Les vacances
han passat com ho ha fet l’estiu. Amb pressa. Com si la terra no suportés més
temps la calor i accelerés el pas dels seus dies buscant-ne uns més apetibles.
I amb el
final d’aquest mes d’agost infernal ha arribat un nou relat de Guy de
Maupassant. Una història d’amor ceg.
NOTA 4/5
El asesino.
L'assassin,
(1850-1893)
El culpable era defendido por un jovencísimo abogado,
un novato que habló así:
— Los hechos son innegables, señores del jurado. Mi
cliente, un hombre honesto, un empleado irreprochable, bondadoso y tímido, ha
asesinado a su patrón en un arrebato de cólera que resulta incomprensible. ¿Me
permiten ustedes hacer una sicología de este crimen, si puedo hablar así, sin
atenuar nada, sin excusar nada? Después ustedes juzgarán.
Jean-Nicolas Lougère es hijo de personas muy
honorables que hicieron de él un hombre simple y respetuoso. Este es su crimen:
¡el respeto! Este es un sentimiento, señores, que nosotros hoy ya no conocemos,
del que únicamente parece quedar todavía el nombre, y cuya fuerza ha desaparecido.
Es necesario entrar en determinadas familias antiguas y modestas, para
encontrar esta tradición severa, esta devoción a la cosa o al hombre, al
sentimiento o a la creencia revestida de un carácter sagrado, esta fe que no
soporta ni la duda ni la sonrisa ni el roce de la sospecha. No se puede ser un
hombre honesto, un hombre honesto de verdad, con toda la fuerza que este
término implica, si no se es respetuoso. El hombre que respeta con los ojos
cerrados, cree. Nosotros, con nuestros ojos muy abiertos sobre el mundo, que
vivimos aquí, en este palacio de justicia que es la cloaca de la sociedad,
donde vienen a parar todas las infamias, nosotros que somos los confidentes de
todas las vergüenzas, los defensores consagrados de todas las miserias humanas,
el sostén, por no decir los defensores de todos los bribones y de todos los
desvergonzados, desde los príncipes hasta los vagabundos de los arrabales,
nosotros que acogemos con indulgencia, con complacencia, con una benevolencia
sonriente a todos los culpables para defenderlos delante de ustedes, nosotros
que, si amamos verdaderamente nuestro oficio, armonizamos nuestra simpatía de
abogado con la dimensión del crimen, nosotros ya no podemos tener el alma
respetuosa. Vemos demasiado este río de corrupción que fluye de los más
poderosos a los últimos pordioseros, sabemos muy bien cómo ocurre todo, cómo
todo se da, cómo todo se vende. Plazas, funciones, honores, brutalmente a
cambio de un poco de oro, hábilmente a cambio de títulos y de lotes de reparto
en las empresas industriales, o simplemente por un beso de mujer. Nuestro deber
y nuestra profesión nos fuerzan a no ignorar nada, a desconfiar de todo el
mundo, ya que todo el mundo es sospechoso, y quedamos sorprendidos cuando nos
encontramos enfrente de un hombre que tiene, como el asesino sentado delante de
ustedes, la religión del respeto tan arraigada como para llegar a convertirse
en un mártir.
Nosotros, señores, hacemos uso del honor igual que del
aseo personal, por repugnancia a la bajeza, por un sentimiento de dignidad
personal y de orgullo; pero no llevamos al fondo del corazón la fe ciega,
innata, brutal, como este hombre. Déjenme contarles su vida.
Fue educado, como se educaba antaño a los niños,
dividiendo en dos clases todos los actos humanos: lo que está bien y lo que
está mal. Se le enseñó el bien, con una autoridad tan irresistible, que se le
hizo distinguir del mal como se distingue el día de la noche. Su padre no
pertenecía a esa raza de espíritus superiores que, mirando desde lo alto, ven
los orígenes de las creencias y reconocen las necesidades sociales de donde
nacen estas distinciones. Creció, pues, religioso y confiado, entusiasta e
íntegro. Con veintidós años se casó. Se le hizo casar con una prima, educada
como él, sencilla como él, pura como él. Tuvo cierta suerte inestimable de
tener por compañía una honesta mujer virtuosa, es decir, lo que hay de más
escaso y respetable en el mundo. Tenía hacia su madre la veneración que rodea a
las madres en las familias patriarcales, el culto profundo que se reserva a las
divinidades. Trasladó sobre su madre un poco de esta religión, apenas atenuada
por las familiaridades conyugales. Y vivió en una ignorancia absoluta de la
picardía, en un estado de rectitud obstinada y de tranquila dicha que hizo de
él un ser aparte. No engañando a nadie, no sospechaba que se le pudiera engañar
a él.
Algún tiempo antes de su boda había entrado como
contable en la empresa del señor Langlais, asesinado por él hace unos días.
Sabemos, señores del jurado, por los testimonios de la señora Langlais, de su
hermano, el señor Perthuis, asociado de su marido, de toda la familia y de
todos los empleados superiores de este banco, que Lougère fue un empleado
modelo, ejemplo de probidad, de sumisión, de dulzura, de deferencia hacia sus
jefes y ejemplo de regularidad. Se le trataba, por otra parte, con la
consideración merecida por su conducta ejemplar. Estaba acostumbrado a este
respeto y a la especie de veneración manifestada a la señora Lougère, cuyo
elogio estaba en boca de todos.
