El conte igual que forma part del llibre anomenat "Doce cuentos peregrinos."Solo vine a hablar por teléfono ens porta a una de les pors més atàviques dels éssers humans: la de ser soterrat en vida. Tot i que l'argúcia que empra l'autor no fa referència a ser exactament soterrat. També reflexiona sobre la confiança. Recordes aquell conte del xiquet que cridava: Qu´ve el llop! Qué ve el llop! i sempre era mentida. Doncs el llop, en forma de manicomi va vindre.
NOTA 4.5/5
GABRIEL GARCíA MÁRQUEZ
(Aracataca, Colombia 1928 - México DF, 2014)Solo vine a hablar por teléfono
Una tarde de lluvias
primaverales, cuando viajaba sola hacia Barcelona conduciendo un coche
alquilado, María de la Luz Cervantes sufrió una avería en el desierto de los
Monegros. Era una mexicana de veintisiete años, bonita y seria, que años antes
había tenido un cierto nombre como artista de variedades. Estaba casada con un
prestidigitador de salón, con quien iba a reunirse aquel día después de visitar
a unos parientes en Zaragoza. Al cabo de una hora de señas desesperadas a los
automóviles y camiones de carga que pasaban raudos en la tormenta, el conductor
de un autobús destartalado se compadeció de ella. Le advirtió, eso sí, que no
iba muy lejos.
-No importa -dijo María-. Lo
único que necesito es un teléfono.
Era cierto, y solo lo
necesitaba para prevenir a su marido de que no llegaría antes de las siete de
la noche. Parecía un pajarito ensopado, con un abrigo de estudiante y los
zapatos de playa en abril, y estaba tan aturdida por el percance que olvidó
llevarse las llaves del automóvil. Una mujer que viajaba junto al conductor, de
aspecto militar pero de maneras dulces, le dio una toalla y una manta, y le
hizo un sitio a su lado. Después de secarse a medias, María se sentó, se
envolvió en la manta, y trató de encender un cigarrillo, pero los fósforos
estaban mojados. La vecina del asiento le dio fuego y le pidió un cigarrillo de
los pocos que le quedaban secos. Mientras fumaban, María cedió a las ansias de
desahogarse, y su voz resonó más que la lluvia o el traqueteo del autobús. La
mujer la interrumpió con el índice en los labios.
— Están
dormidas -murmuró.
María miró por encima del
hombro, y vio que el autobús estaba ocupado por mujeres de edades inciertas y
condiciones distintas, que dormían arropadas con mantas iguales a la suya.
Contagiada por su placidez, María se enroscó en el asiento y se abandonó al
rumor de la lluvia. Cuando se despertó era de noche y el aguacero se había
disuelto en un sereno helado. No tenía la menor idea de cuánto tiempo había
dormido ni en qué lugar del mundo se encontraban. Su vecina de asiento tenía
una actitud de alerta.
— ¿Dónde
estamos? — le preguntó María.
— Hemos
llegado — contestó la mujer.
El autobús estaba entrando en
el patio empedrado de un edificio enorme y sombrío que parecía un viejo
convento en un bosque de árboles colosales. Las pasajeras, alumbradas a penas
por un farol del patio, permanecieron inmóviles hasta que la mujer de aspecto
militar las hizo descender con un sistema de órdenes primarias, como en un
parvulario. Todas eran mayores, y se movían con tal parsimonia que parecían
imágenes de un sueño. María, la última en descender, pensó que eran monjas. Lo
pensó menos cuando vio a varias mujeres de uniforme que las recibieron a la
puerta del autobús, y que les cubrían la cabeza con las mantas para que no se
mojaran, y las ponían en fila india, dirigiéndolas sin hablarles, con palmadas
rítmicas y perentorias. Después de despedirse de su vecina de asiento María
quiso devolverle la manta, pero ella le dijo que se cubriera la cabeza para
atravesar el patio, y la devolviera en portería.
— ¿Habrá
un teléfono? — le preguntó María.
— Por
supuesto —dijo la mujer—. Ahí mismo le indican.
