divendres, 21 de juny del 2019

Los cautivos de Longjumeau - Léon Bloy



Una sorpresa/ regal de Sant Joan: Extret del recull titulat Histories Desagradables, de León Bloy el conte “Los Cautivos de Longjumeau”
Longjumeau es una població francesa propera a Voulx i  al cementeri on qui escriu aquestes línies hi té enterrades una part recordada amb nostàlgia de la seva família.  
Aquest i no un altre ha estat el motiu pel qual tens el conte  dos pams més avall d’aquestes línies.
L’altre motiu és l’aparició en la vida lectora del mateix que té les restes d’una família a Voulx de Léon Bloy.
Personatge que s’emmarca en el decadentisme francès i que ha influenciat a autors importants al mateix temps que en vida es va enemistar amb altres no menys icònics del S XIX. Un paio iracund portador d’un mostatxo que també trobem sota el nas de Nietzsche i que va passar de ser ateu de jove a morir abraçat al catolicisme. De fet la seva obra va influenciar el Concili Vaticà II i el Papa Francesc el va mencionar en la seva primera homilia. 
El relat, senzill, presenta una situació absurda i esfereïdora alhora. Una situació de la qual no es sap fins a quin punt els protagonistes són culpables del seu destí o, com menciona, al seu voltant es crea un cercle màgic.
Més info, com sempre, clicant sobre el nom de l’autor.

Gràcies amics per llegir-nos i bon començament d'estiu!




Los cautivos de Longjumeau.
Les Captifs de Longjumeau,
(1846-1917)

