¿Quién sabe?
¿Qui sait?,
(1850-1893)
¡Señor! ¡Señor! Al fin tengo
ocasión de escribir lo que me ha ocurrido. Pero ¿me será posible hacerlo? ¿Me
atreveré? ¡Es una cosa tan extravagante, tan inexplicable, tan incomprensible,
tan loca!
Si no estuviese seguro de lo que he
visto, seguro también de que en mis razonamientos no ha habido un fallo, ni en
mis comprobaciones un error, ni una laguna en la inflexible cadena de mis
observaciones, me creería simplemente víctima de una alucinación, juguete de
una extraña locura. Después de todo, ¿quién sabe?
Me encuentro actualmente en un
sanatorio; pero si entré en él ha sido por prudencia, por miedo. Sólo una
persona conoce mi historia: el médico de aquí; pero voy a ponerla por escrito.
Realmente no sé para qué. Para librarme de ella, tal vez, porque la siento
dentro de mí como una intolerable pesadilla.
Hela aquí:
He sido siempre un solitario, un
soñador, una especie de filósofo aislado, bondadoso, que se conformaba con
poco, sin acritudes contra los hombres y sin rencores contra el cielo. He
vivido solo, en todo tiempo, porque la presencia de otras personas me produce
una especie de molestia. No es que me niegue a tratar con la gente, a conversar
o a cenar con amigos, pero cuando llevan mucho rato cerca de mí, aunque sean
mis más cercanos familiares, me cansan, me fatigan, me enervan, y experimento
un anhelo cada vez mayor, más agobiante, de que se marchen, o de marcharme yo,
de estar solo.
Este anhelo es más que un impulso,
es una necesidad irresistible. Y si las personas en cuya compañía me encuentro
siguiesen a mi lado, si me viese obligado, no a prestar atención, pero ni
siquiera a escuchar sus conversaciones, me daría, con toda seguridad, un
ataque. ¿De qué clase? No lo sé. ¿Un síncope, tal vez? Sí, probablemente.
Tanto me agrada estar solo, que ni
siquiera puedo soportar que otras personas duerman bajo el mismo techo que yo.
No vivo en París, porque sería para mí una perpetua agonía. Me siento morir
moralmente, es para mí un martirio del cuerpo y de los nervios esa muchedumbre
inmensa que hormiguea, que se mueve a mi alrededor, hasta cuando duerme.
Porque, aún más que la palabra de los demás, me resulta insufrible su sueño.
Cuando sé, cuando tengo la sensación de que, detrás de la pared, existen vidas
que se ven interrumpidas por esos eclipses regulares de la razón, no puedo ya
despertar.
¿Por qué soy de esta manera? ¡Quién
lo sabe! Es imposible que la razón de todo esto sea muy sencilla; todo lo que
ocurre fuera de mí me cansa muy pronto. Y son muchos los que se encuentran en
mi mismo caso. En la tierra vivimos gentes de dos razas. Los que tienen
necesidad de los demás, aquellos a quienes los demás distraen, ocupan, sirven
de descanso, y a los que la soledad cansa, agota, aniquila, lo mismo que la
ascensión a un nevero o la travesía de un desierto, y aquellos otros a los que,
por el contrario, los demás cansan, molestan, cohíben, abruman, en tanto que el
aislamiento los tranquiliza, les proporciona un baño de descanso en la
independencia y en la fantasía de sus meditaciones.
En resumidas cuentas, se trata de
un fenómeno psíquico normal. Unos tienen condiciones para vivir hacia afuera;
otros, para vivir hacia adentro. En mí se da el caso de que la atención
exterior es de corta duración y se agota pronto, y cuando llega a su límite, me
acomete en todo mi cuerpo y en toda mi alma un malestar intolerable. Como
consecuencia de todo lo que antecede, yo me apego, es decir, estaba fuertemente
apegado a los objetos inanimados, que vienen a adquirir para mí una importancia
de seres vivos. Mi casa se convierte, se había convertido en un mundo en el que
yo llevaba una vida solitaria, pero activa, en medio de aquellas cosas:
muebles, chucherías familiares, que eran para mí como otros tantos rostros
simpáticos. Había ido llenándola poco a poco, adornándola con ellos, y me
sentía contento y satisfecho allí dentro, feliz como en los brazos de una mujer
agradable cuya diaria caricia se ha convertido en una necesidad suave y
sosegada.
