Creatiu i intrigant conte del sempre prolífic
Poe que ens parla de l’hipnotisme portat a l’extrem. Molt recomanable.
Nota 4,5/5
El caso del señor
Valdemar
The Facts in the
Case of M. Valdemar,
Edgar Allan Poe (1809-1849)
De ninguna
manera me parece sorprendente que el extraordinario caso del señor Valdemar
haya provocado tantas discusiones. Hubiera sido un milagro que ocurriera lo
contrario, especialmente en tales circunstancias. Aunque todos los
participantes deseábamos mantener el asunto alejado del público —al menos por
el momento, o hasta que se nos ofrecieran nuevas oportunidades de
investigación—, a pesar de nuestros esfuerzos no tardó en difundirse una
versión tan espuria como exagerada, que se convirtió en fuente de muchas
desagradables tergiversaciones y, como es natural, de profunda incredulidad. El
momento ha llegado que yo dé a conocer los hechos —en la medida en que me es
posible comprenderlos—. Helos aquí sucintamente:
Durante los
últimos años el estudio del hipnotismo había atraído repetidamente mi atención.
Hace unos nueve meses, se me ocurrió súbitamente que en la serie de
experimentos efectuados hasta ahora existía una omisión tan curiosa como
inexplicable: jamás se había hipnotizado a nadie in articulo mortis. Quedaba por verse si, en primer lugar, un
paciente en esas condiciones sería susceptible de influencia magnética;
segundo, en caso de que lo fuera, si su estado aumentaría o disminuiría dicha
susceptibilidad, y tercero, hasta qué punto, o por cuánto tiempo, el proceso
hipnótico sería capaz de detener la intrusión de la muerte. Quedaban por
aclarar otros puntos, pero éstos eran los que más excitaban mi curiosidad,
sobre todo el último, dada la inmensa importancia que podían tener sus
consecuencias.
Pensando si
entre mis relaciones habría algún sujeto que me permitiera verificar esos
puntos, me acordé de mi amigo Ernest Valdemar, renombrado compilador de
la Bibliotheca Forensica y autor (bajo el nom de plume de Issachar
Marx) de las versiones polacas de Wallenstein y Gargantúa. El señor Valdemar,
residente desde 1839 en Harlem, Nueva York, es (o era) especialmente notable
por su extraordinaria delgadez, tanto que sus extremidades inferiores se
parecían mucho a las de John Randolph, y también por la blancura de sus
patillas, en violento contrasté con sus cabellos negros, lo cual llevaba a
suponer con frecuencia que usaba peluca. Tenía un temperamento muy nervioso,
que le convertía en buen sujeto para experiencias hipnóticas. Dos o tres veces
le había adormecido sin gran trabajo, pero me decepcionó no alcanzar otros
resultados que su especial constitución me había hecho prever. Su voluntad no
quedaba nunca bajo mi entero dominio, y, por lo que respecta a la
clarividencia, no se podía confiar en nada de lo que había conseguido con él.
Atribuía yo aquellos fracasos al mal estado de salud de mi amigo. Unos meses
antes de trabar relación con él, los médicos le habían declarado tuberculoso.
El señor Valdemar acostumbraba referirse con toda calma a su próximo fin, como
algo que no cabe ni evitar ni lamentar.
Cuando las
ideas a que he aludido se me ocurrieron por primera vez, lo más natural fue que
acudiese a Valdemar. Demasiado bien conocía la serena filosofía de mi amigo
para temer algún escrúpulo de su parte; por lo demás, no tenía parientes en
América que pudieran intervenir para oponerse. Le hablé francamente del asunto
y, para mi sorpresa, noté que se interesaba vivamente. Digo para mi sorpresa,
pues si bien hasta entonces se había prestado libremente a mis experimentos,
jamás demostró el menor interés por lo que yo hacía. Su enfermedad era de las
que permiten un cálculo preciso sobre el momento en que sobrevendrá la muerte.
Convinimos, pues, en que me mandaría llamar veinticuatro horas antes del
momento fijado por sus médicos para su fallecimiento.
Hace más de
siete meses que recibí la siguiente nota, de puño y letra de Valdemar:
Estimado P:
Ya puede usted
venir. D... y F... coinciden en que no pasaré de mañana a medianoche, y me
parece que han calculado el tiempo con mucha exactitud. Valdemar.
Recibí el
billete media hora después de escrito, y quince minutos más tarde estaba en el
dormitorio del moribundo. No le había visto en los últimos diez días y me
aterró la espantosa alteración que se había producido en tan breve intervalo.
Su rostro tenía un color plomizo, no había el menor brillo en los ojos y, tan
terrible era su delgadez, que la piel se había abierto en los pómulos.
Expectoraba continuamente y el pulso era casi imperceptible. Conservaba no
obstante una notable claridad mental, y cierta fuerza. Me habló con toda claridad,
tomó algunos calmantes sin ayuda ajena y, en el momento de entrar en su
habitación, le encontré escribiendo unas notas en una libreta. Se mantenía
sentado en el lecho con ayuda de varias almohadas, y estaban a su lado los
doctores D... y F...
Luego de estrechar
la mano de Valdemar, llevé aparte a los médicos y les pedí que me explicaran
detalladamente el estado del enfermo. Desde hacía dieciocho meses, el pulmón
izquierdo se hallaba en un estado semióseo o cartilaginoso, y, como es natural,
no funcionaba en absoluto, En su porción superior el pulmón derecho aparecía
parcialmente osificado, mientras la inferior era tan sólo una masa de
tubérculos purulentos que se confundían unos con otros. Existían varias
dilatadas perforaciones y en un punto se había producido una adherencia
permanente a las costillas, Todos estos fenómenos del lóbulo derecho eran de
fecha reciente; la osificación se había operado con insólita rapidez, ya que un
mes antes no existían señales de la misma y la adherencia sólo había sido comprobable
en los últimos tres días. Aparte de la tuberculosis los médicos sospechaban un
aneurisma de la aorta, pero los síntomas de osificación volvían sumamente
difícil un diagnóstico. Ambos facultativos opinaban que Valdemar moriría hacia
la medianoche del día siguiente (un domingo). Eran ahora las siete de la tarde
del sábado.
Al abandonar
la cabecera del moribundo para conversar conmigo, los doctores D... y F... se
habían despedido definitivamente de él. No era su intención volver a verle,
pero, a mi pedido, convinieron en examinar al paciente a las diez de la noche
del día siguiente.
Una vez que se
fueron, hablé francamente con Valdemar sobre su próximo fin, y me referí en
detalle al experimento que le había propuesto. Nuevamente se mostró dispuesto,
e incluso ansioso por llevarlo a cabo, y me pidió que comenzara de inmediato.
Dos enfermeros, un hombre y una mujer, atendían al paciente, pero no me sentí
autorizado a llevar a cabo una intervención de tal naturaleza frente a testigos
de tan poca responsabilidad en caso de algún accidente repentino. Aplacé, por
tanto, el experimento hasta las ocho de la noche del día siguiente, cuando la
llegada de un estudiante de medicina de mi conocimiento (el señor Theodore L.I)
me libró de toda preocupación. Mi intención inicial había sido la de esperar a
los médicos, pero me vi obligado a proceder, primeramente por los urgentes
pedidos de Valdemar y luego por mi propia, convicción de que no había un minuto
que perder, ya que con toda evidencia el fin se acercaba rápidamente.
El señor L.I.
tuvo la amabilidad de acceder a mi pedido, así como de tomar nota de todo lo
que ocurriera. Lo que voy a relatar ahora procede de sus apuntes, ya sea en
forma condensada o verbatim.
Faltaban cinco
minutos para las ocho cuando, después de tomar la mano de Valdemar, le pedí que
manifestara con toda la claridad posible, en presencia de L.l., que estaba
dispuesto a que yo le hipnotizara en el estado en que se encontraba.
Débil, pero
distintamente, el enfermo respondió: «Sí, quiero ser hipnotizado», agregando de
inmediato: «Me temo que sea demasiado tarde.»
Mientras así
decía, empecé a efectuar los pases que en las ocasiones anteriores habían sido
más efectivos con él. Sentía indudablemente la influencia del primer movimiento
lateral de mi mano por su frente, pero, aunque empleé todos mis poderes, me fue
imposible lograr otros efectos hasta algunos minutos después de las diez,
cuando llegaron los doctores D... y F..., tal como lo habían prometido. En
pocas palabras les expliqué cuál era mi intención, y, como no opusieron
inconveniente, considerando que el enfermo se hallaba ya en agonía, continué
sin vacilar, cambiando, sin embargo, los pases laterales por otros verticales y
concentrando mi mirada en el ojo derecho del sujeto.
A esta altura
su pulso era imperceptible y respiraba entre estertores, a intervalos de medio
minuto.
Esta situación
se mantuvo sin variantes durante un cuarto de hora. Al expirar este período,
sin embargo, un suspiro perfectamente natural, aunque muy profundo, escapó del
pecho del moribundo, mientras cesaba la respiración estertorosa o, mejor dicho,
dejaban de percibirse los estertores; en cuanto a los intervalos de la
respiración, siguieron siendo los mismos. Las extremidades del paciente estaban
heladas.
A las once
menos cinco, advertí inequívocas señales de influencia hipnótica. La vidriosa
mirada de los ojos fue reemplazada por esa expresión de intranquilo examen
interior que jamás se ve sino en casos de hipnotismo, y sobre la cual no cabe
engañarse. Mediante unos rápidos pases laterales hice palpitar los párpados,
como al acercarse el sueño, y con unos pocos más los cerré por completo. No
bastaba esto para satisfacerme, sin embargo, sino que continué vigorosamente
mis manipulaciones, poniendo en ellas toda mi voluntad, hasta que hube logrado
la completa rigidez de los miembros del durmiente, a quien previamente había
colocado en la posición que me pareció más cómoda. Las piernas estaban
completamente estiradas; los brazos reposaban en el lecho, a corta distancia de
los flancos. La cabeza había sido ligeramente levantada.
Al dar esto
por terminado era ya medianoche y pedí a los presentes que examinaran el estado
de Valdemar. Luego de unas pocas verificaciones, admitieron que se encontraba
en un estado insólitamente perfecto de trance hipnótico. La curiosidad de ambos
médicos se había despertado en sumo grado. El doctor D... decidió pasar toda la
noche a la cabecera del paciente, mientras el doctor F... se marchaba, con
promesa de volver por la mañana temprano. L.l. y los enfermeros se quedaron.
Dejamos a
Valdemar en completa tranquilidad hasta las tres de la madrugada, hora en que
me acerqué y vi que seguía en el mismo estado que al marcharse el doctor F...;
vale decir, yacía en la misma posición y su pulso era imperceptible. Respiraba
sin esfuerzo, aunque casi no se advertía su aliento, salvo que se aplicara un
espejo a los labios. Los ojos estaban cerrados con naturalidad y las piernas
tan rígidas y frías como si fueran de mármol. No obstante ello, la apariencia
general distaba mucho de la de la muerte.
Al acercarme
intenté un ligero esfuerzo para influir sobre el brazo derecho, a fin de que
siguiera los movimientos del mío, que movía suavemente sobre su cuerpo. En esta
clase de experimento jamás había logrado buen resultado con Valdemar, pero
ahora, para mi estupefacción, vi que su brazo, débil pero seguro, seguía todas
las direcciones que le señalaba el mío. Me decidí entonces a intentar un breve
diálogo.
—Valdemar..., ¿duerme usted? —pregunté.
No me contestó,
pero noté que le temblaban los labios, por lo cual repetí varias veces la
pregunta. A la tercera vez, todo su cuerpo se agitó con un ligero temblor; los
párpados se levantaron lo bastante para mostrar una línea del blanco del ojo;
moviéronse lentamente los labios, mientras en un susurro apenas audible
brotaban de ellos estas palabras:
—Sí… ahora duermo. ¡No me despierte!
¡Déjeme morir así!
Palpé los
miembros, encontrándolos tan rígidos como antes. Volví a interrogar al
hipnotizado:
—¿Sigue sintiendo dolor en el pecho,
Valdemar? La respuesta tardó un momento y fue aún menos audible que la
anterior:
—No sufro... Me estoy muriendo.
No me pareció
aconsejable molestarle más por el momento, y no volví a hablarle hasta la
llegada del doctor F..., que arribó poco antes de la salida del sol y se quedó
absolutamente estupefacto al encontrar que el paciente se hallaba todavía vivo.
Luego de tomarle el pulso y acercar un espejo a sus labios, me pidió que le
hablara otra vez, a lo cual accedí.
