La maldita cosa va ser publicat en la antologia de "Cuentos de soldados y civiles" és un conte de terror gòtic amb elements sobrenaturals en el qual apareix una "cosa". Es diu que probablement va ser inspirat per un relat de Lovecraft titulat "El color que cayó del cielo" en ell es presenta un cadaver, uns llauradors. En el relat Bierce fa una disertació sobre la ciència i la interpretació que d'ella en fem els humans, donant un punt especial a la narració. Resumiria el terror que provoca el llibre amb una frase: Allò que no es visible es torna amenaçant.
NOTA 4/5
La maldita cosa.
Ambrose Bierce
(1842-1914)
I. No
siempre se come lo que está sobre la mesa.
A la
luz de una vela de sebo en un extremo de la rústica mesa, un hombre leía un
libro. Era un viejo libro de cuentas muy usado y, al parecer, su escritura no
era demasiado legible porque a veces el hombre acercaba el libro a la vela para
ver mejor. En esos momentos la mitad de la habitación quedaba en sombra y sólo
era posible entrever unos rostros borrosos, los de los ocho hombres que estaban
con el lector. Siete de ellos se hallaban sentados, inmóviles y en silencio,
junto a las paredes de troncos rugosos y, dada la pequeñez del cuarto, a corta
distancia de la mesa. De haber extendido un brazo, cualquiera de ellos habría
rozado al octavo hombre que, tendido boca arriba sobre la mesa, con los brazos
pegados a los costados, estaba parcialmente cubierto con una sábana. Era un
muerto.
El
hombre del libro leía en voz baja. Excepto el cadáver, todos parecían esperar
que algo sucediera. Una serie de extraños ruidos de desolación nocturna
penetraba por la abertura que hacía de ventana: el largo aullido innombrable de
un coyote lejano; la incesante vibración de los insectos en los árboles; los
gritos extraños de las aves nocturnas, tan diferentes del canto de los pájaros
durante el día; el zumbido de los grandes escarabajos que vuelan
desordenadamente, y todo ese coro indescifrable de leves sonidos que, cuando de
golpe se interrumpe, creemos haber escuchado sólo a medias, con la sospecha de
haber sido indiscretos. Pero nada de esto era advertido en aquella reunión; sus
miembros, según se apreciaba en sus rostros hoscos con aquella débil luz, no
parecían muy partidarios de fijar la atención en cosas superfluas.
Sin
duda alguna eran hombres de la vecindad; granjeros y leñadores.
El que
leía era un poco diferente; tenía algo de hombre de mundo, sagaz, aunque su indumentaria
revelaba una cierta relación con los demás. Su ropa apenas habría resultado
aceptable en San Francisco; su calzado no era el típico de la ciudad, y el
sombrero que había en el suelo a su lado (era el único que no lo llevaba
puesto) no podía ser considerado un adorno personal sin perder todo su sentido.
Tenía un semblante agradable, aunque mostraba una cierta severidad aceptada y
cuidada en función de su cargo. Era el juez, y como tal se hallaba en posesión
del libro que había sido encontrado entre los efectos personales del muerto, en
la misma cabaña en que se desarrollaba la investigación.
Cuando
terminó su lectura se lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta. En ese
momento, la puerta se abrió y entró un joven. Se notaba claramente que no había
nacido ni se había educado en la montaña: iba vestido como la gente de la
ciudad. Su ropa, sin embargo, estaba llena de polvo, ya que había galopado
mucho para asistir a aquella reunión.
Solamente
el juez le hizo un breve saludo.
—Lo
esperábamos —dijo—. Es necesario acabar con este asunto esta misma noche.
—Lamento
haberlos hecho esperar —dijo el joven, sonriendo—. Me marché, no para eludir su
citación, sino para enviar a mi periódico un relato de los hechos como el que
supongo quiere usted oír de mí.
El juez
sonrió.
—Ese
relato tal vez difiera del que va a hacernos aquí bajo juramento.