Hice construir aquella casa en el
centro de un hermoso jardín que la aislaba de los caminos concurridos, a un
paso de una ciudad en la que me era dable encontrar, cuando se despertaba en mí
tal deseo, los recursos que ofrece la vida social. Todos mis criados dormían en
un pabellón muy alejado de la casa, situado en un extremo de la huerta, que
estaba cercada con una pared muy alta. Tal era el agrado y el descanso que
encontraba al verme envuelto en la oscuridad de las noches, en medio del
silencio de mi casa, perdida, oculta, sumergida bajo el ramaje de los grandes
árboles, que todas las noches permanecía varias horas para saborearlo a mis
anchas, costándome trabajo meterme en la cama.
El día de que voy a hablar habían
representado Sigurd en el teatro de la ciudad. Era aquélla la primera vez que
asistía a la representación de ese bello drama musical y fantástico, y me
produjo un vivo placer. Regresaba a mi casa a pie, con paso ágil, llena la
cabeza de frases musicales y la pupila de lindas imágenes de un mundo de hadas.
Era noche cerrada, tan cerrada que apenas se distinguía la carretera y estuve
varias veces a punto de tropezar y caer en la cuneta. Desde el puesto de
arbitrios hasta mi casa hay cerca de un kilómetro, tal vez un poco más, o sea
veinte minutos de marcha lenta. Sería la una o la una y media de la madrugada;
se aclaró un poco el firmamento y surgió delante de mí la luna, en su triste
cuarto menguante. La media luna del primer cuarto, es decir, la que aparece a
las cuatro o cinco de la tarde, es brillante, alegre, plateada; pero la que se
levanta después de la medianoche es rojiza, triste, inquietante; es la
verdadera media luna del día de las brujas. Esta observación han debido hacerla
todos los noctámbulos. La primera, aunque sea delgada como un hilo, despide un
brillo alegre que regocija el corazón y traza en el suelo sombras bien
dibujadas; la segunda apenas derrama una luz mortecina, tan apagada que casi no
llega a formar sombras.
Distinguí a lo lejos la masa oscura
de mi jardín y, sin que yo supiese de dónde me venía, se apoderó de mí un
malestar al pensar que tenía que entrar en él. Acorté el paso. La temperatura
era muy suave. Aquella gruesa mancha del arbolado parecía una tumba dentro de
la cual estaba sepultada mi casa. Abrí la puerta y penetré en la larga avenida
de sicomoros que conduce hasta el edificio y que forma una bóveda arqueada como
un túnel muy alto, a través de bosquecillos opacos unas veces y bordeando otras
los céspedes en que los encañados de flores estampaban manchones ovalados de
tonalidades confusas en medio de las pálidas tinieblas.
Una turbación singular se apoderó
de mí al encontrarme ya cerca de la casa. Me detuve. No se oía nada. Ni el más
leve soplo de aire circulaba entre las hojas. "¿Qué es lo que me
pasa?", pensé. Muchas veces había entrado de aquella manera desde hacía
diez años, y jamás sentí el más leve desasosiego. No era que tuviese miedo.
Jamás lo tengo durante la noche. Si me hubiese encontrado con un hombre, con un
merodeador, con un ladrón, todo mi ser físico habría experimentado una sacudida
de furor y habría saltado encima de él sin la menor vacilación. Iba, además,
armado. Llevaba mi revólver, porque quería resistir a aquella influencia
recelosa que germinaba en mí.
¿Qué era aquello? ¿Un
presentimiento? ¿El presentimiento misterioso que se apodera de los sentidos
del hombre cuando va a encontrarse frente a lo inexplicable? ¡Quién sabe! A
medida que avanzaba, me corrían escalofríos por la piel; cuando me hallé frente
al muro de mi gran palacio, que tenía las contraventanas echadas, tuve la
sensación de que tendría que dejar pasar algunos minutos antes de abrir la
puerta y entrar. Me senté en un banco que había debajo de las ventanas del
salón. Y allí me quedé, un poco trémulo, con la cabeza apoyada en la pared y
los ojos abiertos y clavados en la sombra del arbolado. Nada de extraordinario
advertí a mi alrededor en aquellos primeros instantes. Me zumbaban algo los
oídos, pero ésta es una cosa que me ocurre con frecuencia. A veces creo oír
trenes que pasan o campanas que tocan o el pataleó de muchedumbres en marcha.
