Aparición és un relat de
fantasmes. Una historia gòtica que tant ens agrada llegir a la Biblioteca tot i
que l’autor no és un escriptor gòtic. (l’enllaç a la biografia de l’autor el
trobaràs clicant sobre el nom)
Aparición; un
amor que mor, la desesperació de qui queda viu consumint-se en el record i un
fet paranormal. Ingredients tots ells que trobem en les històries gòtiques del S XIX.
NOTA 4.5/5
Aparición.
Apparition, Guy deMaupassant
(1850-1893)
Se hablaba de secuestros a raíz de un reciente
proceso. Era al final de una velada íntima en la rue de Grenelle, en una casa
antigua, y cada cual tenía su historia, una historia que afirmaba que era
verdadera.
Entonces el viejo marqués de la Tour-Samuel, de
ochenta y dos años, se levantó y se apoyó en la chimenea. Dijo, con voz un
tanto temblorosa:
Yo también sé algo extraño, tan extraño que ha sido la
obsesión de toda mi vida. Hace ahora cincuenta y seis años que me ocurrió esta
aventura, y no pasa ni un mes sin que la reviva en sueños. De aquel día me ha
quedado una marca, una huella de miedo, ¿entienden? Sí, sufrí un horrible temor
durante diez minutos, de una forma tal que desde entonces una especie de terror
constante ha quedado para siempre en mi alma. Los ruidos inesperados me hacen
sobresaltar hasta lo más profundo; los objetos que distingo mal en las sombras
de la noche me producen un deseo loco de huir. Por las noches tengo miedo.
¡Oh!, nunca hubiera confesado esto antes de llegar a la edad que tengo ahora.
En estos momentos puedo contarlo todo. Cuando se tienen ochenta y dos años está
permitido no ser valiente ante los peligros imaginarios. Ante los peligros
verdaderos jamás he retrocedido, señoras.
Esta historia alteró de tal modo mi espíritu, me
trastornó de una forma tan profunda, tan misteriosa, tan horrible, que jamás
hasta ahora la he contado. La he guardado en el fondo más íntimo de mí, en ese
fondo donde uno guarda los secretos penosos, los secretos vergonzosos, todas
las debilidades inconfesables que tenemos en nuestra existencia. Les contaré la
aventura tal como ocurrió, sin intentar explicarla. Por supuesto es explicable,
a menos que yo haya sufrido una hora de locura. Pero no, no estuve loco, y les
daré la prueba. Imaginen lo que quieran. He aquí los hechos desnudos.
Fue en 1827, en el mes de julio. Yo estaba de
guarnición en Ruán. Un día, mientras paseaba por el muelle, encontré a un
hombre que creí reconocer sin recordar exactamente quién era. Hice
instintivamente un movimiento para detenerme. El desconocido captó el gesto, me
miró y se me echó a los brazos. Era un amigo de juventud al que había querido
mucho. Hacía cinco años que no lo veía, y desde entonces parecía haber
envejecido medio siglo. Tenía el pelo completamente blanco; y caminaba
encorvado, como agotado. Comprendió mi sorpresa y me contó su vida. Una
terrible desgracia lo había destrozado.
Se había enamorado locamente de una joven, y se había
casado con ella en una especie de éxtasis de felicidad. Tras un año de una
felicidad sobrehumana y de una pasión inagotada, ella había muerto repentinamente
de una enfermedad cardíaca, muerta por su propio amor, sin duda. Él había
abandonado su casa de campo el mismo día del entierro, y había acudido a vivir
a su casa en Ruán. Ahora vivía allí, solitario y desesperado, carcomido por el
dolor, tan miserable que sólo pensaba en el suicidio.
—Puesto que te he encontrado de este modo —me dijo—,
me atrevo a pedirte que me hagas un gran servicio: ir a buscar a mi casa de
campo, al secreter de mi habitación, de nuestra habitación, unos papeles que
necesito urgentemente. No puedo encargarle esta misión a un subalterno o a un
empleado porque es precisa una impenetrable discreción y un silencio absoluto.
