Impressionant i visionaria historia aquesta. Més de cent anys abans
dels debats que actualment suscita la intel·ligència artificial, Bierce ens
parla d’una màquina pensant. De fet, una màquina capaç de resoldre problemes.
El dilema moral que suposa, ja ha estat posat a prova en el projecte Deep Mind,
en el qual els ordinadors aprenen intuïtivament a jugar als escacs o al go i
prenen decisions per arribar a la conclusió que els humans
som un llastre.
Conte que fa reflexionar i sorprèn per la seua clarividència
Nota 4/5
El amo de Moxon
(1842 -1914?)
-¿Lo dices en serio?… ¿Realmente crees que una máquina puede
pensar?
No obtuve respuesta inmediata. Moxon estaba ocupado
aparentemente con el fuego del hogar, revolviendo con habilidad aquí y allá con
el atizador, como si toda su atención estuviera centrada en las brillantes
llamas. Hacía semanas que observaba en él un hábito creciente de demorar su
respuesta, aun a las más triviales y comunes preguntas. Su aire era, no
obstante, más de preocupación que de deliberación: se podía haber dicho que
“tenía algo que le daba vueltas en la cabeza”.
-¿Qué es una “máquina”? La palabra ha sido definida de muchas
maneras. Aquí tienes la definición de un diccionario popular: “Cualquier
instrumento u organización por medio del cual se aplica y se hace efectiva la
fuerza, o se produce un efecto deseado”. Bien, ¿entonces un hombre no es una
máquina? Y debes admitir que él piensa… o piensa que piensa.
-Si no quieres responder mi pregunta -dije irritado -¿por qué no
lo dices?… eso no es más que eludir el tema. Sabes muy bien que cuando digo
“máquina” no me refiero a un hombre, sino a algo que el hombre fabrica y
controla.
-Cuando no lo controla a él -dijo, levantándose abruptamente y
mirando hacia afuera por la ventana, donde nada era visible en la oscura noche
tormentosa. Un momento más tarde se dio vuelta y agregó con una sonrisa.
-Discúlpame, no deseaba evadir la pregunta. Considero al
diccionario humano como un testimonio inconsciente y sugestivo que aporta algo
a la discusión. No puedo dar una respuesta directa tan fácilmente; creo que una
máquina piensa en el trabajo que está realizando.
Esa era una respuesta suficientemente directa, por cierto. No
completamente placentera, pues tendía a confirmar la triste suposición de que
la devoción de Moxon al estudio y al trabajo en su taller mecánico no le había
sido beneficiosa. Sabía, por otra fuente, que sufría de insomnio, y ese no es
un mal agradable. ¿Habría afectado su mente? La respuesta a mi pregunta parecía
evidenciar eso; quizá hoy yo hubiera pensado en forma diferente. Pero entonces
era joven, y entre los dones otorgados a la juventud no está excluida la
ignorancia. Excitado por el gran estímulo de la discusión, dije:
-¿Y con qué discurre y piensa, en ausencia de cerebro?
Su respuesta, que llegó más o menos con la demora acostumbrada,
utilizó una de sus técnicas favoritas, ya que a su vez me preguntó:
-¿Con qué piensa una planta… en ausencia de cerebro?
-¡Ah, las plantas pertenecen a la categoría de los filósofos! Me
gustaría conocer algunas de sus conclusiones; puedes omitir las premisas.
-Quizá -contestó, aparentemente poco afectado por mi ironía-
puedas inferir sus convicciones de sus actos. Usaré el ejemplo familiar de la
mimosa sensitiva, las muchas flores insectívoras y aquellas cuyo estambre se
inclina sacudiendo el polen sobre la abeja que ha penetrado en ella, para que
ésta pueda fertilizar a sus consortes distantes. Pero observa esto. En un lugar
despejado planté una enredadera. Cuando asomaba muy poco a la superficie planté
una estaca a un metro de distancia. La enredadera fue en su busca de inmediato,
pero cuando estaba por alcanzarla la saqué y la coloqué a unos treinta
centímetros. La enredadera alteró inmediatamente su curso, hizo un ángulo agudo,
y otra vez fue por la estaca. Repetí esta maniobra varias veces, pero
finalmente, como descorazonada, abandonó su búsqueda, ignoró mis posteriores
intentos de distracción y se dirigió a un árbol pequeño, bastante lejos, donde
trepó. Las raíces del eucalipto se prolongan increíblemente en busca de
humedad. Un horticultor muy conocido cuenta que una de ellas penetró en un
antiguo caño de desagüe y siguió por él hasta encontrar una rotura, donde la
sección del caño había sido quitada para dejar lugar a una pared de piedra
construida a través de su curso. La raíz dejó el desagüe y siguió la pared
hasta encontrar una abertura donde una piedra se había desprendido. Reptó a
través de ella y siguió por el otro lado de la pared retornando al desagüe,
penetrando en la parte inexplorada y reanudando su viaje.
