La metamorfosis és potser la narració més coneguda de les publicades en La Biblioteca de Lymus. Una obra imperible, eterna i imprescindible. La pots llegir aquí completa. El seu autor va ser Franz Kafka i va ser publicada en 1915. En ella es conta la història de la transformació de Gregorio Samsa en un monstruós insecte. Al final del conte, afegiré una interessant dissertació sobre quina mena de monstre era aquest insecte.Gaudeix-lo com jo ho he fet en diverses ocasions.NOTA: 5/5
Franz Kafka
(Praga, 1883-1924)
La metamorfosis (1915)
(“Die Verwandlung”)
Originalmente publicado
en la revista bimestral Die weißen Blätter (octubre 1915)
I
Al despertar Gregorio Samsa una mañana,
tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso
insecto. Hallábase echado sobre el duro caparazón de su espalda, y, al alzar un
poco la cabeza, vio la figura convexa de su vientre oscuro, surcado por
curvadas callosidades, cuya prominencia apenas si podía aguantar la colcha, que
estaba visiblemente a punto de escurrirse hasta el suelo. Innumerables patas,
lamentablemente escuálidas en comparación con el grosor ordinario de sus
piernas, ofrecían a sus ojos el espectáculo de una agitación sin consistencia.
—¿Qué
me ha sucedido?
No
soñaba, no. Su habitación, una habitación de verdad, aunque excesivamente
reducida, aparecía como de ordinario entre sus cuatro harto conocidas paredes.
Presidiendo la mesa, sobre la cual estaba esparcido un muestrario de paños
—Samsa era viajante de comercio —, colgaba una estampa ha poco recortada de una
revista ilustrada y puesta en un lindo marco dorado. Representaba esta estampa
una señora tocada con un gorro de pieles, envuelta en un boa también de pieles,
y que, muy erguida, esgrimía contra el espectador un amplio manguito, asimismo
de piel, dentro del cual desaparecía todo su antebrazo.
Gregorio
dirigió luego la vista hacia la ventana; el tiempo nublado (sentíanse
repiquetear en el cinc del alféizar las gotas de lluvia) infundióle una gran
melancolía.
—Bueno
—pensó —; ¿qué pasaría si yo siguiese durmiendo un rato y me olvidase de todas
las fantasías ? —Mas era esto algo de todo punto irrealizable, porque Gregorio
tenía la costumbre de dormir sobre el lado derecho, y su actual estado no le
permitía adoptar esta postura. Aunque se empeñaba en permanecer sobre el lado
derecho, forzosamente volvía a caer de espaldas. Mil veces intentó en vano esta
operación; cerró los ojos para no tener que ver aquel rebullicio de las
piernas, que no cesó hasta que un dolor leve y punzante al mismo tiempo, un
dolor jamás sentido hasta aquel momento, comenzó a aquejarle en el costado.
—¡Ay,
Dios! —díjose entonces —. ¡Qué cansada es la profesión que he elegido! Un día
sí y otro también de viaje. La preocupación de los negocios es mucho mayor
cuando se trabaja fuera que cuando se trabaja en el mismo almacén, y no
hablemos de esta plaga de los viajes: cuidarse de los enlaces de los trenes; la
comida mala, irregular; relaciones que cambian de continuo, que no duran nunca,
que no llegan nunca a ser verdaderamente cordiales, y en que el corazón nunca puede
tener parte. ¡Al diablo con todo!
Sintió
en el vientre una ligera picazón. Lentamente, se estiró sobre la espalda,
alargándose en dirección a la cabecera, a fin de poder alzar mejor la cabeza.
Vio que el sitio que le escocía estaba cubierto de unos puntitos blancos, que
no supo explicarse. Quiso aliviarse tocando el lugar del escozor con una
pierna; pero hubo de retirar ésta inmediatamente, pues el roce le producía
escalofríos.
—Estos
madrugones —díjose—le entontecen a uno por completo. El hombre necesita dormir
lo justo. Hay viajantes que se dan una vida de odaliscas. Cuando a media mañana
regreso a la fonda para anotar los pedidos, me los encuentro muy sentados,
tomándose el desayuno. Si yo, con el jefe que tengo, quisiese hacer lo mismo,
me vería en el acto de patitas en la calle. Y ¿quién sabe si esto no sería para
mí lo más conveniente? Si no fuese por mis padres, ya hace tiempo que me
hubiese despedido. Me hubiera presentado ante el jefe y, con toda mi alma, le
habría manifestado mi modo de pensar. ¡Se cae del pupitre! Que también tiene lo
suyo eso de sentarse encima del pupitre para, desde aquella altura, hablar a
los empleados, que, como él es sordo, han de acercársele mucho. Pero, lo que es
la esperanza, todavía no la he perdido del todo. En cuanto tenga reunida la
cantidad necesaria para pagarle la deuda de mis padres —unos cinco o seis años
todavía —, ¡vaya si lo hago! y entonces, sí que me redondeo. Bueno; pero, por
ahora, lo que tengo que hacer es levantarme, que el tren sale a las cinco.
Volvió
los ojos hacia el despertador, que hacía su tictac encima del baúl.
—¡Santo
Dios! —exclamó para sus adentros.
Eran
las seis y media, y las manecillas seguían avanzando tranquilamente. Es decir,
ya era más. Las manecillas estaban casi en menos cuarto. ¿Es que no había
sonado el despertador? Desde la cama podía verse que estaba puesto
efectivamente en las cuatro; por tanto, tenía que haber sonado. Mas ¿era
posible seguir durmiendo impertérrito, a pesar de aquel sonido que conmovía
hasta a los mismos muebles? Su sueño no había sido tranquilo. Pero, por lo
mismo, probablemente tanto más profundo. Y ¿qué se hacía él ahora? El tren
siguiente salía a las siete; para cogerlo era preciso darse una prisa loca. El
muestrario no estaba aún empaquetado, y, por último, él mismo no se sentía nada
dispuesto. Además, aunque alcanzase el tren, no por ello evitaría la filípica
del amo, pues el mozo del almacén, que habría bajado al tren de las cinco,
debía de haber dado ya cuenta de su falta. Era el tal mozo una hechura del amo,
sin dignidad ni consideración. y si dijese que estaba enfermo, ¿qué pasaría?
Pero esto, además de ser muy penoso, infundiría sospechas, pues Gregorio, en
los cinco años que llevaba empleado, no había estado malo ni una sola vez.
Vendría de seguro el principal con el médico del Montepío. Se desataría en
reproches, delante de los padres, respecto a la holgazanería del hijo, y
cortaría todas las objeciones alegando el dictamen del galeno, para quien todos
los hombres están siempre sanos y solo padecen de horror al trabajo. Y la
verdad es que, en este caso, su opinión no habría carecido completamente de
fundamento. Salvo cierta somnolencia, desde luego superflua después de tan
prolongado sueño, Gregorio sentíase admirablemente, con un hambre
particularmente fuerte.
Mientras
pensaba y meditaba atropelladamente, sin poderse decidir a abandonar el lecho,
y justo en el momento en que el despertador daba las siete menos cuarto,
llamaron quedo a la puerta que estaba junto a la cabecera de la cama.
—Gregorio
—dijo una voz, la de la madre —, son las siete menos cuarto. ¿No ibas a
marcharte de viaje?
¡Qué
voz más dulce! Gregorio se horrorizó al oír en cambio la suya propia, que era
la de siempre, sí, pero que salía mezclada con un doloroso e irreprimible
pitido, en el cual las palabras, al principio claras, confundíanse luego,
resonando de modo que no estaba uno seguro de haberlas oído. Gregorio hubiera
querido contestar dilatadamente, explicarlo todo; pero, en vista de ello,
limitóse a decir:
—Sí,
sí. Gracias, madre. Ya me levanto.
A
través de la puerta de madera, la mutación de la voz de Gregorio no debió de
notarse, pues la madre se tranquilizó con esta respuesta y se retiró. Pero este
corto diálogo hizo saber a los demás miembros de la familia que Gregorio,
contrariamente a lo que se creía, estaba todavía en casa. Llegó el padre a su
vez y, golpeando ligeramente la puerta, llamó: Gregorio, ¡Gregorio! ¿Qué
pasa? Esperó un momento y volvió a insistir, alzando algo la voz: Gregorio,
¡Gregorio! Mientras tanto, detrás de la otra hoja, la hermana lamentábase
dulcemente: Gregorio, ¿no estás bien? ¿Necesitas algo? Ya estoy listo,
respondió Gregorio a ambos a un tiempo, aplicándose a pronunciar, y hablando
con gran lentitud, para disimular el sonido inaudito de su voz. Tornó el padre
a su desayuno, pero la hermana siguió musitando: Abre, Gregorio; te lo
suplico. En lo cual no pensaba Gregorio, ni mucho menos, felicitándose, por
el contrario, de aquella precaución suya —hábito contraído en los viajes—de
encerrarse en su cuarto por la noche, aun en su propia casa.
Lo
primero era levantarse tranquilamente, arreglarse sin ser importunado y, sobre
todo, desayunar. Solo después de efectuado todo esto pensaría en lo demás, pues
de sobra comprendía que en la cama no podía pensar nada a derechas. Recordaba
haber sentido ya con frecuencia en la cama cierto dolorcillo, producido, sin
duda, por alguna postura incómoda, y que, una vez levantado, resultaba ser obra
de su imaginación; y tenía curiosidad por ver cómo habrían de desvanecerse
paulatinamente sus imaginaciones de hoy. No dudaba tampoco lo más mínimo de que
el cambio de su voz era simplemente el preludio de un resfriado mayúsculo,
enfermedad profesional del viajante de comercio.
Arrojar
la colcha lejos de sí era cosa harto sencilla. Bastaríale para ello con
abombarse un poco: la colcha caería por sí sola. Pero la dificultad estaba en
la extraordinaria anchura de Gregorio. Para incorporarse, podía haberse ayudado
de los brazos y las manos; mas, en su lugar, tenía ahora innumerables patas en
constante agitación y le era imposible hacerse dueño de ellas. Y el caso es que
él quería incorporarse. Se estiraba; lograba por fin dominar una de sus patas;
pero, mientras tanto, las demás proseguían su libre y dolorosa agitación. No
conviene hacer el zángano en la cama, pensó Gregorio.
Primero
intentó sacar del lecho la parte inferior del cuerpo. Pero esta parte inferior
—que por cierto no había visto todavía, y que, por tanto, le era imposible
representarse en su exacta conformación —resultó ser demasiado difícil de
mover. La operación se inició muy despacio. Gregorio, frenético ya, concentró
toda su energía y, sin pararse en barras, se arrastró hacia adelante. Mas
calculó mal la dirección, se dio un golpe tremendo contra los pies de la cama,
y el dolor que esto le produjo demostróle, con su agudez, que aquella parte
inferior de su cuerpo era quizá, precisamente, en su nuevo estado, la más
sensible. Intentó, pues, sacar primero la parte superior, y volvió
cuidadosamente la cabeza hacia el borde del lecho. Esto no ofreció ninguna
dificultad, y, no obstante su anchura y su peso, el cuerpo todo siguió por fin,
aunque lentamente, el movimiento iniciado por la cabeza. Mas, al verse con ésta
colgando en el aire, le entró miedo de continuar avanzando en igual forma,
porque, dejándose caer así, era preciso un verdadero milagro para sacar intacta
la cabeza; y ahora menos que nunca quería Gregorio perder el sentido. Antes
prefería quedarse en la cama.
Mas
cuando, después de realizar a la inversa los mismos esfuerzos, subrayándolos
con hondísimos suspiros, hallóse de nuevo en la misma posición y tornó a ver
sus patas presas de una excitación mayor que antes, si cabe, comprendió que no
disponía de medio alguno para remediar tamaño absurdo, y volvió a pensar que no
debía seguir en la cama y que lo más cuerdo era arriesgarlo todo, aunque solo
le quedase una ínfima esperanza. Pero al punto recordó que harto mejor que
tomar decisiones extremas era meditar serenamente. Sus ojos se clavaron con
fuerza en la ventana; mas, por desgracia, la vista de la niebla que aquella
mañana ocultaba por completo el lado opuesto de la calle, poca esperanza y
escasos ánimos debía de infundirle. Las siete ya —díjose al oír de nuevo el
despertador—. ¡Las siete ya, y todavía sigue la niebla! Durante unos
momentos permaneció echado, inmóvil y respirando quedo, cual si esperase volver
en el silencio a su estado normal.
Pero, a poco, pensó: Antes
de que den las siete y cuarto es indispensable que me haya levantado. Sin
contar que, entretanto, vendrá seguramente alguien del almacén a preguntar por
mí, pues allí abren antes de las siete. Y se dispuso a salir de la cama,
balanceándose cuan largo era. Dejándose caer en esta forma, la cabeza, que
tenía el firme propósito de mantener enérgicamente erguida, saldría
probablemente sin daño ninguno. La espalda parecía tener resistencia bastante:
nada le pasaría al dar con ella en la alfombra. Únicamente hacíale vacilar el
temor al estruendo que esto habría de producir, y que sin duda daría origen,
detrás de cada puerta, cuando no a un susto, por lo menos a una inquietud. Mas
no quedaba otro remedio que afrontar esta perspectiva.
Ya
estaba Gregorio a medias fuera de la cama (el nuevo método antes parecía un
juego que un trabajo, pues solo implicaba el balancearse siempre hacia atrás),
cuando cayó en la cuenta de que todo sería muy sencillo si alguien viniese en
su ayuda. Con dos personas robustas (y pensaba en su padre y en la criada)
bastaría. Solo tendrían que pasar los brazos por debajo de su abombada espalda,
desenfundarle del lecho y, agachándose luego con la carga, permitirle
solícitamente estirarse por completo en el suelo, en donde era de presumir que
las patas demostrarían su razón de ser. Ahora bien, y prescindiendo de que las
puertas estaban cerradas, ¿conveníale realmente pedir ayuda? Pese a lo apurado
de su situación, no pudo por menos de sonreírse.
Había
adelantado ya tanto, que un solo balanceo, más pronunciado que los anteriores,
bastaría para hacerle perder casi por completo el equilibrio. Además, muy
pronto no le quedaría otro remedio que tomar una determinación, pues solo
faltaban ya cinco minutos para las siete y cuarto. En esto, llamaron a la
puerta del piso. De seguro es alguien del almacén —pensó Gregorio,
quedando de pronto suspenso, mientras sus patas seguían danzando cada vez más
rápidamente. Un punto, permaneció todo en silencio. No abren —pensó
entonces, asiéndose a tan descabellada esperanza. Pero, como no podía por menos
de suceder, sintiéronse aproximarse a la puerta las fuertes pisadas de la
criada. Y la puerta se abrió. Bastóle a Gregorio oír la primera palabra
pronunciada por el visitante, para percatarse de quién era. Era el principal en
persona. ¿Por qué estaría Gregorio condenado a trabajar en una casa en la cual
la más mínima ausencia despertaba inmediatamente las más trágicas sospechas?
¿Es que los empleados, todos en general y cada uno en particular, no eran sino
unos pillos? ¿Es que no podía haber entre ellos algún hombre de bien que,
después de perder aunque solo fuese un par de horas de la mañana, se volviese
loco de remordimiento y no se hallase en condiciones de abandonar la cama? ¿Es
que no bastaba acaso con mandar a preguntar, por un chico, suponiendo que
tuviese fundamento esta manía de averiguar, sino que era preciso que viniese el
mismísimo principal a enterar a toda una inocente familia de que solo él tenía
calidad para intervenir en la investigación de tan tenebroso asunto? Y
Gregorio, más bien sobrexcitado por estos pensamientos que ya decidido a ello,
arrojóse enérgicamente del lecho. Se oyó un golpe sordo, pero que no podría
propiamente calificarse de estruendo. La alfombra amortiguó la caída; la
espalda tenía también mayor elasticidad de lo que Gregorio había supuesto, y
esto evitó que el ruido fuese tan espantoso como se temía. Pero no tuvo cuidado
de mantener la cabeza suficientemente erguida; se hirió y el dolor le hizo
restregarla rabiosamente contra la alfombra.