Unos días después, ella murió de unas fiebres
tifoideas. Él sintió seguramente un dolor profundo, pero un dolor frío y
tranquilo en su corazón metódico. Sólo se vio en su palidez y en la alteración
de sus rasgos hasta qué punto había sido herido. Entonces, señores, ocurrió
algo muy natural. Este hombre estaba casado desde hacía diez años. Desde hacía
diez años tenía la costumbre de sentir una mujer cerca de él, siempre. Estaba
acostumbrado a sus cuidados, a esta voz familiar cuando uno llega a casa, al
adiós de la tarde, a los buenos días de la mañana, a ese suave sonido del
vestido, tan del gusto femenino, a esta caricia ora amorosa, ora maternal que
alivia la existencia, a esta presencia amada que hace menos lento el
transcurrir de las horas. Estaba también acostumbrado a la condescendencia
material de la mesa, a todas las atenciones que no se notan y que se vuelven
poco a poco indispensables. Ya no podía vivir solo. Entonces, para pasar las
interminables tardes, cogió la costumbre de ir a sentarse una hora o dos a la
cervecería vecina. Bebía un bock y se quedaba allí, inmóvil, siguiendo con una
mirada distraída las bolas de billar corriendo una detrás de la otra bajo el
humo de las pipas, escuchando, sin pensar en ello, las disputas de los
jugadores, las discusiones de los vecinos sobre política y las carcajadas que
provocaban a veces una broma pesada al otro extremo de la sala. Acababa a
menudo por quedarse dormido de lasitud y aburrimiento. Pero tenía en el fondo
de su corazón y de sus entrañas, la necesidad irresistible de un corazón y de
un cuerpo de mujer; y sin pensarlo, se fue aproximando, un poco cada tarde, al
mostrador donde reinaba la cajera, una rubia pequeña, atraído hacia ella
invenciblemente por tratarse de una mujer.
Pronto conversaron, y él cogió la costumbre, muy
agradable, de pasar todas las tardes a su lado. Era graciosa y atenta como se
tiene que ser en estos amables ambientes, y se divertía renovando su
consumición lo más a menudo posible, lo cual beneficiaba al negocio. Pero cada
día Lougère se ataba más a esta mujer que no conocía, de la que ignoraba toda
su existencia y que quiso únicamente porque no veía otra. La muchacha, que era
astuta, pronto se dio cuenta que podría sacar partido de este ingenuo y buscó
cuál sería la mejor forma de explotarlo. Lo más seguro era casarse.
A esta conclusión llegó sin remordimiento alguno.
Tengo que decirles, señores del jurado, que la
conducta de esta chica era de lo más irregular y que la boda, lejos de poner
freno a sus extravíos, pareció al contrario hacerla más desvergonzada. Por
juego natural de la astucia femenina, pareció cogerle gusto a engañar a este
honesto hombre con todos los empleados de su despacho. Digo "con
todos". Tenemos cartas, señores. Pronto se convirtió en un escándalo
público, que únicamente el marido, como todo, ignoraba. Al fin esta pícara, con
un interés fácil de concebir, sedujo al hijo del mismísimo patrón, joven de
diecinueve años, sobre cuyo espíritu y sentido tuvo pronto ella una influencia
deplorable. El señor Langlais, que hasta ese momento tenía los ojos cerrados
por la bondad, por amistad hacia su empleado, sintió, viendo a su hijo entre
las manos, -debería decir entre los brazos de esta peligrosa criatura- una
cólera legítima.
Cometió el error de llamar inmediatamente a Lougère y
de hablarle impelido por su indignación paternal. Ya no me queda, señores, más
que leerles el relato del crimen, formulado por los labios del mismo moribundo
y recogido por la instrucción:
"Acababa de saber que mi hijo había donado, la
misma víspera, diez mil francos a esta mujer y mi cólera ha sido más fuerte que
mi razón. Verdaderamente, nunca he sospechado de la honorabilidad de Lougère,
pero ciertas cegueras son más peligrosas que auténticas faltas.
Le hice pues llamar a mi lado y le dije que me veía
obligado a privarme de sus servicios. Él permanecía de pie delante de mí,
azorado, sin comprender. Terminó por pedir explicaciones con cierta vivacidad.
Yo rechacé dárselas, afirmando que mis razones eran de naturaleza íntima. Él
creyó entonces que yo tenía sospechas de su falta de delicadeza, y, muy pálido,
me rogó, me requirió que me explicara. Convencido de esto, se mostró arrogante
y se tomó el derecho de levantarme la voz.
Como yo seguía callado, me injurió, me insultó, llegó
a tal grado de exasperación que yo temía que pasara a la acción. Ahora bien, de
repente, con una palabra hiriente que me llegó a pleno corazón, le dije toda la
verdad a la cara. Se quedó de pie algunos segundos, mirándome con ojos huraños;
después le vi coger de su despacho las largas tijeras que utilizo para recortar
el margen de algunos documentos; a continuación le vi caer sobre mí con el
brazo levantado, y sentí entrar algo en mi garganta, encima del pecho, sin
sentir ningún dolor."
He aquí, señores del jurado, el sencillo relato de su
muerte. ¿Qué más se puede decir para su defensa? Él ha respetado a su segunda
mujer con ceguera porque había respetado a la primera con la razón.
Después de una corta deliberación, el acusado fue
absuelto.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada