NOTA 4/5
(1914-1984)
Las babas del
diablo
(Las armas secretas, 1959)
Nunca se sabrá cómo hay que contar esto,
si en primera persona o en segunda, usando la tercera del plural o inventando
continuamente formas que no servirán de nada. Si se pudiera decir: yo vieron
subir la luna, o: nos me duele el fondo de los ojos, y sobre todo así: tú la
mujer rubia eran las nubes que siguen corriendo delante de mis tus sus nuestros
vuestros sus rostros. Qué diablos.
Puestos
a contar, si se pudiera ir a beber un bock por ahí y que la máquina siguiera
sola (porque escribo a máquina), sería la perfección. Y no es un modo de decir.
La perfección, sí, porque aquí el agujero que hay que contar es también una
máquina (de otra especie, una Cóntax 1.1.2) y a lo mejor puede ser que una
máquina sepa más de otra máquina que yo, tú, ella —la mujer rubia— y las nubes.
Pero de tonto sólo tengo la suerte, y sé que si me voy, esta Rémington se quedará
petrificada sobre la mesa con ese aire de doblemente quietas que tienen las
cosas movibles cuando no se mueven. Entonces tengo que escribir. Uno de todos
nosotros tiene que escribir, si es que esto va a ser contado. Mejor que sea yo
que estoy muerto, que estoy menos comprometido que el resto; yo que no veo más
que las nubes y puedo pensar sin distraerme, escribir sin distraerme (ahí pasa
otra, con un borde gris) y acordarme sin distraerme, yo que estoy muerto (y
vivo, no se trata de engañar a nadie, ya se verá cuando llegue el momento,
porque de alguna manera tengo que arrancar y he empezado por esta punta, la de
atrás, la del comienzo, que al fin y al cabo es la mejor de las puntas cuando
se quiere contar algo).
De repente me pregunto por qué tengo que contar esto, pero si uno empezara a
preguntarse por qué hace todo lo que hace, si uno se preguntara solamente por
qué acepta una invitación a cenar (ahora pasa una paloma, y me parece que un
gorrión) o por qué cuando alguien nos ha contado un buen cuento, en seguida
empieza como una cosquilla en el estómago y no se está tranquilo hasta entrar
en la oficina de al lado y contar a su vez el cuento; recién entonces uno está
bien, está contento y puede volverse a su trabajo. Que yo sepa nadie ha explicado
esto, de manera que lo mejor es dejarse de pudores y contar, porque al fin y al
cabo nadie se avergüenza de respirar o de ponerse los zapatos; son cosas que se
hacen, y cuando pasa algo raro, cuando dentro del zapato encontramos una araña
o al respirar se siente como un vidrio roto, entonces hay que contar lo que
pasa, contarlo a los muchachos de la oficina o al médico. Ay, doctor, cada vez
que respiro... Siempre contarlo, siempre quitarse esa cosquilla molesta del
estómago.
Y ya que vamos a contarlo pongamos un poco de orden, bajemos por la escalera de
esta casa hasta el domingo 7 de noviembre, justo un mes atrás. Uno baja cinco
pisos y ya está en el domingo, con un sol insospechado para noviembre en París,
con muchísimas ganas de andar por ahí, de ver cosas, de sacar fotos (porque
éramos fotógrafos, soy fotógrafo). Ya sé que lo más difícil va a ser encontrar
la manera de contarlo, y no tengo miedo de repetirme. Va a ser difícil porque
nadie sabe bien quién es el que verdaderamente está contando, si soy yo o eso
que ha ocurrido, o lo que estoy viendo (nubes, y a veces una paloma) o si
sencillamente cuento una verdad que es solamente mi verdad, y entonces no es la
verdad salvo para mi estómago, para estas ganas de salir corriendo y acabar de alguna
manera con esto, sea lo que fuere.
Vamos a contarlo despacio, ya se irá viendo qué ocurre a medida que lo escribo.