Le pidió a María otro
cigarrillo, y ella le dio el resto del paquete mojado. “En el camino se secan”,
le dijo. La mujer le hizo un adiós con la mano desde el estribo, y casi le
gritó “Buena suerte”. El autobús arrancó sin darle tiempo de más.
María empezó a correr hacia la
entrada del edificio. Una guardiana trató de detenerla con una palmada
enérgica, pero tuvo que apelar a un grito imperioso: “¡Alto he dicho!”. María
miró por debajo de la manta, y vio unos ojos de hielo y un índice inapelable
que le indicó la fila. Obedeció. Ya en el zaguán del edificio se separó del
grupo y preguntó al portero dónde había un teléfono. Una de las guardianas la
hizo volver a la fila con palmaditas en la espalda, mientras le decía con modos
dulces:
— Por
aquí, guapa, por aquí hay un teléfono.
María siguió con las otras
mujeres por un corredor tenebroso, y al final entró en un dormitorio colectivo
donde las guardianas recogieron las cobijas y empezaron a repartir las camas.
Una mujer distinta, que a María le pareció más humana y de jerarquía más alta,
recorrió la fila comparando una lista con los nombres que las recién llegadas
tenían escritos en un cartón cosido en el corpiño. Cuando llegó frente a María
se sorprendió de que no llevara su identificación.
— Es que
yo solo vine a hablar por teléfono -le dijo María.
Le explicó a toda prisa que su
automóvil se había descompuesto en la carretera. El marido, que era mago de
fiestas, estaba esperándola en Barcelona para cumplir tres compromisos hasta la
media noche, y quería avisarle de que no estaría a tiempo para acompañarlo.
Iban a ser las siete. Él debía salir de la casa dentro de diez minutos, y ella
temía que cancelara todo por su demora. La guardiana pareció escucharla con
atención.
— ¿Cómo
te llamas? —le preguntó.
María le dijo su nombre con un
suspiro de alivio, pero la mujer no lo encontró después de repasar la lista
varias veces. Se lo preguntó alarmada a una guardiana, y ésta, sin nada que
decir, se encogió de hombros.
— Es que
yo solo vine a hablar por teléfono —dijo María.
— De
acuerdo, maja -le dijo la superiora, llevándola hacia su cama con una dulzura
demasiado ostensible para ser real—, si te portas bien podrás hablar por
teléfono con quien quieras. Pero ahora no, mañana.
Algo sucedió entonces en la
mente de María que le hizo entender por qué las mujeres del autobús se movían
como en el fondo de un acuario. En realidad estaban apaciguadas con sedantes, y
aquel palacio en sombras, con gruesos muros de cantería y escaleras heladas,
era en realidad un hospital de enfermas mentales. Asustada, escapó corriendo
del dormitorio, y antes de llegar al portón una guardiana gigantesca con un mameluco
de mecánico la atrapó de un zarpazo y la inmovilizó en el suelo con una llave
maestra. María la miró de través paralizada por el terror.
— Por el
amor de Dios —dijo—. Le juro por mi madre muerta que solo vine a hablar por
teléfono.
Le bastó con verle la cara para
saber que no había súplica posible ante aquella energúmena de mameluco a quien
llamaban Herculina por su fuerza descomunal. Era la encargada de los casos
difíciles, y dos reclusas habían muerto estranguladas con su brazo de oso polar
adiestrado en el arte de matar por descuido. El primer caso se resolvió como un
accidente comprobado. El segundo fue menos claro, y Herculina fue amonestada y
advertida de que la próxima vez sería investigada a fondo. La versión corriente
era que aquella oveja descarriada de una familia de apellidos grandes tenía una
turbia carrera de accidentes dudosos en varios manicomios de España.
Para que María durmiera la
primera noche, tuvieron que inyectarle un somnífero. Antes de amanecer, cuando
la despertaron las ansias de fumar, estaba amarrada por las muñecas y los
tobillos en las barras de la cama. Nadie acudió a sus gritos. Por la mañana,
mientras el marido no encontraba en Barcelona ninguna pista de su paradero,
tuvieron que llevarla a la enfermería, pues la encontraron sin sentido en un
pantano de sus propias miserias.
