El hipnotizador, és un conte macabre que porta el segel inconfusible de Ambroce Bierce, autor d'alguns contes pujats en aquesta biblioteca y que tenen un cert éxit entre aquells que ens agrada la prosa sinistra i de terror. No en va se'l equipara amb Poe o Lovecraft.
És un text extrahordinari.
NOTA:4.5/5
El hipnotizador
(1842 - 1914?)
Algunos de mis amigos, que
saben por casualidad que a veces me entretengo con el hipnotismo, la lectura de
la mente y fenómenos similares, suelen preguntarme si tengo un concepto claro
de la naturaleza de los principios, cualesquiera que sean, que los sustentan. A
esta pregunta respondo siempre que no los tengo, ni deseo tenerlos. No soy un
investigador con la oreja pegada al ojo de la cerradura del taller de la
Naturaleza, que trata con vulgar curiosidad de robarle los secretos del oficio.
Los intereses de la ciencia tienen tan poca importancia para mí, como parece
que los míos han tenido para la ciencia.
No hay duda de que los
fenómenos en cuestión son bastante simples, y de ninguna manera trascienden
nuestros poderes de comprensión si sabemos hallar la clave; pero por mi parte
prefiero no hacerlo, porque soy de naturaleza singularmente romántica y obtengo
más satisfacciones del misterio que del saber. Era corriente que se dijera de
mí, cuando era un niño, que mis grandes ojos azules parecían haber sido hechos
más para ser mirados que para mirar… tal era su ensoñadora belleza y, en mis
frecuentes períodos de abstracción, su indiferencia por lo que sucedía. En esas
circunstancias, el alma que yace tras ellos parecía -me aventuro a creerlo-,
siempre más dedicada a alguna bella concepción que ha creado a su imagen, que
preocupada por las leyes de la naturaleza y la estructura material de las
cosas. Todo esto, por irrelevante y egoísta que parezca, está relacionado con
la explicación de la escasa luz que soy capaz de arrojar sobre un tema que
tanto ha ocupado mi atención y por el que existe una viva y general curiosidad.
Sin duda otra persona, con mis poderes y oportunidades, ofrecería una
explicación mucho mejor de la que presento simplemente como relato.
La primera noción de que yo
poseía extraños poderes me vino a los catorce años, en la escuela. Habiendo
olvidado una vez de llevar mi almuerzo, miraba codiciosamente el que una niñita
se disponía a comer. Levantó ella los ojos, que se encontraron con los míos y
pareció incapaz de separarlos de mi vista. Luego de un momento de vacilación,
vino hacia mí, con aire ausente, y sin una palabra me entregó la canastita con
su tentador contenido y se marchó. Con inefable encanto alivié mi hambre y
destruí la canasta. Después de lo cual ya no volví a preocuparme de traer el
almuerzo: la niñita fue mi proveedora diaria; y no sin frecuencia, al
satisfacer con su frugal provisión mi sencilla necesidad, combiné el placer y
el provecho, obligándola a participar del festín y haciéndole engañosas
propuestas de viandas que, eventualmente, yo consumía hasta la última migaja.
La niña estaba persuadida de haberse comido todo ella, y más tarde, durante el
día, sus llorosos lamentos de hambre sorprendían a la maestra y divertían a los
alumnos, que le pusieron el sobrenombre de Tragaldabas, y me llenaban de una
paz más allá de lo comprensible.
Un aspecto desagradable de este
estado de cosas, en otros sentidos tan satisfactorio, era la necesidad de
secreto: el traspaso del almuerzo, por ejemplo, debía hacerse a cierta
distancia de la enloquecedora muchedumbre, en un bosque; y me ruborizo en
pensar en los muchos otros indignos subterfugios producto de la situación. Como
por naturaleza era (y soy) de disposición franca y abierta, esto se iba
haciendo cada vez más fastidioso, y si no hubiera sido por la repugnancia de
mis padres a renunciar a las obvias ventajas del nuevo régimen, hubiera vuelto
al antiguo, alegremente. El plan que finalmente adopté para librarme de las
consecuencias de mis propios poderes, despertó un amplio y vivo interés en esa
época, aunque la parte que consistió en la muerte de la niña fue severamente
condenada, pero esto no hace a la finalidad de este relato.
Después, durante unos años, tuve
poca oportunidad de practicar hipnotismo; los pequeños intentos que hice
estaban desprovistos de otro premio que no fuera el confinamiento a pan y agua,
y a veces, en realidad, no traían nada mejor que el látigo de nueve colas. Sólo
cuando estaba por abandonar la escena de estos pequeños desengaños, realicé una
hazaña verdaderamente importante.
Me habían llevado a la oficina
del director de la cárcel y me habían dado un traje de civil, una irrisoria
suma de dinero y una gran cantidad de consejos que, debo confesarlo, eran de
mucha mejor calidad que la ropa. Cuando atravesaba el portón hacia la luz de la
libertad, me di vuelta de súbito y, mirando seriamente en los ojos al director,
lo puse rápidamente bajo mi control.
-Usted es un avestruz -le dije.
El examen post mortem reveló
que su estómago contenía una gran cantidad de artículos indigestos, la mayor
parte de metal o madera. Atragantado en el esófago, un picaporte; lo que según
el veredicto del jurado, constituyó la causa inmediata de la muerte.