Si me sustituyen, si ya no sé qué decir, si se acaban las nubes y empieza
alguna otra cosa (porque no puede ser que esto sea estar viendo continuamente
nubes que pasan, y a veces una paloma), si algo de todo eso... Y después del
«si», ¿qué voy a poner, cómo voy a clausurar correctamente la oración? Pero si
empiezo a hacer preguntas no contaré nada; mejor contar, quizá contar sea como
una respuesta, por lo menos para alguno que lo lea.
Roberto Michel, franco-chileno, traductor y fotógrafo aficionado a sus horas,
salió del número 11 de la rue Monsieur-le-Prince el domingo siete de noviembre
del año en curso (ahora pasan dos más pequeñas, con los bordes plateados).
Llevaba tres semanas trabajando en la versión al francés del tratado sobre
recusaciones y recursos de José Norberto Allende, profesor en la Universidad de
Santiago. Es raro que haya viento en París, y mucho menos un viento que en las
esquinas se arremolinaba y subía castigando las viejas persianas de madera tras
de las cuales sorprendidas señoras comentaban de diversas maneras la
inestabilidad del tiempo en estos últimos años. Pero el sol estaba también ahí,
cabalgando el viento y amigo de los gatos, por lo cual nada me impediría dar
una vuelta por los muelles del Sena y sacar unas fotos de la Conserjería y la
Sainte-Chapelle. Eran apenas las diez, y calculé que hacia las once tendría
buena luz, la mejor posible en otoño; para perder tiempo derivé hasta la isla
Saint-Louis y me puse a andar por el Quai d'Anjou, miré un rato el hotel de
Lauzun, me recité unos fragmentos de Apollinaire que siempre me vienen a la
cabeza cuando paso delante del hotel de Lauzun (y eso que debería acordarme de
otro poeta, pero Michel es un porfiado), y cuando de golpe cesó el viento y el
sol se puso por lo menos dos veces más grande (quiero decir más tibio pero en
realidad es lo mismo), me senté en el parapeto y me sentí terriblemente feliz
en la mañana del domingo.
Entre las muchas maneras de combatir la nada, una de las mejores es sacar
fotografías, actividad que debería enseñarse tempranamente a los niños pues
exige disciplina, educación estética, buen ojo y dedos seguros. No se trata de
estar acechando la mentira como cualquier repórter, y atrapar la estúpida
silueta del personajón que sale del número 10 de Downing Street, pero de todas
maneras cuando se anda con la cámara hay como el deber de estar atento, de no
perder ese brusco y delicioso rebote de un rayo de sol en una vieja piedra, o
la carrera trenzas al aire de una chiquilla que vuelve con un pan o una botella
de leche. Michel sabía que el fotógrafo opera siempre como una permutación de
su manera personal de ver el mundo por otra que la cámara le impone insidiosa
(ahora pasa una gran nube casi negra), pero no desconfiaba, sabedor de que le
bastaba salir sin la Contax para recuperar el tono distraído, la visión sin
encuadre, la luz sin diafragma ni 1/250. Ahora mismo (qué palabra, ahora,
qué estúpida mentira) podía quedarme sentado en el pretil sobre el río, mirando
pasar las pinazas negras y rojas, sin que se me ocurriera pensar
fotográficamente las escenas, nada más que dejándome ir en el dejarse ir de las
cosas, corriendo inmóvil con el tiempo. Y ya no soplaba viento.
Después seguí por el Quai de Bourbon hasta llegar a la punta de la isla, donde
la íntima placita (íntima por pequeña y no por recatada, pues da todo el pecho
al río y al cielo) me gusta y me regusta. No había más que una pareja y, claro,
palomas; quizá alguna de las que ahora pasan por lo que estoy viendo. De un
salto me instalé en el parapeto y me dejé envolver y atar por el sol, dándole
la cara, las orejas, las dos manos (guardé los guantes en el bolsillo). No
tenía ganas de sacar fotos, y encendí un cigarrillo por hacer algo; creo que en
el momento en que acercaba el fósforo al tabaco vi por primera vez al
muchachito.
Lo que había tomado por una pareja se parecía mucho más a un chico con su
madre, aunque al mismo tiempo me daba cuenta de que no era un chico con su
madre, de que era una pareja en el sentido que damos siempre a las parejas
cuando las vemos apoyadas en los parapetos o abrazadas en los bancos de las
plazas. Como no tenía nada que hacer me sobraba tiempo para preguntarme por qué
el muchachito estaba tan nervioso, tan como un potrillo o una liebre, metiendo
las manos en los bolsillos, sacando en seguida una y después la otra, pasándose
los dedos por el pelo, cambiando de postura, y sobre todo por qué tenía miedo,
pues eso se lo adivinaba en cada gesto, un miedo sofocado por la vergüenza, un
impulso de echarse atrás que se advertía como si su cuerpo estuviera al borde
de la huida, conteniéndose en un último y lastimoso decoro.
Tan claro era todo eso, ahí a cinco metros—y estábamos solos contra el
parapeto, en la punta de la isla— que al principio el miedo del chico no me
dejó ver bien a la mujer rubia. Ahora, pensándolo, la veo mucho mejor en ese
primer momento en que le leí la cara (de golpe había girado como una veleta de
cobre, y los ojos, los ojos estaban ahí), cuando comprendí vagamente lo que
podía estar ocurriéndole al chico y me dije que valía la pena quedarse y mirar
(el viento se llevaba las palabras, los apenas murmullos). Creo que sé mirar,
si es que algo sé, y que todo mirar rezuma falsedad, porque es lo que nos
arroja más afuera de nosotros mismos, sin la menor garantía, en tanto que oler,
o (pero Michel se bifurca fácilmente, no hay que dejarlo que declame a gusto).
De todas maneras, si de antemano se prevé la probable falsedad, mirar se vuelve
posible; basta quizá elegir bien entre el mirar y lo mirado, desnudar a las
cosas de tanta ropa ajena. Y. claro, todo esto es más bien difícil.
Del chico recuerdo la imagen antes que el verdadero cuerpo (esto se entenderá
después), mientras que ahora estoy seguro que de la mujer recuerdo mucho mejor
su cuerpo que su imagen. Era delgada y esbelta, dos palabras injustas para
decir lo que era, y vestía un abrigo de piel casi negro, casi largo, casi
hermoso. Todo el viento de esa mañana (ahora soplaba apenas, y no hacía frío)
le había pasado por el pelo rubio que recortaba su cara blanca y sombría —dos
palabras injustas— y dejaba al mundo de pie y horriblemente solo delante de sus
ojos negros, sus ojos que caían sobre las cosas como dos águilas, dos saltos al
vacío, dos ráfagas de fango verde. No describo nada, trato más bien de
entender. Y he dicho dos ráfagas de fango verde.
Seamos justos, el chico estaba bastante bien vestido y llevaba unos guantes
amarillos que yo hubiera jurado que eran de su hermano mayor, estudiante de
derecho o ciencias sociales; era gracioso ver los dedos de los guantes saliendo
del bolsillo de la chaqueta. Largo rato no le vi la cara, apenas un perfil nada
tonto —pájaro azorado, ángel de Fra Filippo, arroz con leche— y una espalda de
adolescente que quiere hacer judo y que se ha peleado un par de veces por una
idea o una hermana. Al filo de los catorce, quizá de los quince, se lo adivinaba
vestido y alimentado por sus padres pero sin un centavo en el bolsillo,
teniendo que deliberar con los camaradas antes de decidirse por un café, un
coñac, un atado de cigarrillos. Andaría por las calles pensando en las
condiscípulas, en lo bueno que sería ir al cine y ver la última película, o
comprar novelas o corbatas o botellas de licor con etiquetas verdes y blancas.
En su casa (su casa sería respetable, sería almuerzo a las doce y paisajes
románticos en las paredes, con un oscuro recibimiento y un paragüero de caoba
al lado de la puerta) llovería despacio el tiempo de estudiar, de ser la
esperanza de mamá, de parecerse a papá, de escribir a la tía de Avignon. Por
eso tanta calle, todo el río para él (pero sin un centavo) y la ciudad
misteriosa de los quince años, con sus signos en las puertas, sus gatos
estremecedores, el cartucho de papas fritas a treinta francos, la revista
pornográfica doblada en cuatro, la soledad como un vacío en los bolsillos, los
encuentros felices, el fervor por tanta cosa incomprendida pero iluminada por
un amor total, por la disponibilidad parecida al viento y a las calles.
