Silencio és
probablement la historia més fantàstica que li he llegit a Poe. La seua lectura
és hipnòtica.
NOTA 4/5
Silencio.
Edgar Allan Poe
(1809-1849)
Las crestas
montañosas duermen; los valles, los riscos
y las grutas
están en silencio. (Alcmán)
—Escúchame —dijo el Demonio, apoyando la mano en mi
cabeza—. La región de que hablo es una lúgubre región en Libia, a orillas del
río Zaire. Y allá no hay ni calma ni silencio.
Las aguas del río están teñidas de un matiz azafranado
y enfermizo, y no fluyen hacia el mar, sino que palpitan por siempre bajo el
ojo purpúreo del sol, con un movimiento tumultuoso y convulsivo. A lo largo de
muchas millas, a ambos lados del legamoso
lecho del río, se tiende un pálido desierto de gigantescos nenúfares. Suspiran
entre sí en esa soledad y tienden hacia el cielo sus largos y pálidos cuellos,
mientras inclinan a un lado y otro sus cabezas sempiternas. Y un rumor
indistinto se levanta de ellos, como el correr del agua subterránea. Y suspiran
entre sí.
Pero su reino tiene un límite, el límite de la oscura,
horrible, majestuosa floresta. Allí, como las olas en las Hébridas, la
maleza se agita continuamente. Pero ningún viento surca el cielo. Y los altos
árboles primitivos oscilan eternamente de un lado a otro con un potente
resonar. Y de sus altas copas se filtran, gota a gota, rocíos eternos. Y en sus
raíces se retuercen, en un inquieto sueño, extrañas flores venenosas. Y en lo
alto, con un agudo sonido susurrante, las nubes grises corren por siempre hacia
el oeste, hasta rodar en cataratas sobre las ígneas paredes del horizonte. Pero
ningún viento surca el cielo. Y en las orillas del río Zaire no hay ni calma ni
silencio.
Era de noche y llovía, y al caer era lluvia, pero
después de caída era sangre. Y yo estaba en la marisma entre los altos
nenúfares, y la lluvia caía en mi cabeza, y los nenúfares suspiraban entre sí
en la solemnidad de su desolación.
Y de improviso levantóse la luna a través de la fina
niebla espectral y su color era carmesí. Y mis ojos se posaron en una enorme
roca gris que se alzaba a la orilla del río, iluminada por la luz de la luna. Y
la roca era gris, y espectral, y alta; y la roca era gris. En su faz había
caracteres grabados en la piedra, y yo anduve por la marisma de nenúfares hasta
acercarme a la orilla, para leer los caracteres en la piedra. Pero no pude
descifrarlos. Y me volvía a la marisma cuando la luna brilló con un rojo más
intenso, y al volverme y mirar otra vez hacia la roca y los caracteres vi que
los caracteres decían DESOLACIÓN.
Y miré hacia arriba y en lo alto de la roca había un
hombre, y me oculté entre los nenúfares para observar lo que hacía aquel
hombre. Y el hombre era alto y majestuoso y estaba cubierto desde los hombros a
los pies con la toga de la antigua Roma. Y su silueta era indistinta, pero sus
facciones eran las facciones de una deidad, porque el palio de la noche, y la
luna, y la niebla, y el rocío, habían dejado al descubierto las facciones de su
cara. Y su frente era alta y pensativa, y sus ojos brillaban de preocupación; y
en las escasas arrugas de sus mejillas leí las fábulas de la tristeza, del
cansancio, del disgusto de la humanidad, y el anhelo de estar solo.
Y el hombre se sentó en la roca, apoyó la cabeza en la
mano y contempló la desolación. Miró los inquietos matorrales, y los altos
árboles primitivos, y más arriba el susurrante cielo, y la luna carmesí. Y yo
me mantuve al abrigo de los nenúfares, observando las acciones de aquel hombre.
Y el hombre tembló en la soledad, pero la noche transcurría, y él continuaba
sentado en la roca.
Y el hombre distrajo su atención del cielo y miró
hacia el melancólico río Zaire y las amarillas, siniestras aguas y las pálidas
legiones de nenúfares. Y el hombre escuchó los suspiros de los nenúfares y el
murmullo que nacía de ellos. Y yo me mantenía oculto y observaba las acciones
de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad; pero la noche transcurría y
él continuaba sentado en la roca.
Entonces me sumí en las profundidades de la marisma,
vadeando a través de la soledad de los nenúfares, y llamé a los hipopótamos que
moran entre los pantanos en las profundidades de la marisma. Y los hipopótamos
oyeron mi llamada y vinieron con los behemot al pie de la roca y rugieron
sonora y terriblemente bajo la luna. Y yo me mantenía oculto y observaba las
acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad; pero la noche
transcurría y él continuaba sentado en la roca.
Entonces maldije los elementos con la maldición del
tumulto, y una espantosa tempestad se congregó en el cielo, donde antes no
había viento. Y el cielo se tornó lívido con la violencia de la tempestad, y la
lluvia azotó la cabeza del hombre, y las aguas del río se desbordaron, y el río
atormentado se cubría de espuma, y los nenúfares alzaban clamores, y la
floresta se desmoronaba ante el viento, y rodaba el trueno, y caía el rayo, y la
roca vacilaba en sus cimientos. Y yo me mantenía oculto y observaba las
acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad; pero la noche
transcurría y él continuaba sentado.
Entonces me encolericé y maldije, con la maldición del
silencio, el río y los nenúfares y el viento y la floresta y el cielo y el
trueno y los suspiros de los nenúfares. Y quedaron malditos y se callaron. Y la
luna cesó de trepar hacia el cielo, y el trueno murió, y el rayo no tuvo ya
luz, y las nubes se suspendieron inmóviles, y las aguas bajaron a su nivel y se
estacionaron, y los árboles dejaron de balancearse, y los nenúfares ya no
suspiraron y no se oyó más el murmullo que nacía de ellos, ni la menor sombra
de sonido en todo el vasto desierto ilimitado. Y miré los caracteres de la
roca, y habían cambiado; y los caracteres decían: SILENCIO.
Y mis ojos cayeron sobre el rostro de aquel hombre, y
su rostro estaba pálido. Y bruscamente alzó la cabeza, que apoyaba en la mano
y, poniéndose de pie en la roca, escuchó. Pero no se oía ninguna voz en todo el
vasto desierto ilimitado, y los caracteres sobre la roca decían: SILENCIO. Y el
hombre se estremeció y, desviando el rostro, huyó a toda carrera, al punto que
cesé de verlo.
Pues bien, hay muy hermosos relatos en los libros de
los Magos, en los melancólicos libros de los Magos, encuadernados en hierro.
Allí, digo, hay admirables historias del cielo y de la tierra, y del potente
mar, y de los Genios que gobiernan el mar, y la tierra, y el majestuoso cielo.
También había mucho saber en las palabras que pronunciaban las Sibilas, y
santas, santas cosas fueron oídas antaño por las sombrías hojas que temblaban
en torno a Dodona. Pero, tan cierto como que Alá vive, digo que la fábula que
me contó el Demonio, que se sentaba a mi lado a la sombra de la tumba, es la
más asombrosa de todas. Y cuando el Demonio concluyó su historia, se dejó caer,
en la cavidad de la tumba y rió. Y yo no pude reírme con él, y me maldijo
porque no reía. Y el lince que eternamente mora en la tumba salió de ella y se
tendió a los pies del Demonio, y lo miró fijamente a la cara.
FIN
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