No supo cuánto tiempo había
pasado cuando volvió en sí. Pero entonces el mundo era un remanso de amor, y
estaba frente a su cama un anciano monumental, con una andadura de plantígrado y
una sonrisa sedante, que con dos pases maestros le devolvió la dicha de vivir.
Era el director del sanatorio.
Antes de decirle nada, sin
saludarlo siquiera, María le pidió un cigarrillo. Él se lo dio encendido, y le
regaló el paquete casi lleno. María no pudo reprimir el llanto.
— Aprovecha
ahora para llorar cuanto quieras — le dijo el médico, con voz adormecedora—. No
hay mejor remedio que las lágrimas.
María se desahogó sin pudor,
como nunca logró hacerlo con sus amantes casuales en los tedios de después del
amor. Mientras la oía, el médico la peinaba con los dedos, le arreglaba la
almohada para que respirara mejor, la guiaba por el laberinto de su
incertidumbre con una sabiduría y una dulzura que ella no había soñado jamás.
Era, por primera vez en su vida, el prodigio de ser comprendida por un hombre
que la escuchaba con toda el alma sin esperar la recompensa de acostarse con
ella. Al cabo de una hora larga, desahogada a fondo, le pidió autorización para
hablarle por teléfono a su marido.
El médico se incorporó con toda
la majestad de su rango. “Todavía no, reina”, le dijo, dándole en la mejilla la
palmadita más tierna que había sentido nunca. “Todo se hará a su tiempo”. Le
hizo desde la puerta una bendición episcopal, y desapareció para siempre.
— Confía
en mi — le dijo.
Esa misma tarde María fue
inscrita en el asilo con un número de serie, y con un comentario superficial
sobre el enigma de su procedencia y las dudas sobre su identidad. Al margen
quedó una calificación escrita de puño y letra del director: agitada.
Tal como María lo había
previsto, el marido salió de su modesto apartamento del barrio de Horta con
media hora de retraso para cumplir los tres compromisos. Era la primera vez que
ella no llegaba a tiempo en casi dos años de una unión libre bien concertada, y
él entendió el retraso por la ferocidad de las lluvias que asolaron la
provincia aquel fin de semana. Antes de salir dejó un mensaje clavado en la
puerta con el itinerario de la noche.
En la primera fiesta, con todos
los niños disfrazados de canguro, prescindió del truco estelar de los peces
invisibles porque no podía hacerlo sin la ayuda de ella. El segundo compromiso
era en casa de una anciana de noventa y tres años, en silla de ruedas, que se
preciaba de haber celebrado cada uno de sus últimos treinta cumpleaños con un
mago distinto. Él estaba tan contrariado con la demora de María, que no pudo
concentrarse en las suertes más simples. El tercer compromiso era el de todas
las noches en un café concierto de las Ramblas, donde actuó sin inspiración
para un grupo de turistas franceses que no pudieron creer lo que veían porque
se negaban a creer en la magia. Después de cada representación llamó por
teléfono a su casa, y esperó sin ilusiones a que María le contestara. En la
última ya no pudo reprimir la inquietud de que algo malo había ocurrido.
De regreso a casa en la
camioneta adaptada para las funciones públicas vio el esplendor de la primavera
en las palmeras del Paseo de Gracia, y lo estremeció el pensamiento aciago de
cómo podía ser la ciudad sin María. La última esperanza se desvaneció cuando
encontró su recado todavía prendido en la puerta. Estaba tan contrariado, que
se le olvidó darle la comida al gato.
Solo ahora que lo escribo caigo
en la cuenta de que nunca supe cómo se llamaba en realidad, porque en Barcelona
solo lo conocíamos con su nombre profesional: Saturno el Mago. Era un hombre de
carácter raro y con una torpeza social irremediable, pero el tacto y la gracia
que le hacían falta le sobraban a María. Era ella quien lo llevaba de la mano
en esta comunidad de grandes misterios, donde a nadie se le hubiera ocurrido
llamar a nadie por teléfono después de la media noche para preguntar por su
mujer. Saturno lo había hecho de recién venido y no quería recordarlo. Así que
esa noche se conformó con llamar a Zaragoza, donde una abuela medio dormida le
contestó sin alarma que María había partido después del almuerzo. No durmió más
de una hora al amanecer. Tuvo un sueño cenagoso en el cual vio a María con un
vestido de novia en piltrafas y salpicado de sangre, y despertó con la
certidumbre pavorosa de que había vuelto a dejarlo solo, y ahora para siempre,
en el vasto mundo sin ella.