Esta biografía era la del chico y la de cualquier chico, pero a éste lo veía
ahora aislado, vuelto único por la presencia de la mujer rubia que seguía
hablándole. (Me cansa insistir, pero acaban de pasar dos largas nubes
desflecadas. Pienso que aquella mañana no miré ni una sola vez el cielo, porque
tan pronto presentí lo que pasaba con el chico y la mujer no pude más que
mirarlos y esperar, mirarlos y...) Resumiendo, el chico estaba inquieto y se
podía adivinar sin mucho trabajo lo que acababa de ocurrir pocos minutos antes,
a lo sumo media hora. El chico había llegado hasta la punta de la isla, vio a
la mujer y la encontró admirable. La mujer esperaba eso porque estaba ahí para
esperar eso, o quizá el chico llegó antes y ella lo vio desde un balcón o desde
un auto, y salió a su encuentro, provocando el diálogo con cualquier cosa,
segura desde el comienzo de que él iba a tenerle miedo y a querer escaparse, y
que naturalmente se quedaría, engallado y hosco, fingiendo la veteranía y el
placer de la aventura. El resto era fácil porque estaba ocurriendo a cinco
metros de mí y cualquiera hubiese podido medir las etapas del juego, la esgrima
irrisoria; su mayor encanto no era su presente, sino la previsión del
desenlace. El muchacho acabaría por pretextar una cita, una obligación
cualquiera, y se alejaría tropezando y confundido, queriendo caminar con
desenvoltura, desnudo bajo la mirada burlona que lo seguiría hasta el final. O
bien se quedaría, fascinado o simplemente incapaz de tomar la iniciativa, y la
mujer empezaría a acariciarle la cara, a despeinarlo, hablándole ya sin voz, y
de pronto lo tomaría del brazo para llevárselo, a menos que él, con una desazón
que quizá empezara a teñir el deseo, el riesgo de la aventura, se animase a
pasarle el brazo por la cintura y a besarla. Todo esto podía ocurrir, pero aún
no ocurría, y perversamente Michel esperaba, sentado en el pretil, aprontando
casi sin darse cuenta la cámara para sacar una foto pintoresca en un rincón de
la isla con una pareja nada común hablando y mirándose.
Curioso que la escena (la nada, casi: dos que están ahí, desigualmente jóvenes)
tuviera como un aura inquietante. Pensé que eso lo ponía yo, y que mi foto, si
la sacaba, restituiría las cosas a su tonta verdad. Me hubiera gustado saber
qué pensaba el hombre del sombrero gris sentado al volante del auto detenido en
el muelle que lleva a la pasarela, y que leía el diario o dormía. Acababa de
descubrirlo, porque la gente dentro de un auto detenido casi desaparece, se
pierde en esa mísera jaula privada de la belleza que le dan el movimiento y el
peligro. Y sin embargo el auto había estado ahí todo el tiempo, formando parte
(o deformando esa parte) de la isla. Un auto: como decir un farol de alumbrado,
un banco de plaza. Nunca el viento, la luz del sol, esas materias siempre
nuevas para la piel y los ojos, y también el chico y la mujer, únicos, puestos
ahí para alterar la isla, para mostrármela de otra manera. En fin, bien podía
suceder que también el hombre del diario estuviera atento a lo que pasaba y
sintiera como yo ese regusto maligno de toda expectativa. Ahora la mujer había
girado suavemente hasta poner al muchachito entre ella y el parapeto, los veía
casi de perfil y él era más alto, pero no mucho más alto, y sin embargo ella lo
sobraba, parecía como cernida sobre él (su risa, de repente, un látigo de
plumas), aplastándolo con sólo estar ahí, sonreír, pasear una mano por el aire.
¿Por qué esperar más? Con un diafragma dieciséis, con un encuadre donde no
entrara el horrible auto negro, pero sí ese árbol, necesario para quebrar un
espacio demasiado gris...