-¿Y a qué viene todo esto?
-¿No comprendes su significado? Muestra la conciencia de las
plantas. Prueba que piensan.
-Aun así… ¿qué entonces? Estamos hablando, no de plantas, sino
de máquinas. Suelen estar compuestas en parte de madera -madera que no tiene ya
vitalidad- o sólo de metal. ¿Pensar es también un atributo del reino mineral?
-¿Cómo puedes entonces explicar el fenómeno, por ejemplo, de la
cristalización?
-No lo explico.
-Porque no puedes hacerlo sin afirmar lo que deseas negar, sobre
todo la cooperación inteligente entre los elementos constitutivos de los
cristales. Cuando los soldados forman fila o hacen pozos cuadrados, llamas a
esto razón. Cuando los patos salvajes en vuelo forman la letra V lo llamas instinto.
Cuando los átomos homogéneos de un mineral, moviéndose libremente en una
solución, se ordenan en formas matemáticamente perfectas, o las partículas de
humedad en las formas simétricas y hermosas del copo de nieve, no tienes nada
que decir. Todavía no has inventado un nombre que disimule tu heroica
irracionalidad.
Moxon estaba hablando con una animación inusual y gran seriedad.
Al hacer una pausa escuché en el cuarto adyacente que conocía como su “taller
mecánico”, al que nadie salvo él entraba, un singular ruido sordo, como si
alguien aporreara una mesa con la mano abierta. Moxon lo oyó al mismo tiempo y,
visiblemente agitado, se levantó corriendo hacia donde provenía el ruido. Pensé
que era raro que alguien más estuviera allí, y el interés en mi amigo
-duplicado por un toque de curiosidad injustificada- me hizo escuchar
atentamente, y creo, soy feliz de decirlo, no por el ojo de la cerradura. Hubo
ruidos confusos como de lucha o forcejeos; el piso se sacudió. Oí claramente un
respirar pesado y un susurro ronco que exclamó:
-¡Maldito seas!
Luego todo volvió al silencio, y al momento Moxon reapareció y
dijo, con una semisonrisa de disculpa:
-Perdóname por dejarte solo tan abruptamente. Tengo allí una
máquina que había perdido la calma y rompía cosas.
Fijé los ojos sobre su mejilla izquierda que mostraba cuatro
excoriaciones paralelas con rastros de sangre y dije:
-¿Cómo hace para cortarse las uñas?
Podía haberme guardado la broma; no pareció prestarle atención,
pero se sentó en la silla que había abandonado y retomó el monólogo
interrumpido como si nada hubiera sucedido.
-Sin duda no tienes que estar de acuerdo con los que (no
necesito nombrárselos a un hombre de tu cultura) afirman que toda la materia es
conciencia, que todo átomo es vida, sentimiento, ser consciente. Yo lo estoy.
No existe nada muerto, materia inerte; todo está vivo; todo está imbuido de
fuerza, en acto y potencia; todo lo sensible a las mismas fuerzas de su entorno
y susceptible de contagiar a lo superior y a lo inferior reside en organismos
tan superiores como puedan ser inducidos a entrar en relación, como los de un
hombre cuando está modelado por un instrumento de voluntad. Absorbe algo de su
inteligencia y propósitos… en proporción a la complejidad de la máquina
resultante y de como ésta trabaje.
“¿Recuerdas la definición de ‘vida’ de Herbert Spencer? La leí
hace treinta años. Debe de haberla modificado más tarde, eso creo, pero en todo
este tiempo he sido incapaz de pensar una sola palabra que pueda ser cambiada,
agregada o sacada. Me parece no sólo la mejor definición sino la única posible.
“Vida -dijo- es una definitiva combinación de cambios
heterogéneos, simultáneos y sucesivos, en correspondencia con las coexistencias
y sucesiones externas'”.
-Eso define al fenómeno -dije- pero no indica su causa.
-Eso -replicó- es todo lo que cualquier definición puede hacer.
