El
espectro és un conte preciós. Hi ha alguna cosa més enllà de la Vida? L’amor, Quiroga ens parla d’un amor més enllà de la
mort.
NOTA : 4,5/5
El espectro
(1878-1937)
Todas
las noches, en el Grand Splendid de Santa Fe, Enid y yo asistimos a los
estrenos cinematográficos. Ni borrascas ni noches de hielo nos han impedido
introducirnos, a las diez en punto, en la tibia penumbra del teatro. Allí,
desde uno u otro palco, seguimos las historias del film con un mutismo y un
interés tales, que podrían llamar sobre nosotros la atención, de ser otras las
circunstancias en que actuamos.
Desde
uno u otro palco, he dicho; pues su ubicación nos es indiferente. Y aunque la
misma localidad llegue a faltarnos alguna noche, por estar el Splendid en
pleno, nos instalamos, mudos y atentos siempre a la representación, en un palco
cualquiera ya ocupado. No estorbamos, creo; o, por lo menos, de un modo
sensible. Desde el fondo del palco, o entre la chica del antepecho y el novio
adherido a su nuca, Enid y yo, aparte del mundo que nos rodea, somos todo ojos
hacia la pantalla. Y si en verdad alguno, con escalofríos de inquietud cuyo
origen no alcanza a comprender, vuelve a veces la cabeza para ver lo que no
puede, o siente un soplo helado que no se explica en la cálida atmósfera,
nuestra presencia de intrusos no es nunca notada; pues preciso es advertir
ahora que Enid y yo estamos muertos.
De
todas las mujeres que conocí en el mundo vivo, ninguna produjo en mí el efecto
que Enid. La impresión fue tan fuerte que la imagen y el recuerdo mismo de
todas las mujeres se borró. En mi alma se hizo de noche, donde se alzó un solo
astro imperecedero: Enid. La sola posibilidad de que sus ojos llegaran a mirarme
sin indiferencia, deteníame bruscamente el corazón . Y ante la idea de que
alguna vez podía ser mía, la mandíbula me temblaba. ¡Enid!
Tenía
ella entonces, cuando vivíamos en el mundo, la más divina belleza que la
epopeya del cine ha lanzado a miles de leguas y expuesto a la mirada fija de
los hombres. Sus ojos, sobre todo, fueron únicos; y jamás terciopelo de mirada
tuvo un marco de pestañas como los ojos de Enid; terciopelo azul, húmedo y
reposado, como la felicidad que sollozaba en ella.
La
desdicha me puso ante ella cuando ya estaba casada.
No
es ahora del caso ocultar nombres. Todos recuerdan a Duncan Wyoming, el
extraordinario actor que, comenzando su carrera al mismo tiempo que William
Hart, tuvo, como éste y a la par de éste, las mismas hondas virtudes de
interpretación viril. Hart ha dado al cine todo lo que podíamos esperar de él,
y es un astro que cae. De Wyoming, en cambio, no sabemos lo que podíamos haber
visto, cuando apenas en el comienzo de su breve y fantástica carrera creó -como
contraste con el empalagoso héroe actual- el tipo de varón rudo, áspero, feo,
negligente y cuanto se quiera, pero hombre de la cabeza a los pies, por la
sobriedad, el empuje y el carácter distintivos del sexo.
Hart
prosiguió actuando y ya lo hemos visto.
Wyoming
nos fue arrebatado en la flor de la edad, en instantes en que daba fin a dos
cintas extraordinarias, según informes de la empresa: El Páramo y Más
allá de lo que se ve. Pero el encanto -la absorción de todos los
sentimientos de un hombre- que ejerció sobre mí Enid, no tuvo sino una
amargura: Wyoming, que era su marido, era también mi mejor amigo.
Habíamos
pasado dos años sin vernos con Duncan; él, ocupado en sus trabajos de cine, y
yo en los míos de literatura. Cuando volví a hallarlo en Hollywood, ya estaba casado.
-Aquí
tienes a mi mujer -me dijo echándomela en los brazos.
Y
a ella:
-Apriétalo
bien, porque no tendrás un amigo como Grant. Y bésalo, si quieres.
No
me besó, pero al contacto con su melena en mi cuello, sentí en el escalofrío de
todos mis nervios que jamás podría yo ser un hermano para aquella mujer.