—Algo
ha ocurrido ahí dentro —dijo el principal en la habitación de la izquierda.
Gregorio intentó imaginar que al principal pudiera sucederle algún día lo mismo
que hoy a él, posibilidad ciertamente muy admisible. Pero el principal, como
contestando brutalmente a esta suposición, dio con energía unos cuantos pasos
por el cuarto vecino, haciendo crujir sus botas de charol. Desde la habitación
contigua de la derecha, susurró la hermana esta noticia: Gregorio, que ahí
está el principal. Ya lo sé, contestó Gregorio para sus adentros.
Pero no osó levantar la voz hasta el punto de hacerse oír de su hermana.
—Gregorio
—dijo por fin el padre desde la habitación contigua de la izquierda —,
Gregorio, ha venido el señor principal y pregunta por qué no te marchaste en el
primer tren. No sabemos lo que debemos contestarle. Además, desea hablar
personalmente contigo. Conque haz el favor de abrir la puerta. El señor
principal tendrá la bondad de disculpar el desorden del cuarto.
—¡Buenos
días, señor Samsa! —terció entonces amablemente el principal.
—No
se encuentra bien —dijo la madre a este último mientras el padre continuaba
hablando junto a la puerta —. No está bueno, créame usted, señor principal.
¿Cómo, si no, iba Gregorio a perder el tren? Si el chico no tiene otra cosa en
la cabeza más que el almacén. ¡Si casi me molesta que no salga ninguna noche!
Ahora, por ejemplo, ha estado aquí ocho días; pues bien, ¡ni una sola noche ha
salido de casa! Se sienta con nosotros, haciendo corro alrededor de la mesa,
lee el periódico sin decir palabra o estudia itinerarios. Su única distracción
consiste en trabajos de carpintería. En dos o tres veladas ha tallado un
marquito. Cuando lo vea usted, se va a asombrar; es precioso. Ahí está colgado,
en su cuarto; ya lo verá usted en seguida, en cuanto abra Gregorio. Por otra
parte, celebro verle a usted, señor principal, pues nosotros solos nunca
hubiéramos podido decidir a Gregorio a abrir la puerta. ¡Es más tozudo! Seguramente
no se encuentra bien, aunque antes dijo lo contrario.
—Voy
en seguida —exclamó lentamente Gregorio, circunspecto y sin moverse para no
perder palabra de la conversación.
—De
otro modo, no sabría explicármelo, señora —repuso el principal —. Es de esperar
que no será nada serio. Aunque, por otra parte, no tengo más remedio que decir
que nosotros, los comerciantes, desgraciada o afortunadamente como se quiera,
tenemos a la fuerza que saber sufrir a menudo ligeras indisposiciones, anteponiendo
a todo los negocios.
—Bueno
—preguntó el padre, impacientándose y tornando a llamar a la puerta —: ¿puede
entrar ya el señor principal?
—No
—respondió Gregorio.
En
la habitación contigua de la izquierda reinó un silencio lleno de tristeza, y
en la habitación contigua de la derecha comenzó a sollozar la hermana.
Pero
¿por qué no iba ésta a reunirse con los demás? Cierto es que acababa de
levantarse y que ni siquiera había empezado a vestirse. Pero ¿por qué lloraba?
Acaso porque el hermano no se levantaba, porque no hacía pasar al principal,
porque corría el peligro de perder su colocación, con lo cual el amo volvería a
atormentar a los padres con las deudas de antaño. Pero éstas, por el momento,
eran preocupaciones completamente gratuitas. Gregorio estaba todavía allí, y no
pensaba ni remotamente en abandonar a los suyos. Por el momento, yacía sobre la
alfombra, y nadie que conociera el estado en que se encontraba hubiera pensado
que podía hacer entrar en su cuarto al principal. Mas esta pequeña descortesía,
que más adelante sabría de seguro explicar satisfactoriamente, no era motivo
suficiente para despedirle sin demora. Y Gregorio pensó que, por de pronto,
harto mejor que molestarle con llantos y discursos era dejarle en paz. Pero la
incertidumbre en que se hallaban respecto a él era precisamente lo que
aguijoneaba a los otros, disculpando su actitud.
—Señor
Samsa —dijo, por fin, el principal con voz campanuda —, ¿qué significa esto? Se
ha atrincherado usted en su habitación. No contesta más que sí o no. Inquieta
usted grave e inútilmente a sus padres, y, sea dicho de paso, falta a su
obligación en el almacén de una manera verdaderamente inaudita. Le hablo a
usted aquí en nombre de sus padres y de su jefe, y le ruego muy en serio que se
explique al punto y claramente. Estoy asombrado; yo le tenía a usted por un
hombre formal y juicioso, y no parece sino que ahora, de repente, quiere usted
hacer gala de incomprensibles extravagancias. Cierto que el jefe me insinuó esta
mañana una posible explicación de su falta: referíase al cobro que se le
encomendó a usted hiciese anoche efectivo, mas yo casi empeñé mi palabra de
honor de que esta explicación no venía al caso. Pero ahora, ante esta
incomprensible testarudez, no me quedan ya ganas de seguir interesándome por
usted. Su posición de usted no es, ni con mucho. muv segura. Mi intención era
decirle a usted todo esto a solas; pero, como usted tiene a bien hacerme perder
inútilmente el tiempo, no veo ya por qué no habrían de enterarse también sus
señores padres. En estos últimos tiempos su trabajo ha dejado bastante que
desear. Cierto que no es ésta la época más propicia para los negocios; nosotros
mismos lo reconocemos. Pero, señor Samsa, no hay época, no debe haberla, en que
los negocios estén completamente parados.
—Señor
principal —gritó Gregorio fuera de sí, olvidándose en su excitación de todo lo
demás —. Voy inmediatamente, voy al momento. Una ligera indisposición, un
desvanecimiento, impidióme levantarme. Estoy todavía acostado. Pero ya me
siento completamente despejado. Ahora mismo me levanto. ¡Un momento de
paciencia! Aún no me encuentro tan bien como creía. Pero ya estoy mejor. ¡No se
comprende cómo le pueden suceder a uno estas cosas! Ayer tarde estaba yo tan bueno.
Sí, mis padres lo saben. Mejor dicho, ya ayer tarde tuve una especie de
presentimiento. ¿Cómo no me lo habrán notado? y ¿por qué no lo diría yo en el
almacén? Pero siempre cree uno que podrá pasar la enfermedad sin necesidad de
estarse en casa. ¡Señor principal, tenga consideración con mis padres! No hay
motivo para todos los reproches que me hace usted ahora; nunca me han dicho
nada de eso. Sin duda, no ha visto usted los últimos pedidos que he
transmitido. Por lo demás, saldré en el tren de las ocho. Este par de horas de
descanso me han dado fuerzas. No se detenga usted más, señor principal. En
seguida voy al almacén. Explique usted allí esto, se lo suplico; así como que
presente mis respetos al jefe.
Y
mientras espetaba atropelladamente este discurso, sin casi saber lo que decía,
Gregorio, gracias a la soltura ya adquirida en la cama, se aproximó fácilmente
al baúl e intentó enderezarse apoyándose en él. Quería efectivamente abrir la
puerta, dejarse ver del principal, hablar con él. Sentía curiosidad por saber
lo que dirían cuando le viesen los que tan insistentemente le llamaban. Si se
asustaban, Gregorio encontrábase desligado de toda responsabilidad y no tenía
por qué temer. Si, por el contrario, se quedaban tan tranquilos, tampoco él tenía
por qué excitarse, y podía, dándose prisa, estar realmente a las ocho en la
estación. Varias veces se escurrió contra las lisas paredes del baúl; pero, al
fin, un último brinco le puso en pie. De los dolores en el vientre, aunque muy
vivos, no se cuidaba. Dejóse caer contra el respaldo de una silla cercana, a
cuyos bordes agarróse fuertemente con sus patas. Logró a la vez recobrar el
dominio de sí mismo, y calló para escuchar lo que decía el principal.
—¿Han
entendido ustedes una sola palabra? —preguntaba éste a los padres —. ¿No será
que se hace el loco?
—¡Por
amor de Dios! —exclamó la madre llorando —. Tal vez se siente muy mal y
nosotros le estamos mortificando. Y seguidamente llamó:
—¡Grete!
¡Grete!
—¿Qué,
madre? —contestó la hermana desde el otro lado de la habitación de Gregorio, a
través de la cual hablaban.
—Tienes
que ir en seguida a buscar al médico; Gregorio está malo. Ve corriendo. ¿Has
oído cómo hablaba ahora Gregorio?
—Es
una voz de animal —dijo el principal, que hablaba en voz extraordinariamente
baja, comparada con la gritería de la madre.
—¡Ana!
¡Ana! —llamó el padre, volviéndose hacia la cocina a través del recibimiento y
dando palmadas —. Vaya inmediatamente a buscar un cerrajero. Ya se sentía por
el recibimiento el rumor de las faldas de las dos muchachas que salían
corriendo (¿cómo se habría vestido tan de prisa la hermana?), y ya se oía abrir
bruscamente la puerta del piso. Pero no se percibió ningún portazo. Debieron de
dejar la puerta abierta, como suele suceder en las casas en donde ha ocurrido
una desgracia.
Gregorio,
empero, hallábase ya mucho más tranquilo. Cierto es que sus palabras resultaban
ininteligibles, aunque a él le parecían muy claras, más claras que antes, sin
duda porque ya se le iba acostumbrando el oído. Pero lo esencial era que ya se
habían percatado los demás de que algo insólito le sucedía y se disponían a
acudir en su ayuda. La decisión y firmeza con que fueron tomadas las primeras
disposiciones le aliviaron. Sintióse nuevamente incluido entre los seres
humanos, y esperó de los dos, del médico y del cerrajero, indistintamente,
acciones extrañas y maravillosas. Y, a fin de poder intervenir lo más
claramente posible en las conversaciones decisivas que se avecinaban, carraspeó
ligeramente, forzándose a hacerlo muy levemente, por temor a que también este
ruido sonase a algo que no fuese una tos humana, cosa que ya no tenía seguridad
de poder distinguir. Mientras tanto, en la habitación contigua, reinaba un profundo
silencio. Tal vez los padres, sentados junto a la mesa con el principal,
cuchicheaban con éste. Tal vez estaban todos pegados a la puerta escuchando.
Gregorio
se deslizó lentamente con el sillón hacia la puerta; al llegar allí, abandonó
el asiento, arrojóse contra ésta y se sostuvo en pie, agarrado, pegado a ella
por la viscosidad de sus patas. Descansó así un rato del esfuerzo realizado.
Luego intentó con la boca hacer girar la llave dentro de la cerradura. Por
desgracia, no parecía tener lo que propiamente llamamos dientes. ¿Con qué iba
entonces a coger la llave? Pero, en cambio, sus mandíbulas eran muy fuertes, y,
sirviéndose de ellas, pudo poner la llave en movimiento, sin reparar en el daño
que seguramente se hacía, pues un líquido oscuro le salió de la boca,
resbalando por la llave y goteando hasta el suelo.
—Escuchen
ustedes —dijo el principal en el cuarto inmediato —; está dando vueltas a la
llave. Estas palabras alentaron mucho a Gregorio. Pero todos, el padre, la
madre, debían haberle gritado:
—¡Adelante,
Gregorio! —Sí, debían haberle gritado: —¡Siempre adelante! ¡Duro con la
cerradura! —E imaginando la ansiedad con que todos seguirían sus esfuerzos
mordió con toda su alma en la llave, medio desfallecido. Y, a medida que ésta
giraba en la cerradura, él sosteníase, meciéndose en el aire, colgado pór la
boca, y, conforme era necesario, agarrábase a la llave o la empujaba hacia
abajo con todo el peso de su cuerpo. El sonido metálico de la cerradura,
cediendo por fin, le volvió completamente en sí.
II
—Bueno
—se dijo con un suspiro de alivio —; pues no ha sido preciso que venga el
cerrajero, y dio con la cabeza en el pestillo para acabar de abrir.
Este
modo de abrir la puerta fue causa de que, aunque franca ya la entrada, todavía
no se le viese. Hubo primero que girar lentamente contra una de las hojas de la
puerta, con gran cuidado para no caerse bruscamente de espaldas en el umbral. Y
aún estaba ocupado en llevar a cabo tan difícil movimiento, sin tiempo para
pensar en otra cosa, cuando sintió un ¡oh! del principal, que sonó como
suena el mugido del viento, y vio a este señor, el más inmediato a la puerta,
taparse la boca con la mano y retroceder lentamente, como impulsado
mecánicamente por una fuerza invisible.
La
madre —que, a pesar de la presencia del principal, estaba allí despeinada, con
el pelo enredado en lo alto del cráneo —miró primero a Gregorio, juntando las
manos, avanzó luego dos pasos hacia él, y se desplomó por fin, en medio de sus
faldas esparcidas en torno suyo, con el rostro oculto en las profundidades del
pecho. El padre amenazó con el puño, con expresión hostil, cual si quisiera
empujar a Gregorio hacia el interior de la habitación; volvióse luego, saliendo
con paso inseguro al recibimiento, y, cubriéndose los ojos con las manos,
rompió a llorar de tal modo, que el llanto sacudía su robusto pecho.
Gregorio,
pues, no llegó a penetrar en la habitación; desde el interior de la suya
permaneció apoyado en la hoja cerrada de la puerta, de modo que solo presentaba
la mitad superior del cuerpo, con la cabeza inclinada de medio lado, espiando a
los circunstantes. En esto, había ido clareando, y en la acera opuesta se
recortaba nítido un trozo del edificio negruzco de enfrente. Era un hospital,
cuya monótona fachada rompían simétricas ventanas. La lluvia no había cesado,
pero caía ya en goterones aislados, que se veían llegar distintamente al suelo.
Sobre la mesa estaban los utensilios del servicio de desayuno, pues, para el
padre, era ésta la comida principal del día, que gustaba de prolongarse con la
lectura de varios periódicos. En el lienzo de pared que daba justo frente a
Gregorio, colgaba un retrato de éste, hecho durante su servicio militar, y que
le representaba con uniforme de teniente, la mano puesta en la espalda,
sonriendo despreocupadamente, con un aire que parecía exigir respeto para su
indumento y su actitud. Esa habitación daba al recibimiento; por la puerta
abierta veíase la del piso, también abierta, el rellano de la escalera y el
arranque de esta última, que conducía a los pisos inferiores.
—Bueno
—dijo Gregorio muy convencido de ser el único que había conservado su serenidad
—. Bueno, me visto al momento; recojo el muestrario y salgo de viaje. ¿Me
permitiréis que salga de viaje, verdad ? Ea, señor principal, ya ve usted que
no soy testarudo y que trabajo con gusto. El viajar es cansado; pero yo no
sabría vivir sin viajar. ¿A dónde va usted, señor principal? ¿Al almacén? ¿Sí?
¿Lo contará todo tal como ha sucedido? Puede uno tener un momento de
incapacidad para el trabajo; pero entonces es precisamente cuando deben
acordarse los jefes de lo útil que uno ha sido y pensar que, una vez pasado el
impedimento, volverá a ser tanto más activo y trabajará con mayor celo. Yo,
como usted sabe muy bien, le estoy muy obligado al jefe. Por otra parte,
también tengo que atender a mis padres y a mi hermana, Cierto Que hoy me
encuentro en un grave aprieto. Pero trabajando sabré salir de él. Usted no me
haga la cosa más difícil de lo que ya es. Póngase de mi parte. Ya sé yo que al
viajante no se le quiere. Todos creen que gana el dinero a espuertas, y además
que se da la gran vida. Cierto es que no hay ninguna razón especial para que
este prejuicio desaparezca. Pero usted, señor principal, usted está más
enterado de lo que son las cosas que el resto del personal, incluso, y dicho
sea en confianza, que el propio jefe, el cual, en su cualidad de amo, se
equivoca con frecuencia respecto de un empleado. Usted sabe muy bien que el
viajante, como está fuera del almacén la mayor parte del año, es fácil pasto de
habladurías y víctima propicia de coincidencias y quejas infundadas, contra las
cuales no le es cómodo defenderse, ya que la mayoría de las veces no llegan a
su conocimiento, y que únicamente al regresar reventado de un viaje es cuando
empieza a notar directamente las funestas consecuencias de una causa invisible.