En cuanto a mí, por nada del mundo volvería a entrar en aquella casa. Te daré
la llave de esa habitación, que yo mismo cerré al irme, y la llave de mi
secreter. Además le entregarás una nota mía a mi jardinero que te abrirá la
casa. Pero ven a desayunar conmigo mañana, y hablaremos de todo eso.
Le prometí hacerle aquel sencillo servicio. No era más
que un paseo para mí, su casa de campo se hallaba a unas cinco leguas de Ruán.
No era más que una hora a caballo. A las diez de la mañana siguiente estaba en
su casa. Desayunamos juntos, pero no pronunció ni veinte palabras. Me pidió que
lo disculpara; el pensamiento de la visita que iba a efectuar yo en aquella
habitación, donde yacía su felicidad, lo trastornaba, me dijo. Me pareció en
efecto singularmente agitado, preocupado, como si en su alma se hubiera librado
un misterioso combate.
Finalmente me explicó con exactitud lo que tenía que
hacer. Era muy sencillo. Debía tomar dos paquetes de cartas y un fajo de
papeles cerrados en el primer cajón de la derecha del mueble del que tenía la
llave. Añadió:
—No necesito suplicarte que no los mires.
Me sentí casi herido por aquellas palabras, y se lo
dije un tanto vivamente. Balbuceó:
—Perdóname, sufro demasiado.
Y se echó a llorar. Me marché una hora más tarde para
cumplir mi misión.
Hacía un tiempo radiante, y avancé al trote largo por
los prados, escuchando el canto de las alondras y el rítmico sonido de mi sable
contra mi bota. Luego entré en el bosque y puse mi caballo al paso. Las ramas
de los árboles me acariciaban el rostro, y a veces atrapaba una hoja con los
dientes y la masticaba ávidamente, en una de estas alegrías de vivir que nos
llenan, no se sabe por qué, de una felicidad tumultuosa y como inalcanzable,
una especie de embriaguez de fuerza. Al acercarme a la casa busqué en el
bolsillo la carta que llevaba para el jardinero, y me di cuenta con sorpresa de
que estaba lacrada. Aquello me irritó de tal modo que estuve a punto de volver
sobre mis pasos sin cumplir mi encargo. Luego pensé que con aquello mostraría
una sensibilidad de mal gusto. Mi amigo había podido cerrar la carta sin darse
cuenta de ello, turbado como estaba. La casa parecía llevar veinte años
abandonada. La barrera, abierta y podrida, se mantenía en pie nadie sabía cómo.
La hierba llenaba los caminos; no se distinguían los arriates del césped.
Al ruido que hice golpeando con el pie un postigo, un
viejo salió por una puerta lateral y pareció estupefacto de verme. Salté al
suelo y le entregué la carta. La leyó, volvió a leerla, le dio la vuelta, me
estudió de arriba abajo, se metió el papel en el bolsillo y dijo:
— ¡Y bien! ¿Qué es lo que desea?
Respondí bruscamente:
—Usted debería de saberlo, ya que ha recibido dentro
de ese sobre las órdenes de su amo; quiero entrar en la casa.
Pareció aterrado. Declaró:
—Entonces, ¿piensa entrar en... en su habitación?
Empecé a impacientarme.
— ¡Por Dios! ¿Acaso tiene usted intención de
interrogarme?
Balbuceó:
—No..., señor..., pero es que... es que no se ha
abierto desde... desde... la muerte. Si quiere esperarme cinco minutos, iré...
iré a ver si...
Lo interrumpí colérico.
— ¡Ah! Vamos, ¿se está burlando de mí? Usted no puede
entrar, porque aquí está la llave.
No supo qué decir.
—Entonces, señor, le indicaré el camino.
—Señáleme la escalera y déjeme sólo. Sabré encontrarla
sin usted.
—Pero.... señor... sin embargo...
Esta vez me irrité realmente.
—Está bien, cállese, ¿quiere? O se las verá conmigo.