Levanté la cámara, fingí estudiar un enfoque que no los incluía, y me quedé al
acecho, seguro de que atraparía por fin el gesto revelador, la expresión que
todo lo resume, la vida que el movimiento acompasa pero que una imagen rígida
destruye al seccionar el tiempo, si no elegimos la imperceptible fracción
esencial. No tuve que esperar mucho. La mujer avanzaba en su tarea de maniatar
suavemente al chico, de quitarle fibra a fibra sus últimos restos de libertad,
en una lentísima tortura deliciosa. Imaginé los finales posibles (ahora asoma
una pequeña nube espumosa, casi sola en el cielo), preví la llegada a la casa
(un piso bajo probablemente, que ella saturaría de almohadones y de gatos) y
sospeché el azoramiento del chico y su decisión desesperada de disimularlo y de
dejarse llevar fingiendo que nada le era nuevo. Cerrando los ojos, si es que
los cerré, puse en orden la escena, los besos burlones, la mujer rechazando con
dulzura las manos que pretenderían desnudarla como en las novelas, en una cama
que tendría un edredón lila, y obligándolo en cambio a dejarse quitar la ropa,
verdaderamente madre e hijo bajo una luz amarilla de opalinas, y todo acabaría
como siempre, quizá, pero quizá todo fuera de otro modo, y la iniciación del
adolescente no pasara, no la dejaran pasar, de un largo proemio donde las
torpezas, las caricias exasperantes, la carrera de las manos se resolviera
quién sabe en qué, en un placer por separado y solitario, en una petulante
negativa mezclada con el arte de fatigar y desconcertar tanta inocencia
lastimada. Podía ser así, podía muy bien ser así; aquella mujer no buscaba un
amante en el chico, y a la vez se lo adueñaba para un fin imposible de entender
si no lo imaginaba como un juego cruel, deseo de desear sin satisfacción, de
excitarse para algún otro, alguien que de ninguna manera podía ser ese chico.
Michel es culpable de literatura, de fabricaciones irreales. Nada le gusta más
que imaginar excepciones, individuos fuera de la especie, monstruos no siempre
repugnantes. Pero esa mujer invitaba a la invención, dando quizá las claves
suficientes para acertar con la verdad. Antes de que se fuera, y ahora que
llenaría mi recuerdo durante muchos días, porque soy propenso a la rumia,
decidí no perder un momento más. Metí todo en el visor (con el árbol, el
pretil, el sol de las once) y tomé la foto. A tiempo para comprender que los
dos se habían dado cuenta y que me estaban mirando, el chico sorprendido y como
interrogante, pero ella irritada, resueltamente hostiles su cuerpo y su cara
que se sabían robados, ignominiosamente presos en una pequeña imagen química.
Lo podría contar con mucho detalle pero no vale la pena. La mujer habló de que
nadie tenía derecho a tomar una foto sin permiso, y exigió que le entregara el
rollo de película. Todo esto con una voz seca y clara, de buen acento de París,
que iba subiendo de color y de tono a cada frase. Por mi parte se me importaba
muy poco darle o no el rollo de película, pero cualquiera que me conozca sabe
que las cosas hay que pedírmelas por las buenas. El resultado es que me limité
a formular la opinión de que la fotografía no sólo no está prohibida en los
lugares públicos sino que cuenta con el más decidido favor oficial y privado. Y
mientras se lo decía gozaba socarronamente de cómo el chico se replegaba, se
iba quedando atrás —con sólo no moverse—y de golpe (parecía casi increíble) se
volvía y echaba a correr, creyendo el pobre que caminaba y en realidad huyendo
a la carrera, pasando al lado del auto, perdiéndose como un hilo de la Virgen
en el aire de la mañana.
Pero los hilos de la Virgen se llaman también babas del diablo, y Michel tuvo
que aguantar minuciosas imprecaciones, oírse llamar entrometido e imbécil,
mientras se esmeraba deliberadamente en sonreír y declinar, con simples
movimientos de cabeza, tanto envío barato. Cuando empezaba a cansarme, oí
golpear la portezuela de un auto. El hombre del sombrero gris estaba ahí,
mirándonos. Sólo entonces comprendí que jugaba un papel en la comedia.