Señor principal, no se vaya sin decirme algo que me pruebe que me da usted la
razón, por lo menos en parte.
Pero,
desde las primeras palabras de Gregorio, el principal había dado media vuelta,
y contemplaba a aquél por encima del hombro, convulsivamente agitado con una
mueca de asco en los labios. Mientras Gregorio hablaba, no permaneció un
momento tranquilo. Retiróse hacia la puerta sin quitarle ojo de encima, pero
muy lentamente, como si una fuerza misteriosa le impidiese abandonar aquella
habitación. Llegó, por fin, al recibimiento, y, ante la prontitud con que alzó
por última vez el pie del suelo, dijérase que había pisado lumbre. Alargó el
brazo derecho en dirección de la escalera, como si esperase encontrar allí
milagrosamente la libertad.
Gregorio
comprendió que no debía de ningún modo dejar marchar al principal en ese estado
de ánimo, pues si no su puesto en el almacén estaba seriamente amenazado. No lo
comprendían los padres tan bien como él, porque, en el transcurso de los años,
habían llegado a hacerse la ilusión de que la posición de Gregorio en aquella
casa solo con su vida podía acabar; además, con la inquietud del momento, y sus
consiguientes quehaceres, habíanse olvidado de toda prudencia. Pero no así
Gregorio, que se percataba de que era indispensable retener al principal,
apaciguarle, convencerle, conquistarle. De ello dependía el porvenir de Gregorio
y de los suyos. ¡Si siquiera estuviese ahí la hermana! Era muy lista; había
llorado cuando aún yacía Gregorio tranquilamente sobre la espalda. De seguro
que el principal, galante con el bello sexo, se hubiera dejado llevar por ella
a donde ella hubiera querido. Habría cerrado la puerta del piso y le habría
quitado el susto en el mismo recibimiento. Pero no estaba la hermana, y
Gregorio tenía que arreglárselas él solo. Y, sin pensar que todavía no conocía
sus nuevas facultades de movimiento, ni tampoco que lo más posible, y hasta lo
más seguro, era que no habría logrado darse a comprender con su discurso,
abandonó la hoja de la puerta en que se apoyaba, deslizóse por el hueco formado
en la abertura de la otra, con intención de avanzar hacia el principal, que
seguía cómicamente agarrado a la barandilla del rellano. Mas inmediatamente
cayó en tierra, intentando, con inútiles esfuerzos sostenerse sobre sus
innumerables y diminutas patas, y exhalando un ligero quejido. Al punto
sintióse, por primera vez en aquel día, invadido por un verdadero bienestar:
las patitas, apoyadas en el suelo, obedecíanle perfectamente. Lo notó con la
natural alegría, y vio que se esforzaban en llevarle allí donde él deseaba ir,
dándole la sensación de haber llegado al cabo de sus sufrimientos. Mas, en el
preciso momento en que Gregorio, a causa del movimiento contenido, se
balanceaba a ras de tierra, no lejos y enfrente de su madre, ésta, no obstante
hallarse tan sumida en sí, dio de pronto un brinco y se puso a gritar,
extendiendo los brazos y separando los dedos: ¡Socorro! ¡Por amor de Dios!
¡Socorro! Inclinaba la cabeza como para ver mejor a Gregorio; pero de
pronto, como para desmentir este supuesto, desplomóse hacia atrás, cayendo
inerte sobre la mesa, y no habiendo recordado que estaba aún puesta, quedó
sentada en ella, sin darse cuenta de que a su lado el café chorreaba de la
cafetera volcada, derramándose por la alfombra.
—
¡Madre! ¡Madre! —murmuró Gregorio, mirándola de abajo arriba. Un momento
esfumóse de su memoria el principal; y no pudo por menos, ante el café vertido,
de abrir y cerrar repetidas veces las mandíbulas en el vacío. Nuevo alarido de
la madre, que, huyendo de la mesa, se arrojó en brazos del padre, que corría a
su encuentro. Pero ya no podía Gregorio dedicar su atención a sus padres; el
principal estaba en la escalera y, con la barbilla apoyada sobre la baranda,
dirigía una última mirada a aquel cuadro. Gregorio tomó impulso para darle
alcance, pero él algo debió figurarse, pues, de un salto, bajó varios escalones
y desapareció, no sin antes lanzar unos gritos que resonaron por toda la
escalera. Para colmo de desdicha, esta fuga del principal pareció trastornar
también por completo al padre, que hasta entonces se había mantenido
relativamente sereno; pues, en lugar de precipitarse tras el fugitivo, o por lo
menos permitir que así lo hiciese Gregorio, empuñó con la diestra el bastón del
principal —que éste no se había cuidado de recoger, como tampoco su sombrero y
su gabán, olvidados en una silla —y, armándose con la otra mano de un gran
periódico, que estaba sobre la mesa, preparóse, dando fuertes patadas en el
suelo, esgrimiendo papel y bastón, a hacer retroceder a Gregorio hasta el
interior de su cuarto. De nada le sirvieron a este último sus súplicas, que no
fueron entendidas; y, por mucho que volvió sumiso la cabeza hacia su padre,
solo consiguió hacerle redoblar su enérgico pataleo. La madre, por su parte, a
pesar del tiempo desapacible, había bajado el cristal de una de las ventanas y,
violentamente inclinada hacia afuera, cubríase el rostro con las manos. Entre
el aire de la calle y el de la escalera establecióse una corriente fortísima;
las cortinas de la ventana se ahuecaron; sobre la mesa los periódicos
agitáronse, y algunas hojas sueltas volaron por el suelo. El padre, inexorable,
apremiaba la retirada con silbidos salvajes. Pero Gregorio carecía aún de
práctica en la marcha hacia atrás, y la cosa iba muy despacio. ¡Si siquiera
hubiera podido volverse! En un dos por tres se hubiese encontrado en su cuarto.
Pero temía, con su lentitud en dar la vuelta, impacientar al padre, cuyo bastón
erguido amenazaba deslomarle o abrirle la cabeza. Finalmente, sin embargo, no
tuvo más remedio que volverse, pues advirtió con rabia que, caminando hacia
atrás, le era imposible conservar su dirección. Así es que, sin dejar de mirar
angustiosamente hacia su padre, inició una vuelta lo más rápidamente que pudo,
es decir, con extraordinaria lentitud. El padre debió de percatarse de su buena
voluntad, pues dejó de acosarle, dirigiendo incluso de lejos con la punta del
bastón el movimiento giratorio. ¡Si al menos hubiese cesado ese irresistible
silbido! Esto era lo que a Gregorio le hacía perder por completo la cabeza.
Cuando ya iba a terminar la vuelta, aquel silbido le equivocó, haciéndole
retroceder otro poco. Por fin logró verse frente a la puerta. Pero entonces
comprendió que su cuerpo era demasiado ancho para poder franquearla sin más ni
más. Al padre, en aquella su actual disposición de ánimo, no se le ocurrió
naturalmente abrir la otra hoja para dejar espacio suficiente. Solo una idea le
embargaba: la de que Gregorio había de meterse cuanto antes en su habitación.
Tampoco hubiera él permitido nunca los enojosos preparativos que Gregorio
necesitaba para incorporarse y, de este modo, pasar por la puerta. Como si no
existiese para esto ningún impedimento, empujaba, pues, a Gregorio con
estrépito creciente. Gregorio sentía tras de sí una voz que parecía imposible
fuese la de un padre. ¡Cualquiera se andaba con bromas! Gregorio —pasase lo que
pasase —se apretujó en el marco de la puerta. Se irguió de medio lado; ahora
yacía atravesado en el umbral, con su costado completamente deshecho. En la
nitidez de la puerta, imprimiéronse unas manchas repulsivas. Gregorio quedó
allí atascado, imposibilitado en absoluto de hacer por sí solo el menor
movimiento. Las patitas de uno de los lados colgaban en el aire, y las del otro
eran dolorosamente prensadas contra el suelo... En esto, el padre diole por
detrás un golpe enérgico y salvador, que lo precipitó dentro del cuarto,
sangrando en abundancia. Luego, la puerta fue cerrada con el bastón, y todo
volvió por fin a la tranquilidad.
III
Hasta
el anochecer, no despertó Gregorio de aquel sueño tan pesado, semejante a un
desvanecimiento. No habría tardado mucho en despertar por sí solo, pues ya
había descansado bastante, pero le pareció que le despertaba el rumor de unos
pasos furtivos y el ruido de la puerta del recibimiento, cerrada con cuidado.
El reflejo del tranvía eléctrico ponía franjas de luz en el techo de la
habitación y la parte superior de los muebles; pero abajo, donde estaba
Gregorio, reinaba la oscuridad. Lenta y todavía torpemente, tanteando con sus
tentáculos, cuyo valor ya entonces comprendió, deslizóse hasta la puerta para
ver lo que había ocurrido. Su lado izquierdo era una única, larga y repugnante
llaga. Andaba cojeando, alternativa y simétricamente, sobre cada una de sus dos
filas de patas. Por otra parte, una de estas últimas, herida en el accidente de
por la mañana —¡milagro fue que las demás saliesen ilesas! —, arrastrábase sin
vida.
Al
llegar a la puerta, comprendió que lo que allí le había atraído era el olor de
algo comestible. Encontró una escudilla llena de leche azucarada, en la cual
nadaban trocitos de pan blanco. A poco si suelta a reír de gozo, pues tenía aún
más hambre que por la mañana. Al momento, zambulló la cabeza en la leche casi
hasta los ojos; más pronto hubo de retirarla desilusionado, pues no solo la
dolencia de su lado izquierdo le hacía dificultosa la operación (para comer
tenía que poner todo el cuerpo en movimiento), sino que, además, la leche, que
hasta entonces fuera su bebida predilecta —por eso, sin duda, habíala colocado
allí la hermana —, no le gustó nada. Se apartó casi con repugnancia de la
escudilla, y se arrastró de nuevo hacia el centro de la habitación.
Por
la rendija de la puerta vio que el gas estaba encendido en el comedor. Pero,
contrariamente a lo que sucedía siempre, no se oía al padre leer en alta voz a
la madre y a la hermana el diario de la noche. No se sentía el menor ruido.
Quizá esta costumbre, de la que siempre le hablaba la hermana en sus cartas,
hubiese últimamente desaparecido. Pero todo en torno estaba silencioso, y eso
que, con toda seguridad, la casa no estaba vacía.
—
¡Qué vida más tranquila parece llevar mi familia! —pensó Gregorio. Y, mientras
sus miradas se clavaban en la sombra, sintióse orgulloso de haber podido
proporcionar a sus padres y hermana tan sosegada existencia, en marco tan lindo.
Con pavor pensó al punto que aquella tranquilidad, aquel bienestar y aquella
alegría tocaban a su término... Para no dejarse extraviar por estos
pensamientos, prefirió agitarse físicamente y comenzó a arrastrarse por el
cuarto.
En
el curso de la noche entreabrióse una, vez una de las hojas de la puerta, y
otra vez la otra; alguien, sin duda, necesitaba entrar, y vacilaba. Gregorio,
en vista de ello, paróse contra la misma puerta que daba al comedor, dispuesto
a atraer hacia el interior al indeciso visitante, o por lo menos a averiguar
quién fuera éste. Pero la puerta no volvió a abrirse, y esperó en vano. En las
primeras horas de la mañana, cuando se hallaba la puerta cerrada, todos habían
hecho por entrar, y ahora que él había abierto una puerta, y que las otras
habían sido también abiertas, sin duda, durante el día, ya no venía nadie, y
las llaves quedaban por fuera, en las cerraduras.
Muy
entrada la noche, se apagó la luz del comedor. Pudo Gregorio comprender por
ello que sus padres y su hermana habían velado hasta entonces. Sintió que se
alejaban de puntillas. Hasta por la mañana no entraría ya seguramente nadie a
ver a Gregorio; éste tenía tiempo sobrado para pensar, sin temor a ser
importunado, acerca de cómo le convendría ordenar en adelante su vida. Pero
aquella habitación fría y alta de techo, en donde había de permanecer echado de
bruces, le dio miedo, sin que lograse explicarse el porqué, pues era la suya,
la habitación en que vivía desde hacía cinco años... Bruscamente, y con cierto
rubor, precipitóse debajo del sofá, en donde, no obstante sentirse algo
estrujado, por no poder levantar la cabeza, se encontró en seguida muy bien,
lamentando únicamente no poder introducirse allí por completo a causa de su
excesiva corpulencia.
Así
permaneció toda la noche, parte en un semisueño, del que le despertaba con
sobresalto el hambre, y parte también presa de preocupaciones y esperanzas no
muy definidas, pero cuya conclusión era siempre la necesidad, por de pronto, de
tener calma y paciencia y de hacer lo posible para que la familia, a su vez,
soportase cuantas molestias él, en su estado actual, no podía por menos de
causar.
Muy
de mañana —apenas si clareaba el día —tuvo Gregorio ocasión de experimentar la
fuerza de estas resoluciones. Su hermana, ya casi arreglada, abrió la puerta
que daba al recibimiento y miró ávidamente hacia el interior. Al principio, no
le vio; pero al divisarle luego debajo del sofá —¡en algún sitio había de
estar, santo Dios! ¡No iba a haber volado! —se asustó tanto, que, sin poderse
dominar, volvió a cerrar la puerta. Mas debió arrepentirse de su proceder, pues
tomó a abrir al momento y entró de puntillas, como si fuese la habitación de un
enfermo de gravedad o la de un extraño. Gregorio, con la cabeza casi asomada
fuera del sofá, la observaba. ¿Repararía en que no había probado la leche y,
comprendiendo que ello no era por falta de apetito, le traería de comer otra
cosa más adecuada? Pero, si por ella misma no lo hacía, él prefería morirse de
hambre antes que llamarle la atención sobre esto, no obstante sentir unas ganas
tremendas de salir de debajo del sofá, arrojarse a sus pies y suplicarle le
trajese algo bueno de comer. Pero la hermana, asombrada, advirtió
inmediatamente que la escudilla estaba intacta; únicamente se había vertido un
poco de leche. Recogió ésta en seguida; verdad que no con la mano, sino
valiéndose de un trapo, y se la llevó. Gregorio sentía una gran curiosidad por
ver lo que iba a traerle en sustitución, haciendo respecto a ello muchas y muy
distintas conjeturas. Mas nunca hubiera adivinado lo que la bondad de su
hermana le reservaba. A fin de ver cuál era su gusto, le trajo un surtido
completo de alimentos y los extendió sobre un periódico viejo: allí había
legumbres atrasadas, medio podridas ya; huesos de la cena de la víspera,
rodeados de salsa blanca cuajada; pasas y almendras; un pedazo de queso, que
dos días antes Gregorio había declarado incomible; un panecillo duro; otro
untado con mantequilla, y otro con mantequilla y sal. Añadió a esto la
escudilla, que por lo visto quedaba destinada a Gregorio definitivamente, pero
ahora estaba llena de agua. Y por delicadeza (pues sabía que Gregorio no
comería estando ella presente) retiróse cuan pronto pudo, y echó la llave, sin
duda para que Gregorio comprendiese que podía ponerse a sus anchas. Al ir
Gregorio a comer, sus patas produjeron como un zumbido. Por otra parte, las
heridas debían de haberse curado ya por completo, porque no sintió ninguna
molestia; lo cual no dejó de sorprenderle, pues recordó que hacía más de un mes
se había herido con un cuchillo en un dedo y que la antevíspera todavía le
dolía bastante.