—Como
usted guste —replicó el joven enrojeciendo con vehemencia—. Aquí tengo una
copia de la información que envié a mi periódico. No se trata de una crónica,
que resultaría increíble, sino de una especie de cuento. Quisiera que formara
parte de mi testimonio.
—Pero
usted dice que es increíble.
—Eso no
es asunto suyo, señor juez; si yo juro que es cierto.
El juez
permaneció en silencio durante un rato, con la cabeza inclinada. El resto de
los asistentes charlaba en voz baja sin apartar la mirada del rostro del
cadáver. Al cabo de unos instantes el juez alzó la vista y dijo:
—Procedamos
con la investigación.
Los
hombres se quitaron los sombreros y el joven prestó juramento.
— ¿Cuál
es su nombre? —le preguntó el juez.
—William
Harker.
— ¿Edad?
—Veintisiete
años.
— ¿Conocía
usted al difunto Hugh Morgan?
—Sí.
— ¿Estaba
usted con él cuando murió?'
—Sí,
muy cerca.
—Y
¿cómo se explica...? su presencia, quiero decir.
—Había
venido a visitarlo para ir a cazar y a pescar. Además, también quería estudiar
su tipo de vida, tan extraña y taciturna. Parecía un buen modelo para un
personaje de novela. A veces escribo cuentos.
—Y yo a
veces los leo.
—Gracias.
—Cuentos
en general, no me refería sólo a los suyos.
Algunos
de los presentes se echaron a reír.
En un
ambiente sombrío el humor se aprecia mejor. Los soldados ríen con facilidad en
los intervalos de la batalla, y un chiste en la capilla mortuoria,
sorprendentemente, suele hacernos reír.
—Cuéntenos
las circunstancias de la muerte de este hombre —dijo el juez—. Puede utilizar
todas las notas o apuntes que desee.
El
joven comprendió. Sacó un manuscrito del bolsillo de su chaqueta y, tras
acercarlo a la vela, pasó las páginas hasta encontrar el pasaje que buscaba.
Entonces empezó a leer.
II. Lo
que puede suceder en un campo de avena.
...apenas
había amanecido cuando abandonamos la casa. Íbamos en busca de codornices, cada
uno con su escopeta, y nos acompañaba un perro. Morgan dijo que la mejor zona
estaba detrás de un cerro, que señaló, y que cruzamos por un sendero rodeado de
arbustos. Al otro lado el terreno era bastante llano y cubierto de avena
silvestre. Cuando salimos de la maleza, Morgan iba unas cuantas yardas por
delante de mí. De repente oímos, muy cerca, a nuestra derecha y también
enfrente, el ruido de un animal que se revolvía con violencia entre unas matas.
—Es un
ciervo —dije—. Ojalá hubiéramos traído un rifle.
Morgan,
que se había parado a examinar los arbustos, no dijo nada, pero había cargado
los dos cañones de su escopeta y se disponía a disparar. Parecía algo excitado
y esto me sorprendió, pues era célebre por su sangre fría, incluso en momentos
de súbito e inminente peligro.
—Ven
—dije—. No esperarás acabar con un ciervo a base de perdigones, ¿verdad?
No
contestó, pero cuando se volvió hacia mí vi su rostro y quedé impresionado por
su expresión tensa, alarmada. Comprendí entonces que algo serio ocurría, y lo
primero que intuí fue que nos habíamos topado con un oso. Colgué mi escopeta y
avancé hasta donde estaba Morgan.
Los
arbustos ya no se movían y el ruido había cesado, pero mi amigo observaba el
lugar con la misma atención.
—Pero
¿qué pasa? ¿Qué diablos es? —le pregunté.
— ¡Esa
cosa maldita! —contestó sin volverse.
Su voz
sonaba ronca y extraña. Estaba temblando.
Iba a
decir algo cuando vi que la avena que había en torno al lugar se movía de un
modo inexplicable. No sé cómo describirlo. Era como si, empujada por una ráfaga
de viento, no sólo se cimbreara sino que se tronchaba y no volvía a
enderezarse; y aquel movimiento se acercaba lentamente hacia nosotros.