Tal como Mills señala, no sabemos nada de la causa excepto como antecedente…
nada, en efecto, salvo un consecuente. Ciertos fenómenos nunca ocurren sin
otros, de los que son disímiles: al primero, para abreviar, lo llamamos causa,
al segundo, efecto. Quien haya visto a un conejo perseguido por un perro y no
haya visto jamás conejos y perros por separado, puede llegar a creer que el
conejo es la causa del perro.
“Ah, creo que me desvío de la cuestión principal -prosiguió
Moxon con tono doctoral-. Lo que deseo destacar es que en la definición de la
vida formulada por Spencer está incluida la actividad de una máquina; así, en
esa definición todo puede aplicarse a la maquinaria. Según aquel filósofo, si
un hombre está vivo durante su período activo, también lo está una máquina
mientras funciona. En mi calidad de inventor y fabricante de máquinas, afirmo
que esto es absolutamente cierto”.
Moxon quedó silencioso y la pausa se prolongó algún rato, en
tanto él contemplaba el fuego de la chimenea de manera absorta.
Se hizo tarde y quise marcharme, pero no me sedujo la idea de
dejar a Moxon en aquella mansión aislada, totalmente solo, excepto la presencia
de alguien que yo no podía imaginar ni siquiera quién era, aunque a juzgar por
el modo cómo trató a mi amigo en el taller, tenía que ser un individuo
altamente peligroso y animado de malas intenciones.
Me incliné hacia Moxon y lo miré fijamente, al tiempo que
indicaba la puerta del taller.
-Moxon -indagué – ¿quién está ahí dentro?
Al ver que se echaba a reír, me sorprendí lo indecible.
-Nadie -repuso, serenándose-. El incidente que te inquieta fue
provocado por mi descuido al dejar en funcionamiento una máquina que no tenía
en qué ocuparse, mientras yo me entregaba a la imposible labor de iluminarte
sobre algunas verdades. ¿Sabes, por ejemplo, que la Conciencia es hija del
Ritmo?
-Oh, ya vuelve a salirse por la tangente -le reproché,
levantándome y poniéndome el abrigo-. Buenas noches, Moxon. Espero que la
máquina que dejaste funcionando por equivocación lleve guantes la próxima vez
que intentes pararla.
Sin querer observar el efecto de mi indirecta, me marché de la
casa.
Llovía aún, y las tinieblas eran muy densas. Lejos, brillaban
las luces de la ciudad. A mis espaldas, la única claridad visible era la que
surgía de una ventana de la mansión de Moxon, que correspondía precisamente a
su taller.
Pensé que mi amigo habría reanudado los estudios interrumpidos
por mi visita. Por extrañas que me parecieran en aquella época sus ideas,
incluso cómicas, experimentaba la sensación que se hallaban relacionadas de
forma trágica con su vida y su carácter, y tal vez con su destino.
Sí, casi me convencí de que sus ideas no eran las lucubraciones
de una mente enfermiza, puesto que las expuso con lógica claridad. Recordé una
y otra vez su última observación: “La Conciencia es hija del Ritmo”. Y cada vez
hallaba en ella un significado más profundo y una nueva sugerencia.
Sin duda alguna, constituían una base sobre la cual asentar una
filosofía. Si la conciencia es producto del ritmo, todas las cosas son
conscientes puesto que todas tienen movimiento, y el movimiento siempre es
rítmico. Me pregunté si Moxon comprendía el significado, el alcance de esta
idea, si se daba cuenta de la tremenda fuerza de aquella trascendental
generalización. ¿Habría llegado Moxon a su fe filosófica por la tortuosa senda
de la observación práctica?
Aquella fe era nueva para mí, y las afirmaciones de Moxon no
lograron convertirme a su causa; mas de pronto tuve la impresión de que
brillaba una luz muy intensa a mi alrededor, como la que se abatió sobre Saulo
de Tarso, y en medio de la soledad y la tormenta, en medio de las tinieblas,
experimenté lo que Lewes denomina “la infinita variedad y excitación del
pensamiento filosófico”.
Aquel conocimiento adquiría para mí nuevos sentidos, nuevas
dimensiones. Me pareció que echaba a volar, como si unas alas invisibles me
levantaran del suelo y me impulsasen a través del aire.
Cediendo al impulso de conseguir más información de aquél a
quien reconocía como maestro y guía, retrocedí y poco después volví a estar
frente a la puerta de la residencia de Moxon.
Estaba empapado por la lluvia pero no me sentía incómodo. Mi
excitación me impedía encontrar el llamador e instintivamente probé la manija.