—¿Si
tendré yo ahora menos sensibilidad que antes? —pensó, mientras comenzaba a
chupar con glotonería el queso, que fue lo que primero y con más fuerza le
sedujo. Rápidamente, con los ojos arrasados en lágrimas de alegría, devoró
sucesivamente el queso, las legumbres y la salsa. En cambio, los alimentos
frescos no le gustaban; su olor mismo le era insoportable, hasta el punto de
arrastrar lejos aquellas cosas que quería comer.
Ya
hacía tiempo que había terminado. Hallábase perezosamente extendido en el mismo
sitio, cuando la hermana, para anunciarle, sin duda, que debía retirarse, hizo
girar lentamente la llave. A pesar de estar medio dormido, Gregorio se
sobresaltó y corrió a ocultarse de nuevo debajo del sofá. Mas permanecer allí
aunque solo el breve tiempo en que la hermana estuvo en el cuarto, costóle
ahora gran esfuerzo de voluntad; pues, a consecuencia de la copiosa comida, su
cuerpo habíase abultado algo y apenas si podía respirar en aquel reducido
espacio. Presa de un leve ahogo miraba, con los ojos un poco salidos de sus
órbitas, a su hermana, completamente ajena a lo que le sucedía, barrer con una
escoba, no solo los restos de la comida, sino también los alimentos que
Gregorio no había siquiera tocado, como si éstos no pudiesen ya aprovecharse. Y
vio también cómo lo arrojaba todo violentamente a un cubo, que cerró luego con
una tapa de madera, llevándoselo por fin. Apenas se hubo marchado, Gregorio
salió de su escondrijo, se desperezó y respiró.
De
esta manera recibió Gregorio diariamente su comida; una vez por la mañana,
cuando todavía dormían los padres y la criada, y otra después del almuerzo,
mientras los padres sesteaban un rato y la criada salía a algún recado, a que
la mandaba la hermana. Seguramente no querían tampoco ellos que Gregorio se
muriese de hambre; pero tal vez no hubieran podido soportar el espectáculo de
sus comidas, y era mejor que solo las conociesen por lo que les dijera la
hermana. Tal vez también quería ésta ahorrarles una pena más, sobre lo que ya
sufrían.
A
Gregorio le fue completamente imposible averiguar con qué disculpas habían
despedido aquella mañana al médico y al cerrajero. Como no se hacía comprender
de nadie, nadie pensó, ni siquiera la hermana, que él pudiese comprender a los
demás. No le quedó, pues, otro remedio que contentarse, cuando la hermana
entraba en su cuarto, con oírla gemir e invocar a todos los santos. Más
adelante, cuando ella se hubo acostumbrado un poco a este nuevo estado de cosas
(no puede, naturalmente, suponerse que se acostumbrase por completo), pudo
Gregorio advertir en ella alguna intención amable, o, por lo menos, algo que se
podía considerar como tal.
—Hoy
sí que le ha gustado —decía, cuando Gregorio había comido opíparamente;
mientras que en el caso contrario, cada vez más frecuente, solía decir casi con
tristeza:
—Vaya,
hoy lo ha dejado todo.
Mas,
aun cuando Gregorio no podía saber directamente ninguna noticia, prestó
atención a lo que sucedía en las habitaciones contiguas, y tan pronto sentía
voces, corría hacia la puerta que correspondía al Iado de donde provenían y se
pegaba a ella cuan largo era. Particularmente en los primeros tiempos, todas
las conversaciones se referían a él, aunque no claramente. Durante dos días, en
todas las comidas hubo deliberaciones acerca de la conducta que cumplía
observar en adelante. Mas también fuera de las comidas hablábase de lo mismo,
pues como ninguno de los miembros de la familia quería permanecer solo en casa,
y como tampoco querían dejar ésta abandonada, siempre había allí por lo menos
dos personas. Ya el primer día, la criada —por cierto que todavía no se sabía
exactamente hasta qué punto estaba enterada de lo ocurrido —habíale suplicado
de rodillas a la madre que la despidiese en seguida, y al marcharse, un cuarto
de hora después, agradeció con lágrimas en los ojos el gran favor que se le
hacía, y, sin que nadie se lo pidiese, comprometióse, con los más solemnes
juramentos, a no contar a nadie absolutamente nada.
La
hermana tuvo que ponerse a guisar con la madre; lo que, en realidad, no le daba
mucho trabajo, pues apenas si comían. Gregorio los oía continuamente animarse
en vano unos a otros a comer, siendo un gracias, tengo bastante, u otra
frase por el estilo, la respuesta invariable a estos requerimientos. Tampoco
bebían casi nada. Con frecuencia preguntaba la hermana al padre si quería
cerveza, brindándose a ir ella misma a buscarla. Callaba el padre, y entonces
ella añadía que también podían mandar a la portera. Pero el padre respondía
finalmente un no que no admitía réplica, y no se hablaba más del asunto.
Ya
el primer día expuso el padre a la madre y a la hermana la verdadera situación
económica de la familia y las perspectivas que ante ésta se abrían. De cuando
en cuando levantábase de la mesa para buscar en su pequeña caja de caudales
—salvada de la quiebra cinco años antes —algún documento o libro de notas. Se
oía el ruido de la complicada cerradura al abrirse o volverse a cerrar, después
de haber sacado el padre lo que buscaba. Estas explicaciones fueron, en cierto
modo, la primera noticia agradable que le fue dado oír a Gregorio desde su
encierro. Él siempre había creído que a su padre no le quedaba absolutamente
nada del antiguo negocio. El padre, al menos, nada le había dicho que pudiese
desvanecer esta idea. Verdad es que tampoco Gregorio le había preguntado nada
sobre el particular. Por aquel entonces, Gregorio solo habia pensado en poner
cuantos medios estuviesen a su alcance para hacer olvidar a los suyos, lo más
rápidamente posible, la desgracia mercantil que los sumiera a todos en la más
completa desesperación. Por eso había él comenzado a trabajar con tal ahínco,
convirtiéndose en poco tiempo, de dependiente sin importancia, en todo un
viajante de comercio, con harto mayores posibilidades de ganar dinero, y cuyos
éxitos profesionales patentizábanse inmediatamente bajo la forma de comisiones
contantes y sonantes, puestas sobre la mesa familiar ante el asombro y la
alegría de todos. Fueron aquéllos, tiempos hermosos de veras. Pero no se habían
repetido, al menos con igual esplendor, no obstante llegar más tarde Gregorio a
ganar lo suficiente para llevar por sí solo el peso de toda la casa. La
costumbre, tanto en la familia, que recibía agradecida el dinero de Gregorio,
como en éste, que lo entregaba con gusto, hizo que aquella primera sorpresa y
primera alegría no volviesen a producirse con el mismo calor. Únicamente la
hermana permaneció siempre estrechamente unida a Gregorio, y como,
contrariamente a éste, era muy aficionada a la música y tocaba el violín con
mucha alma, Gregorio alimentaba la secreta esperanza de mandarla el año próximo
al Conservatorio, sin reparar en los gastos que esto había forzosamente de
acarrear, y de los cuales ya se resarciría por otro lado. Durante las breves
estancias de Gregorio junto a los suyos, la palabra Conservatorio sonaba
a menudo en las charlas con la hermana, pero siempre como añoranza de un lindo
sueño, en cuya realización no se podía ni pensar. A los padres, estos ingenuos
proyectos no les hacían ninguna gracia; pero Gregorio pensaba muy seriamente en
ello, y tenía decidido anunciarlo solemnemente la noche de Navidad.
Todos
estos pensamientos, completamente inútiles ya, agitábanse en su mente mientras
él, pegado a la puerta, escuchaba lo que se decía al Iado. De cuando en cuando,
la fatiga impedíale prestar atención, y dejaba caer con cansancio la cabeza
contra la puerta. Mas al punto tornaba a erguirla, pues, incluso el levísimo
ruido que este gesto suyo originaba, era oído en la habitación contigua,
haciendo enmudecer a todos.
—Pero,
¿qué hará otra vez? —decía al poco el padre, mirando sin duda hacia la puerta.
Y,
pasados unos momentos, reanudábase la interrumpida conversación.
De
este modo supo, pues, Gregorio, con gran satisfacción —el padre repetía y
recalcaba sus explicaciones, en parte porque hacía tiempo que él mismo no se
había ocupado de aquellos asuntos, y en parte también porque la madre tardaba
en entenderlos —que, a pesar de la desgracia, aún les quedaba del antiguo
esplendor algún dinero; verdad es que muy escaso, pero que algo había ido
aumentando desde entonces, gracias a los intereses intactos. Además, el dinero
entregado todos los meses por Gregorio —él se reservaba únicamente una ínfima
cantidad —no se gastaba por completo, y había ido a su vez formando un pequeño
capital. A través de la puerta, Gregorio aprobaba con la cabeza, contento de
esta inesperada previsión e insospechado ahorro. Cierto que con este dinero
sobrante podía él haber pagado poco a poco la deuda que su padre tenía con el
jefe, y haberse visto libre de ella mucho antes de lo que creyera; pero ahora
resultaban sin duda mejor las cosas tal como su padre las había dispuesto.
Ahora
bien, este dinero era de todo punto insuficiente para permitir a la familia
vivir tranquila de sus rentas; todo lo más bastaría tal vez para uno o, a lo
sumo, dos años. Para más tiempo ¡ni pensarlo! Por tanto, era este un capitalito
al que en realidad no se debía tocar, y que convenía conservar para caso de
necesidad. El dinero para ir viviendo, no había más remedio que ganarlo. Pero
ocurría que el padre, aunque estaba bien de salud, era ya viejo y llevaba cinco
años sin trabajar; por lo tanto, poco podía esperarse de él: en estos cinco
años que habían constituido los primeros ocios de su laboriosa, pero fracasada
existencia, había ido asimilando mucha grasa, y se había puesto excesivamente
pesado. ¿Incumbiríale acaso trabajar a la madre, que padecía de asma, que se
fatigaba con solo andar un poco por casa, y que un día sí y otro también tenía
que tenderse en el sofá, con la ventana abierta de par en par, porque le faltaba
la respiración? ¿Corresponderíale a la hermana, todavía una niña, con sus
diecisiete años, y cuya envidiable existencia había consistido, hasta entonces,
en emperifollarse, dormir todo lo que le pedía el cuerpo, ayudar en los
quehaceres domésticos, participar en alguna que otra modesta diversión, y,
sobre todo, tocar el violín?
Cada
vez que la conversación venía a parar a esta necesidad de ganar dinero,
Gregorio abandonaba la puerta y, encendido de pena y de vergüenza, arrojábase
sobre el fresco sofá de cuero. A menudo pasábase allí toda la noche, sin pegar
ojo, arañando el cuero hora tras hora. A veces también tomábase el trabajo
excesivo de empujar una butaca hasta la ventana, y, trepando por el alféizar,
permanecía de pie en la butaca y apoyado en la ventana, sumido, sin duda, en
sus recuerdos, pues antaño interesábale siempre mirar por la ventana aquella.
Paulatinamente,
las cosas más cercanas dibujábansele con menos claridad. El hospital de
enfrente, cuya vista había maldecido con frecuencia, ya no lo divisaba; y, de
no haber sabido, sin que ello pudiese dejar lugar a dudas, que vivía en una
calle tranquila, aunque completamente urbanizada, hubiera podido creer que su
ventana daba a un desierto, en el cual fundíanse indistintamente el cielo y la
tierra por igual grises.
Tan
solo dos veces pudo advertir la hermana, siempre vigilante, que la butaca se
encontraba junto a la ventana. Y ya, al arreglar la habitación, aproximaba ella
misma la butaca. Más aún: dejaba abiertos los primeros dobles cristales.
De
haber siquiera podido Gregorio conversar con su hermana; de haberle podido dar
las gracias por cuanto por él hacía, le hubieran sido más leves estos trabajos
que ocasionaba, y que de este modo tanto le hacían sufrir. Sin duda, la hermana
hacía cuanto podía para borrar lo doloroso de la situación, y, a medida que
transcurría el tiempo, iba consiguiéndolo mejor, como es natural. Pero también
Gregorio, a medida que pasaban los días, veíalo todo con mayor claridad.
Ahora,
la entrada de la hermana era para él algo terrible. Apenas dentro de la
habitación, y sin cuidarse siquiera de cerrar previamente las puertas, como
antes, para ocultar a todos la vista del cuarto, corría derecha a la ventana, y
la abría violentamente, cual si se hallase a punto de asfixiarse; y hasta
cuando el frío era intenso, permanecía allí un rato, respirando con fuerza.
Tales carreras y estrépitos asustaban a Gregorio dos veces al día. Y Gregorio,
aunque seguro de que ella le hubiera evitado con gusto estas molestias, de
haberle sido posible permanecer con las ventanas cerradas en la habitación,
quedaba temblando debajo del sofá todo el tiempo que duraba la visita.
IV
Un
día —ya había transcurrido un mes desde la metamorfosis, y no tenía, por tanto,
la hermana ningún motivo especial para sorprenderse del aspecto de Gregorio
—entró algo más temprano que de costumbre, y se encontró a éste mirando inmóvil
por la ventana, pero ya dispuesto a asustarse. Nada le hubiera extrañado a
Gregorio que su hermana no entrase, pues él, en la actitud en que estaba, le
impedía abrir inmediatamente la ventana. Pero no solo no entró, sino que
retrocedió y cerró la puerta: un extraño hubiera creído que Gregorio la
acechaba para morderla. Claro es que Gregorio se escondió al punto debajo del
sofá, pero hubo de esperar hasta el mediodía antes de ver tornar a su hermana,
más intranquila que de costumbre. Ello le dio a entender que su vista seguía
siéndole insoportable a la hermana, que lo seguiría siendo, y que ésta había de
hacer un gran esfuerzo de voluntad para no salir también corriendo al divisar
la pequeña parte del cuerpo que sobresalía por debajo del sofá. Y, al fin de
ahorrarle incluso esto, transportó un día sobre sus espaldas —trabajo para el
cual precisó cuatro horas —una sábana hasta el sofá, y la dispuso de modo que
le tapara por completo y que ya la hermana no pudiese verle, por mucho que se
agachase.
De
no haberle parecido a ella conveniente este arreglo, ella misma hubiera quitado
la sábana, pues fácil era comprender que, para Gregorio, el aislarse no
constituía ningún placer. Mas dejó la sábana tal como estaba, e incluso
Gregorio, al levantar sigilosamente, con la cabeza una punta de ésta, para ver
cómo la hermana acogía la nueva disposición, creyó adivinar en ella una mirada
de gratitud.
Durante
las dos primeras semanas, no pudieron los padres decidirse a entrar a verle. El
los oyó a menudo ensalzar los trabajos de la hermana, cuando hasta entonces
solían, por el contrario, reñirle, por parecerles una muchacha, como quien
dice, inútil. Mas, con frecuencia, ambos, el padre y la madre, esperaban ante
la habitación de Gregorio, mientras la hermana la arreglaba, y, en cuanto salía
ésta, había de contarles exactamente cómo estaba el cuarto, lo que Gregorio
había comido, cuál había sido su actitud, y si se advertía en él alguna
mejoría.
La
madre, cierto es, quiso visitar a Gregorio en seguida, y entonces el padre y la
hermana la detuvieron con razones que Gregorio escuchó con la mayor atención, y
aprobó por entero. Pero más adelante fue menester impedírselo por la fuerza, y
cuando exclamaba: ¡Dejadme entrar a ver a Gregorio! iPobre hijo mío! ¿No
comprendéis que necesito entrar a verle?, Gregorio pensaba que tal vez
conviniera que su madre entrase, claro que no todos los días, pero, por
ejemplo, una vez a la semana: ella era mucho más comprensiva que la hermana,
quien, a pesar de todo su valor, no dejaba de ser, al fin y al cabo, solo una
niña, que quizá solo por ligereza infantil se había echado sobre los hombros
tan penosa carga.