Yo era por naturaleza un hijo
bueno y afectuoso, pero, al retornar al mundo del que tanto tiempo había estado
separado, no pude evitar recordar que todas mis penas surgían como un arroyuelo
de la tacaña economía de mis padres en aquel asunto del almuerzo escolar; y no
tenía razón alguna para creer que se habían reformado.
En el camino entre Succotash
Hill y Sud Asfixia hay unas tierras donde existió una edificación conocida como
rancho de Pete Gilstrap, en donde este caballero solía asesinar a los viajeros
para ganarse el sustento. La muerte del señor Gilstrap y el desvío de casi
todos los viajes hacia otro camino ocurrieron tan al mismo tiempo que nadie ha
podido decir aún cuál fue causa y cuál efecto. De todos modos las tierras
estaban ahora desiertas y el pequeño rancho había sido incendiado hacía mucho.
Mientras iba a pie a Sud Asfixia, el hogar de mi niñez, encontré a mis padres,
camino de la colina. Habían atado la yunta y almorzaban bajo un roble, en medio
de la campiña. La vista del almuerzo revivió en mí los dolorosos recuerdos de
los días escolares y despertó el león dormido en mi pecho. Acercándome a la
pareja culpable, que en seguida me reconoció, me aventuré a sugerir que
compartiría su hospitalidad.
-De este festín, hijo mío -dijo
el autor de mis días, con la característica pomposidad que la edad no había
marchitado-, no hay más que para dos. No soy, eso creo, insensible a la llama
hambrienta de tus ojos, pero…
Mi padre nunca completó la
frase: lo que equivocadamente tomó por llama del hambre no era otra cosa que la
mirada fija del hipnotizador. En pocos segundos estaba a mi servicio. Unos
pocos más bastaron para la dama, y los dictados de un justo reconocimiento
pudieron ponerse en acción.
-Antiguo padre -dije-, imagino
que ya entiendes que tú y esta señora no son ya lo que eran.
-He observado un cierto cambio
sutil -fue la dudosa respuesta del anciano caballero-, quizás atribuible a la
edad.
-Es más que eso -expliqué-,
tiene que ver con el carácter, con la especie. Tú y la señora son, en realidad,
dos potros salvajes y enemigos.
-Pero, John -exclamó mi querida
madre-, no quieres decir que yo…
-Señora -repliqué solemnemente,
fijando mis ojos en los suyos-, lo es.
Apenas habían caído estas
palabras de mis labios cuando ella estaba ya en cuatro patas y, empujando al
viejo, chillaba como un demonio y le enviaba una maligna patada a la canilla.
Un instante después él también estaba en cuatro patas, separándose de ella y
arrojándole patadas simultáneas y sucesivas. Con igual dedicación pero con
inferior agilidad, a causa de su inferior engranaje corporal, ella se ocupaba
de lo mismo. Sus piernas veloces se cruzaban y mezclaban de la más sorprendente
manera; los pies se encontraban directamente en el aire, los cuerpos lanzados
hacia adelante, cayendo al suelo con todo su peso y por momentos
imposibilitados. Al recobrarse reanudaban el combate, expresando su frenesí con
los innombrables sonidos de las bestias furiosas que creían ser; toda la región
resonaba con su clamor. Giraban y giraban en redondo y los golpes de sus pies
caían como rayos provenientes de las nubes. Apoyados en las rodillas se
lanzaban hacia adelante y retrocedían, golpeándose salvajemente con golpes
descendentes de ambos puños a la vez, y volvían a caer sobre sus manos, como
incapaces de mantener la posición erguida del cuerpo. Las manos y los pies
arrancaban del suelo pasto y guijarros; las ropas, la cara, el cabello estaban
inexpresablemente desfigurados por la sangre y la tierra. Salvajes e
inarticulados alaridos de rabia atestiguaban la remisión de los golpes;
quejidos, gruñidos, ahogos, su recepción. Nada más auténticamente militar se
vio en Gettysburg o en Waterloo: la valentía de mis queridos padres en la hora
del peligro no dejará de ser nunca para mí fuente de orgullo y satisfacción. Al
final de esto, dos estropeados, haraposos, sangrientos y quebrados vestigios de
humanidad atestiguaron de forma solemne de que el autor de la contienda era ya
un huérfano.
Arrestado por provocar una
alteración del orden, fui, y desde entonces lo he sido, juzgado en la Corte de
Tecnicismos y Aplazamientos, donde, después de quince años de proceso, mi
abogado está moviendo cielo y tierra para conseguir que el caso pase a la Corte
de Traslados de Nuevas Pruebas.
Tales son algunos de mis
principales experimentos en la misteriosa fuerza o agente conocido como
sugestión hipnótica. Si ella puede o no ser empleada por hombres malignos para
finalidades indignas es algo que no sabría decir.
FIN
De vez en cuando encontrarás en el apartado "Cuentos" un cuento
corto; un clásico de la literatura universal.
En los comentarios podrás escribir qué te ha parecido su lectura, podrás añadir información complementaria o aquello que consideres que aporta valor al cuento. El objetivo es básicamente el de enriquecernos como lectores.
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NOTA: La biblioteca de Lymus es un espacio bilingüe y de respeto. Cada uno es libre de dar su opinión siempre y cuando no ofenda a otros.
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