Ésta giró y, entrando, subí las escaleras que llevaban a la habitación que tan
recientemente había dejado. Todo estaba oscuro y silencioso; Moxon, tal como lo
había supuesto, estaba en el cuarto contiguo… el “taller mecánico”. Me deslicé
a lo largo de la pared hasta encontrar la puerta de comunicación y la golpeé
con fuerza varias veces, pero no obtuve respuesta, lo que atribuí al ruido
exterior, pues el viento estaba soplando muy fuerte y arrojaba cortinas de
lluvia contra las delgadas paredes. El tamborileo sobre el único techo que
cubría el cuarto sin revestimiento era intenso e incesante. Nunca había sido
invitado al taller mecánico… en realidad se me había negado la entrada como a
todos los demás, excepto una persona, un diestro operario en metales de quien
no sabía nada, excepto que su nombre era Haley y su hábito el silencio. Pero en
mi exaltación espiritual olvidé la discreción y los buenos modales y abrí la
puerta. Lo que vi expulsó con rapidez todas las especulaciones filosóficas.
Moxon estaba sentado de cara a mí sobre el lado opuesto de una
mesita con un candelero, que era toda la luz que había en la habitación. Frente
a él, de espaldas a mí, estaba sentada otra persona. Sobre la mesa, entre los
dos, había un tablero de ajedrez; los hombres estaban jugando. Sabía muy poco
de ajedrez pero por las pocas piezas que permanecían sobre el tablero era obvio
que el juego estaba por concluir. Moxon estaba totalmente interesado… no tanto,
eso me pareció, en el juego sino en su antagonista, sobre el cual había fijado
de tal manera la vista que, parado donde estaba, en la línea directa de su
visión, permanecía sin embargo inobservado. Su cara tenía un blanco fantasmal y
sus ojos brillaban como diamantes. A su antagonista sólo lo veía de atrás, pero
era suficiente, no tuve interés en ver su cara.
Aparentemente no tenía más de un metro y medio de estatura, con
proporciones que recordaban al gorila… ancho de hombros, grueso y corto cuello
y una gran cabeza cuadrada con una maraña de pelo negro que coronaba un fez
carmesí. Una túnica del mismo color, ligeramente sujeta a la cintura, caía
hasta el asiento -aparentemente un cajón- sobre el cual se sentaba; no se le
veían las piernas ni los pies. El brazo izquierdo parecía descansar sobre la
falda; movía las piezas con la mano derecha, que parecía desproporcionadamente
grande.
Yo había retrocedido un poco y ahora estaba parado a un lado y
junto a la puerta, en las sombras. Si Moxon hubiera observado algo más que la
cara de su oponente no hubiera visto otra cosa que la puerta abierta. Algo me
impidió entrar o retirarme, la sensación -no sé cómo llegó a mí- de que estaba
presenciando una tragedia inminente y que podía ayudar a mi amigo permaneciendo
donde estaba. Apenas tuve una rebelión consciente contra la poca delicadeza de
lo que estaba haciendo.
El juego fue rápido. Moxon apenas miraba el tablero al hacer sus
movimientos y, para mi ojo inexperto, parecía mover las piezas más cercanas a
su mano. Su movimiento al hacerlo era rápido, nervioso y falto de precisión. La
respuesta de su antagonista, igualmente pronta en la iniciación, continuaba con
un lento, uniforme, mecánico y, pensé, casi teatral movimiento del brazo, que
era una dolorosa prueba para mi paciencia. Había algo aterrador en todo eso, y
comencé a temblar. Pero lo cierto es que estaba mojado y aterido.
Dos o tres veces después de mover una pieza, el extraño
inclinaba ligeramente la cabeza, y cada vez que lo hacía observé que Moxon
desviaba su rey. Al momento tuve la idea de que el hombre era mudo. ¡Entonces
era una máquina… un jugador de ajedrez autómata! Recordé que una vez Moxon me
había contado que había inventado un mecanismo de ese tipo, pero yo no había
comprendido que ya lo había construido. ¿Así que toda su charla sobre la
conciencia y la inteligencia de las máquinas era sólo un mero preludio para la
exhibición eventual de este artefacto… un truco para intensificar el efecto de
su acción mecánica sobre mi ignorancia de su existencia?
Buen fin éste para mis transportes intelectuales… ¡la infinita
variedad y excitación del pensamiento filosófico! Estaba a punto de retirarme
con disgusto cuando ocurrió algo que atrapó mi atención. Observé un
encogimiento en los grandes hombros de la criatura, como si estuviera irritada:
tan natural era -tan enteramente humano- que mi nueva visión del asunto me hizo
sobresaltar. No fue solamente esto, un momento más tarde golpeó la mesa abruptamente
con su puño. Este gesto pareció sobresaltar a Moxon más que a mí: empujó la
silla un poco hacia atrás, como alarmado.