Poco
había de tardar en realizarse el deseo de Gregorio de ver a su madre. Durante
el día, por consideración a sus padres, no se asomaba a la ventana. Pero...
poco podía arrastrarse por aquellos dos metros cuadrados de suelo. Descansar
tranquilo le era ya difícil durante la noche. La comida, muy pronto dejó de
producirle la menor alegría, y así fue tomando, para distraerse, la costumbre
de trepar zigzagueando por las paredes y el techo. En el techo, particularmente,
era donde más a gusto se encontraba; aquello era cosa harto distinta que estar
echado en el suelo; allí se respiraba mejor, el cuerpo sentíase agitado por una
ligera vibración. Pero aconteció que Gregorio, casi feliz, y al tiempo
divertido, desprendióse del techo, con gran sorpresa suya, y se fue a estrellar
contra el suelo. Mas, como puede suponerse, su cuerpo había adquirido una
resistencia mucho mayor que antes, y, pese a la fuerza del golpe, no se
lastimó.
La
hermana advirtió inmediatamente el nuevo entretenimiento de Gregorio —tal vez
dejase éste al trepar, acá y acullá, rastro de su babilla —, e imaginó al punto
facilitarle todo lo posible los medios de trepar, quitando los muebles que lo
impedían, y, principalmente el baúl y la mesa de escribir. Pero esto no podía
llevarlo a cabo ella sola; tampoco se atrevía a pedir ayuda al padre: y en
cuanto a la criada, no había que contar con ella, pues esta moza, de unos
sesenta años, aunque se había mostrado muy valiente desde la despedida de su
antecesora, había suplicado, como favor especial, que le fuese permitido
mantener siempre cerrada la puerta de la cocina, y no abrirla sino cuando la
llamasen. Por tanto, solo quedaba el recurso de buscar a la madre en ausencia
del padre.
La
madre acudió dando gritos de júbilo. Pero se quedó muda en la misma puerta.
Como es natural, primero se cercioró la hermana de que todo estaba en orden, y
tan solo luego la dejó pasar. Gregorio se había apresurado a bajar la sábana
más que de costumbre, de modo que formara abundantes pliegues. La sábana
parecía efectivamente haber sido arrojada allí por casualidad. También guardóse
esta vez de espiar por debajo; renunció a ver a su madre, gozoso únicamente de
que ésta, por fin, hubiese venido.
—Entra,
que no se le ve —dijo la hermana, que sin duda conducía a la madre por la mano.
Y
Gregorio oyó cómo las dos frágiles mujeres retiraban de su sitio el viejo y
harto pesado baúl, y cómo la hermana, siempre animosa, tomaba sobre sí la mayor
parte del trabajo, sin hacer caso de las advertencias de la madre, que temía se
fatigase demasiado.
La
operación duró bastante; verdad es que, al cabo de un cuarto de hora, la madre
declaró que más valía dejar el baúl donde estaba, en primer lugar porque era
muy pesado, y no acabarían antes del regreso del padre, y además porque,
estando en medio de la habitación el baúl, le cortaría el paso a Gregorio, y,
en fin, porque no era seguro que a Gregorio le agradara que se retirasen los
muebles. A ella le parecía precisamente que debía de ser todo lo contrario. La
vista de las paredes desnudas oprimíale el corazón. ¿Por qué no había de sentir
Gregorio la misma impresión, ya que estaba acostumbrado de antiguo a los
muebles de su cuarto? ¿Quién dice que no se sentiría como abandonado en la
habitación vacía?
—¿Y
no parecería entonces —continuó muy quedo, casi en un susurro, cual si quisiese
evitar a Gregorio, que no sabía exactamente dónde se encontraba, hasta el
sonido de su voz, pues estaba convencida de que no entendía las palabras —, no
parecería entonces que, al retirar los muebles, indicábamos que renunciábamos a
toda esperanza de mejoría, y que lo abandonábamos sin consideración ninguna a
su suerte? Yo creo que lo mejor sería dejar el cuarto como antes, a fin de que
Gregorio, al volver de nuevo entre nosotros, lo encuentre todo en el mismo
estado y pueda olvidar tanto más fácilmente este paréntesis.
Al
oír estas palabras de la madre, comprendió Gregorio que la falta de toda
relación humana directa, unida a la monotonía de la existencia que llevaba
entre los suyos, había debido trastornar su inteligencia en aquellos dos meses,
pues, de otro modo, no podía explicarse que él hubiese deseado ver vaciar su
habitación.
¿Es
que él deseaba de verdad se cambiase aquella su muelle habitación, confortable
y dispuesta con muebles de familia, en un desierto en el cual hubiera podido,
es verdad, trepar en todas las direcciones sin el menor impedimento, pero en el
cual se hubiera, al mismo tiempo, olvidado rápida y completamente de su pasada
condición humana?
Ya
estaba él ahora muy cerca de olvidarse de ésta, y únicamente habíale conmovido
la voz de la madre, no oída hacía ya tiempo. No, no había que retirar nada;
todo tenía que permanecer tal cual; no era posible prescindir de la bienhechora
influencia que los muebles ejercían sobre él, y, aunque éstos impedían su libre
ejercicio, ello, en todo caso, antes que un perjuicio, debía ser considerado
como una gran ventaja.
Por
desgracia, la hermana no compartía esta opinión, y, como se había acostumbrado
—cierto es que no sin motivo —a actuar como perito frente a los padres en todo
lo que a Gregorio se refería, bastóle la idea expuesta por la madre para
insistir y declarar que no solo debían ser retirados de allí el baúl y la mesa,
en los que al principio únicamente había pensado, sino también todos los demás
muebles, excepción hecha del indispensable sofá.
Claro
es que a ello no le impulsaban únicamente su tozudez infantil y aquella confianza
en sí misma, tan repentina cuan difícilmente adquirida en los últimos tiempos;
también había observado que Gregorio, además de necesitar mucho espacio para
arrastrarse y trepar, no utilizaba los muebles en lo más mínimo, y tal vez
también, con aquel entusiasmo propio de las muchachas de su edad, anheloso
siempre de una ocasión que le permita ejercitarse, dejóse llevar secretamente
por el deseo de aumentar lo pavoroso de la situación de Gregorio, a fin de
poder hacer por él aún más de lo que hasta ahora hacía. Y es que en un cuarto
en el cual Gregorio hubiese aparecido completamente solo entre las paredes
desnudas, seguramente no se atrevería a entrar ningún ser humano fuera de
Grete.
No
le fue, pues, posible a la madre hacerla desistir de su proyecto, y como en
aquel cuarto sentía una gran desazón, no tardó en callarse y en ayudar a la
hermana, con todas sus fuerzas, a sacar el baúl. Bueno; del cofre, en caso
necesario, Gregorio podía prescindir; pero la mesa tenía que quedarse allí.
Apenas hubieron abandonado el cuarto las dos mujeres, llevándose el cofre, al
que se agarraban gimiendo, sacó Gregorio la cabeza de debajo del sofá, para ver
el modo de intervenir con la mayor consideración y todas las precauciones
posibles. Por desgracia, la madre fue la primera en volver, mientras Grete, en
la habitación de al lado, seguía agarrada al cofre, zarandeándolo de un lado
para otro, aunque sin lograr mudarlo de sitio. La madre no estaba acostumbrada
a la vista de Gregorio; podía haber enfermado al verlo de pronto; así es que
Gregorio, asustado, retrocedió a toda velocidad hasta el otro extremo del sofá;
pero demasiado tarde para evitar que la sábana que le ocultaba se agitase un
poco, lo cual bastó para llamar la atención de la madre. Esta paróse en seco, quedó
un punto suspensa, y volvió junto a Grete.
Aunque
Gregorio repetíase de continuo que seguramente no había de acontecer nada de
extraordinario, y que solo unos muebles serían cambiados de sitio, no pudo por
menos de impresionarle, cuando él mismo reconoció muy pronto, aquel ir y venir
de las mujeres, las llamadas que una y otra se dirigían, el rayar de los
muebles en el suelo; en una palabra, aquella confusión que reinaba en torno
suyo, y, encogiendo cuanto pudo la cabeza y las piernas, aplastando el vientre
contra el suelo, hubo de confesarse, ya sin miramientos de ninguna clase, que
no le sería posible soportarlo mucho tiempo.
Le
vaciaban su cuarto, le quitaban cuanto él amaba: ya se habían llevado el baúl
en que guardaba la sierra y las demás herramientas; ya movían aquella mesa
firmemente empotrada en el suelo, y en la cual, cuando estudiaba la carrera de
comercio, cuando cursaba el grado, e incluso cuando iba a la escuela, había
escrito sus temas ... Sí; no tenía ya ni un minuto que perder para enterarse de
las buenas intenciones de las dos mujeres, cuya existencia, por lo demás, casi
había olvidado, pues, rendidas por la fatiga, trabajaban en silencio, y solo se
percibía el rumor de sus pasos cansados.
Y
así fue como —en el mismo momento que las mujeres, en la habitación contigua,
recostábanse un punto en la mesa escritorio para tomar aliento —, así fue como
salió de repente de su escondrijo, caminando hasta cuatro veces la dirección de
su marcha. No sabía en verdad a qué acudir primero. En esto, llamóle la
atención, en la pared ya desnuda, el retrato de la dama envuelta en pieles.
Trepó precipitadamente hasta allí, y agarróse al cristal, cuyo contacto calmó
el ardor de su vientre. Al menos esta estampa que él tapaba ahora por completo,
no se la quitarían. Y volvió la cabeza hacia la puerta del comedor, para
observar a las mujeres cuando éstas entrasen.
La
verdad es que éstas no se habían concedido mucha tregua. Ya estaban allí de
nuevo, rodeando Grete a la madre con el brazo, y casi sosteniéndola.
—Bueno,
y ahora ¿qué nos llevamos? —dijo Grete mirando en derredor.
En
esto, sus miradas cruzáronse con las de Gregorio, pegado a la pared. Grete
logró dominarse, cierto es que únicamente a causa de la presencia de la madre,
inclinóse hacia ésta, para ocultarle la vista de lo que había en torno suyo, y,
aturdida y temblorosa:
—Ven
—dijo —¿no te parece mejor que nos vayamos un momento al comedor?
Para
Gregorio, la intención de Grete no dejaba lugar a dudas: quería poner a salvo a
la madre, y, después, echarle abajo de la pared. Bueno, ¡pues que intentase
hacerlo! el continuaba agarrado a su estampa, y no cedería. Prefería saltarle a
Grete a la cara.
Mas
las palabras de Grete solo habían logrado inquietar a la madre. Esta se echó a
un lado; divisó aquella gigantesca mancha oscura sobre el rameado papel de la
pared, y, antes de poder darse siquiera cuenta de que aquello era Gregorio,
gritó con voz aguda:
—¡Ay,
Dios mío! ¡Ay, Dios mío!
Y
se desplomó sobre el sofá, con los brazos extendidos, cual si todas sus fuerzas
la abandonasen, quedando allí sin movimiento.
Y
se desplomó.
—¡Ojo,
Gregorio! —gritó la hermana con el puño en alto y enérgica mirada.
Eran
estas las primeras palabras que le dirigía directamente después de la
metamorfosis. Pasó a la habitación contigua, en busca de algo que dar a la
madre para hacerla volver en sí.
Gregorio
hubiera querido ayudarla —para salvar la estampa había todavía tiempo —, pero
se hallaba pegado al cristal, y hubo de desprenderse de él violentamente.
Después de lo cual, precipitóse también en la habitación contigua, cual si le
fuese posible, como antaño, dar algún consejo a la hermana. Mas hubo de
contentarse con permanecer quieto detrás de ella.
Ella,
entretanto, revolvía entre diversos frascos; al volverse, se asustó, dejó caer
al suelo una botella, que se rompió, y un fragmento hirió a Gregorio en la
cara, llenándosela de un líquido corrosivo. Mas Grete, sin detenerse, cogió
tantos frascos como llevarse pudo, y entró en el cuarto de Gregorio, cerrando
tras de sí la puerta con el pie. Gregorio encontróse, pues, completamente
separado de la madre, la cual, por culpa suya, hallábase tal vez en trance de
muerte. ¡Y él no podía abrir la puerta si no quería echar de allí a la hermana,
cuya presencia, junto a la madre, era necesaria; y, por tanto, no le quedaba
más remedio que esperar!
Y,
presa de remordimientos y de inquietud, comenzó a trepar por todas las paredes,
todos los muebles, y por todo el techo, y, finalmente, cuando ya la habitación
comenzaba a dar vueltas en torno suyo, dejóse caer con desesperación encima de
la mesa.
Así
transcurrieron unos instantes. Gregorio yacía extenuado; todo en derredor
calIaba, lo cual era tal vez buena señal. En esto, llamaron. La criada estaba
como siempre encerrada en su cocina, y Grete tuvo que salir a abrir. Era el
padre.
—¿Qué
es lo que ha ocurrido?
Estas
fueron sus primeras palabras. El aspecto de Grete se lo había revelado todo.
Grete ocultó su cara en el pecho del padre, y, con voz sorda, declaró:
—Madre
se ha desmayado, pero ya está mejor. Gregorio se ha escapado.
—Lo
esperaba —dijo el padre —. Siempre os lo dije; pero vosotras, las mujeres,
nunca queréis hacer caso.
Gregorio
comprendió que el padre, al oír las noticias que Grete le daba a boca de jarro,
había entendido mal, y se figuraba, sin duda, que él había cometido algún acto
de violencia. Necesitaba, por tanto, apaciguar al padre, pues no tenía ni
tiempo ni medios para aclararle lo ocurrido. Precipitóse hacia la puerta de su
habitación, aplastándose contra ella, para que el padre, en cuanto entrase, se
percatase de que Gregorio tenía intención de regresar inmediatamente a su
cuarto, y de que no solo no era preciso empujarlo hacia dentro, sino que
bastaba abrirle la puerta para que al punto desapareciese.
Pero
el estado de ánimo del padre no era el más a propósito para advertir estas
sutilezas.
—¡Ay!
—gritó, al entrar, con un tono a un tiempo furioso y triunfante. Gregorio
apartó la cabeza de la puerta, y la alzó hacia su padre. Todavía no se había
presentado a éste en su nuevo estado. Verdad es también que, en los últimos
tiempos, ocupado por entero en establecer su nuevo sistema de arrastrarse por
doquier, había dejado de preocuparse como antes de lo que sucedía en el resto
de la casa; y que, por tanto, debía haberse preparado a encontrar las cosas
harto cambiadas.
Pero,
y pese a todo, ¿era aquél realmente su padre? ¿Era éste aquel hombre que,
antaño, cuando Gregorio se preparaba a emprender un viaje de negocios,
permanecía fatigado en la cama? ¿Aquel mismo hombre que, al regresar a casa le
acogía en bata, hundido en su butaca, y que, por no estar en condiciones de
levantarse, contentábase con alzar los brazos en señal de alegría? ¿Aquel mismo
hombre que, en los raros paseos dados en común, algunos domingos, o en las
fiestas principales, entre Gregorio y la madre, cuyo paso, ya de por sí era lento,
pero que entonces acortábase todavía más, avanzaba envuelto en su viejo gabán,
apoyándose cuidadosamente en el bastón, y que solía pararse cada vez que quería
decir algo, obligando a los demás a formar corro en torno suyo?
Pero
no; ahora presentábase firme y derecho, con un severo uniforme azul con botones
dorados, cual el que suelen usar los ordenanzas de los Bancos. Sobre la rigidez
del cuello alto, derramábase la papada; bajo las pobladas cejas, los ojos
negros despedían una mirada atenta y lozana, y el cabello blanco, siempre
desmelenado hasta entonces, aparecía brillante y dividido por una raya
primorosamente sacada.
