Un conte terrorífic on es barreja la vigília i la
son. On la culpa adopta la forma d’un enorme gos que amb els seus actes
desentranya un crim.
NOTA 5/5
La alucinación de Staley Fleming.
Staley Fleming's Hallucination,
(1842-1914)
De los dos sujetos que estaban
conversando, uno era médico.
—Le solicité
que viniera, doctor, aunque no creo que pueda hacer nada. Quizás pueda
recomendarme un especialista en psicopatía. Creo que estoy loco.
-Sin embargo parece usted perfectamente
cuerdo —contestó el médico.
—Tengo
alucinaciones, doctor. Todas las noches me despierto y veo en la habitación,
mirándome fijamente, un enorme perro negro, un Terranova, con una pata
delantera de color blanco.
—Dice usted que
despierta; ¿está seguro? Muchas veces las alucinaciones son sólo sueños.
—Despierto,
doctor, de eso estoy seguro. A veces me quedo acostado mucho tiempo mirando al
perro tan fijamente como él me mira a mí. Siempre dejo la luz encendida. Cuando
no puedo soportarlo, me siento en la cama: entonces descubro que en realidad no
hay nada la habitación.
—Curioso. ¿Qué
expresión tiene el animal?
—Siniestra, o
eso es lo que parece. Evidentemente sé que, salvo en el arte, el rostro de un
animal en reposo tiene siempre la misma expresión. Pero este animal no es real.
Los perros de Terranova tienen un aspecto muy amigable, como usted sabrá; ¿qué
le pasará a éste?
—Realmente mi
diagnóstico no tendría valor alguno: no voy a tratar al perro.
El médico se rio de su propia broma, pero
sin dejar de observar al paciente con el rabillo del ojo. Después, dijo:
—La descripción
que me ha dado del animal concuerda con la del perro del fallecido Atwell
Barton.
Fleming se incorporó a medias en su
asiento, pero volvió a sentarse e hizo un visible intento de mostrarse
indiferente.
—Me acuerdo de
Barton —dijo—. Creo que era… se informó que… ¿no hubo algo sospechoso en su
muerte?
Mirando ahora directamente a los ojos de
su paciente, el médico respondió:
—Hace tres
años, el cuerpo de su viejo enemigo, Atwell Barton, se encontró en el bosque,
cerca de su casa y también de la de usted. Fue acuchillado. No hubo detenciones
porque no se encontró ninguna pista. Algunos teníamos nuestra propia teoría. Al
menos yo tenía la mía. ¿Pensó usted alguna?
— ¿Yo? Por
Dios, ¿qué podía saber yo al respecto? Recordará que marché a Europa casi inmediatamente
después, y volví mucho más tarde. No puede pensar que en las escasas semanas
que han transcurrido desde mi regreso pudiera elaborar una teoría. En realidad,
ni siquiera había pensado en el asunto. ¿Pero qué pasó con su perro?
—Fue el primero
en encontrar el cuerpo. Murió de hambre sobre su tumba.
Desconocemos la ley inexorable que
subyace bajo las coincidencias. Staley Fleming no, o quizás no se habría puesto
de pie de un salto cuando el viento de la noche trajo por la ventana abierta el
aullido prolongado y lastimero de un perro.
Recorrió varias veces la habitación bajo
la mirada fija del médico, hasta que, parándose abruptamente delante de él,
casi le gritó:
—¿Qué tiene que
ver todo esto con mi problema, doctor Halderman? Se ha olvidado del motivo por
el que lo hice venir.
El médico se levantó, puso una mano sobre
el brazo del paciente y le dijo con amabilidad:
—Perdóneme. De
buenas a primeras no podría diagnosticar su trastorno. Quizás mañana. Hágame el
favor de acostarse dejando la puerta sin cerrar; yo pasaré la noche aquí, con
sus libros. ¿Podrá llamarme sin levantarse de la cama?
—Sí, hay un
timbre eléctrico.
—Perfecto. Si
algo le inquieta, pulse el botón, pero sin incorporarse. Buenas noches.
Instalado cómodamente en un sillón, el médico
se quedó mirando los carbones encendidos en la chimenea y meditando en
profundidad, aunque aparentemente sin propósito, pues frecuentemente se
levantaba y abría la puerta que daba a la escalera, escuchaba atentamente y
después volvía a sentarse.
No obstante, acabó por quedarse dormido.
Al despertar había pasado ya la medianoche. Removió las brasas, tomó un libro
de la mesa que tenía a su lado y miró el título: Meditaciones, de
Denneker. Lo abrió al azar y empezó a leer.
Esto fue ordenado por Dios: que toda
carne tenga espíritu y adopte por tanto las facultades espirituales. También el
espíritu tiene los poderes de la carne, aunque se salga de ésta y viva como
algo independiente, como atestiguan muchos hechos atribuidos a los fantasmas y
espíritus de los muertos. Hay quien dice que el hombre no es el único en esto,
pues también los animales tienen la misma inducción maligna.
Una súbita conmoción interrumpió su
lectura, como si un objeto pesado hubiera caído en algún lugar de la casa.
El médico soltó el libro, salió corriendo
de la habitación y subió velozmente las escaleras que conducían al dormitorio
del paciente. Intentó abrir la puerta pero, contrariando sus instrucciones,
estaba cerrada por dentro. Empujó con el hombro con tal fuerza que ésta cedió.
En el suelo, junto a la cama en desorden, vestido con su camisón, yacía Staley Fleming, moribundo.
El médico levantó la cabeza de éste del
suelo y observó una herida en la garganta.
—Debería haber
pensado en esto —dijo, suponiendo que se había suicidado.
Cuando el hombre murió, el examen
detallado reveló las señales inequívocas de unos colmillos profundamente
hundidos en la vena yugular. No se hallaron otras evidencias de un animal en el
cuarto.
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