Pero aquellos ruidos interiores se
hicieron más netos, más precisos, más identificables. Me había engañado. No era
el bordoneo habitual de mis arterias el que me llenaba los oídos con aquellos
rumores; era un ruido muy característico y, sin embargo, muy confuso, que
procedía, sin duda alguna, del interior de la casa. Distinguía aquel ruido
continuo a través del muro, tenía casi más de movimiento que de ruido, un confuso
ajetreo de una multitud de objetos, como si moviesen, cambiasen de sitio y
arrastrasen con mucho tiento todos mis muebles. Estuve largo rato sin dar
crédito a mis oídos; pero aplicando la oreja a una de las contraventanas para
distinguir mejor aquel extraño ajetreo que parecía tener lugar dentro de mi
casa, quedé plenamente convencido, segurísimo, de que algo anormal e
incomprensible ocurría. No sentía miedo, pero estaba..., ¿cómo lo diré?,
asustado de asombro. No amartillé mi revólver, porque tuve la intuición segura
de que no me haría falta. Esperé.
Esperé largo rato, sin decidirme a
actuar, con la inteligencia lúcida, pero dominado por loca inquietud. Esperé de
pie y seguí escuchando el ruido, cada vez mayor, que adquiría por momentos una
intensidad violenta, hasta parecer un refunfuño de impaciencia, de cólera, de
motín misterioso. Me entró de pronto vergüenza de mi cobardía, eché mano al
manojo de llaves, elegí la que me hacía falta, la metí en la cerradura, di dos
vueltas y empujé con todas mis fuerzas, enviando la hoja de la puerta a chocar
con el tabique. Aquel golpe resonó como el estampido de un fusil, pero le
respondió, de arriba abajo de mi casa, un tumulto formidable. Fue una cosa tan
imprevista, tan terrible, tan ensordecedora, que retrocedí unos pasos y, aunque
tan convencido como antes de su inutilidad, saqué el revólver de la funda.
Esperé todavía, aunque muy poco
tiempo. Lo que ahora oía era un pataleo muy raro en los peldaños de la
escalera, en el entarimado, en las alfombras, pero no era un pataleo de
calzado, de zapatos de hombre, sino de patas de madera y de patas de hierro que
vibraban como címbalos. Y, de pronto, veo en el umbral de la puerta un sillón,
mi cómodo sillón de lectura, que se marchaba de casa, contoneándose. Y se fue
por el jardín hacia adelante. Y detrás de él, otros, los sillones de mi salón,
y a continuación los canapés bajos, arrastrándose como cocodrilos sobre sus
patitas cortas, y en seguida todas las sillas, dando saltitos de cabra, y los
pequeños taburetes que trotaban como conejos.
¡Era una cosa emocionante! Me
escondí en un bosquecillo, y allí permanecí agazapado, contemplando aquel
desfile de mis muebles, porque se marchaban todos, uno detrás de otro, con paso
vivo o pausado, de acuerdo con su altura o su peso. Mi piano, mi magnifico
piano de cola cruzó al galope, como caballo desbocado, con un murmullo musical
en sus ijares; los objetos menudos iban y venían por la arena como hormigas,
los cepillos, la cristalería, las copas en las que la luna ponía fosforescencias
de luciérnagas. Las telas reptaban o se alargaban a manera de tentáculos, como
pulpos de mar. Vi que salía mi escritorio -mi querido escritorio- una hermosa
reliquia del siglo pasado, en el que estaban todas las cartas que yo recibí, la
historia toda de mi corazón, una historia antigua que me ha hecho sufrir mucho.
Dentro de él había también fotografías.
De improviso se me pasó el miedo,
me abalancé sobre el escritorio, lo agarré como se agarra a un ladrón, como se
agarra a una mujer que escapa; pero él llevaba una marcha incontenible y, a
pesar de mis esfuerzos, a pesar de mi cólera, no conseguí moderar su velocidad.