 "Correo de Logjumeau" anunciaba ayer el deplorable fin de los dos Fourmi. Esa publicación, recomendada, con justicia, por la abundancia y la calidad de sus informaciones, se perdía en conjeturas sobre las causas misteriosas de la desesperación que acaba de empujar al suicidio a esos cónyuges que todo el mundo suponía felices.
Habiéndose casado muy jóvenes y encontrándose siempre, después de veinte años, en el día siguiente de la boda, no habían dejado la ciudad ni siquiera por un día.
Aliviados, gracias a la previsión de sus progenitores, de todas las preocupaciones de dinero que pueden envenenar la vida conyugal; ampliamente provistos, por el contrario, de cuanto es necesario para volver agradable un tipo de unión, sin duda legítimo, pero muy poco acorde con esa necesidad de vicisitudes amorosas que corroe de ordinario a los inconstantes seres humanos; realizaban, ante los ojos del mundo, el milagro de la ternura perpetua.
Una hermosa tarde de mayo, al día siguiente de la caída del señor Thiers, el tren de cercanías los había traído junto con sus padres, quienes venían a instalarlos en la deliciosa propiedad que debía cobijar su dicha. Los habitantes de Longjumeau, de corazón puro, vieron pasar con enternecimiento a esa bonita pareja que el veterinario comparó, sin dudar, con Paul y Virginie. En efecto, ese día lucían realmente muy bien y parecían ser los hijos pálidos de algún gran señor.
El señor Piécu, el más importante notario del cantón, había comprado para ellos, en la entrada de la ciudad, un nido de verdura que les hubiesen envidiado los muertos. El jardín, hay que reconocerlo, hacía pensar en un cementerio abandonado. Ese aspecto, sin duda, no les desagradó, ya que nunca hicieron cambios, y dejaron que las plantas creciesen en libertad. Para usar una frase profundamente original del señor Piécu, diré que vivieron en las nubes, sin ver casi a nadie, no por mala voluntad o desdén, sino simplemente porque la idea de hacerlo no se les ocurrió jamás. Hubiese sido necesario, además, que se soltasen el uno al otro durante algunas horas o algunos minutos, que interrumpiesen los éxtasis y, ¡ay!, tomando en cuenta la brevedad de la vida, a esos esposos fuera de lo común les faltaba coraje para hacer algo así.
Uno de los mayores hombres de la Edad Media, el maestro Johannes Tauler, cuenta la historia de un ermita al que un visitante inoportuno vino a pedirle un objeto que se encontraba en su celda. El ermita se sintió en la obligación de ir a buscarlo. Pero al entrar, olvidó de qué se trataba, ya que la imagen de las cosas exteriores no podía permanecer en su mente. Salió, pues, y rogó al visitante le dijese lo que quería. Este le reiteró su pedido. El ermita volvió a entrar pero antes de tomar el objeto, el mismo ya se había borrado de su memoria. Luego de unas cuantas experiencias, se encontró en la obligación de decirle al visitante inoportuno: Entre y busque usted mismo lo que necesita, puesto que yo no puedo acordarme de usted el tiempo necesario para hacer lo que me pide.
El señor y la señora Fourmi me han hecho pensar a menudo en ese ermita. Habrían dado con gusto todo lo que se les hubiese pedido si hubieran podido recordarlo tan sólo un instante.
Sus distracciones eran célebres; se hablaba de ellas hasta en Corbeil. No parecían, sin embargo, hacerlos sufrir; y la "funesta" resolución que terminó con su existencia que todos envidiaban tiene que parecer inexplicable.
Una carta, ya vieja, de ese desdichado Fourmi que yo conocía desde antes de su casamiento, me ha permitido reconstruir, por vía de inducción, toda su lamentable historia.
He aquí, pues, la carta. Se verá, quizás, que mi amigo no era ni un loco ni un imbécil.
"...Por décima o vigésima vez, querido amigo, faltamos a nuestra palabra, de manera imperdonable. Por grande que sea tu paciencia, supongo que debes estar cansado de invitarnos. La verdad es que esta última vez, tanto como las precedentes, no tenemos excusas ni mi mujer ni yo. Te habíamos escrito que podías contar con nosotros, y no teníamos absolutamente nada que hacer. Sin embargo, como siempre, perdimos el tren. Ya hace quince años que perdemos todos los trenes y todos los coches públicos, hagamos lo que hagamos. Es infinitamente estúpido, es atrozmente ridículo, pero comienzo a pensar que el mal no tiene remedio. Es una especie de cómica fatalidad de la cual somos víctimas. Contra ella nada es posible. Hemos llegado a levantarnos a las tres de la mañana o, incluso, a pasar la noche en vela para no perder el tren de las ocho, por ejemplo. Y bien, querido amigo, la chimenea se incendiaba a último momento, yo me torcía el tobillo en mitad del camino, el vestido de Juliette se enganchaba en algún arbusto, nos quedábamos dormidos en el sillón de la sala de espera, sin que la llegada del tren ni los gritos del empleado nos despertasen a tiempo, etc., etc. La última vez me olvidé el portamonedas.
En fin, repito, esto dura desde hace ya quince años, y siento que es el comienzo de nuestra muerte. Por esta causa, no lo ignoras, lo he perdido todo, me he peleado con todo el mundo, paso por un monstruo de egoísmo, y mi pobre Juliette queda envuelta en la misma reprobación. Desde que llegamos a este lugar maldito, he faltado a setenta y cuatro entierros, a doce casamientos, a treinta bautismos, a unas mil visitas de cortesía o citas para gestiones indispensables. He dejado reventar a mi suegra sin volver a verla ni una sola vez, a pesar de que estuvo enferma casi un año, lo que nos valió la pérdida de las tres cuartas partes de la sucesión que ella, rabiosamente, nos sustrajo, en un codicilo, la víspera de su muerte.
No terminaría nunca si me pusiese a enumerar las metidas de pata y los malos tragos ocasionados por esta increíble circunstancia de no haber podido alejarnos nunca de Longjumeau. Para decirlo todo en pocas palabras, estamos cautivos, privados de toda esperanza, y vemos llegar el momento en el que esta condición de forzados terminará volviéndosenos insoportable..."
Suprimo el resto, en el que mi pobre amigo me confiaba cosas demasiado íntimas como para que pueda publicarlas; pero doy mi palabra de honor de que no era un hombre vulgar, que era digno de la adoración que su mujer profesaba por él, y que esos dos seres merecían mucho más que terminar tonta e indecentemente como terminaron.
Ciertas particularidades, para reservarme las cuales pido permiso, me hacen pensar que la infortunada pareja era realmente víctima de una maquinación tenebrosa del Enemigo de los hombres quien los condujo de la mano de un notario evidentemente infernal a ese rincón maléfico de Longjumeau de donde nada pudo arrancarlos.
Creo, realmente, que no podían huir, que había alrededor de su morada, un cordón de invisibles ejércitos seleccionados con cuidado para arremeter contra ellos, y contra los cuales ninguna energía hubiese capaz de prevalecer.
La señal para mí de una influencia diabólica es que a los Fourmi los devoraba la pasión de los viajes. Esos cautivos eran, por naturaleza, esencialmente migradores. Antes de unirse habían tenido sed de recorrer el mundo. Cuando todavía eran sólo novios, se los había visto en Enghien, en Choisy-le-Roi, en Meudon, en Clamart, en Montretout. Un día, incluso, llegaron hasta Saint-Germain.
En Longjumeau, que les parecía una isla de Oceanía, ese furor de exploraciones audaces, de aventuras por tierra y por mar, no había hecho sino exasperarse.
Su casa estaba abarrotada de globos terráqueos y de planisferios ; poseían atlas ingleses y atlas germánicos. Poseían, incluso, un mapa de la luna publicado en Gotha bajo la dirección de un ignorante pretencioso llamado Justus Perthes.
Cuando no hacían el amor, leían juntos las historias de navegantes famosos de las que su biblioteca estaba exclusivamente llena; y no existía un diario de viajes, un Tour du Monde o un Boletín de sociedad geográfica al que no estuviesen suscriptos. Guías de trenes y folletos de agencias marítimas les llegaban sin cesar.
Algo que costará creer: sus maletas estaban siempre listas. Siempre estuvieron a punto de partir, de emprender un interminable viaje a los países más lejanos, más peligrosos e inexplorados.
Recibí no menos de cuarenta telegramas anunciándome su inminente partida: hacia Borneo, Tierra del Fuego, Nueva Zelandia o Groenlandia.
Incluso, muchas veces, estuvieron a punto de hacerlo. Pero al fin no se marchaban; no se marcharon nunca, porque no podían y no debían marcharse. Los átomos y las moléculas se coaligaban para empujarlos hacia atrás.
Un día, sin embargo, hace unos diez años, creyeron realmente que se evadían. Contra toda esperanza, habían logrado subirse a un vagón de primera clase que debía llevarlos a Versalles. ¡Liberación! Allí, sin duda, se rompería, al fin, el círculo mágico.
El tren se puso en marcha, pero ellos no se movieron. Se habían metido, naturalmente, en un vagón destinado a permanecer en la estación. Había que recomenzarlo todo.
El único viaje que no debía fallarles era, evidentemente, el que acaban, desgraciadamente, de emprender; y su carácter bien conocido me induce a pensar que no se prepararon a llevarlo a cabo sino temblando.

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