Arrojó
sobre el sofá la gorra, que ostentaba un monograma dorado —probablemente el de
algún Banco —, y, trazando una curva, cruzó toda la habitación, dirigiéndose
con cara torva hacia Gregorio, con las manos en los bolsillos del pantalón, y
los faldones de su larga levita de uniforme recogidos hacia atrás. El mismo no
sabía lo que iba a hacer; mas levantó los pies a una altura desusada, y
Gregorio quedó asombrado de las gigantescas proporciones de sus suelas. Empero,
esta actitud no le enojó, pues ya sabía, desde el primer día de su nueva vida,
que al padre la mayor severidad le parecía poca con respecto al hijo. Echó, pues,
a correr delante de su progenitor, se detenía cuando éste, y emprendía nueva
carrera en cuanto le veía hacer un movimiento.
Así
dieron varias veces la vuelta a la habitación, sin llegar a nada decisivo. Es
más, sin que esto, debido a las dilatadas pausas, tuviese el aspecto de una
persecución. Por lo mismo, prefirió Gregorio no alejarse al pronto del suelo:
temía, principalmente, que el padre tomase su huida por las paredes o por el
techo por un refinamiento de maldad.
Mas
no tardó mucho Gregorio en comprender que aquellas carreras no podían
prolongarse, pues, mientras su padre daba un paso, tenía él que realizar un
sinnúmero de movimientos, y su respiración se le tornaba anhelante. Bien es
verdad que tampoco en su estado anterior podía confiar mucho en sus pulmones.
Tambaleóse
un punto, intentando concentrar todas sus fuerzas para emprender nuevamente la
huida. Apenas si podía tener los ojos abiertos; en su azoramiento, no pensaba
en más salvación posible que la que le proporcionase seguir corriendo, y ya
casi se había olvidado de que las paredes ofrecíansele completamente libres;
aunque cierto es que estaban atestadas de muebles esmeradamente tallados, que
amenazaban por doquier con sus ángulos y sus picos ...
En
esto, algo diestramente lanzado cayó junto a su lado, y rodó ante él: era una
manzana, a la que pronto hubo de seguir otra. Gregorio, atemorizado, no se
movió: era inútil continuar corriendo, pues el padre había resuelto
bombardearle. Se había llenado los bolsillos con el contenido del frutero que
estaba sobre el aparador, y arrojaba una manzana tras otra, aunque sin lograr
por el momento dar en el blanco.
Las
manzanitas rojas rodaban por el suelo, corno electrizadas, tropezando unas con
otras. Una de ellas, lanzada con mayor habilidad, rozó la espalda de Gregorio,
pero se deslizó por ella sin causarle daño. En cambio, la siguiente, le asestó
un golpe certero, y, aunque Gregorio intentó escaparse, cual si aquel
intolerable dolor pudiese desvanecerse al cambiar de sitio, parecióle que le
clavaban en donde estaba, y quedó allí despatarrado, perdida la noción de
cuanto sucedía en torno.
Su
postrer mirada enteróle todavía de cómo la puerta de su habitación abríase con
violencia, y pudo ver asimismo a la madre corriendo en camisa —pues Grete la
había desnudado para hacerla volver de su desvanecimiento —delante de la
hermana, que gritaba; luego a la madre precipitándose hacia el padre, perdiendo
en el camino una tras otra sus faldas desanudadas, y por fin, después de
tropezar con éstas, llegar hasta donde el padre estaba, abrazarse estrechamente
a él ...
Y
Gregorio, con la vista ya nublada, sintió por último cómo su madre, con las
manos cruzadas en la nuca del padre, le suplicaba que perdonase la vida al
hijo.
V
Aquella
grave herida, de la cual tardó más de un mes en curar —nadie se atrevió a
quitarle la manzana, que así quedó empotrada en su carne, cual visible
testimonio de lo ocurrido —, pareció recordar, incluso al padre, que Gregorio,
pese a lo triste y repulsivo de su forma actual, era un miembro de la familia,
a quien no se debía tratar como a un enemigo, sino, por el contrario, guardar
todos los respetos, y que era un elemental deber de familia sobreponerse a la
repugnancia y resignarse. Resignarse y nada más.
Gregorio,
por su parte, aun cuando a causa de su herida había perdido, acaso para
siempre, el libre juego de sus movimientos; aun cuando precisaba ahora, cual un
anciano impedido, varios e interminables minutos para cruzar su habitación
—trepar hacia lo alto, ya ni pensarlo —, Gregorio tuvo, en aquella agravación
de su estado, una compensación que le pareció harto suficiente: por la tarde,
la puerta del comedor, en la cual tenía ya fija la mirada desde una o dos horas
antes, la puerta del comedor se abría, y él, echado en su cuarto, en tinieblas,
invisible para los demás, podía contemplar a toda la familia en torno a la mesa
iluminada, y oír sus conversaciones, como quien dice con aquiescencia general,
o sea ya de un modo muy distinto. Claro está que las tales conversaciones no
eran, ni con mucho, aquellas charlas animadas de otros tiempos, que Gregorio
añoraba en los reducidos aposentos de las fondas, y en las que pensaba con
ardiente afán al arrojarse fatigado sobre la húmeda ropa de la cama extraña.
Ahora, la mayor parte de las veces, la velada transcurría monótona y triste.
Poco después de cenar, el padre se dormía en su butaca, y la madre y la hermana
recomendábanse una a otra silencio. La madre, inclinada muy junto a la luz,
cosía ropa blanca fina para un almacén, y la hermana, que se había colocado de
dependienta, estudiaba por las noches estenografía y francés, a fin de lograr
quizá con el tiempo un puesto mejor que el actual. De cuando en cuando, el
padre despertaba, y, cual si no se diese cuenta de haber dormido, decíale a la
madre: ¡Cuánto coses hoy también! Y volvía al punto a dormirse, mientras
la madre y la hermana, rendidas de cansancio, , cambiaban una sonrisa.
El
padre negábase obstinadamente a despojarse, ni aun en casa, de su uniforme de
ordenanza. Y mientras la bata, ya inútil, colgaba de la percha, dormitaba
perfectamente uniformado, cual si quisiese hallarse siempre dispuesto a prestar
servicio, o esperase oír hasta en su casa la voz de alguno de sus jefes. Con lo
cual el uniforme, que ya al principio no era nuevo, perdió rápidamente su
pulcritud, a pesar del cuidado de la madre y de la hermana. Y Gregorio, con
frecuencia, pasábase horas enteras con la mirada puesta en ese traje lustroso,
lleno de lamparones, pero con los botones dorados siempre relucientes, dentro
del cual el viejo dormíase harto incómodo, si bien tranquilo.
Al
dar las diez, la madre intentaba despertar al padre, exhortándole dulcemente a
marcharse a la cama, queriendo convencerle de que aquello no era dormir de
veras, cosa que él tanto necesitaba, pues ya a las seis había de comenzar su
servicio. Mas el padre, con la obstinación que se había apoderado de él desde
que era ordenanza, persistía en querer permanecer más tiempo a la mesa, no
obstante dormirse allí invariablemente y costar gran trabajo moverle a cambiar
la butaca por la cama. Pese a todos los razonamientos de la madre y la hermana,
él seguía allí con los ojos cerrados, dando lentas cabezadas cuarto de hora
tras cuarto de hora, y no se levantaba. La madre sacudíale de la manga,
deslizándole en el oído palabras cariñosas; la hermana abandonaba su tarea para
ayudarla. Pero de nada servía esto, pues el padre hundíase más hondo en su
butaca y no abría los ojos hasta que las dos mujeres le asían por debajo de los
brazos. Entonces miraba a una y a otra, y solía exclamar:
—¡Sí
que es una vida! ¡Este es el sosiego de mis últimos años!
Y
penosamente, cual si la suya fuese la carga más pesada, poníase en pie, apoyándose
en la madre y la hermana, dejábase acompañar de esta guisa hasta la puerta,
indicábales allí con el gesto que ya no las necesitaba, y seguía solo su
camino, mientras la madre arrojaba rápidamente sus útiles de costura y la
hermana sus plumas, para correr en pos suya y continuar ayudándole.
¿Quién,
en aquella familia cansada, deshecha por el trabajo, hubiera podido dedicar a
Gregorio algún tiempo más que el estrictamente necesario? El tren de la casa
redújose cada vez más. Se despidió a la criada, y se la sustituyó en los
trabajos más duros por una asistenta, una especie de gigante huesudo, con un
nimbo de cabellos blancos en torno a la cabeza, que venía un rato por la mañana
y otro por la tarde, y fue la madre quien hubo de sumar, a su ya nada corta
labor de costura, todos los demás quehaceres. Hubieron, incluso, de venderse
varias alhajas que poseía la familia, y que, en otros tiempos, habían lucido
gozosas la madre y la hermana en fiestas y reuniones. Así lo averiguó Gregorio
a la noche, por la conversación acerca del resultado de la venta. Mas el mayor
motivo de lamentación consistía siempre en la imposibilidad de dejar aquel
piso, demasiado grande ya en las actuales circunstancias; pues no había modo
alguno de mudar a Gregorio. Pero bien comprendía éste que él no era el
verdadero impedimento para la mudanza, ya que se le podía haber transportado
fácilmente en un cajón, con tal que tuviese un par de agujeros por donde
respirar. No; lo que detenía principalmente a la familia, en aquel trance de
mudanza, era la desesperación que ello le infundía al tener que concretar la
idea de que había sido azotada por una desgracia, inaudita hasta entonces en
todo el círculo de sus parientes y conocidos.
Hubieron
de apurar hasta la hez el cáliz que el mundo impone a los desventurados: el
padre tenía que ir a buscar el desayuno del humilde empleado de Banco; la
madre, que sacrificarse por ropas de extraños; la hermana, que correr de acá
para allá detrás del mostrador, conforme lo exigían los clientes. Pero las
fuerzas de la familia no daban ya más de sí. Y Gregorio sentía renovarse el
dolor de la herida que tenía en la espalda, cuando la madre y la hermana,
después de acostar al padre, tornaban al comedor y abandonaban el trabajo para
sentarse muy cerca una de otra, casi mejilla con mejilla. La madre señalaba
hacia la habitación de Gregorio y decía:
—Grete,
cierra esa puerta.
Y
Gregorio hallábase de nuevo sumido en la oscuridad, mientras, en la habitación
contigua, las mujeres confundían sus lágrimas, o se quedaban mirando fijamente
a la mesa, con los ojos secos.
Las
noches y los días de Gregorio deslizábanse sin que el sueño tuviese apenas
parte en ellos. A veces, ocurríasele pensar que iba a abrirse la puerta de su
cuarto, y que él iba a encargarse de nuevo, como antes, de los asuntos de la
familia. Por su mente volvieron a cruzar, tras largo tiempo, el jefe y el
gerente, el dependiente y el aprendiz, aquel ordenanza tan cerril, dos o tres
amigos que tenía en otros comercios, una camarera de una fonda provinciana, y
un recuerdo amado y pasajero: el de una cajera de una sombrerería, a quien
había formalmente pretendido, pero sin bastante apremio...
Todas
estas personas aparecíansele confundidas con otras extrañas ha tiempo olvidadas;
mas ninguna podía prestarle ayuda, ni a él ni a los suyos. Eran todas
inasequibles, y se sentía aliviado cuando lograba desechar su recuerdo. Y,
después, perdía también el humor de preocuparse por su familia, y solo sentía
hacia ella la irritación producida por la poca atención que se le dispensaba.
No se le ocurría pensar en nada que le apeteciera; empero, fraguaba planes para
llegar hasta la despensa y apoderarse, aunque sin hambre, de lo que en todo
caso le pertenecía de derecho. La hermana no se preocupaba ya de idear lo que
más había de agradarle; antes de marchar a su trabajo, por la mañana y por la
tarde, empujaba con el pie cualquier comida en el interior del cuarto, y luego,
al regresar, sin fijarse siquiera si Gregorio solo había probado la comida —lo
cual era lo más frecuente —o si ni siquiera la había tocado, recogía los restos
de un escobazo. El arreglo de la habitación, que siempre tenía lugar de noche,
no podía asimismo ser más rápido. Las paredes estaban cubiertas de mugre, y el
polvo y la basura amontonábanse en los rincones.
En
los primeros tiempos, al entrar la hermana, Gregorio se situaba precisamente en
el rincón en que la porquería le resultaba más patente. Pero ahora podía haber
permanecido allí semanas enteras sin que por eso la hermana se hubiese aplicado
más, pues veía la porquería tan bien como él, pero estaba, por lo visto,
decidida a dejarla. Con una susceptibilidad en ella completamente nueva, pero
que se había extendido a toda la familia, no admitía que ninguna otra persona
interviniese en el arreglo de la habitación. Un día, la madre quiso limpiar a
fondo el cuarto de Gregorio, tarea que solo pudo llevar a cabo con varios cubos
de agua —y verdad es que la humedad le hizo daño a Gregorio, que yacía amargado
e inmóvil debajo del sofá —, mas el castigo no se hizo esperar: apenas hubo
advertido la hermana, al regresar por la tarde, el cambio operado en la
habitación, sintióse ofendida en lo más íntimo de su ser, precipitóse en el
comedor, y, sin reparar en la actitud suplicante de la madre, rompió en una
crisis de lágrimas que sobrecogió a los padres por cuanto tenía de extraña y
desconsolada. Por fin, los padres —el padre, asustado, habfa dado un brinco en
su butaca —se tranquilizaron; el padre, a la derecha de la madre, reprochábale
el no haber cedido por entero a la hermana el cuidado de la habitación de
Gregorio; la hermana, a la izquierda, aseguraba a gritos que ya no le sería
posible encargarse de aquella limpieza. Entretanto, la madre quería llevarse a
la alcoba al padre, que no podía contener su excitación; la hermana, sacudida
por los sollozos, daba puñetazos en la mesa con sus manitas, y Gregorio silbaba
de rabia, porque ninguno se había acordado de cerrar la puerta y de ahorrarle
el tormento de aquel espectáculo y aquel jollín.
Mas
si la hermana, extenuada por el trabajo, hallábase ya cansada de cuidar a
Gregorio como antes, no tenía por qué remplazarla la madre, ni Gregorio tenía
por qué sentirse abandonado, que ahí estaba la asistenta. Esta viuda, harto
crecida en años y a quien su huesuda constitución debía haber permitido
resistir las mayores amarguras en el curso de su dilatada existencia, no sentía
hacia Gregorio ninguna repulsión propiamente dicha. Sin que ello pudiese
achacarse aun afán de curiosidad, abrió un día la puerta del cuarto de
Gregorio, y, a la vista de éste, que en su sorpresa, y aunque nadie le
perseguía, comenzó a correr de un lado para otro, permaneció inmutable, con las
manos cruzadas sobre el abdomen.
Desde
entonces, nunca se olvidaba de entreabrir, tarde y mañana, furtivamente la
puerta, para contemplar a Gregorio. Al principio, incluso le llamaba, con
palabras que sin duda creía cariñosas, como: ¡Ven aquí, pedazo de bicho!
¡Vaya con el pedazo de bicho este!
A
estas llamadas, Gregorio no solo no respondía, sino que seguía inmóvil en su
sitio, como si ni siquiera se hubiese abierto la puerta. ¡Cuánto más no hubiese
valido que se le ordenase a esta sirvienta limpiar diariamente su cuarto, en
lugar de aparecer para importunarle a su antojo, sin provecho ninguno!
VI
Una
mañana temprano —mientras la Iluvia, tal vez heraldo de la primavera próxima,
azotaba furiosamente los cristales —la asistenta comenzó de nuevo sus manejos,
y Gregorio irritóse a tal punto, que se volvió contra ella, lenta y débilmente,
es cierto, pero en disposición de atacar. Mas ella, en vez de asustarse,
levantó simplemente en alto una silla que estaba junto a la puerta, y quedóse
en esta actitud, con la boca abierta de par en par, cual demostrando a las
claras su propósito de no cerrarla hasta después de haber descargado sobre la
espalda de Gregorio la silla que tenía en mano.