Yo hacía esfuerzos desesperados para que no me arrastrase aquella fuerza
espantosa y caí al suelo. Entonces me arrolló, me arrastró por la arena y los
muebles que venían detrás empezaron a pisotearme, magullándome las piernas; lo
solté por fin y entonces los demás pasaron por encima de mi cuerpo, lo mismo
que pasa un cuerpo de caballería que carga por encima del soldado que ha sido
derribado del caballo.
Loco de terror, conseguí al fin
arrastrarme hasta fuera de la gran avenida y ocultarme de nuevo entre los
árboles, a tiempo de ver cómo desaparecían los objetos más íntimos, los más
pequeños, los más modestos, los que yo conocía menos entre todos los que habían
sido de mi propiedad. Así estaba, cuando oí a lo lejos, dentro de mi casa, que
había adquirido sonoridad como todas las casas vacías, un ruido formidable de
puertas que se volvían a cerrar. Empezaron los portazos en la parte más alta, y
fueron bajando hasta que se cerró por último la puerta del vestíbulo que yo,
insensato de mí, había abierto para facilitar aquella fuga. También yo escapé,
echando a correr hacia la ciudad, y no recobré mi serenidad hasta que me vi en
sus calles y tropecé con algunas gentes trasnochadoras. Fui a llamar a la
puerta de un hotel en el que era conocido. Me había sacudido las ropas con las
manos para quitar el polvo; les expliqué que había perdido mi llavero, en el
que tenía también la llave de la huerta en que estaba el pabellón aislado donde
dormían mis criados, huerta rodeada de altas tapias que impedían a los
merodeadores meter mano en las verduras y frutas.
Me tapé hasta los ojos en la cama
que me dieron, pero no pude conciliar el sueño, y aguardé la llegada del día
escuchando los golpes acelerados de mi corazón. Les había dicho que avisaran a
mi servidumbre en cuanto amaneciese, y mi ayuda de cámara llamó a mi puerta a
las siete de la mañana. Parecía trastornado.
—Ha ocurrido esta noche una gran desgracia,
señor, —me dijo.
—¿Qué sucedió?
—Han robado todo el mobiliario del señor;
absolutamente todo, hasta los objetos más insignificantes.
Aquella noticia me alegró. ¿Por
qué? ¡Vaya usted a saber! Yo me sentía muy dueño de mí, estaba seguro de poder
disimular, de no decir a nadie una palabra de lo que había visto, de ocultar
aquello, de enterrarlo en mi conciencia como un espantoso secreto. Le contesté:
—Entonces se trata de los mismos
individuos que anoche me robaron a mí las llaves. Es preciso dar parte a la
policía inmediatamente. Voy a levantarme y me reuniré en seguida con usted.
Cinco meses duró la investigación.
No se llegó a descubrir el paradero de nada, no se encontró la más
insignificante de mis chucherías, ni se llegó a dar con el más ligero rastro de
los ladrones. ¡Claro está que si yo hubiese dicho lo que sabía!... Si hubiese
hablado..., me habrían encerrado a mí; no a los ladrones, sino al hombre que
aseguraba haber visto semejante cosa. Supe cerrar la boca. Pero no volví a
amueblar mi casa. ¿Para qué? Se hubiera repetido siempre el mismo caso. No
quería entrar de nuevo en ella. No entré. No volví a verla.
Regresé a Paris, me instalé en un
hotel y consulté a los médicos acerca de mi estado nervioso, que me preocupaba
mucho desde los acontecimientos de aquella noche lamentable. Me animaron a que
viajase. Seguí su consejo.
Empecé por hacer una excursión a
Italia. El sol me sentó bien. Vagabundeé por espacio de seis meses de Génova a
Venecia, de Venecia a Florencia, de Florencia a Roma, de Roma a Nápoles.
Recorrí después toda Sicilia, país admirable por sus paisajes y sus monumentos,
reliquias dejadas por los griegos y por los normandos. Me trasladé al África y
crucé pacíficamente el gran desierto amarillo y tranquilo, en el que van de
aquí para allá los camellos, las gacelas y los vagabundos árabes, cuya
atmósfera ligera y transparente está libre de espectros, lo mismo de día que de
noche.