Lo aparté violentamente y entré en la casa. Atravesé
primero la cocina, luego dos pequeñas habitaciones que ocupaba aquel hombre con
su mujer. Franqueé un gran vestíbulo, subí la escalera, y reconocí la puerta
indicada por mi amigo. La abrí sin problemas y entré. El apartamento estaba tan
a oscuras que al principio no distinguí nada. Me detuve, impresionado por aquel
olor mohoso y húmedo de las habitaciones vacías y cerradas, las habitaciones
muertas. Luego, poco a poco, mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, y vi
claramente una gran pieza en desorden, con una cama sin sábanas, pero con sus
colchones y sus almohadas, de las que una mostraba la profunda huella de un
codo o de una cabeza, como si alguien acabara de apoyarse en ella. Las sillas
aparecían en desorden. Observé que una puerta, sin duda la de un armario,
estaba entreabierta.
Me dirigí primero a la ventana para dar entrada a la
luz del día y la abrí; pero los hierros de las contraventanas estaban tan
oxidados que no pude hacerlos ceder. Intenté incluso forzarlos con mi sable,
sin conseguirlo. Irritado ante aquellos esfuerzos inútiles, y puesto que mis
ojos se habían acostumbrado al final perfectamente a las sombras, renuncié a la
esperanza de conseguir más luz y me dirigí al secreter. Me senté en un sillón,
corrí la tapa, abrí el cajón indicado. Estaba lleno a rebosar. No necesitaba
más que tres paquetes, que sabía cómo reconocer, y me puse a buscarlos.
Intentaba descifrar con los ojos muy abiertos lo escrito en los distintos
fajos, cuando creí escuchar, o más bien sentir, un roce a mis espaldas. No le
presté atención, pensando que una corriente de aire había agitado alguna tela.
Pero, al cabo de un minuto, otro movimiento, casi indistinto, hizo que un
pequeño estremecimiento desagradable recorriera mi piel. Todo aquello era tan
estúpido que ni siquiera quise volverme, por pudor hacia mí mismo. Acababa de
descubrir el segundo de los fajos que necesitaba y tenía ya entre mis manos el
tercero cuando un profundo y penoso suspiro, lanzado contra mi espalda, me hizo
dar un salto alocado a dos metros de allí. Me volví en mi movimiento, con la
mano en la empuñadura de mi sable, y ciertamente, si no lo hubiera sentido a mi
lado, hubiera huido de allí como un cobarde.
Una mujer alta vestida de blanco me contemplaba, de
pie detrás del sillón donde yo había estado sentado un segundo antes.
¡Mis miembros sufrieron una sacudida tal que estuve a
punto de caer de espaldas! ¡Oh! Nadie puede comprender, a menos que los haya
experimentado, estos espantosos y estúpidos terrores. El alma se hunde; no se
siente el corazón; todo el cuerpo se vuelve blando como una esponja, cabría
decir que todo el interior de uno se desmorona. No creo en los fantasmas; sin
embargo, desfallecí bajo el horrible temor a los muertos, y sufrí, ¡oh!, sufrí
en unos instantes más que en todo el resto de mi vida, bajo la irresistible
angustia de los terrores sobrenaturales.
¡Si ella no hubiera hablado, probablemente ahora
estaría muerto! Pero habló; habló con una voz dulce y dolorosa que hacía vibrar
los nervios. No me atreveré a decir que recuperé el dominio de mí mismo y que
la razón volvió a mí. No. Estaba tan extraviado que no sabía lo que hacía; pero
aquella especie de fiereza íntima que hay en mí, un poco del orgullo de mi
oficio también, me hacían mantener, casi pese a mí mismo, una actitud
honorable. Fingí ante mí, y ante ella sin duda, ante ella, fuera quien fuese,
mujer o espectro. Me di cuenta de todo aquello más tarde, porque les aseguro
que, en el instante de la aparición, no pensé en nada. Tenía miedo.
— ¡Oh, señor! —me dijo—. ¡Puede hacerme un gran
servicio!
Quise responderle, pero me fue imposible pronunciar
una palabra. Un ruido vago brotó de mi garganta.
— ¿Quiere? —insistió—. Puede salvarme, curarme. Sufro
atrozmente. Sufro, ¡oh, sí, sufro!