Lo había hecho tres veces con
tres hombres distintos, incluso él, en los últimos cinco años. Lo había
abandonado en Ciudad de México a los seis meses de conocerse, cuando agonizaban
de felicidad con un amor demente en un cuarto de servicio de la colonia
Anzures. Una mañana María no amaneció en la casa después de una noche de abusos
inconfesables. Dejó todo lo que era suyo, hasta el anillo de su matrimonio
anterior, y una carta en la cual decía que no era capaz de sobrevivir al
tormento de aquel amor desatinado. Saturno pensó que había vuelto con su primer
esposo, un condiscípulo de la escuela secundaria con quien se casó a escondidas
siendo menor de edad, y al cual abandonó por otro al cabo de dos años sin amor.
Pero no: había vuelto a casa de sus padres, y allí fue Saturno a buscarla a
cualquier precio. Le rogó sin condiciones, le prometió mucho más de lo que
estaba resuelto a cumplir, pero tropezó con una determinación invencible. “Hay
amores cortos y hay amores largos”, le dijo ella. Y concluyó sin misericordia:
“Este fue corto”. Él se rindió ante su rigor. Sin embargo, una madrugada de
Todos los Santos, al volver a su cuarto de huérfano después de casi un año de
olvido, la encontró dormida en el sofá de la sala con la corona de azahares y
la larga cola de espuma de las novias vírgenes.
María le contó la verdad. El
nuevo novio, viudo, sin hijos, con la vida resuelta y la disposición de casarse
para siempre por la iglesia católica, la había dejado vestida y esperando en el
altar. Sus padres decidieron hacer la fiesta de todos modos. Ella siguió el
juego. Bailó, cantó con los mariachis, se pasó de tragos, y en un terrible estado
de remordimientos tardíos se fue a la media noche a buscar a Saturno.
No estaba en casa, pero
encontró las llaves en la maceta de flores del corredor, donde las escondieron
siempre. Esta vez fue ella quien se le rindió sin condiciones. “¿Y ahora hasta cuándo?”,
le preguntó él. Ella le contestó con un verso de Vinicius de Moraes: “El amor
es eterno mientras dura”. Dos años después, seguía siendo eterno.
María pareció madurar. Renunció
a sus sueños de actriz y se consagró a él, tanto en el oficio como en la cama.
A finales del año anterior habían asistido a un congreso de magos en Perpignan,
y de regreso conocieron a Barcelona. Les gustó tanto que llevaban ocho meses
aquí, y les iba tan bien, que habían comprado un apartamento en el muy catalán
barrio de Horta, ruidoso y sin portero, pero con espacio de sobra para cinco
hijos. Había sido la felicidad posible, hasta el fin de semana en que ella
alquiló un automóvil y se fue a visitar a sus parientes de Zaragoza con la
promesa de volver a las siete de la noche del lunes. Al amanecer del jueves,
todavía no había dado señales de vida.
El lunes de la semana siguiente
la compañía de seguros del automóvil alquilado llamó por teléfono a casa para
preguntar por María. “No sé nada”, dijo Saturno. “Búsquenla en Zaragoza”.
Colgó. Una semana después un policía civil fue a su casa con la noticia de que
habían hallado el automóvil en los puros huesos, en un atajo cerca de Cádiz, a
novecientos kilómetros del lugar donde María lo abandonó. El agente quería
saber si ella tenía más detalles del robo. Saturno estaba dándole de comer al
gato, y apenas si lo miro para decirle sin más vueltas que no perdieran el
tiempo, pues su mujer se había fugado de la casa y él no sabía con quién ni
para dónde. Era tal su convicción, que el agente se sintió incómodo y le pidió
perdón por sus preguntas. El caso se declaró cerrado.