Vivimos
dos meses juntos en el Canadá, y no es difícil comprender mi estado de alma
respecto de Enid. Pero ni en una palabra, ni en un movimiento, ni en un gesto
me vendí ante Wyoming. Sólo ella leía en mi mirada, por tranquila que fuera,
cuán profundamente la deseaba.
Amor,
deseo… Una y otra cosa eran en mí gemelas, agudas y mezcladas; porque si la
deseaba con todas las fuerzas de mi alma incorpórea, la adoraba con todo el
torrente de mi sangre substancial.
Duncan
no lo veía. ¿Cómo podía verlo?
A
la entrada del invierno regresamos a Hollywood, y Wyoming cayó entonces con el
ataque de gripe que debía costarle la vida. Dejaba a su viuda con fortuna y sin
hijos. Pero no estaba tranquilo, por la soledad en que quedaba su mujer.
—
No
es la situación económica -me decía-, sino el desamparo moral. Y en este
infierno del cine…
En
el momento de morir, bajándonos a su mujer y a mí hasta la almohada, y con voz
ya difícil:
—
Confíate
a Grant, Enid… Mientras lo tengas a él, no temas nada. Y tú, viejo amigo, vela
por ella. Sé su hermano…No, no prometas. Ahora puedo ya pasar al otro lado…
Nada
de nuevo en el dolor de Enid y el mío. A los siete días regresábamos al Canadá,
a la misma choza estival que un mes antes nos había visto a los tres cenar ante
la carpa. Como entonces, Enid miraba ahora el fuego, achuchada por el sereno
glacial, mientras yo, de pie, la contemplaba. Y Duncan no estaba más.
Debo
decirlo: en la muerte de Wyoming yo no vi sino la liberación de la terrible
águila enjaulada en nuestro corazón, que es el deseo de una mujer a nuestro
lado que no se puede tocar. Yo había sido el mejor amigo de Wyoming, y mientras
él vivió, el águila no deseó su sangre; se alimentó -la alimenté- con la mía
propia. Pero entre él y yo se había levantado algo más consistente que una
sombra. Su mujer fue, mientras él vivió -y lo hubiera sido eternamente-,
intangible para mí. Pero él había muerto. No podía Wyoming exigirme el
sacrificio de la Vida en que él acababa de fracasar. Y Enid era mi vida, mi
porvenir, mi aliento y mi ansia de vivir, que nadie, ni Duncan -mi amigo
íntimo, pero muerto-, podía negarme.
Vela
por ella… ¡Sí, más dándole lo que él le había restado al perder su turno: la
adoración de una vida entera consagrada a ella!
Durante
dos meses, a su lado de día y de noche, velé por ella como un hermano. Pero al
tercero caí a sus pies.
Enid
me miró inmóvil, y seguramente subieron a su memoria los últimos instantes de
Wyoming, porque me rechazó violentamente. Pero yo no quité la cabeza de su
falda.
—
Te amo, Enid —le dije—. Sin ti me muero.
—
¡Tú, Guillermo! —murmuró ella—. ¡Es horrible oírte decir esto!
—
Todo lo que quieras -repliqué-. Pero te amo inmensamente.
—
¡Cállate, cállate!
—
Y te he amado siempre… Ya lo sabes…
—
¡No, no sé!
—
Sí, lo sabes.
Enid
me apartaba siempre, y yo resistía con la cabeza entre sus rodillas.
—
Dime que lo sabías…
—¡No,
cállate! Estamos profanando…
—
Dime que lo sabías…
—
¡Guillermo!
—
Dime solamente que sabías que siempre te he querido…
Sus
brazos se rindieron cansados, y yo levanté la cabeza. Encontré sus ojos al
instante, un solo instante, antes que Enid se doblegara a llorar sobre sus
propias rodillas.
La
dejé sola; y cuando una hora después volví a entrar, blanco de nieve, nadie
hubiera sospechado, al ver nuestro simulado y tranquilo afecto de todos los
días, que acabábamos de tender, hasta hacerlas sangrar, las cuerdas de nuestros
corazones.
Porque
en la alianza de Enid y Wyoming no había habido nunca amor. Faltóle siempre una
llamarada de insensatez, extravío, injusticia — la llama de pasión que quema la
moral entera de un hombre y abrasa a la mujer en largos sollozos de fuego—.