Aunque
no recuerdo haber pasado miedo, nada antes me había afectado de un modo tan
extraño como aquel fenómeno insólito e inenarrable. Recuerdo (y lo comento
porque me vino entonces a la memoria) que una vez, al mirar distraídamente por
una ventana, confundí un cercano arbolito con otro de un grupo de árboles,
mucho más grandes, que estaban más lejos. Parecía del mismo tamaño que éstos,
pero al estar más clara y marcadamente definido en sus detalles, no armonizaba
con el resto. Fue un simple error de perspectiva pero me sobresaltó y llegó
incluso a aterrorizarme.
Confiamos
tanto en el buen funcionamiento de las leyes naturales que su suspensión
aparente nos parece una amenaza para nuestra seguridad, un aviso de alguna
calamidad inconcebible. Del mismo modo, aquel movimiento de la maleza, al
parecer sin causa, y su aproximación lenta e inexorable resultaban
inquietantes. Mi compañero estaba realmente asustado; apenas pude dar crédito a
mis ojos cuando le vi arrimarse la escopeta al hombro y vaciar los dos cañones
contra el cereal en movimiento. Antes de que el humo de la descarga hubiera
desaparecido oí un grito feroz -un alarido como el de una bestia salvaje- y vi
que Morgan tiraba su escopeta y, a todo correr, desaparecía de aquel lugar. En
ese mismo instante fui arrojado al suelo por el impacto de algo que el humo
ocultaba -una sustancia blanda y pesada que me embistió con gran fuerza.
Cuando
me puse de pie y recuperé mi escopeta, que me había sido arrebatada de las
manos, oí a Morgan gritar como si agonizara. A sus gritos se unían aullidos
feroces, como cuando dos perros luchan entre sí. Completamente aterrorizado, me
incorporé con gran dificultad y dirigí la vista hacia el lugar por el que mi
amigo había desaparecido. ¡Que Dios me libre de otro espectáculo como aquél!
Morgan estaba a unas treinta yardas; tenía una rodilla en tierra, la cabeza,
con su largo cabello revuelto, descoyuntada espantosamente hacia atrás, y era
presa de unas convulsiones que zarandeaban todo su cuerpo. Su brazo derecho
estaba levantado y, por lo que pude ver, había perdido la mano. Al menos yo no
la veía. El otro brazo había desaparecido. A veces, tal como ahora recuerdo
aquella escena extraordinaria, no podía distinguir más que una parte de su
cuerpo; era como si hubiera sido parcialmente borrado (ya sé, es extraño, pero
no sé expresarlo de otra forma) y al cambiar de posición volviera a apreciarse
de nuevo en su totalidad.
Debió
de ocurrir todo en unos pocos segundos, durante los cuales Morgan adoptó todas
las posturas posibles del obstinado luchador que es derrotado por un peso y una
fuerza superiores. Yo sólo lo veía a él y no siempre con claridad. Durante el
incidente soltaba gritos y profería maldiciones acompañadas de unos rugidos
furiosos como nunca antes había oído salir de la garganta de un hombre o una
bestia.
Permanecí
en pie por un momento sin saber qué hacer, hasta que decidí tirar la escopeta y
correr en ayuda de mi amigo. Creí que estaba sufriendo un ataque o una especie
de colapso. Antes de llegar a su lado, lo vi caer y quedar inerte. Los ruidos
habían cesado pero volví a ver, con un sentimiento de terror como jamás había
experimentado, el misterioso movimiento de la avena que se extendía desde la
zona pisoteada en torno al cuerpo de Morgan hacia los límites del bosque. Sólo
cuando hubo alcanzado los primeros árboles, aparté la vista de aquel insólito
fenómeno y miré a mi compañero. Estaba muerto.
III. Un
hombre desnudo puede estar hecho jirones.