El recelo de que María pudiera
irse otra vez había asaltado a Saturno por Pascua Florida en Cadaqués, adonde
Rosa Regás los habían invitado a navegar a vela. Estábamos en el Marítim,
el populoso y sórdido bar de la gauche divine en el crepúsculo del
franquismo, alrededor de una de aquellas mesas de hierro con sillas de hierro
donde solo cabíamos seis a duras penas y nos sentábamos veinte. Después de
agotar la segunda cajetilla de cigarrillos de la jornada, María se encontró sin
fósforos. Un brazo escuálido de vellos viriles con una esclava de bronce romano
se abrió paso entre el tumulto de la mesa, y le dio fuego. Ella lo agradeció
sin mirar a quién, pero Saturno el Mago lo vio. Era un adolescente óseo y
lampiño, de una palidez de muerto y una cola de caballo muy negra que le daba a
la cintura. Los cristales del bar soportaban apenas la furia de la tramontana
de primavera, pero él iba vestido con una especie de piyama callejero de
algodón crudo, y unas albarcas de labrador.
No volvieron a verlo hasta
fines del otoño, en un hostal de mariscos de La Barceloneta, con el mismo
conjunto de zaraza ordinaria y una larga trenza en vez de la cola de caballo.
Los saludó a ambos como a viejos amigos, y por el modo como besó a María, y por
el modo como ella le correspondió, a Saturno lo fulminó la sospecha de que
habían estado viéndose a escondidas. Días después encontró por casualidad un
nombre nuevo y un número de teléfono escritos por María en el directorio
doméstico, y la inclemente lucidez de los celos le reveló de quién era. El
prontuario social del intruso acabó de rematarlo: veintidós años, hijo único de
ricos, decorador de vitrinas de moda, con una fama fácil de bisexual y un prestigio
bien fundado como consolador de alquiler de señoras casadas. Pero logró
sobreponerse hasta la noche en que María no volvió a casa. Entonces empezó a
llamarlo por teléfono todos los días, primero cada dos o tres horas, desde las
seis de la mañana hasta la madrugada siguiente, y después cada vez que
encontraba un teléfono a la mano. El hecho de que nadie contestara aumentaba su
martirio.
Al cuarto día le contestó una
andaluza que solo iba a hacer la limpieza. “El señorito se ha ido”, le dijo,
con suficiente vaguedad para enloquecerlo. Saturno no resistió la tentación de
preguntarle si por casualidad no estaba ahí la señorita María.
—Aquí no vive ninguna María —le
dijo la mujer—. El señorito es soltero.
—Ya lo sé —le dijo él —. No
vive, pero a veces va. ¿O no?
La mujer se encabritó.
—¿Pero quién coño habla ahí?
Saturno colgó. La negativa de
la mujer le pareció una confirmación más de lo que ya no era para él una
sospecha sino una certidumbre ardiente. Perdió el control. En los días
siguientes llamó por orden alfabético a todos los conocidos de Barcelona. Nadie
le dio razón, pero cada llamada le agravó la desdicha, porque sus delirios de
celos eran ya célebres entre los trasnochadores impenitentes de la gauche
divine, y le contestaban con cualquier broma que lo hiciera sufrir. Solo
entonces comprendió hasta qué punto estaba solo en aquella ciudad hermosa,
lunática e impenetrable, en la que nunca sería feliz. Por la madrugada, después
de darle de comer al gato, se apretó el
corazón para no morir, y tomó la determinación de olvidar a María.
A los dos meses, María no se
había adaptado aún a la vida del sanatorio. Sobrevivía picoteando apenas la
pitanza de cárcel con los cubiertos encadenados al mesón de madera bruta, y la
vista fija en la litografía del general Francisco Franco que presidía el
lúgubre comedor medieval. Al principio se resistía a las horas canónicas con su
rutina bobalicona de maitines, laudes, vísperas, y otros oficios de iglesia que
ocupaban la mayor parte del tiempo. Se negaba a jugar a la pelota en el patio
de recreo, y a trabajar en el taller de flores artificiales que un grupo de
reclusas atendía con una diligencia frenética. Pero a partir de la tercera
semana fue incorporándose poco a poco a la vida del claustro. A fin de cuentas,
decían los médicos, así empezaban todas, y tarde o temprano terminaban por
integrarse a la comunidad.