Empezó a caminar hacia nosotros, llevando en la mano el diario que había
pretendido leer. De lo que mejor me acuerdo es de la mueca que le ladeaba la
boca, le cubría la cara de arrugas, algo cambiaba de lugar y forma porque la
boca le temblaba y la mueca iba de un lado a otro de los labios como una cosa
independiente y viva, ajena a la voluntad. Pero todo el resto era fijo, payaso
enharinado u hombre sin sangre, con la piel apagada y seca, los ojos metidos en
lo hondo y los agujeros de la nariz negros y visibles, más negros que las cejas
o el pelo o la corbata negra. Caminaba cautelosamente, como si el pavimento le
lastimara los pies; le vi zapatos de charol, de suela tan delgada que debía
acusar cada aspereza de la calle. No sé por qué me había bajado del pretil, no
sé bien por qué decidí no darles la foto, negarme a esa exigencia en la que
adivinaba miedo y cobardía. El payaso y la mujer se consultaban en silencio:
hacíamos un perfecto triángulo insoportable, algo que tenía que romperse con un
chasquido. Me les reí en la cara y eché a andar, supongo que un poco más
despacio que el chico. A la altura de las primeras casas, del lado de la
pasarela de hierro, me volví a mirarlos. No se movían, pero el hombre había
dejado caer el diario; me pareció que la mujer, de espaldas al parapeto,
paseaba las manos por la piedra, con el clásico y absurdo gesto del acosado que
busca la salida.
Lo que sigue ocurrió aquí, casi ahora mismo, en una habitación de un quinto
piso. Pasaron varios días antes de que Michel revelara las fotos del domingo;
sus tomas de la Conserjería y de la Sainte-Chapelle eran lo que debían ser.
Encontró dos o tres enfoques de prueba ya olvidados, una mala tentativa de
atrapar un gato asombrosamente encaramado en el techo de un mingitorio
callejero, y también la foto de la mujer rubia y el adolescente. El negativo
era tan bueno que preparó una ampliación; la ampliación era tan buena que hizo
otra mucho más grande, casi como un afiche. No se le ocurrió (ahora se lo
pregunta y se lo pregunta) que sólo las fotos de la Conserjería merecían tanto
trabajo. De toda la serie, la instantánea en la punta de la isla era la única
que le interesaba; fijó la ampliación en una pared del cuarto, y el primer día
estuvo un rato mirándola y acordándose, en esa operación comparativa y
melancólica del recuerdo frente a la perdida realidad; recuerdo petrificado,
como toda foto, donde nada faltaba, ni siquiera y sobre todo la nada, verdadera
fijadora de la escena. Estaba la mujer, estaba el chico, rígido el árbol sobre
sus cabezas, el cielo tan fijo como las piedras del parapeto, nubes y piedras
confundidas en una sola materia inseparable (ahora pasa una con bordes
afilados, corre como en una cabeza de tormenta). Los dos primeros días acepté
lo que había hecho, desde la foto en sí hasta la ampliación en la pared, y no
me pregunté siquiera por qué interrumpía a cada rato la traducción del tratado
de José Norberto Allende para reencontrar la cara de la mujer, las manchas
oscuras en el pretil. La primera sorpresa fue estúpida; nunca se me había
ocurrido pensar que cuando miramos una foto de frente, los ojos repiten
exactamente la posición y la visión del objetivo; son esas cosas que se dan por
sentadas y que a nadie se le ocurre considerar. Desde mi silla, con la máquina
de escribir por delante, miraba la foto ahí a tres metros, y entonces se me ocurrió
que me había instalado exactamente en el punto de mira del objetivo. Estaba muy
bien así; sin duda era la manera más perfecta de apreciar una foto, aunque la
visión en diagonal pudiera tener sus encantos y aun sus descubrimientos. Cada
tantos minutos, por ejemplo cuando no encontraba la manera de decir en buen
francés lo que José Alberto Allende decía en tan buen español, alzaba los ojos
y miraba la foto; a veces me atraía la mujer, a veces el chico, a veces el
pavimento donde una hoja seca se había situado admirablemente para valorizar un
sector lateral. Entonces descansaba un rato de mi trabajo, y me incluía otra
vez con gusto en aquella mañana que empapaba la foto, recordaba irónicamente la
imagen colérica de la mujer reclamándome la fotografía, la fuga ridícula y
patética del chico, la entrada en escena del hombre de la cara blanca. En el
fondo estaba satisfecho de mí mismo; mi partida no había sido demasiado
brillante, pues si a los franceses les ha sido dado el don de la pronta
respuesta, no veía bien por qué había optado por irme sin una acabada
demostración de privilegios, prerrogativas y derechos ciudadanos. Lo
importante, lo verdaderamente importante era haber ayudado al chico a escapar a
tiempo (esto en caso de que mis teorías fueran exactas, lo que no estaba
suficientemente probado, pero la fuga en sí parecía demostrarlo). De puro
entrometido le había dado oportunidad de aprovechar al fin su miedo para algo
útil; ahora estaría arrepentido, menoscabado, sintiéndose poco hombre. Mejor
era eso que la compañía de una mujer capaz de mirar como lo miraban en la isla;
Michel es puritano a ratos, cree que no se debe corromper por la fuerza. En el
fondo, aquella foto había sido una buena acción.
