La luz es como el agua, si a aquesta afirmació hi
afegim dos germans tenim una historia preciosa.
NOTA 4/5
La luz es como el agua
(1927 - 2014)
En Navidad los niños volvieron
a pedir un bote de remos.
— De
acuerdo —dijo el papá, lo compraremos cuando volvamos a Cartagena.
Totó, de nueve años, y Joel, de
siete, estaban más decididos de lo que sus padres creían.
— No
—dijeron a coro—. Nos hace falta ahora y aquí.
— Para
empezar —dijo la madre—, aquí no hay más aguas navegables que la que sale de la
ducha.
Tanto ella como el esposo
tenían razón. En la casa de Cartagena de Indias había un patio con un muelle
sobre la bahía, y un refugio para dos yates grandes. En cambio aquí en Madrid
vivían apretados en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana.
Pero al final ni él ni ella pudieron negarse, porque les habían prometido un
bote de remos con su sextante y su brújula si se ganaban el laurel del tercer
año de primaria, y se lo habían ganado. Así que el papá compró todo sin decirle
nada a su esposa, que era la más reacia a pagar deudas de juego. Era un
precioso bote de aluminio con un hilo dorado en la línea de flotación.
— El bote
está en el garaje —reveló el papá en el almuerzo—. El problema es que no hay
cómo subirlo ni por el ascensor ni por la escalera, y en el garaje no hay más
espacio disponible.
Sin embargo, la tarde del
sábado siguiente los niños invitaron a sus condiscípulos para subir el bote por
las escaleras, y lograron llevarlo hasta el cuarto de servicio.
— Felicitaciones
— les dijo el papá ¿ahora qué?
— Ahora
nada —dijeron los niños—. Lo único que queríamos era tener el bote en el
cuarto, y ya está.
La noche del miércoles, como
todos los miércoles, los padres se fueron al cine. Los niños, dueños y señores
de la casa, cerraron puertas y ventanas, y rompieron la bombilla encendida de
una lámpara de la sala. Un chorro de luz dorada y fresca como el agua empezó a
salir de la bombilla rota, y lo dejaron correr hasta que el nivel llego a
cuatro palmos. Entonces cortaron la corriente, sacaron el bote, y navegaron a
placer por entre las islas de la casa.
Esta aventura fabulosa fue el
resultado de una ligereza mía cuando participaba en un seminario sobre la
poesía de los utensilios domésticos. Totó me preguntó cómo era que la luz se
encendía con sólo apretar un botón, y yo no tuve el valor de pensarlo dos
veces.
— La luz
es como el agua —le contesté: uno abre el grifo, y sale.
De modo que siguieron navegando
los miércoles en la noche, aprendiendo el manejo del sextante y la brújula,
hasta que los padres regresaban del cine y los encontraban dormidos como
ángeles de tierra firme. Meses después, ansiosos de ir más lejos, pidieron un
equipo de pesca submarina. Con todo: máscaras, aletas, tanques y escopetas de
aire comprimido.
— Está
mal que tengan en el cuarto de servicio un bote de remos que no les sirve para
nada —dijo el padre—. Pero está peor que quieran tener además equipos de buceo.
— ¿Y si nos ganamos la gardenia de oro del
primer semestre? -dijo Joel.
— No —dijo
la madre, asustada-. Ya no más.
El padre le reprochó su
intransigencia.
— Es que
estos niños no se ganan ni un clavo por cumplir con su deber —dijo
ella—, pero por un capricho son capaces de ganarse hasta la silla del maestro.
Los padres no dijeron al fin ni
que sí ni que no. Pero Totó y Joel, que habían sido los últimos en los dos años
anteriores, se ganaron en julio las dos gardenias de oro y el reconocimiento
público del rector. Esa misma tarde, sin que hubieran vuelto a pedirlos,
encontraron en el dormitorio los equipos de buzos en su empaque original. De
modo que el miércoles siguiente, mientras los padres veían El último tango
en París, llenaron el apartamento hasta la altura de dos brazas, bucearon
como tiburones mansos por debajo de los muebles y las camas, y rescataron del
fondo de la luz las cosas que durante años se habían perdido en la oscuridad.
En la premiación final los
hermanos fueron aclamados como ejemplo para la escuela, y les dieron diplomas
de excelencia. Esta vez no tuvieron que pedir nada, porque los padres les
preguntaron qué querían. Ellos fueron tan razonables, que sólo quisieron una
fiesta en casa para agasajar a los compañeros de curso.
El papá, a solas con su mujer,
estaba radiante.
— Es una
prueba de madurez —dijo.
— Dios te
oiga -dijo la madre.
El miércoles siguiente,
mientras los padres veían La Batalla de Argel , la gente que pasó por la
Castellana vio una cascada de luz que caía de un viejo edificio escondido entre
los árboles. Salía por los balcones, se derramaba a raudales por la fachada, y
se encauzó por la gran avenida en un torrente dorado que iluminó la ciudad
hasta el Guadarrama.
Llamados de urgencia, los
bomberos forzaron la puerta del quinto piso, y encontraron la casa rebosada de
luz hasta el techo. El sofá y los sillones forrados en piel de leopardo
flotaban en la sala a distintos niveles, entre las botellas del bar y el piano
de cola y su mantón de Manila que aleteaba a media agua como una mantarraya de
oro. Los utensilios domésticos, en la plenitud de su poesía, volaban con sus
propias alas por el cielo de la cocina. Los instrumentos de la banda de guerra,
que los niños usaban para bailar, flotaban al garete entre los peces de colores
liberados de la pecera de mamá, que eran los únicos que flotaban vivos y
felices en la vasta ciénaga iluminada. En el cuarto de baño flotaban los
cepillos de dientes de todos, los preservativos de papá, los pomos de cremas y
la dentadura de repuesto de mamá, y el televisor de la alcoba principal flotaba
de costado, todavía encendido en el último episodio de la película de media
noche prohibida para niños.
Al final del corredor, flotando
entre dos aguas, Totó estaba sentado en la popa del bote, aferrado a los remos
y con la máscara puesta, buscando el faro del puerto hasta donde le alcanzó el
aire de los tanques, y Joel flotaba en la proa buscando todavía la altura de la
estrella polar con el sextante, y flotaban por toda la casa sus treinta y siete
compañeros de clase, eternizados en el instante de hacer pipí en la maceta de
geranios, de cantar el himno de la escuela con la letra cambiada por versos de
burla contra el rector, de beberse a escondidas un vaso de brandy de la botella
de papá. Pues habían abierto tantas luces al mismo tiempo que la casa se había
rebosado, y todo el cuarto año elemental de la escuela de San Julián el
Hospitalario se había ahogado en el piso quinto del número 47 del Paseo de la
Castellana. En Madrid de España, una ciudad remota de veranos ardientes y
vientos helados, sin mar ni río, y cuyos aborígenes de tierra firme nunca
fueron maestros en la ciencia de navegar en la luz.
FIN
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