El juez
se levantó y se acercó al muerto. Tiró de un extremo de la sábana y dejó el
cuerpo al descubierto. Estaba desnudo y, a la luz de la vela, mostraba un color
amarillento. Presentaba unos grandes hematomas de un azul oscuro, causados sin
duda alguna por las contusiones, y parecía que lo habían golpeado en el pecho y
los costados con un garrote. Había unas horribles heridas y tenía la piel
desgarrada, hecha jirones.
El juez
llegó hasta el extremo de la mesa y desató el nudo que sujetaba un pañuelo de
seda por debajo de la barbilla hasta la parte superior de la cabeza. Al
retirarlo vimos lo que tenía en la garganta. Los miembros del jurado que se
habían levantado para ver mejor lamentaron su curiosidad y volvieron la cabeza.
El joven Harker fue hacia la ventana abierta y se inclinó sobre el alféizar, a
punto de vomitar. Después de cubrir de nuevo la garganta del muerto, el juez se
dirigió a un rincón de la habitación en el que había un montón de prendas.
Empezó a coger una por una y a examinarlas mientras las sostenía en alto.
Estaban
destrozadas y rígidas por la sangre seca. El resto de los presentes prefirió no
hacer un examen más exhaustivo. A decir verdad, ya habían visto este tipo de
cosas antes. Lo único que les resultaba nuevo era el testimonio de Harker.
—Señores
-dijo el juez—, estas son todas las pruebas que tenemos. Ya saben su cometido;
si no tienen nada que preguntar, pueden salir a deliberar.
El
presidente del jurado, un hombre de unos sesenta años, alto, con barba y
toscamente vestido, se levantó y dijo:
—Quisiera
hacer una pregunta, señor. ¿De qué manicomio se ha escapado este último
testigo?
—Señor
Harker —dijo el juez con tono grave y tranquilo—; ¿de qué manicomio se ha
escapado usted?
Harker
enrojeció de nuevo pero no contestó, y los siete individuos se levantaron y
abandonaron solemnemente la cabaña uno tras otro.
—Si ha
terminado ya de insultarme, señor —dijo Harker tan pronto como se quedó a solas
con el juez—, supongo que puedo marcharme, ¿no es así?
—En
efecto.
Harker
avanzó hacia la puerta y se detuvo con la mano en el picaporte. Su sentido
profesional era más fuerte que su amor propio. Se volvió y dijo:
—Ese
libro que tiene ahí es el diario de Morgan, ¿verdad? Debe de ser muy
interesante porque mientras prestaba mi testimonio no dejaba de leerlo. ¿Puedo
verlo? Al público le gustaría...
—Este
libro tiene poco que añadir a nuestro asunto —contestó el juez mientras se lo
guardaba—, todas las anotaciones son anteriores a la muerte de su autor.
Al
salir Harker, el jurado volvió a entrar y permaneció en pie en torno a la mesa
en la que el cadáver, cubierto de nuevo, se perfilaba claramente bajo la
sábana. El presidente se sentó cerca de la vela, sacó del bolsillo lápiz y papel
y redactó laboriosamente el siguiente veredicto, que fue firmado, con más o
menos esfuerzo, por el resto:
—Nosotros,
el jurado, consideramos que el difunto encontró la muerte al ser atacado por un
puma, aunque alguno cree que sufrió un colapso.
IV. Una
explicación desde la tumba.
En el
diario del difunto Hugh Morgan hay ciertos apuntes interesantes que pueden
tener valor científico. En la investigación que se desarrolló junto a su cuerpo
el libro no fue citado como prueba porque el juez consideró que podría haber
confundido a los miembros del jurado. La fecha del primero de los apuntes
mencionados no puede apreciarse con claridad por estar rota la parte superior
de la hoja correspondiente; el resto expone lo siguiente:
...corría
describiendo un semicírculo, con la cabeza vuelta hacia el centro, y de pronto
se detenía y ladraba furiosamente. Al final echó a correr hacia el bosque a
gran velocidad. En un principio pensé que se había vuelto loco, pero al volver
a casa no encontré otro cambio en su conducta que no fuera el lógico del miedo
al castigo.
¿Puede
un perro ver con la nariz? ¿Es que los olores impresionan algún centro cerebral
con imágenes de las cosas que los producen?