—¿Conque
no seguimos adelante? —preguntó, al ver que Gregorio retrocedía. Y
tranquilamente volvió a colocar la silla en el rincón.
Gregorio
casi no comía. Al pasar junto a los alimentos que tenía dispuestos, tomaba
algún bocado a modo de muestra, lo guardaba en la boca durante horas, y casi
siempre lo escupía. Al principio, pensó que su desgana era efecto, sin duda, de
la melancolía en que le sumía el estado de su habitación; pero precisamente se
habituó muy pronto al nuevo aspecto de ésta. Habían ido tomando la costumbre de
colocar allí las cosas que estorbaban en otra parte, las cuales eran muchas,
pues uno de los cuartos de la casa había sido cedido a tres huéspedes. Estos,
tres señores muy formales —Ios tres usaban barba, según comprobó Gregorio una
vez por la rendija de la puerta —, cuidaban de que reinase el orden más
escrupuloso no solo en su propia habitación, sino en toda y en todo lo de la
casa, puesto que en ella vivían, y muy especialmente en la cocina. Trastos
inútiles, y mucho menos cosas sucias, no los soportaban.
Además,
habían traído consigo la mayor parte de su mobiliario, lo cual hacía
innecesarias varias cosas imposibles de vender, pero que tampoco se querían
tirar. Y todas estas cosas iban a parar al cuarto de Gregorio, de igual modo
que el cogedor de las cenizas y el cajón de la basura. Aquello que de momento
no había de ser utilizado, la asistenta, que en esto se daba mucha prisa, lo
arrojaba al cuarto de Gregorlo, quien, por fortuna, la mayoría de las veces,
solo lograba divisar el objeto en cuestión y la mano que lo esgrimía. Quizá
tuviese intención la asistenta de volver en busca de aquellas cosas cuando
tuviese tiempo y ocasión, o de tirarlas fuera todas de una vez; pero el hecho
es que permanecían allí donde habían sido arrojadas en un principio. A menos
que Gregorio se revolviese contra el trasto y lo pusiese en movimiento, impulsado
a ello primero porque éste no le dejaba ya sitio libre para arrastrarse, y
luego por verdadero afán, aunque después de tales paseos quedaba horriblemente
triste y fatigado, sin ganas de moverse durante horas enteras.
Los
huéspedes, algunos días cenaban en casa, en el comedor común, con lo cual la
puerta que daba a esta habitación permanecía también cerrada algunas noches;
mas esto a Gregorio importábale ya muy poco, pues incluso algunas noches en que
la puerta estaba abierta, no había aprovechado esta coyuntura, sino que se
había retirado, sin que la familia lo advirtiese, al rincón más oscuro de su
habitación.
Pero
aconteció un día que la sirvienta dejó algo entornada la puerta que daba al
comedor, y que ésta permaneció de igual guisa cuando los huéspedes entraron por
la noche y dieron la luz. Sentáronse a la mesa, en los sitios antaño ocupados
por el padre, la madre y Gregorio, desdoblaron las serviIletas y empuñaron
cuchillo y tenedor. Al punto apareció en la puerta la madre con una fuente de
carne, seguida de la hermana, que traía una fuente con una pila de patatas.
De
la comida se elevaba una nube de humo. Los huéspedes inclináronse sobre las
fuentes colocadas ante ellos, cual si quisiesen probarlas antes de servirse, y,
en efecto, el que se hallaba sentado en medio, y parecía el más autorizado de
los tres, cortó un pedazo de carne en la fuente misma, sin duda para comprobar
que estaba bastante tierna y que no era menester devolverla a la cocina.
Exteriorizó su satisfacción, y la madre y la hermana, que habían observado
suspensas la operación, respiraron y sonrieron.
Entretanto,
la familia comía en la cocina. A pesar de lo cual, el padre, antes de dirigirse
hacia ésta, entraba en el comedor, hacía una reverencia general y, gorra en
mano, daba la vuelta a la mesa. Los huéspedes se ponían en pie y murmuraban
algo para sus adentros. Después, ya solos, comían casi en silencio.
A
Gregorio resultábale extraño percibir siempre, entre los diversos ruidos de la
comida, el que los dientes hacían al masticar, cual si quisiesen demostrar a
Gregorio que para comer se necesitan dientes, y que la más hermosa mandíbula,
virgen de dientes, de nada puede servir. Pues sí que tengo apetito —decíase
Gregorio, preocupado —. Pero no son éstas las cosas que me apetecen ... ¡Cómo
comen estos huéspedes! ¡Y yo, mientras, muriéndome!
Aquella
misma noche —Gregorio no recordaba haber oído el vlolín en todo aquel tiempo
—sintió tocar en la cocina. Ya habían acabado los huéspedes de cenar. El que
estaba en medio había sacado un periódico y dado una hoja a cada uno de los
otros dos, y los tres leían y fumaban recostados hacia atrás. Al sentir el
violín, quedó fija su atención en la música; se levantaron, y, de puntillas,
fueron hasta la puerta del recibimiento, junto a la cual permanecieron
inmóviles, apretados uno contra otro. Sin duda se les oyó desde la cocina, pues
el padre preguntó:
—¿Tal
vez a los señores les desagrada la música?
Y
añadió:
—En
ese caso, puede cesar al momento.
—Al
contrario —aseguró el señor de más autoridad —. ¿No querría entrar la señorita
y tocar aquí? Sería mucho más cómodo y agradable.
—¡Claro,
no faltaba más! —respondió el padre, cual si fuese él mismo el violinista.
Los
huéspedes tornaron al interior del comedor, y esperaron. Muy pronto llegó el
padre con el atril, luego la madre con los papeles de música, y, por fin, la
hermana, con el violín. La hermana lo dispuso todo tranquilamente para comenzar
a tocar. Mientras, los padres, que nunca habían tenido habitaciones alquiladas
y que, por lo mismo, extremaban la cortesía para con los huéspedes, no se
atrevían asentarse en sus propias butacas. El padre quedó apoyado en la puerta,
con la mano derecha metida entre dos botones de la librea cerrada; pero a la
madre, uno de los huéspedes le ofreció una butaca, y se sentó en un rincón
apartado, pues no movió el asiento del punto en que aquel señor lo había,
casualmente, colocado.
Comenzó
a tocar la hermana, y el padre y la madre, cada uno desde su sitio, seguían
todos los movimientos de sus manos. Gregorio, atraído por la música, atrevióse
a avanzar un poco, y encontróse con la cabeza en el comedor. Casi no le
sorprendía la escasa consideración que guardaba a los demás en los últimos
tiempos, y, sin embargo, antes, esa consideración había sido precisamente su
mayor orgullo. Empero, ahora más que nunca, tenía él motivo para ocultarse,
pues, debido al estado de suciedad de su habitación, cualquier movimiento que
hacía levantaba olas de polvo en torno suyo, y él mismo estaba cubierto de
polvo y arrastraba consigo, en la espalda y en los costados, hilachos, pelos y
restos de comida. Su indiferencia hacia todos era harto mayor que cuando, cual
antaño varias veces al día, podía, echado sobre la espalda, restregarse contra
la alfombra. Y, sin embargo, a pesar del estado en que se hallaba, no sentía el
menor rubor en avanzar por el suelo inmaculado del comedor.
Verdad
es que nadie se cuidaba de él. La familia hallábase completamente absorta por
el violín, y los huéspedes, que a lo primero habíanse colocado, con las manos
en los bolsillos del pantalón, junto al atril, demasiado cerca de éste, con lo
cual todos podían ir leyendo las notas y molestaban seguramente a la hermana,
no tardaron en retirarse hacia la ventana, en donde permanecían cuchicheando,
con las testas inclinadas, y observados por el padre, a quien esta actitud
visiblemente preocupaba. Y es que aquello parecía decir bastante a las claras
que su ilusión de oír música selecta o divertida había sido defraudada, que ya
empezaban a cansarse y que solo por cortesía consentían que siguiese
molestándoles y turbando su santa tranquilidad. Especialmente el modo que todos
tenían de echar por la boca o la nariz el humo de sus cigarros, delataba gran
nerviosidad.
Y,
empero, ¡qué bien tocaba la hermana! Con el rostro ladeado seguía atenta y
tristemente leyendo el pentagrama. Gregorio se arrastró otro poco hacia
adelante y mantuvo la cabeza pegada al suelo, haciendo por encontrar con su
mirada la mirada de la hermana.
¿Si
sería una fiera, que la música tanto le impresionaba?
Le
parecía como si se abriese ante él el camino que había de conducirle hasta un
alimento desconocido, ardientemente anhelado. Sí, estaba decidido a llegar
hasta la hermana, a tirarle de la falda y a hacerle comprender de este modo que
había de venir a su cuarto con el violín, porque nadie premiaba aquí su música
cual él quería hacerlo. En adelante, ya no la dejaría salir de aquel cuarto, al
menos en tanto él viviese. Por primera vez había de servirle de algo aquella su
espantosa forma.
Quería
poder estar a un tiempo en todas las puertas, pronto a saltar sobre todos los
que pretendiesen atacarle. Pero era preciso que la hermana permaneciese junto a
él, no a la fuerza, sino voluntariamente; era preciso que se sentase junto a él
en el sofá, que se inclinase hacia él, y entonces le confiaría al oído que
había tenido la firme intención de enviarla al Conservatorio, y que de no haber
sobrevenido la desgracia, durante las pasadas Navidades —¿pues las Navidades ya
habían pasado, no? —, así se lo hubiera declarado a todos, sin cuidarse, de
ninguna objeción en contra. Y al oír esta explicación, la hermana, conmovida,
rompería a llorar, y Gregorio se alzaría hasta sus hombros, y la besaría en el
cuello, que, desde que iba a la tienda, llevaba desnudo, sin cinta ni cuello.
VII
—Señor
Samsa —dijo de pronto al padre el señor que parecía ser el más autorizado. Y,
sin desperdiciar ninguna palabra más, mostró al padre, extendiendo el índice en
aquella dirección, a Gregorio, que iba lentamente avanzando. El violín
enmudeció al punto, y el señor que parecía ser el más autorizado sonrió a sus
amigos, sacudiendo la cabeza, y tornó a mirar a Gregorio.
Al
padre le pareció lo más urgente, en lugar de arrojar de allí a Gregorio,
tranquilizar a los huéspedes, los cuales no se mostraban ni mucho menos
intranquilos, y parecían divertirse más con la aparición de Gregorio que con el
violín. Precipitóse hacia ellos, y, extendiendo los brazos, quiso empujarlos
hacia su habitación a la vez que les ocultaba con su cuerpo la vista de
Gregorio. Ellos, entonces, no disimularon su enojo, aunque no era posible saber
si éste obedecía a la actitud del padre o al enterarse en aquel momento de que
habían convivido, sin sospecharlo, con un ser de aquella índole.
Pidieron
explicaciones al padre, alzaron a su vez los brazos al cielo, se estiraron la
barba, con gesto inquieto, y no retrocedieron sino muy lentamente hasta su
habitación.
Mientras,
la hermana había logrado sobreponerse a la impresión que hubo de causarle en un
principio el verse bruscamente interrumpida. Quedóse un punto con los brazos
caídos, sujetando con indolencia el arco y el violín, y la mirada fija en el
papel de música, cual si todavía tocase. Y de pronto estalló: plantóle el
instrumento en los brazos a la madre, que seguía sentada en su butaca, medio
ahogada por el dificultoso trabajo de sus pulmones, y se precipitó al cuarto
contiguo, al que los huéspedes, empujados por el padre, íbanse acercando ya más
rápidamente. Con gran destreza apartó e hizo volar por lo alto mantas y
almohadas, y aun antes de que los señores penetrasen en su habitación, ya había
terminado de arreglarles las camas y se había escabullido.
El
padre hallábase a tal punto dominado por su obstinación, que se olvidaba hasta
del más elemental respeto debido a los huéspedes, y los seguía empujando
frenéticamente. Hasta que, ya en el umbral, el que parecía ser el más
autorizado de los tres dio una patada en el suelo, y, con voz tonante, le
detuvo con las siguientes palabras:
—Participo
a ustedes —y alzó la mano al decir esto y buscaba con la mirada también a la
madre y a la hermana —, participo a ustedes que, en vista de las repugnantes
circunstancias que en esta casa y familia concurren —y al llegar aquí escupió
con fuerza en el suelo —, en este mismo momento me despido. Claro está que no
he de pagar lo más mínimo por los días que aquí he vivido; antes al contrario,
meditaré si he de exigir a usted alguna indemnización, la cual, no lo dude,
sería muy fácil de justificar.
Calló
y miró en torno suyo, como esperando algo. Y, efectivamente, sus dos amigos
corroboraron al punto lo dicho, añadiendo por su cuenta:
—También
nosotros nos despedimos al instante.
Tras
de lo cual, el que parecía ser el más autorizado de los tres agarró el
picaporte y cerró la puerta de un golpe.
El
padre, con paso vacilante, tanteando con las manos, dirigióse hacia su butaca,
y se dejó caer en ella. Parecía disponerse a echar su acostumbrado sueñecillo
de todas las noches, pero la profunda inclinación de su cabeza, caída como sin
peso, demostraba que no dormía.
Durante
todo este tiempo, Gregorio había permanecido callado, inmóvil en el mismo sitio
en que lo habían sorprendido los huéspedes. El desencanto causado por el
fracaso de su plan, y tal vez también la debilidad producida por el hambre,
hacíanle imposible el menor movimiento. No sin razón, temía ver cernirse dentro
de muy poco sobre sí una tormenta general, y esperaba. Ni siquiera se
sobresaltó con el ruido del violín, escurrido del regazo de la madre bajo el
impulso del temblor de sus dedos.
—Queridos
padres —dijo la hermana, dando, a modo de introducción, un fuerte puñetazo
sobre la mesa —, esto no puede continuar así. Si vosotros no lo comprendéis, yo
me doy cuenta de ello. Ante este monstruo, no quiero ni siquiera pronunciar el
nombre de mi hermano; y, por tanto, solo diré esto: es forzoso intentar
librarnos de él. Hemos hecho cuanto era humanamente posible para cuidarle y
tolerarle, y no creo que nadie pueda, por tanto, hacernos el más leve reproche.
—Tienes
mil veces razón —dijo entonces el padre.
La
madre, que aún no podía respirar a sus anchas, comenzó a toser sordamente, con
la mano en el pecho y los ojos extraviados como una loca.
La
hermana corrió hacia ella y le sostuvo la frente.
Al
padre, las palabras de la hermana parecieron inducirle a concretar algo más su
pensamiento. Se había incorporado en la butaca, jugaba con su gorra de
ordenanza por entre los platos, que aún quedaban sobre la mesa, de la comida de
los huéspedes, y, de cuando en cuando, dirigía una mirada a Gregorio, impertérrito.
—Es
preciso que intentemos deshacernos de él —repitió, por último, la hermana al
padre; pues la madre, con su tos, no podía oír nada —. Esto acabará matándoos a
los dos, lo estoy viendo. Cuando hay que trabajar lo que nosotros trabajamos, no
es posible sufrir, además, en casa estos tormentos. Yo tampoco puedo más.
Y
rompió a llorar con tal fuerza, que sus lágrimas cayeron sobre el rostro de la
madre, quien se las limpió mecánicamente con la mano.
—Hija
mía —dijo entonces el padre con compasión y sorprendente lucidez —. ¡Y qué le
vamos a hacer!
Pero
la hermana contentóse con encogerse de hombros, como para demostrar la
perplejidad que se había apoderado de ella mientras lloraba, y que tan gran
contraste hacía con su anterior decisión.