—Valdemar —dije—. ¿Sigue usted durmiendo?
Como la primera vez, pasaron unos minutos antes de lograr respuesta, y durante
el intervalo el moribundo dio la impresión de estar juntando fuerzas para
hablar. A la cuarta repetición de la pregunta, y con voz que la debilidad
volvía casi inaudible, murmuró:
—Sí... Dormido... Muriéndome.
La opinión o,
mejor, el deseo de los médicos era que no se arrancase a Valdemar de su actual
estado de aparente tranquilidad hasta que la muerte sobreviniera, cosa que,
según consenso general, sólo podía tardar algunos minutos. Decidí, sin embargo,
hablarle una vez más, limitándome a repetir mi pregunta anterior.
Mientras lo
hacía, un notable cambio se produjo en las facciones del hipnotizado. Los ojos
se abrieron lentamente, aunque las pupilas habían girado hacia arriba; la piel
adquirió una tonalidad cadavérica, más semejante al papel blanco que al
pergamino, y los círculos hécticos, que hasta ese momento se destacaban
fuertemente en el centro de cada mejilla, se apagaron bruscamente. Empleo estas
palabras porque lo instantáneo de su desaparición trajo a mi memoria la imagen
de una bujía que se apaga de un soplo. Al mismo tiempo el labio superior se
replegó, dejando al descubierto los dientes que antes cubría completamente,
mientras la mandíbula inferior caía con un sacudimiento que todos oímos,
dejando la boca abierta de par en par y revelando una lengua hinchada y
ennegrecida. Supongo que todos los presentes estaban acostumbrados a los
horrores de un lecho de muerte, pero la apariencia de Valdemar era tan
espantosa en aquel instante, que se produjo un movimiento general de retroceso.
Comprendo que
he llegado ahora a un punto de mi relato en el que el lector se sentirá movido
a una absoluta incredulidad. Me veo, sin embargo, obligado a continuarlo.
El más
imperceptible signo de vitalidad había cesado en Valdemar; seguros de que
estaba muerto lo confiábamos ya a los enfermeros, cuando nos fue dado observar
un fuerte movimiento vibratorio de la lengua. La vibración se mantuvo
aproximadamente durante un minuto. Al cesar, de aquellas abiertas e inmóviles
mandíbulas brotó una voz que sería insensato pretender describir. Es verdad que
existen dos o tres epítetos que cabría aplicarle parcialmente: puedo decir, por
ejemplo, que su sonido era áspero y quebrado, así como hueco. Pero el todo es
indescriptible, por la sencilla razón de que jamás un oído humano ha percibido
resonancias semejantes. Dos características, sin embargo —según lo pensé en el
momento y lo sigo pensando—, pueden ser señaladas como propias de aquel sonido
y dar alguna idea de su calidad extraterrena. En primer término, la voz parecía
llegar a nuestros oídos (por lo menos a los míos) desde larga distancia, o
desde una caverna en la profundidad de la tierra. Segundo, me produjo la misma
sensación (temo que me resultará imposible hacerme entender) que las materias
gelatinosas y viscosas producen en el sentido del tacto.
He hablado al
mismo tiempo de «sonido» y de «voz». Quiero decir que el sonido consistía en un
silabeo clarísimo, de una claridad incluso asombrosa y aterradora. El señor
Valdemar hablaba, y era evidente que estaba contestando a la interrogación
formulada por mí unos minutos antes. Como se recordará, le había preguntado si
seguía durmiendo. Y ahora escuché:
—Sí..., No... Estuve durmiendo... y
ahora... ahora... estoy muerto.
Ninguno de los
presentes pretendió siquiera negar ni reprimir el inexpresable, estremecedor
espanto que aquellas pocas palabras, así pronunciadas, tenían que producir.
L...l, el estudiante, cayó desvanecido. Los enfermeros escaparon del aposento y
fue imposible convencerlos de que volvieran. Por mi parte, no trataré de
comunicar mis propias impresiones al lector. Durante una hora, silenciosos, sin
pronunciar una palabra, nos esforzamos por reanimar a L...l. Cuando volvió en
sí, pudimos dedicarnos a examinar el estado de Valdemar.