No por buena acción la miraba entre párrafo y párrafo de mi trabajo. En ese
momento no sabía por qué la miraba, por qué había fijado la ampliación en la
pared; quizá ocurra así con todos los actos fatales, y sea esa la condición de
su cumplimiento. Creo que el temblor casi furtivo de las hojas del árbol no me
alarmó, que seguí una frase empezada y la terminé redonda. Las costumbres son
como grandes herbarios, al fin y al cabo una ampliación de ochenta por sesenta
se parece a una pantalla donde proyectan cine, donde en la punta de una isla
una mujer habla con un chico y un árbol agita unas hojas secas sobre sus
cabezas.
Pero las manos ya eran demasiado. Acababa de escribir: Donc, la seconde clé
réside dans la nature intrinsèque des difficultés que les sociétés —y vi la
mano de la mujer que empezaba a cerrarse despacio, dedo por dedo. De mí no
quedó nada, una frase en francés que jamás habrá de terminarse, una máquina de
escribir que cae al suelo, una silla que chirría y tiembla, una niebla. El
chico había agachado la cabeza, como los boxeadores cuando no pueden más y
esperan el golpe de desgracia; se había alzado el cuello del sobretodo, parecía
más que nunca un prisionero, la perfecta víctima que ayuda a la catástrofe.
Ahora la mujer le hablaba al oído, y la mano se abría otra vez para posarse en
su mejilla, acariciarla y acariciarla, quemándola sin prisa. El chico estaba
menos azorado que receloso, una o dos veces atisbó por sobre el hombro de la
mujer y ella seguía hablando, explicando algo que lo hacía mirar a cada momento
hacia la zona donde Michel sabía muy bien que estaba el auto con el hombre del
sombrero gris, cuidadosamente descartado en la fotografía pero reflejándose en
los ojos del chico y (cómo dudarlo ahora) en las palabras de la mujer, en las
manos de la mujer, en la presencia vicaria de la mujer. Cuando vi venir al
hombre, detenerse cerca de ellos y mirarlos, las manos en los bolsillos y un
aire entre hastiado y exigente, patrón que va a silbar a su perro después de
los retozos en la plaza, comprendí, si eso era comprender, lo que tenía que
pasar, lo que tenía que haber pasado, lo que hubiera tenido que pasar en ese
momento, entre esa gente, ahí donde yo había llegado a trastrocar un orden,
inocentemente inmiscuido en eso que no había pasado pero que ahora iba a pasar,
ahora se iba a cumplir. Y lo que entonces había imaginado era mucho menos
horrible que la realidad, esa mujer que no estaba ahí por ella misma, no
acariciaba ni proponía ni alentaba para su placer, para llevarse al ángel
despeinado y jugar con su terror y su gracia deseosa. El verdadero amo
esperaba, sonriendo petulante, seguro ya de la obra; no era el primero que
mandaba a una mujer a la vanguardia, a traerle los prisioneros maniatados con
flores. El resto sería tan simple, el auto, una casa cualquiera, las bebidas,
las láminas excitantes, las lágrimas demasiado tarde, el despertar en el
infierno. Y yo no podía hacer nada, esta vez no podía hacer absolutamente nada.