La falta de cigarrillos,
resuelta en los primeros días por una guardiana que se los vendía a precio de
oro, volvió a atormentarla cuando se le agotó el poco dinero que llevaba. Se
consoló después con los cigarrillos de papel periódico que algunas reclusas
fabricaban con las colillas recogidas de la basura, pues la obsesión de fumar
había llegado a ser tan intensa como la del teléfono. Las pesetas exiguas que
se ganó más tarde fabricando flores artificiales le permitieron un alivio
efímero.
Lo más duro era la soledad de
las noches. Muchas reclusas permanecían despiertas en la penumbra, como ella,
pero sin atreverse a nada, pues la guardiana nocturna velaba también el portón
cerrado con cadena y candado. Una noche, sin embargo, abrumada por la
pesadumbre, María preguntó con voz suficiente para que le oyera su vecina de
cama:
— ¿Dónde
estamos?
La voz grave y lúcida de la
vecina le contestó:
— En los
profundos infiernos.
— Dicen
que esta es tierra de moros — dijo otra voz distante que resonó en el ámbito
del dormitorio—. Y debe ser cierto, porque en verano, cuando hay luna, se oye a
los perros ladrándole a la mar.
Se oyó la cadena en las
argollas como un ancla de galeón, y la puerta se abrió. La cancerbera, el único
ser que parecía vivo en el silencio instantáneo, empezó a pasearse de un
extremo al otro del dormitorio. María se sobrecogió, y solo ella sabía por qué.
Desde su primera semana en el
sanatorio, la vigilante nocturna le había propuesto sin rodeos que durmiera con
ella en el cuarto de guardia. Empezó con un tono de negocio concreto: trueque
de amor por cigarrillos, por chocolates, por lo que fuera. “Tendrás todo”, le
decía, trémula. “Serás la reina”. Ante el rechazo de María, la guardiana cambió
de método. Le dejaba papelitos de amor debajo de la almohada, en los bolsillos
de la bata, en los sitios menos pensados. Eran mensajes de un apremio
desgarrador capaz de estremecer a las piedras. Hacía más de un mes que parecía
resignada a la derrota, la noche en que se promovió el incidente en el
dormitorio.
Cuando estuvo convencida de que
todas las reclusas dormían, la guardiana se acercó a la cama de María, y
murmuró en su oído toda clase de obscenidades tiernas, mientras le besaba la
cara, el cuello tenso de terror, los brazos yermos, las piernas exhaustas. Por
último, creyendo tal vez que la parálisis de María no era de miedo sino de
complacencia, se atrevió a ir más lejos. María le soltó entonces un golpe con
el revés de la mano que la mandó contra la cama vecina. La guardiana se
incorporó furibunda en medio del escándalo de las reclusas alborotadas.
— Hija de
puta —gritó—. Nos pudriremos juntas en este chiquero hasta que te vuelvas loca
por mí.
El verano llegó sin anunciarse
el primer domingo de junio, y hubo que tomar medidas de emergencia, porque las
reclusas sofocadas empezaban a quitarse durante la misa los balandranes de
estameña. María asistió divertida al espectáculo de las enfermas en pelota que
las guardianas correteaban por las naves como gallinas ciegas. En medio de la
confusión, trató de protegerse de los golpes perdidos, y sin saber cómo se
encontró sola en una oficina abandonada y con un teléfono que repicaba sin
cesar con un timbre de súplica. María contestó sin pensarlo, y oyó una voz
lejana y sonriente que se entretenía imitando el servicio telefónico de la
hora:
— Son las cuarenta y cinco
horas, noventa y dos minutos y ciento siete segundos
— ¡Maricón!
— dijo María.
Colgó divertida. Ya se iba,
cuando cayó en la cuenta de que estaba dejando escapar una ocasión irrepetible.
Entonces marcó seis cifras, con tanta tensión y tanta prisa, que no estuvo
segura de que fuese el número de su casa. Esperó con el corazón desbocado, oyó
el timbre, una vez, dos veces, tres veces, y oyó por fin la voz del hombre de
su vida en la casa sin ella.
— ¿Bueno?
Tuvo que esperar a que se le
pasara la pelota de lágrimas que se le formó en la garganta.