Regresé a Francia por Marsella; a
pesar de la alegría provenzal, sentí tristeza, porque el cielo tenía menos luz.
Al poner otra vez el pie en el continente, experimenté esa especial sensación
de un enfermo que se cree curado ya de su enfermedad, pero al que un dolor
sordo le advierte que no está apagado aún el foco del mal. Volví a París. Al
mes, ya sentía aburrimiento. Era en otoño, y antes que se echase encima el
invierno, quise hacer una excursión por Normandía, desconocida para mí. Empecé
por Ruán, como es natural, y vagabundeé durante ocho días, distraído,
encantado, entusiasmado en aquella ciudad de la Edad Media, en aquel
maravilloso museo de monumentos góticos extraordinarios.
Una tarde, a eso de las cuatro, al
meterme por una calle inverosímil, por la que corre un río negro como esa tinta
que llaman "agua de Robec", y mientras iba fijándome en el aspecto curioso
y antiguo de las casas, mi atención se desvió de improviso hacia una serie de
comercios de chamarileros, que se sucedían una puerta sí y otra también. ¡Bien
habían sabido elegir el sitio para sus negocios aquellos sórdidos traficantes
de cosas viejas, en una callejuela quimérica, encima de la siniestra corriente
de agua, al abrigo de aquellos techos puntiagudos de tejas y pizarras en los
que se oía rechinar aún las giraldillas del pasado!
Al fondo de aquellos lóbregos
comercios se amontonaban las arcas talladas, las porcelanas de Ruán, de Nevers,
de Moustiers, las estatuas pintadas, las de madera de roble, los cristos, las
vírgenes, los santos, los ornamentos de iglesia, casullas, capas pluviales,
hasta algunos vasos sagrados y un antiguo tabernáculo de madera dorada, del que
Dios se había mudado. ¡Qué extrañas cavernas las que había en aquellas altas
casas, en aquellos caserones, atiborrados desde las bodegas hasta los graneros
de objetos de toda clase cuya existencia parecía acabada, que habían sobrevivido
a sus poseedores naturales, a su siglo, a su tiempo, a sus modas, para ser
comprados como curiosidades por las nuevas generaciones!
Mi ternura por las chucherías
volvió a despertarse en aquella ciudad de anticuarios. Pasaba de un comercio a
otro, atravesando en dos zancadas los puentes de cuatro tablas podridas
tendidos sobre la nauseabunda corriente del "agua de Robec".
¡Misericordia! ¡Qué sacudida! En el extremo exterior de una bóveda atiborrada
de objetos, que parecía la entrada de las catacumbas de un cementerio de
muebles antiguos, vi de pronto uno de mis más hermosos armarios. Me acerqué
todo tembloroso, tan tembloroso que no me atreví a tocarlo. Adelanté la mano, y
me quedé vacilando. Sin embargo, era el mismo: un armario Luis XIII, único, que
cualquiera que lo hubiese visto una vez lo identificaría. Dirigí de pronto los
ojos más hacia el interior, hacia las más lóbregas profundidades de aquella
galería, y distinguí tres de mis sillones tapizados, y más adentro aún, mis dos
cuadros Enrique II, tan raros que hasta de París venían a verlos. ¡Figúrense!
¡Figúrense cuál sería el estado de mi alma!
Me adelanté, atónito, agonizante de
emoción, pero me adelanté, porque soy valiente; me adelanté como pudiera
penetrar un caballero de las épocas tenebrosas en una mansión de sortilegios.
Paso a paso fui encontrando todo lo que me había pertenecido: mis candelabros,
mis libros, mis cuadros, mis tapicerías, mis armas, todo, menos el escritorio
que llevaba mis cartas, al que no vi por parte alguna.
Anduve de un lado para otro,
bajando a galerías oscuras para en seguida subir a los pisos superiores. Estaba
solo. Llamaba, pero nadie contestó. Estaba solo; no había nadie en aquella casa
inmensa y tortuosa como un laberinto. Se echó encima la noche, y tuve que sentarme,
en medio de aquellas tinieblas, en una de mis sillas, porque no quería
marcharme de allí. De cuando en cuando gritaba:
—¿Hay alguien en casa? ¿Hay alguien en
casa? ¿No hay nadie?