Mi fuerza había sido una fotografía, ésa, ahí, donde se vengaban de mí
mostrándome sin disimulo lo que iba a suceder. La foto había sido tomada, el
tiempo había corrido; estábamos tan lejos unos de otros, la corrupción
seguramente consumada, las lágrimas vertidas, y el resto conjetura y tristeza.
De pronto el orden se invertía, ellos estaban vivos, moviéndose, decidían y
eran decididos, iban a su futuro; y yo desde este lado, prisionero de otro
tiempo, de una habitación en un quinto piso, de no saber quiénes eran esa
mujer, y ese hombre y ese niño, de ser nada más que la lente de mi cámara, algo
rígido, incapaz de intervención. Me tiraban a la cara la burla más horrible, la
de decidir frente a mi impotencia, la de que el chico mirara otra vez al payaso
enharinado y yo comprendiera que iba a aceptar, que la propuesta contenía
dinero o engaño, y que no podía gritarle que huyera, o simplemente facilitarle
otra vez el camino con una nueva foto, una pequeña y casi humilde intervención
que desbaratara el andamiaje de baba y de perfume. Todo iba a resolverse allí
mismo, en ese instante; había como un inmenso silencio que no tenía nada que
ver con el silencio físico. Aquello se tendía, se armaba. Creo que grité, que
grité terriblemente, y que en ese mismo segundo supe que empezaba a acercarme,
diez centímetros, un paso, otro paso, el árbol giraba cadenciosamente sus ramas
en primer plano, una mancha del pretil salía del cuadro, la cara de la mujer,
vuelta hacia mí como sorprendida iba creciendo, y entonces giré un poco, quiero
decir que la cámara giró un poco, y sin perder de vista a la mujer empezó a
acercarse al hombre que me miraba con los agujeros negros que tenía en el sitio
de los ojos, entre sorprendido y rabioso miraba queriendo clavarme en el aire,
y en ese instante alcancé a ver como un gran pájaro fuera de foco que pasaba de
un solo vuelo delante de la imagen, y me apoyé en la pared de mi cuarto y fui
feliz porque el chico acababa de escaparse, lo veía corriendo, otra vez en
foco, huyendo con todo el pelo al viento, aprendiendo por fin a volar sobre la
isla, a llegar a la pasarela, a volverse a la ciudad. Por segunda vez se les
iba, por segunda vez yo lo ayudaba a escaparse, lo devolvía a su paraíso
precario. Jadeando me quedé frente a ellos; no había necesidad de avanzar más,
el juego estaba jugado. De la mujer se veía apenas un hombro y algo de pelo,
brutalmente cortado por el cuadro de la imagen; pero de frente estaba el
hombre, entreabierta la boca donde veía temblar una lengua negra, y levantaba
lentamente las manos, acercándolas al primer plano, un instante aún en perfecto
foco, y después todo él un bulto que borraba la isla, el árbol, y yo cerré los
ojos y no quise mirar más, y me tapé la cara y rompí a llorar como un idiota.
Ahora pasa una gran nube blanca, como todos estos días, todo este tiempo
incontable. Lo que queda por decir es siempre una nube, dos nubes, o largas
horas de cielo perfectamente limpio, rectángulo purísimo clavado con alfileres
en la pared de mi cuarto. Fue lo que vi al abrir los ojos y secármelos con los
dedos: el cielo limpio, y después una nube que entraba por la izquierda, paseaba
lentamente su gracia y se perdía por la derecha. Y luego otra, y a veces en
cambio todo se pone gris, todo es una enorme nube, y de pronto restallan las
salpicaduras de la lluvia, largo rato se ve llover sobre la imagen, como un
llanto al revés, y poco a poco el cuadro se aclara, quizá el sol, y otra vez
entran las nubes, de a dos, de a tres. Y las palomas, a veces, y uno que otro
gorrión.
FIN
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