— Conejo,
vida mía —suspiró.
Las lágrimas la vencieron. Al
otro lado de la línea hubo un breve silencio de espanto, y una voz enardecida
por los celos escupió la palabra:
— ¡Puta!
Y colgó en seco.
Esa noche, en un ataque
frenético, María descolgó en el refectorio la litografía del generalísimo, la
arrojó con todas sus fuerzas contra el vitral del jardín, y se derrumbó bañada
en sangre. Aún le sobró rabia para enfrentarse a golpes con los guardianes que
trataban de someterla, sin lograrlo, hasta que vio a Herculina plantada en el
vano de la puerta, con los brazos cruzados mirándola. Se rindió. No obstante,
la arrastraron hasta el pabellón de las locas furiosas, la aniquilaron con una
manguera de agua helada, y le inyectaron trementina en las piernas. Impedida
para caminar por la inflamación provocada, María se dio cuenta de que no había
nada en el mundo que no fuera capaz de hacer por escapar de aquel infierno. La
semana siguiente, ya de regreso al dormitorio común, se levantó de puntillas y
tocó en la celda de la guardiana nocturna.
El precio de María, exigido por
ella de antemano, fue llevarle un mensaje a su marido. La guardiana aceptó,
siempre que el trato se mantuviera en secreto absoluto. Y la apuntó con un
índice inexorable.
— Si
alguna vez se sabe, te mueres.
Así que Saturno el Mago fue al
sanatorio de locas el sábado siguiente, con la camioneta de circo preparada
para celebrar el regreso de María. El director en persona lo recibió en su
oficina, tan limpia y ordenada como un barco de guerra, y le hizo un informe
afectuoso sobre el estado de su esposa. Nadie sabía de dónde llegó, ni cómo ni
cuándo, pues el primer dato de su ingreso era en el registro oficial dictado
por él cuando la entrevistó. Una investigación iniciada ese mismo día no había
concluido nada. En todo caso, lo que más intrigaba al director era cómo supo
Saturno el paradero de su esposa. Saturno protegió a la guardiana.
— Me lo
informó la compañía de seguros del coche —dijo.
El director asintió complacido.
“No sé cómo hacen los seguros para saberlo todo”, dijo. Le dio una ojeada al
expediente que tenía sobre su escritorio de asceta, y concluyó:
— Lo
único cierto es la gravedad de su estado.
Estaba dispuesto a autorizarle
una visita con las precauciones debidas si Saturno el Mago le prometía, por el
bien de su esposa, ceñirse a la conducta que él le indicaba. Sobre todo en la
manera de tratarla, para evitar que recayera en uno de sus arrebatos de furia
cada vez más frecuentes y peligrosos.
— Es raro
— dijo Saturno—. Siempre fue de genio fuerte, pero de mucho dominio.
El medico hizo un ademán de
sabio. “Hay conductas que permanecen latentes durante muchos años, y un día
estallan”, dijo. “Con todo, es una suerte que haya caído por aquí, porque somos
especialistas en casos que requieren mano dura”. Al final hizo una advertencia
sobre la rara obsesión de María por el teléfono.
— Sígale
la corriente —dijo.
— Tranquilo,
doctor — dijo Saturno con un aire alegre—. Es mi especialidad.
La sala de visitas, mezcla de
cárcel y confesionario, era un antiguo locutorio del convento. La entrada de
Saturno no fue la explosión de júbilo que ambos hubieran podido esperar. María
estaba de pie en el centro del salón, junto a una mesita con dos sillas y un
florero sin flores. Era evidente que estaba lista para irse, con su lamentable
abrigo color fresa y unos zapatos sórdidos que le habían dado de caridad. En un
rincón, casi invisible, estaba Herculina con los brazos cruzados. María no se
movió al ver entrar al esposo ni asomó emoción alguna en la cara todavía
salpicada por los estragos del vitral. Se dieron un beso de rutina.
— ¿Cómo
te sientes? — le preguntó él.
— Feliz
de que al fin hayas venido, conejo —dijo ella—. Esto ha sido la muerte.
No tuvieron tiempo de sentarse.