En ese momento Moxon, que debía jugar, levantó la mano sobre el
tablero y la lanzó sobre una de sus piezas, como un gavilán sobre su presa,
exclamando “jaque mate”. Se puso de pie con rapidez y se paró detrás de la
silla. El autómata permaneció inmóvil en su lugar.
El viento había cesado, pero escuchaba, a intervalos
decrecientes, la vibración y el retumbar cada vez más fuerte de la tormenta. En
una de esas pausas comencé a oír un débil zumbido o susurro que, tal como la
tormenta, se hacía por momentos más fuerte y nítido. Parecía provenir del
cuerpo del autómata, y era un inequívoco rumor de ruedas girando. Me dio la
impresión de un mecanismo desordenado que había escapado a la acción represiva
y reguladora de su mecanismo de control… como si un retén se hubiera zafado de
su engranaje. Pero antes de que hubiera tenido tiempo para esbozar otras
conjeturas sobre su origen mi atención se vio atrapada por un movimiento
extraño del autómata. Una convulsión débil pero continua pareció haberse
posesionado de él. El cuerpo y la cabeza se sacudían como si fuera un hombre
con perlesía o frío intenso y el movimiento fue aumentando a cada instante hasta
que la figura entera se agitó con violencia. Saltó súbitamente sobre los pies y
con un movimiento tan rápido que fue difícil seguir con los ojos se lanzó sobre
la mesa y la silla, con los dos brazos extendidos por completo… la postura de
un nadador antes de zambullirse. Moxon trató de retroceder fuera de su alcance
pero lo hizo con demasiada lentitud: vi las horribles manos de la criatura
cerrarse sobre su garganta, y sus manos aferradas a las muñecas metálicas.
Cuando la mesa se dio vuelta la vela cayó al piso y se apagó, y todo fue
oscuridad. Pero el ruido de lucha era espantosamente nítido, y lo más terrible
de todo eran los roncos, chirriantes sonidos emitidos por un hombre
estrangulado que intentaba respirar. Guiado por el infernal alboroto me lancé
al rescate de mi amigo, pero es muy difícil avanzar rápidamente en la
oscuridad; de golpe todo el cuarto se iluminó con un enceguecedor resplandor
blanco que fijó en mi cerebro y mi corazón la vívida imagen de los combatientes
en el piso, Moxon abajo, su garganta aún bajo las garras de esas manos de
hierro, con la cabeza forzada hacia atrás, los ojos desorbitados, la boca
totalmente abierta y la lengua afuera; mientras que -¡horrible contraste!- una
expresión de tranquilidad y profunda meditación aparecía en la cara pintada de
su asesino, ¡como si estuviera solucionando un problema de ajedrez! Eso fue lo
que vi, luego todo fue oscuridad y silencio.
Tres días más tarde recobré la conciencia en un hospital.
Mientras el recuerdo de la trágica noche volvía a mi dolida cabeza reconocí en
mi cuidador al operario confidencial de Moxon, ese tal Haley. Respondiendo a mi
mirada se aproximó, sonriendo.
-Cuéntemelo todo -logré decir con voz débil-, todo lo que
ocurrió.
-En realidad -dijo- ha estado inconsciente desde el incendio de
la casa… de Moxon. Nadie sabe qué hacía usted allí. Tendrá que dar algunas
explicaciones. El origen del fuego también es misterioso. Mi idea es que la
casa fue golpeada por un rayo.
-¿Y Moxon?
-Ayer lo enterraron… lo que quedaba de él.
Aparentemente esta persona reticente podía abrirse en ocasiones;
mientras transmitía estas horrendas informaciones a un enfermo se le veía muy
amable. Después de un momento de punzante sufrimiento mental aventuré otra
pregunta:
-¿Quién me rescató?
-Bueno, si eso le interesa… yo lo hice.
-Muchas gracias, señor Haley, y Dios lo bendiga por eso. ¿Ha
usted rescatado también al encantador producto de su habilidad, el jugador de
ajedrez autómata que asesinó a su inventor?
El hombre permaneció en silencio un largo tiempo, sin mirarme.
Luego giró la cabeza y dijo gravemente:
-¿Usted lo sabe todo?
-Sí -repliqué-, vi cómo estrangulaba a Moxon.
Eso fue hace muchos años. Si tuviera que responder hoy a la
misma pregunta estaría mucho menos seguro.
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