—Si
siquiera él nos comprendiese —dijo el padre en tono medio interrogativo.
Pero
la hermana, sin cesar de llorar, agitó enérgicamente la mano, indicando con
ello que no había ni que pensar en semejante cosa.
—Si
siquiera nos comprendiese —insistió el padre, cerrando los ojos, como para dar
a entender que él también se hallaba convencido de lo imposible de esta
suposición —, tal vez pudiésemos entonces llegar a un acuerdo con él. Pero en
estas condiciones ...
—Es
preciso que se vaya —dijo la hermana —. Este es el único medio, padre. Basta
que procures desechar la idea de que se trata de Gregorio. El haberlo creído
durante tanto tiempo es, en realidad, el origen de nuestra desgracia. ¿Cómo
puede ser esto Gregorio? Si tal fuese, ya hace tiempo que hubiera comprendido
que no es posible que unos seres humanos vivan en comunidad con semejante
bicho. Y a él mismo se le habría ocurrido marcharse. Habríamos perdido al
hermano, pero podríamos seguir viviendo, y su memoria perduraría eternamente
entre nosotros. Mientras que así, este animal nos persigue, echa a los
huéspedes y muestra claramente que quiere apoderarse de toda la casa y dejarnos
en la calle. ¡Mira, padre —púsose a gritar de repente —, ya empieza otra vez!
Y
con un terror que a Gregorio parecióle incomprensible, la hermana abandonó
incluso a la madre, apartóse de la butaca, cual si prefiriese sacrificar a la
madre que permanecer en las proximidades de Gregorio, y corrió a refugiarse
detrás del padre; el cual, excitado a su vez por esta actitud suya, púsose
también en pie, extendiendo los brazos ante la hermana, en ademán de
protegerla.
Pero
la cosa es que a Gregorio no se le había ocurrido en absoluto querer asustar a
nadie, ni mucho menos a su hermana. Lo único que había hecho era empezar a dar
la vuelta para volver a su habitación, y esto fue, sin duda, lo que sobrecogió
a los demás, pues, a causa de su estado doliente, tenía, para realizar aquel
difícil movimiento, que ayudarse con la cabeza, levantándola y volviendo a
apoyarla en el suelo varias veces. Se detuvo y miró en torno suyo. Parecía
haber sido adivinada su buena intención: aquello solo había sido un susto
momentáneo.
Ahora
todos le contemplaban tristes y pensativos. La madre estaba en su butaca, con
las piernas extendidas ante sí, muy juntas una contra otra, y los ojos casi
cerrados de cansancio. El padre y la hermana hallábanse sentados uno al Iado
del otro, y la hermana rodeaba con su brazo el cuello del padre.
—Bueno,
tal vez pueda ya moverme —pensó Gregorio, comenzando de nuevo su penoso
esfuerzo. No podía contener sus resoplidos, y de cuando en cuando tenía que
pararse a descansar. Mas nadie le apresuraba; se le dejaba en entera libertad.
Cuando hubo dado la vuelta, inició en seguida la marcha atrás en línea recta.
Le asombró la gran distancia que le separaba de su habitación; no acertaba a
comprender cómo, en su actual estado de debilidad, había podido, momentos
antes, hacer ese mismo camino casi sin notarIo. Con la única preocupación de
arrastrarse lo más rápidamente posible, apenas si reparó en que ningún miembro
de la familia le azuzaba con palabras o gritos.
Al
llegar al umbral, volvió, empero, la cabeza, aunque solo a medias, pues sentía
cierta rigidez en el cuello, y pudo ver que nada había cambiado a su espalda.
Unicamente la hermana se había puesto en pie.
Y
su última mirada fue para la madre, que, por fin, se había quedado dormida.
Apenas
dentro de su habitación, sintió cerrarse rápidamente la puerta y echar el
pestillo y la llave. El brusco ruido que esto produjo le asustó de tal modo,
que las patas se le doblaron. La hermana era quien tanta prisa tenía. Había
permanecido en pie, como acechando el momento de poder precipitarse a encerrarlo.
Gregorio no la había sentido acercarse.
—¡Por
fin! —exclamó ella dirigiéndose a los padres, al tiempo que daba vuelta a la
llave en la cerradura.
—¿Y
ahora? —preguntóse Gregorio mirando en torno suyo en la oscuridad.
Muy
pronto hubo de convencerse de que le era en absoluto imposible moverse. Esto no
le asombró: antes al contrario, no le parecía natural haber podido avanzar,
cual lo hacía hasta entonces, con aquellas patitas tan delgadas. Por lo demás,
sentíase relativamente a gusto. Cierto es que todo el cuerpo le dolía; pero le
parecía como si estos dolores se fuesen debilitando más y más, y pensaba que,
por último, acabarían. Apenas si notaba ya la manzana podrida que tenía en la
espalda, y la inflamación, revestida de blanco por el polvo. Pensaba con
emoción y cariño en los suyos. Hallábase, a ser posible, aún más firmemente
convencido que su hermana de que tenía que desaparecer.
Y
en tal estado de apacible meditación e insensibilidad permaneció hasta que el
reloj de la iglesia dio las tres de la madrugada. Todavía pudo vivir aquel
comienzo del alba que despuntaba detrás de los cristales. Luego, a pesar suyo,
su cabeza hundióse por completo y su hocico despidió débilmente su postrer
aliento.
A
la mañana siguiente, cuando entró la asistenta —daba tales portazos, que en
cuanto llegaba ya era imposible descansar en la cama, a pesar de las infinitas
veces que se le habían rogado otras maneras —para hacer a Gregorio la breve
visita de costumbre, no halló en él, al principio, nada de particular. Supuso
que permanecía así, inmóvil, con toda intención, para hacerse el enfadado, pues
le consideraba capaz del más completo discernimiento. Casualmente llevaba en la
mano el deshollinador, y quiso con él hacerle cosquillas a Gregorio desde la
puerta.
Al
ver que tampoco con esto lograba nada, irritóse a su vez, empezó a pincharle, y
tan solo después que le hubo empujado sin encontrar ninguna resistencia se fijó
en él, y, percatándose al punto de lo sucedido, abrió desmesuradamente los ojos
y dejó escapar un silbido de sorpresa. Mas no se detuvo mucho tiempo, sino que,
abriendo bruscamente la puerta de la alcoba, lanzó a voz en grito en la
oscuridad:
—¡Miren
ustedes, ha reventado! ¡Ahí le tienen, lo que se dice reventado!
El
señor y la señora Samsa incorporáronse en el lecho matrimonial. Les costó gran
trabajo sobreponerse al susto, y tardaron bastante en comprender lo que de tal
guisa les anunciaba la asistenta. Mas una vez comprendido esto, bajaron al
punto de la cama, cada uno por su lado y con la mayor rapidez posible. El señor
Samsa se echó la colcha por los hombros; la señora Samsa iba solo cubierta con
su camisón de dormir, y en este aspecto penetraron en la habitación de
Gregorio.
Mientras,
habíase abierto también la puerta del comedor, en donde dormía Grete desde la
llegada de los huéspedes. Grete estaba del todo vestida, cual si no hubiese
dormido en toda la noche, cosa que parecía confirmar la palidez de su rostro.
—
¿Muerto? —dijo la señora Samsa, mirando interrogativamente a la asistenta, no
obstante poderlo comprobar todo por sí misma, e incluso averiguarlo sin
necesidad de comprobación ninguna.
—Esto
es lo que digo —contestó la asistenta, empujando todavía un buen trecho con el
escobón el cadáver de Gregorio, cual para probar la veracidad de sus palabras.
La
señora Samsa hizo un movimiento como para detenerla, pero no la detuvo.
—Bueno
—dijo el señor Samsa —, ahora podemos dar gracias a Dios.
Se
santiguó, y las tres mujeres le imitaron.
Grete
no apartaba la vista del cadáver:
—Mirad
qué delgado estaba —dijo —
Verdad
es que hacía ya tiempo que no probaba bocado. Así como entraban las comidas,
así se las volvían a llevar.
El
cuerpo de Gregorio aparecía, efectivamente, completamente plano y seco. De esto
solo se enteraban ahora, porque ya no lo sostenían sus patitas, y nadie
apartaba de él la mirada.
—Grete,
vente un ratito con nosotros —dijo la señora Samsa, sonriendo melancólicamente.
Y
Grete, sin dejar de mirar hacia el cadáver, siguió a sus padres a la alcoba.
La
asistenta cerró la puerta, y abrió la ventana de par en par. Era todavía muy
temprano, pero el aire tenía ya, en su frescor, cierta tibieza. Se estaba justo
a fines de marzo.
Los
tres huéspedes salieron de su habitación y buscaron con la vista su desayuno.
Los habían olvidado.
—
¿Y el desayuno? —preguntóle a la asistenta con mal humor el señor que parecía
ser el más autorizado de los tres.
Pero
la asistenta, poniéndose el índice ante la boca, invitó silenciosamente, con
señas enérgicas, a los señores a entrar en la habitación de Gregorio.
Entraron,
pues, y allí estuvieron, en el cuarto inundado de claridad, en torno al cadáver
de Gregorio, con expresión desdeñosa y las manos hundidas en los bolsillos de
sus algo raídos chaqués.
Entonces
se abrió la puerta de la alcoba v apareció el señor Samsa, enfundado en su
librea, llevando de un brazo a su mujer y del otro a su hija. Todos tenían
trazas de haber llorado algo, y Grete ocultaba de cuando en cuando el rostro
contra el brazo del padre.
—Abandonen
ustedes inmediatamente mi casa —dijo el señor Samsa, señalando la puerta, pero
sin soltar a las mujeres.
—
¿Qué pretende usted dar a entender con esto? —preguntóle el más autorizado de
los señores, algo desconcertado y sonriendo con timidez.
Los
otros dos tenían las manos cruzadas a la espalda, y se las frotaban sin cesar
una contra otra, cual si esperasen gozosos una pelea cuyo resultado había de
serles favorable.
—Pretendo
dar a entender exactamente lo que digo —contestó el señor Samsa, avanzando con
sus dos acompañantes en una sola línea hacia el huésped.
Este
permaneció un punto callado y tranquilo, con la mirada fija en el suelo, cual
si sus pensamientos se fuesen organizando en una nueva disposición dentro de su
magín.
—En
ese caso, nos vamos —dijo, por fin, mirando al señor Samsa, como si una fuerza
repentina le impulsase a pedirle autorización incluso para esto.
El
señor Samsa contentóse con abrir mucho los ojos e inclinar repetidas veces,
breve y afirmativamente, la cabeza.
Tras
de esto, el huésped encaminóse con grandes pasos al recibimiento. Hacía ya un
ratito que sus dos compañeros escuchaban, sin frotarse las manos, y ahora
salieron pisándole los talones y dando brincos, como si temiesen que el señor
Samsa llegase antes que ellos al recibimiento y se interpusiese entre ellos y
su guía.
Una
vez en el recibimiento, los tres cogieron sus respectivos sombreros del
perchero, sacaron sus respectivos bastones del paragüero, se inclinaron en
silencio y abandonaron la casa.
Con
una desconfianza que nada justificaba, cual hubo de demostrarse luego, el señor
Samsa y las dos mujeres salieron al rellano y, de bruces sobre la barandilla,
miraron cómo aquellos tres señores, lenta, pero ininterrumpidamente, descendían
la larga escalera, desapareciendo al llegar a la vuelta que daba ésta en cada piso,
y reapareciendo unos segundos después.
A
medida que iban bajando, decrecía el interés que hacia ellos sentía la familia
Samsa, y al cruzarse con ellos primero, y seguir subiendo después, el
repartidor de una carnicería, que sostenía orgullosamente su cesto en la
cabeza, el señor Samsa y las mujeres abandonaron la barandilla y, aliviados de
un verdadero peso, entráronse de nuevo en la casa.
Decidieron
dedicar aquel día al descanso y a pasear: no solo tenían bien ganada esta
tregua en su trabajo, sino que les era hasta indispensable. Sentáronse, pues, a
la mesa, y escribieron tres cartas disculpándose: el señor Samsa, a su jefe; la
señora Samsa, al dueño de la tienda, y Grete, a su principal.
Cuando
estaban ocupados en estos menesteres, entró la asistenta a decir que se iba,
pues ya había terminado su trabajo de la mañana. Los tres siguieron
escribiendo, sin prestarle atención, contentáronse con hacer un signo
afirmativo con la cabeza. Pero, al ver que ella no acababa de marcharse, alzaron
los ojos, con enfado.
—
¿Qué pasa? —preguntó el señor Samsa. La asistenta permanecía sonriente en el
umbral, cual si tuviese que comunicar a la familia una felicísima nueva, pero
indicando con su actitud que solo lo haría después de haber sido
convenientemente interrogada. La plumita plantada derecha en su sombrero, y que
ya molestaba al señor Samsa desde el momento en que había entrado aquella mujer
a su servicio, bamboleábase en todas las direcciones.
—Bueno,
vamos a ver, ¿qué desea usted? —preguntó la señora Samsa, que era la persona a
quien más respetaba la asistenta.
—Pues
—contestó ésta, y la risa no le dejaba seguir —, pues que no tienen ustedes ya
que preocuparse respecto a cómo van a quitarse de en medio el trasto ése de ahí
al lado. Ya está todo arreglado.
La
señora Samsa y Grete inclináronse otra vez sobre sus cartas, como para seguir
escribiendo, y el señor Samsa, advirtiendo que la sirvienta se disponía a
contarlo todo minuciosamente, la detuvo, extendiendo con energía la mano hacia
ella.
La
asistenta, al ver que no le permitían contar lo que traía preparado, recordó
que tenía mucha prisa.
—¡Queden
con Dios! —dijo, visiblemente ofendida.
Dio
media vuelta con gran irritación, y abandonó la casa dando un portazo terrible.
—Esta
noche la despido —dijo el señor Samsa.
Pero
no recibió respuesta, ni de su mujer ni de su hija, pues la asistenta parecía
haber vuelto a turbar aquella tranquilidad que acababan apenas de recobrar.
La
madre y la hija se levantaron y se dirigieron hacia la ventana, ante la cual
permanecieron abrazadas. El señor Samsa hizo girar su butaca en aquella
dirección, y estuvo observándolas un momento tranquilamente. Luego:
—Bueno
—dijo —, venid ya. Olvidad ya de una vez las cosas pasadas. Tened también un
poco de consideración conmigo.
Las
dos mujeres le obedecieron al punto, corrieron hacia él, le acariciaron y
terminaron de escribir.
Luego,
salieron los tres juntos, cosa que no había ocurrido desde hacía meses, y
tomaron el tranvía para ir a respirar el aire libre de las afueras. El tranvía,
en el cual eran los únicos viajeros, hallábase inundado de la luz cálida del
sol. Cómodamente recostados en sus asientos, fueron cambiando impresiones
acerca del porvenir, y vieron que, bien pensadas las cosas, éste no se
presentaba con tonos oscuros, pues sus tres colocaciones —sobre las cuales no
se habían todavía interrogado claramente unos a otros —eran muy buenas, y,
sobre todo, permitían abrigar para más adelante grandes esperanzas.
Lo
que de momento más habría de mejorar la situación sería mudar de casa. Deseaban
una casa más pequeña y más barata, y, sobre todo, mejor situada y más práctica
que la actual, que había sido escogida por Gregorio.
Y
mientras así departían, percatáronse casi simultáneamente el señor y la señora
Samsa de que su hija, que pese a todos los cuidados perdiera el color en los
últimos tiempos, habíase desarrollado y convertido en una linda muchacha llena
de vida. Sin cruzar ya palabra, entendiéndose casi instintivamente con las
miradas, dijéronse uno a otro que ya era hora de encontrarle un buen marido.
Y
cuando, al llegar al término del viaje, la hija se levantó la primera y estiró
sus formas juveniles, pareció cual si confirmase con ello los nuevos sueños y
sanas intenciones de los padres.
FIN
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