Y se sentó suavemente en un sillón. Me miraba.
— ¿Quiere?
Afirmé con la cabeza incapaz de hallar todavía mi voz.
Entonces ella me tendió un peine de carey y murmuró:
—Péineme, ¡oh!, péineme; eso me curará; es preciso que
me peinen. Mire mi cabeza... Cómo sufro; ¡cuánto me duelen los cabellos!
Sus cabellos sueltos, muy largos, muy negros, me
parecieron, colgaban por encima del respaldo del sillón y llegaban hasta el
suelo. ¿Por qué hice aquello? ¿Por qué recibí con un estremecimiento aquel
peine, y por qué tomé en mis manos sus largos cabellos que dieron a mi piel una
sensación de frío atroz, como si hubiera manejado serpientes? No lo sé.
Esta sensación permaneció en mis dedos, y me
estremezco cuando pienso en ella. La peiné. Manejé no sé cómo aquella cabellera
de hielo. La retorcí, la anudé y la desanudé; la trencé como se trenza la crin
de un caballo. Ella suspiraba, inclinaba la cabeza, parecía feliz. De pronto me
dijo «¡Gracias!», me arrancó el peine las manos y huyó por la puerta que había
observado que estaba entreabierta.
Ya solo, sufrí durante unos segundos ese trastorno de
desconcierto que se produce al despertar después de una pesadilla. Luego
recuperé finalmente los sentidos; corrí a la ventana y rompí las contraventanas
con un furioso golpe. Entró un chorro de luz diurna. Corrí hacia la puerta por
donde ella se había ido. La hallé cerrada e infranqueable. Entonces me invadió
una fiebre de huida, un pánico, el verdadero pánico de las batallas. Cogí
bruscamente los tres paquetes de cartas del abierto secreter; atravesé
corriendo el apartamento, salté los peldaños de la escalera de cuatro en
cuatro, me hallé fuera no sé por dónde, y, al ver a mi caballo a diez pasos de
mí, lo monté de un salto y partí al galope.
No me detuve más que en Ruán, delante de mi
alojamiento. Tras arrojar la brida a mi ordenanza, me refugié en mi habitación,
donde me encerré para reflexionar. Entonces, durante una hora, me pregunté
ansiosamente si no habría sido juguete de una alucinación. Ciertamente, había
sufrido una de aquellas incomprensibles sacudidas nerviosas, uno de aquellos
trastornos del cerebro que dan nacimiento a los milagros y a los que debe su
poder lo sobrenatural.
E iba ya a creer en una visión, en un error de mis
sentidos, cuando me acerqué a la ventana. Mis ojos, por azar, descendieron
sobre mi pecho. ¡La chaqueta de mi uniforme estaba llena de largos cabellos
femeninos que se habían enredado en los botones! Los cogí uno por uno y los
arrojé fuera por la ventana con un temblor de los dedos. Luego llamé a mi
ordenanza. Me sentía demasiado emocionado, demasiado trastornado para ir aquel
mismo día a casa de mi amigo. Además, deseaba reflexionar a fondo lo que debía
decirle. Le hice llevar las cartas, de las que extendió un recibo al soldado.
Se informó sobre mí. El soldado le dijo que no me encontraba bien, que había
sufrido una ligera insolación, no sé qué. Pareció inquieto.
Fui a su casa a la mañana siguiente, poco después de
amanecer, dispuesto a contarle la verdad. Había salido el día anterior por la
noche y no había vuelto. Volví aquel mismo día, y no había vuelto. Aguardé una
semana. No reapareció. Entonces previne a la justicia. Se le hizo buscar por
todas partes, sin descubrir la más mínima huella de su paso o de su destino. Se
efectuó una visita minuciosa a la casa de campo abandonada. No se descubrió
nada sospechoso allí. Ningún indicio reveló que hubiera alguna mujer oculta en
aquel lugar. La investigación no llegó a ningún resultado, y las pesquisas
fueron abandonadas. Y, tras cincuenta y seis años, no he conseguido averiguar
nada. No sé nada más.
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