que
conocía, pero admitió que eran lo bastante inteligentes como para tener un
cocinero de primer orden; de otro modo les resultaría difícil encontrar a quien
quisiera volver por segunda vez a su casa.
-¡Ni
una palabra de lo que dice es verdad! ¡Pregunten a la señora Cornett! -exclamó
Agnes, confusa.
-La
señora Cornett repitió después su observación a Bertie van Tahn -prosiguió
Tobermory- y dijo: “Esa mujer está entre los desocupados que integran la Marcha
del Hambre; iría a cualquier parte con tal de obtener cuatro comidas por día”,
y Bertie van Tahn dijo…
En
ese instante, misericordiosamente, la crónica se interrumpió. Tobermory había
divisado a Tom, el gran gato amarillo de la rectoría, que avanzaba a través de
los arbustos en dirección del establo. Tobermory salió disparado por la ventana
abierta.
Con
la desaparición de su por demás alumno brillante, Cornelius Appin se encontró
envuelto en un huracán de amargos reproches, preguntas ansiosas y temerosos
ruegos. En él recaía la responsabilidad de la situación, y era él quien debía
impedir que las cosas empeoraran aun más. ¿Podía Tobermory impartir su
peligroso don a otros gatos? Era la primera pregunta que tuvo que contestar.
Era posible, dijo, que hubiera iniciado a su amiga íntima, la gatita de los
establos, en sus nuevos conocimientos, pero era poco probable que sus
enseñanzas abarcaran por el momento un margen más amplio.
-Siendo
así -dijo la señora Cornett- acepto que Tobermory sea un gato valioso y una
mascota adorable; pero seguramente convendrá conmigo, Adelaida, que tanto él
como la gata de los establos deben desaparecer sin demora.
-No
supondrá que este último cuarto de hora me haya sido placentero -dijo
amargamente lady Blemley-. Mi marido y yo queremos mucho a Tobermory… por lo
menos, lo queríamos hasta que le fueron impartidos esos horribles
conocimientos; pero ahora, por supuesto, lo que hay que hacer es eliminarlo tan
pronto como sea posible.
-Podemos
poner estricnina en los restos que recibe a la hora de la comida -dijo sir
Wilfrid-, y a la gata del establo la ahogaré yo mismo. El cochero lamentará
mucho perder a su mascota, pero diremos que los dos gatos padecían un tipo de
sarna muy contagiosa y que temíamos que se extendiera a los perros.
-Pero,
¡mi gran descubrimiento! -protestó el señor Appin-; después de tantos años de
investigaciones y experimentos…
Un
arcángel que proclamara en éxtasis el milenio y descubriera que coincide imperdonablemente
con las regatas de Henley y tuviera que ser postergado por tiempo indefinido,
no se hubiera sentido tan deprimido como Cornelius Appin ante la acogida que se
dispensó a su magnífica hazaña. Tenía en contra, sin embargo, la opinión pública,
que si hubiera sido consultada al respecto es probable que una cuantiosa
minoría hubiera votado por incluirlo en la dieta de estricnina.
Horarios
defectuosos de trenes y un nervioso deseo de ver las cosa consumadas impidieron
una dispersión inmediata de los huéspedes, pero la comida de aquella noche no
fue por cierto un éxito social. Sir Wilfrid pasó momentos difíciles con la gata
del establo y después con el cochero. Agnes Resker se limitó ostentosamente a
comer un trozo de tostada reseca, que mordía como si se tratara de un enemigo
personal, mientras que Mavis Pellington guardó un silencio vengativo durante
toda la comida. Lady Blemley hablaba incesantemente haciéndose la ilusión de
que estaba conversando, pero su atención se concentraba en el umbral. Un plato
lleno de trozos de pescado cuidadosamente dosificados estaba listo en el
aparador, pero pasaron los dulces y los postres sin que Tobermory apareciera en
el comedor o en la cocina.
La
sepulcral comida resultó alegre comparada con la siguiente vigilia en el salón
de fumar. El hecho de comer y beber había procurado al menos una distracción al
malestar general. El bridge quedó eliminado, debido a la tensión nerviosa y a
la irritación de los ánimos, y después que Odo Finsberry ofreció una lúgubre
versión de Melisande en el bosque ante un auditorio glacial, la música fue por
tácito acuerdo evitada. A las once los sirvientes se fueron a dormir, después
de anunciar que la ventanita de la despensa había quedado abierta como de
costumbre para el uso privado de Tobermory. Los huéspedes se dedicaron a leer
las revistas más recientes, hasta que paulatinamente tuvieron que echar mano de
la Biblioteca Badminton y de los volúmenes encuadernados de Punch. Lady Blemley
hacía visitas periódicas a la despensa y volvía cada vez con una expresión de
abatimiento que hacía superfluas las preguntas acumuladas.
A
las dos Clovis quebró el silencio imperante.
-No
aparecerá esta noche. Probablemente está en las oficinas del diario local
dictando la primera parte de sus memorias, que excluirán a las de lady Cómo se
Llama. Será el acontecimiento del día.
Habiendo
contribuido de esta manera a la animación general, Clovis se fue a acostar.
Tras prolongados intervalos, los diversos integrantes de la reunión siguieron
su ejemplo.
Los
sirvientes, al llevar el té de la mañana, formularon una declaración unánime en
respuesta a una pregunta unánime: Tobermory no había regresado.
El
desayuno resultó, si cabe, una función más desagradable que la comida, pero
antes que llegara a su término la situación se despejó. De entre los arbustos,
donde un jardinero acababa de encontrarlo, trajeron el cadáver de Tobermory.
Por las mordeduras que tenía en el cuello y la piel amarilla que le había
quedado entre las uñas, era evidente que había resultado vencido en un combate
desigual con el gato grande de la rectoría.
Hacia
mediodía la mayoría de los huéspedes había abandonado las torres, y después del
almuerzo lady Blemley se había recuperado lo suficiente como para escribir una
carta sumamente antipática a la rectoría acerca de la pérdida de su preciada
mascota.
Tobermory
había sido el único alumno aventajado de Appin, y estaba destinado a no tener
sucesor. Algunas semanas más tarde, en el jardín zoológico de Dresde, un
elefante que no había mostrado hasta entonces signos de irritabilidad, se
escapó de la jaula y mató a un inglés que, aparentemente, había estado
molestándolo. En las crónicas de los periódicos el apellido de la víctima
aparecía indistintamente como Oppin y Eppelin, pero su nombre de pila fue invariablemente
Cornelius.
-Si
le estaba enseñando los verbos irregulares al pobre animal -dijo Clovis-, se lo
tenía merecido.
FIN
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