2 sep:
Anoche,
mientras miraba las estrellas en lo alto del cerco que hay al este de la casa,
vi cómo desaparecían sucesivamente, de izquierda a derecha. Se apagaban una a
una por un instante, y en ocasiones unas pocas a la vez, pero todas las que
estaban a un grado o dos por encima del cerco se eclipsaban totalmente. Fue
como si algo se interpusiera entre ellas y yo, pero no conseguí verlo pues las
estrellas no emitían suficiente luz para delimitar su contorno. ¡Uf! Esto no me
gusta nada...»
Faltan
tres hojas con los apuntes correspondientes a varias semanas.
27 sep:
Ha
estado por aquí de nuevo. Todos los días encuentro pruebas de su presencia. Me
he pasado la noche otra vez vigilando en el mismo puesto, con la escopeta
cargada. Por la mañana sus huellas, aún frescas, estaban allí, como siempre.
Podría jurar que no me quedé dormido ni un momento -en realidad apenas duermo.
¡Es terrible, insoportable! Si todas estas asombrosas experiencias son reales,
voy a perder la razón; y si son pura imaginación, es que ya la perdí.
3 oct:
No me
iré, no me echará de aquí. Esta es mi casa y mi tierra. Dios aborrece a los
cobardes...
5 oct:
No
puedo soportarlo más. He invitado a Harker a pasar unas semanas. Él tiene la
cabeza en su sitio. Por su actitud podré juzgar si me cree loco.
7 oct:
Ya
encontré la solución al misterio. Anoche la descubrí de repente, como por
revelación. ¡Qué simple, qué horriblemente simple!»
Hay
sonidos que no podemos oír. A ambos extremos de la escala hay notas que no
hacen vibrar ese instrumento imperfecto que es el oído humano. Son muy agudas o
muy graves. He visto cómo una bandada de mirlos ocupan la copa de un árbol, de
varios árboles, y cantan todos a la vez. De repente, y al mismo tiempo, todos
se lanzan al aire y emprenden el vuelo. ¿Cómo pueden hacerlo si no se ven unos
a otros? Es imposible que vean el movimiento de un jefe. Deben de tener una
señal de aviso o una orden, de un tono superior al estrépito de sus trinos, que
es inaudible para mí. He observado también el mismo vuelo simultáneo cuando
todos estaban en silencio, no sólo entre mirlos, sino también entre otras aves
como las perdices, cuando están muy distanciadas entre los matorrales, incluso
en pendientes opuestas de una colina.
Los
marineros saben que un grupo de ballenas que se calienta al sol o juguetea
sobre la superficie del océano, separadas por millas de distancia, se zambullen
al mismo tiempo y desaparecen en un momento. La señal es emitida en un tono
demasiado grave para el oído del marinero que está en el palo mayor o el de sus
compañeros en cubierta, que sienten la vibración en el barco como las piedras
de una catedral se conmueven con el bajo del órgano.
Y lo
que pasa con los sonidos, ocurre también con los colores. A cada extremo del
espectro luminoso el químico detecta la presencia de los llamados rayos
'actínicos'. Representan colores —colores integrales en la composición de la
luz— que somos incapaces de reconocer. El ojo humano también es un instrumento
imperfecto y su alcance llega sólo a unas pocas octavas de la verdadera 'escala
cromática'. No estoy loco; lo que ocurre es que hay colores que no podemos
ver.»
Y, Dios
me ampare, ¡La Cosa Maldita es de uno de esos colores!
FIN
De vez en cuando encontrarás en el apartado "Cuentos" un cuento corto; un clásico de la literatura universal.
En los comentarios podrás escribir qué te ha parecido su lectura, podrás añadir información complementaria o aquello que consideres que aporta valor al cuento. El objetivo es básicamente el de enriquecernos como lectores.
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NOTA: La biblioteca de Lymus es un espacio bilingüe y de respeto. Cada uno es libre de dar su opinión siempre y cuando no ofenda a otros.
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