Llevaría más de una hora cuando oí
pasos, unos pasos callados, lentos, que no podía precisar en dónde sonaban.
Estuve a punto de echar a correr, pero poniéndome rígido volví a llamar otra
vez y distinguí una luz en la habitación de al lado.
—¿Quién anda ahí? -preguntó una voz.
Yo contesté:
—Un comprador.
Me replicaron.
—Es muy tarde para entrar de ese modo en
un comercio.
Volví a decir:
—Estoy esperándolo desde hace más de una
hora.
-Podía usted volver mañana.
—Mañana me habré marchado ya de Ruán.
Yo no me atrevía a avanzar y él no
venía hacia mí. Seguía viendo el resplandor de su luz, que se proyectaba sobre
un tapiz en el que dos ángeles volaban por encima de los cadáveres de un campo
de batalla. También era de mi propiedad. Le dije:
—¿Viene usted o no?
Él me contestó:
—Lo estoy esperando.
Me levanté y fui hacia donde él
estaba. En el centro de una habitación muy espaciosa había un hombrecito muy
pequeño y muy grueso, grueso como un fenómeno, como un repugnante fenómeno.
Tenía una barba extravagante, de pelos desiguales, ralos y amarillentos, pero
no tenía ni un solo pelo en la cabeza. ¡Ni un solo pelo! Como sostenía la vela
encendida a todo lo que daba su brazo para verme a mí, su cráneo me hizo el
efecto de una luna pequeña en aquella inmensa habitación atiborrada de muebles
viejos. Tenía la cara arrugada y como entumecida, y no se le distinguían los
ojos. Regateé el precio de tres sillas, que eran de mi propiedad, y le pagué
por ellas en el acto una fuerte cantidad, sin dar más que el número de mi
habitación en el hotel. Deberían entregármelas al día siguiente antes de las
nueve de la mañana.
Salí y él me acompañó a la calle
con mucha cortesía. Acto seguido, me dirigí a la Comisaría Central de Policía y
relaté al comisario el robo de mis muebles y el descubrimiento que acababa de
hacer. En el acto solicitó informes por telégrafo al juzgado que había
instruido las diligencias en aquel robo, rogándome que tuviese a bien esperar
la contestación. Le llegó al cabo de una hora, y fue completamente
satisfactoria para mí. Entonces me dijo:
—Voy a mandar a que detengan a ese hombre
para proceder en seguida a interrogarlo, porque pudiera ser que hubiese
concebido alguna sospecha, haciendo desaparecer lo que es propiedad de usted.
Vaya a cenar y vuelva dentro de un par de horas; lo retendré aquí para someterlo
a un nuevo interrogatorio en presencia de usted.
—Encantado, señor; se lo agradezco de todo
corazón.
Cené en mi hotel, con mejor apetito
del que me había imaginado. Estaba de bastante buen humor. Le habíamos echado
el guante. Al cabo de dos horas me presenté de nuevo ante el funcionario de
policía, que me estaba esperando.
—Verá usted, caballero —me dijo en cuanto
me vio— No hemos dado con nuestro hombre. Mis agentes no han podido echarle el
guante.
—¿Cómo ha sido eso?
Me sentí desfallecer.
—¿Pero han encontrado la casa, verdad?
—seguí preguntando.
—Desde luego. Será vigilada hasta que él
regrese. Porque ha desaparecido.
—¿Que ha desaparecido?
—Desaparecido. Acostumbra pasar las noches
en casa de una vecina, chamarilera también, una especie de bruja, la viuda de
Bidoin. Dice que no lo ha visto esta noche y que no puede dar dato alguno sobre
su paradero. Habrá que esperar hasta mañana.
Me marché. ¡Qué siniestras,
inquietantes y espectrales me parecieron las calles de Ruán! Dormí muy mal, con
un sueño interrumpido por pesadillas. Al día siguiente, para que no me creyesen
demasiado intranquilo ni precipitado, esperé hasta las diez antes de
presentarme en la comisaría.
El chamarilero no había sido visto
y su almacén seguía cerrado aún. El comisario me dijo:
—He dado todos los pasos necesarios. El
juzgado está al corriente del asunto; vamos a ir juntos a ese comercio, lo haré
abrir y usted me indicará todo lo que es suyo.