Ahogándose en lágrimas, María le contó las miserias del claustro, la barbarie
de las guardianas, la comida de perros, las noches interminables sin cerrar los
ojos por el terror.
— Ya no sé cuántos días llevo
aquí, o meses o años, pero sé que cada uno ha sido peor que el otro —dijo, y
suspiró con el alma—: Creo que nunca volveré a ser la misma.
— Ahora
todo eso pasó — dijo él, acariciándole con la yema de los dedos las cicatrices
recientes de la cara—. Yo seguiré viniendo todos los sábados. Y más si el
director me lo permite. Ya verás que todo va a salir muy bien.
Ella fijó en los ojos de él sus
ojos aterrados. Saturno intentó sus artes de salón. Le contó, en el tono pueril
de las grandes mentiras, una versión dulcificada de los propósitos del médico.
“En síntesis”, concluyó, “aún te faltan algunos días para estar recuperada por
completo”. María entendió la verdad.
— ¡Por
Dios, conejo! —dijo atónita—. ¡No me digas que tú también crees que estoy loca!
— ¡Cómo
se te ocurre! -dijo él, tratando de reír-. Lo que pasa es que será mucho más
conveniente para todos que sigas un tiempo aquí. En mejores condiciones, por
supuesto.
— ¡Pero
si ya te dije que solo vine a hablar por teléfono! -dijo María.
Él no supo cómo reaccionar ante
la obsesión temible. Miró a Herculina. Ésta aprovechó la mirada para indicarle
en su reloj de pulso que era tiempo de terminar la visita. María interceptó la
señal, miró hacia atrás, y vio a Herculina en la tensión del asalto inminente.
Entonces se aferró al cuello de su marido gritando como una verdadera loca. Él
se la quitó de encima con tanto amor como pudo, y la dejó a merced de
Herculina, que le saltó por la espalda. Sin darle tiempo para reaccionar le
aplicó una llave con la mano izquierda, le pasó el otro brazo de hierro
alrededor del cuello, y le gritó a Saturno el Mago:
— ¡Váyase!
Saturno huyó despavorido.
Sin embargo, el sábado
siguiente, ya repuesto del espanto de la visita, volvió al sanatorio con el
gato vestido igual que él: la malla roja y amarilla del gran leotardo, el
sombrero de copa y una capa de vuelta y media que parecía para volar. Entró en
la camioneta de feria hasta el patio del claustro, y allí hizo una función
prodigiosa de casi tres horas que las reclusas gozaron desde los balcones, con
gritos discordantes y ovaciones inoportunas. Estaban todas, menos María, que no
solo se negó a recibir a su marido, sino inclusive a verlo desde los balcones.
Saturno se sintió herido de muerte.
— Es una
reacción típica —lo consoló el director—. Ya pasará.
Pero no pasó nunca. Después de
intentar muchas veces ver de nuevo a María, Saturno hizo lo imposible para que
recibiera una carta, pero fue inútil. Cuatro veces la devolvió cerrada y sin comentarios.
Saturno desistió, pero siguió dejando en la portería del hospital las raciones
de cigarrillos, sin saber siquiera si llegaban a María, hasta que lo venció la
realidad.
Nunca más se supo de él, salvo
que volvió a casarse y regresó a su país. Antes de irse de Barcelona le dejó el
gato medio muerto de hambre a una noviecita casual, que además se comprometió a
seguir llevándole los cigarrillos a María. Pero también ella desapareció. Rosa
Regás recordaba haberla visto en el Corte Inglés, hace unos doce años, con la
cabeza rapada y el balandrán anaranjado de alguna secta oriental, y en cinta a
más no poder. Ella le contó que había seguido llevándole los cigarrillos a
María, siempre que pudo, hasta un día en que solo encontró los escombros del
hospital, demolido como un mal recuerdo de aquellos tiempos ingratos. María le
pareció muy lúcida la última vez que la vio, un poco pasada de peso y contenta
con la paz del claustro. Ese día le llevó el gato, porque ya se le había
acabado el dinero que Saturno le dejó para darle de comer.
FIN
De vez en cuando encontrarás en el apartado "Cuentos" un cuento
corto; un clásico de la literatura universal.
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