Seguía, en
todo sentido, como lo he descrito antes, salvo que el espejo no proporcionaba
ya pruebas de su respiración. Fue inútil que tratáramos de sangrarlo en el
brazo. Debo agregar que éste no obedecía ya a mi voluntad. En vano me esforcé
por hacerle seguir la dirección de mi mano. La única señal de la influencia
hipnótica la constituía ahora el movimiento vibratorio de la lengua cada vez
que volvía a hacer una pregunta a Valdemar. Se diría que trataba de contestar,
pero que carecía ya de voluntad suficiente. Permanecía insensible a toda
pregunta que le formulara cualquiera que no fuese yo, aunque me esforcé por
poner a cada uno de los presentes en relación hipnótica con el paciente. Creo
que con esto he señalado todo lo necesario para que se comprenda cuál era la
condición del hipnotizado en ese momento. Se llamó a nuevos enfermeros, y a las
diez de la mañana abandoné la morada en compañía de ambos médicos y de L.l.
Volvimos por
la tarde a ver al paciente. Su estado seguía siendo el mismo. Discutimos un
rato sobre la conveniencia y posibilidad de despertarlo, pero poco nos costó
llegar a la conclusión de que nada bueno se conseguiría con eso. Resultaba
evidente que hasta ahora, la muerte (o eso que de costumbre se denomina muerte)
había sido detenida por el proceso hipnótico. Parecía claro que, si
despertábamos a Valdemar, lo único que lograríamos sería su inmediato o, por lo
menos, su rápido fallecimiento.
Desde este
momento hasta fines de la semana pasada —vale decir, casi siete meses—
continuamos acudiendo diariamente a casa de Valdemar, acompañados una y otra
vez por médicos y otros amigos. Durante todo este tiempo el hipnotizado se
mantuvo exactamente como lo he descrito. Los enfermeros le atendían
continuamente.
Por fin, el
viernes pasado resolvimos hacer el experimento de despertarlo, o tratar de
despertarlo probablemente el lamentable resultado del mismo es el que ha dado
lugar a tanta discusión en los círculos privados y a una opinión pública que no
puedo dejar de considerar como injustificada.
A efectos de
librar del trance hipnótico al paciente, acudí a los pases habituales. De
entrada resultaron infructuosos. La primera indicación de un retorno a la vida
lo proporcionó el descenso parcial del iris. Como detalle notable se observó
que este descenso de la pupila iba acompañado de un abundante flujo de icor
amarillento, procedente de debajo de los párpados, que despedía un olor
penetrante y fétido.
Alguien me
sugirió que tratara de influir sobre el brazo del paciente, como al comienzo.
Lo intenté, sin resultado. Entonces el doctor F... expresó su deseo de que
interrogara al paciente. Así lo hice, con las siguientes palabras:
—Señor Valdemar... ¿puede explicarnos lo que
siente y lo que desea?
Instantáneamente
reaparecieron los círculos hécticos en las mejillas; la lengua tembló, o, mejor
dicho, rodó violentamente en la boca (aunque las mandíbulas y los labios
siguieron rígidos como antes), y entonces resonó aquella horrenda voz que he
tratado ya de describir:
—¡Por amor de Dios... pronto... pronto...
hágame dormir... o despiérteme... pronto... despiérteme! ¡Le digo que estoy
muerto!
Perdí por
completo la serenidad y, durante un momento, me quedé sin saber qué hacer. Por
fin, intenté calmar otra vez al paciente, pero al fracasar, debido a la total
suspensión de la voluntad, cambié el procedimiento y luché con todas mis
fuerzas para despertarlo. Pronto me di cuenta de que lo lograría, o, por lo
menos, así me lo imaginé; y estoy seguro de que todos los asistentes se
hallaban preparados para ver despertar al paciente.
Pero lo que
realmente ocurrió fue algo para lo cual ningún ser humano podía estar
preparado.
Mientras
ejecutaba rápidamente los pases hipnóticos, entre los clamores de: «¡Muerto!
¡Muerto!», que literalmente explotaban desde la lengua y no desde los labios
del sufriente, bruscamente todo su cuerpo, en el espacio de un minuto, o aún
menos, se encogió, se deshizo… se pudrió entre mis manos. Sobre el lecho, ante
todos los presentes, no quedó más que una masa casi líquida de repugnante, de
abominable putrefacción.
Edgar Allan
Poe (1809-1849)
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