Un cupé nos llevó hasta la casa.
Delante del comercio había algunos guardias con un cerrajero. Se abrió la
puerta. Pero, una vez dentro, no vi ni mi armario ni mis sillones ni mis mesas
ni nada, absolutamente nada del mobiliario de mi casa, siendo que la noche
anterior no podía dar un paso sin tropezar con alguno de los objetos de mi pertenencia.
El comisario central, sorprendido, me miró al principio con desconfianza.
—Pues, señor —le dije—, la desaparición de
estos muebles coincide de un modo extraño con la del comerciante.
Se sonrió:
—Es cierto. Hizo usted mal en comprar y
pagar ayer noche aquellas sillas, porque con eso le dio usted la alerta.
Yo agregué:
—Lo que me parece incomprensible es que
todos los espacios que anoche ocupaban mis muebles están ahora ocupados por
otros.
—Eso no es extraño —contestó el
comisario—, porque ha dispuesto de toda la noche y seguramente de cómplices.
Esta casa debe tener comunicación con las de al lado. Descuide usted, señor; me
voy a ocupar con gran interés de este asunto. No andará suelto mucho tiempo el
ladrón, porque vigilamos su guarida.
¡Ah, mi corazón, mi pobre corazón,
cómo palpitaba! Permanecí quince días en Ruán, pero nuestro hombre no volvió.
¿Por qué? ¿Quién podía ponerle obstáculos o sorprenderlo? El decimosexto día
recibí de mi jardinero, que había quedado para guardar la casa saqueada, esta
carta tan extraña:
"Señor:
"Tengo el honor de informarle
que ha ocurrido, durante la noche pasada, algo que no entiende nadie, y mucho
menos la policía. Han vuelto todos los muebles, todos sin excepción; hasta los
objetos más pequeños. La casa se encuentra hoy dispuesta exactamente como lo
estaba la víspera del robo. Es para volverse loco. Esto ha ocurrido la noche
del viernes al sábado. Igual que el día de su desaparición, los caminos están
llenos de huellas, como si hubiesen arrastrado todas las cosas, desde la
entrada del jardín hasta la puerta de la casa.
"Quedamos esperando al señor,
de quien soy humilde servidor.
Felipe Raudin"
¿Volver yo? ¡Eso sí que no! ¡Eso sí
que no! ¡Eso sí que no! Llevé la carta al comisario de Ruán, quien me dijo:
—Es una devolución muy hábil. Nos haremos
el muerto y le pondremos la mano encima a nuestro hombre cualquier día de
estos.
Pero no le echaron el guante. No,
señor. No le echaron el guante, y le tengo miedo, igual que si fuese una fiera
que han soltado para que me persiga. Nadie lo encuentra, nadie puede encontrar
a aquel monstruo con el cráneo de luna. Nadie le echará el guante jamás. No
volverá a su casa. ¡Bastante le importa a él su casa! Yo soy el único que
podría dar con él, pero no quiero. ¡No quiero! ¡No quiero! ¡No quiero!
Y aun en el supuesto de que
volviese y entrase en su comercio, ¿quién va a probarle que mis muebles estaban
allí? No hay en contra suya más que mi testimonio, y me doy perfecta cuenta de
que empieza a ser sospechoso.
¡Cómo iba yo a poder vivir así!
Tampoco podía guardar el secreto de lo que han visto mis ojos. No me era
posible seguir viviendo como una persona cualquiera, con el temor de que esos
hechos se repitiesen cualquier día. Vine a ver al médico que dirige esta casa
de salud y se lo he referido todo. Al cabo de un largo interrogatorio, me dijo:
—¿Tendría usted inconveniente, caballero,
en permanecer aquí algún tiempo?
—Me quedaré gustosísimo.
—¿Quiere usted un pabellón independiente?
—Sí, señor.
—¿Desea recibir a algunos amigos?
—No, señor; a nadie. El hombre de Ruán
podría tratar de llegar hasta aquí mismo con idea de vengarse...
Y desde hace tres meses vivo solo,
solo, absolutamente solo. Estoy casi tranquilo. Un miedo tengo, sin embargo:
que el anticuario se vuelva loco..., y que lo traigan a este asilo... Ni las
cárceles son seguras.
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