Una
sorpresa/ regal de Sant Joan: Extret del recull titulat Histories
Desagradables, de León Bloy el conte “Los Cautivos de Longjumeau”
Longjumeau
es una població francesa propera a Voulx i
al cementeri on qui escriu aquestes línies hi té enterrades una part recordada
amb nostàlgia de la seva família.
Aquest
i no un altre ha estat el motiu pel qual tens el conte dos pams més avall d’aquestes
línies.
L’altre
motiu és l’aparició en la vida lectora del mateix que té les restes d’una família
a Voulx de Léon Bloy.
Personatge
que s’emmarca en el decadentisme francès i que ha influenciat a autors importants al mateix temps que en vida es va enemistar amb altres no menys
icònics del S XIX. Un paio iracund portador d’un mostatxo que també trobem sota el nas de Nietzsche i que va passar de ser ateu de jove a morir abraçat al catolicisme. De fet la
seva obra va influenciar el Concili Vaticà II i el Papa Francesc el va mencionar
en la seva primera homilia.
El relat, senzill, presenta una situació absurda i esfereïdora alhora. Una situació de la qual no es sap fins a quin punt els protagonistes són culpables del seu destí o, com menciona, al seu voltant es crea un cercle màgic.
Més
info, com sempre, clicant sobre el nom de l’autor.
Gràcies
amics per llegir-nos i bon començament d'estiu!
Los
cautivos de Longjumeau.
Les Captifs de Longjumeau,
(1846-1917)
"Correo de Logjumeau" anunciaba ayer
el deplorable fin de los dos Fourmi. Esa publicación, recomendada, con
justicia, por la abundancia y la calidad de sus informaciones, se perdía en
conjeturas sobre las causas misteriosas de la desesperación que acaba de
empujar al suicidio a esos cónyuges que todo el mundo suponía felices.
Habiéndose
casado muy jóvenes y encontrándose siempre, después de veinte años, en el día
siguiente de la boda, no habían dejado la ciudad ni siquiera por un día.
Aliviados,
gracias a la previsión de sus progenitores, de todas las preocupaciones de
dinero que pueden envenenar la vida conyugal; ampliamente provistos, por el
contrario, de cuanto es necesario para volver agradable un tipo de unión, sin
duda legítimo, pero muy poco acorde con esa necesidad de vicisitudes amorosas
que corroe de ordinario a los inconstantes seres humanos; realizaban, ante los
ojos del mundo, el milagro de la ternura perpetua.
Una
hermosa tarde de mayo, al día siguiente de la caída del señor Thiers, el tren
de cercanías los había traído junto con sus padres, quienes venían a
instalarlos en la deliciosa propiedad que debía cobijar su dicha. Los habitantes
de Longjumeau, de corazón puro, vieron pasar con enternecimiento a esa bonita
pareja que el veterinario comparó, sin dudar, con Paul y Virginie. En efecto,
ese día lucían realmente muy bien y parecían ser los hijos pálidos de algún
gran señor.
El
señor Piécu, el más importante notario del cantón, había comprado para ellos,
en la entrada de la ciudad, un nido de verdura que les hubiesen envidiado los
muertos. El jardín, hay que reconocerlo, hacía pensar en un cementerio
abandonado. Ese aspecto, sin duda, no les desagradó, ya que nunca hicieron
cambios, y dejaron que las plantas creciesen en libertad. Para usar una frase
profundamente original del señor Piécu, diré que vivieron en las nubes, sin ver
casi a nadie, no por mala voluntad o desdén, sino simplemente porque la idea de
hacerlo no se les ocurrió jamás. Hubiese sido necesario, además, que se
soltasen el uno al otro durante algunas horas o algunos minutos, que
interrumpiesen los éxtasis y, ¡ay!, tomando en cuenta la brevedad de la vida, a
esos esposos fuera de lo común les faltaba coraje para hacer algo así.
Uno de
los mayores hombres de la Edad Media, el maestro Johannes Tauler, cuenta la
historia de un ermita al que un visitante inoportuno vino a pedirle un objeto
que se encontraba en su celda. El ermita se sintió en la obligación de ir a
buscarlo. Pero al entrar, olvidó de qué se trataba, ya que la imagen de las
cosas exteriores no podía permanecer en su mente. Salió, pues, y rogó al
visitante le dijese lo que quería. Este le reiteró su pedido. El ermita volvió
a entrar pero antes de tomar el objeto, el mismo ya se había borrado de su
memoria. Luego de unas cuantas experiencias, se encontró en la obligación de
decirle al visitante inoportuno: Entre y busque usted mismo lo que necesita,
puesto que yo no puedo acordarme de usted el tiempo necesario para hacer lo que
me pide.
El
señor y la señora Fourmi me han hecho pensar a menudo en ese ermita. Habrían
dado con gusto todo lo que se les hubiese pedido si hubieran podido recordarlo
tan sólo un instante.
Sus
distracciones eran célebres; se hablaba de ellas hasta en Corbeil. No parecían,
sin embargo, hacerlos sufrir; y la "funesta" resolución que terminó
con su existencia que todos envidiaban tiene que parecer inexplicable.
Una
carta, ya vieja, de ese desdichado Fourmi que yo conocía desde antes de su
casamiento, me ha permitido reconstruir, por vía de inducción, toda su
lamentable historia.
He
aquí, pues, la carta. Se verá, quizás, que mi amigo no era ni un loco ni un
imbécil.
"...Por
décima o vigésima vez, querido amigo, faltamos a nuestra palabra, de manera
imperdonable. Por grande que sea tu paciencia, supongo que debes estar cansado
de invitarnos. La verdad es que esta última vez, tanto como las precedentes, no
tenemos excusas ni mi mujer ni yo. Te habíamos escrito que podías contar con
nosotros, y no teníamos absolutamente nada que hacer. Sin embargo, como
siempre, perdimos el tren. Ya hace quince años que perdemos todos los trenes y
todos los coches públicos, hagamos lo que hagamos. Es infinitamente estúpido,
es atrozmente ridículo, pero comienzo a pensar que el mal no tiene remedio. Es
una especie de cómica fatalidad de la cual somos víctimas. Contra ella nada es
posible. Hemos llegado a levantarnos a las tres de la mañana o, incluso, a pasar
la noche en vela para no perder el tren de las ocho, por ejemplo. Y bien,
querido amigo, la chimenea se incendiaba a último momento, yo me torcía el
tobillo en mitad del camino, el vestido de Juliette se enganchaba en algún
arbusto, nos quedábamos dormidos en el sillón de la sala de espera, sin que la
llegada del tren ni los gritos del empleado nos despertasen a tiempo, etc.,
etc. La última vez me olvidé el portamonedas.
En fin,
repito, esto dura desde hace ya quince años, y siento que es el comienzo de
nuestra muerte. Por esta causa, no lo ignoras, lo he perdido todo, me he
peleado con todo el mundo, paso por un monstruo de egoísmo, y mi pobre Juliette
queda envuelta en la misma reprobación. Desde que llegamos a este lugar
maldito, he faltado a setenta y cuatro entierros, a doce casamientos, a treinta
bautismos, a unas mil visitas de cortesía o citas para gestiones
indispensables. He dejado reventar a mi suegra sin volver a verla ni una sola
vez, a pesar de que estuvo enferma casi un año, lo que nos valió la pérdida de
las tres cuartas partes de la sucesión que ella, rabiosamente, nos sustrajo, en
un codicilo, la víspera de su muerte.
No
terminaría nunca si me pusiese a enumerar las metidas de pata y los malos
tragos ocasionados por esta increíble circunstancia de no haber podido
alejarnos nunca de Longjumeau. Para decirlo todo en pocas palabras, estamos
cautivos, privados de toda esperanza, y vemos llegar el momento en el que esta
condición de forzados terminará volviéndosenos insoportable..."
Suprimo
el resto, en el que mi pobre amigo me confiaba cosas demasiado íntimas como
para que pueda publicarlas; pero doy mi palabra de honor de que no era un
hombre vulgar, que era digno de la adoración que su mujer profesaba por él, y
que esos dos seres merecían mucho más que terminar tonta e indecentemente como
terminaron.
Ciertas
particularidades, para reservarme las cuales pido permiso, me hacen pensar que
la infortunada pareja era realmente víctima de una maquinación tenebrosa del
Enemigo de los hombres quien los condujo de la mano de un notario evidentemente
infernal a ese rincón maléfico de Longjumeau de donde nada pudo arrancarlos.
Creo,
realmente, que no podían huir, que había alrededor de su morada, un cordón de
invisibles ejércitos seleccionados con cuidado para arremeter contra ellos, y
contra los cuales ninguna energía hubiese capaz de prevalecer.
La
señal para mí de una influencia diabólica es que a los Fourmi los devoraba la
pasión de los viajes. Esos cautivos eran, por naturaleza, esencialmente migradores.
Antes de unirse habían tenido sed de recorrer el mundo. Cuando todavía eran
sólo novios, se los había visto en Enghien, en Choisy-le-Roi, en Meudon, en
Clamart, en Montretout. Un día, incluso, llegaron hasta Saint-Germain.
En
Longjumeau, que les parecía una isla de Oceanía, ese furor de exploraciones
audaces, de aventuras por tierra y por mar, no había hecho sino exasperarse.
Su casa
estaba abarrotada de globos terráqueos y de planisferios ; poseían atlas
ingleses y atlas germánicos. Poseían, incluso, un mapa de la luna publicado en
Gotha bajo la dirección de un ignorante pretencioso llamado Justus Perthes.
Cuando
no hacían el amor, leían juntos las historias de navegantes famosos de las que
su biblioteca estaba exclusivamente llena; y no existía un diario de viajes, un
Tour du Monde o un Boletín de sociedad geográfica al que no estuviesen
suscriptos. Guías de trenes y folletos de agencias marítimas les llegaban sin
cesar.
Algo
que costará creer: sus maletas estaban siempre listas. Siempre estuvieron a
punto de partir, de emprender un interminable viaje a los países más lejanos,
más peligrosos e inexplorados.
Recibí
no menos de cuarenta telegramas anunciándome su inminente partida: hacia
Borneo, Tierra del Fuego, Nueva Zelandia o Groenlandia.
Incluso,
muchas veces, estuvieron a punto de hacerlo. Pero al fin no se marchaban; no se
marcharon nunca, porque no podían y no debían marcharse. Los átomos y las
moléculas se coaligaban para empujarlos hacia atrás.
Un día,
sin embargo, hace unos diez años, creyeron realmente que se evadían. Contra
toda esperanza, habían logrado subirse a un vagón de primera clase que debía
llevarlos a Versalles. ¡Liberación! Allí, sin duda, se rompería, al fin, el
círculo mágico.
El tren
se puso en marcha, pero ellos no se movieron. Se habían metido, naturalmente,
en un vagón destinado a permanecer en la estación. Había que recomenzarlo todo.
El
único viaje que no debía fallarles era, evidentemente, el que acaban,
desgraciadamente, de emprender; y su carácter bien conocido me induce a pensar
que no se prepararon a llevarlo a cabo sino temblando.
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