Enid había querido a su esposo, nada más; y lo había querido, nada más que
querido ante mí, que era la cálida sombra de su corazón, donde ardía lo que no
le llegaba de Wyoming, y donde ella sabía iba a refugiarse todo lo que de ella
no alcanzaba hasta él.
La
muerte, luego, dejando hueco que yo debía llenar con el afecto de un hermano…
¡De hermano, a ella, Enid, que era mi sola sed de dicha en el inmenso mundo!
A
los tres días de la escena que acabo de relatar regresamos a Hollywood. Y un
mes más tarde se repetía exactamente la situación: yo de nuevo a los pies de
Enid con la cabeza en sus rodillas, y ella queriendo evitarlo.
—
Te amo cada día más, Enid…
—
¡Guillermo!
—
Dime que algún día me querrás.
—¡No!
—
Dime solamente que estás convencida de cuánto te amo.
—
¡No!
—Dímelo.
—
¡Déjame! ¿No ves que me estás haciendo sufrir de un modo horrible?
Y
al sentirme temblar mudo sobre el altar de sus rodillas, bruscamente me levantó
la cara entre las manos:
—
¡Pero déjame, te digo! ¡Déjame! ¿No ves que también te quiero con toda el alma
y que estamos cometiendo un crimen?
Cuatro
meses justos, ciento veinte días transcurridos apenas desde la muerte del
hombre que ella amó, del amigo que me había interpuesto como un velo protector
entre su mujer y un nuevo amor…
Abrevio.
Tan hondo y compenetrado fue el nuestro, que aún hoy me pregunto con asombro
qué finalidad absurda pudieron haber tenido nuestras vidas de no habernos
encontrado por bajo de los brazos de Wyoming.
Una
noche -estábamos en Nueva York- me enteré que se pasaba por fin El
páramo, una de las dos cintas de que he hablado, y cuyo estreno se esperaba
con ansiedad. Yo también tenía el más vivo interés de verla, y se lo propuse a
Enid. ¿Por qué no?
Un
largo rato nos miramos; una eternidad de silencio, durante el cual el recuerdo
galopó hacia atrás entre derrumbamiento de nieve y caras agónicas. Pero la
mirada de Enid era la vida misma, y presto entre el terciopelo húmedo de sus
ojos y los míos no medió sino la dicha convulsiva de adorarnos. ¡Y nada más!
Fuimos
al Metropole, y desde la penumbra rojiza del palco vimos aparecer, enorme y con
el rostro más blanco que la hora de morir, a Duncan Wyoming. Sentí temblar bajo
mi mano el brazo de Enid.
¡Duncan!
Sus
mismos gestos eran aquéllos. Su misma sonrisa confiada era la de sus labios.
Era su misma enérgica figura la que se deslizaba adherida a la pantalla. Y a
veinte metros de él, era su misma mujer la que estaba bajo los dedos del amigo
íntimo…
Mientras
la sala estuvo a obscuras, ni Enid ni yo pronunciamos una palabra ni dejamos un
instante de mirar. Largas lágrimas rodaban por sus mejillas, y me sonreía. Me
sonreía sin tratar de ocultarme sus lágrimas.
—
Sí, comprendo, amor mío… — murmuré, con los labios sobre el extremo de sus
pieles, que, siendo un obscuro detalle de su traje, era asimismo toda su
persona idolatrada—. Comprendo, pero no nos rindamos… ¿Sí?… Así olvidaremos…
Por
toda respuesta, Enid, sonriéndome siempre, se recogió muda a mi cuello.
A
la noche siguiente volvimos. ¿Qué debíamos olvidar? La presencia del otro,
vibrante en el haz de luz que lo transportaba a la pantalla palpitante de la
vida; su inconsciencia de la situación; su confianza en la mujer y el amigo;
esto era precisamente a lo que debíamos acostumbrarnos.
Una
y otra noche, siempre atentos a los personajes, asistimos al éxito creciente
de El páramo.
La
actuación de Wyoming era sobresaliente y se desarrollaba en un drama de brutal
energía: una pequeña parte de los bosques del Canadá y el resto en la misma
Nueva York. La situación central constituíala una escena en que Wyoming, herido
en la lucha con un hombre, tiene bruscamente la revelación del amor de su mujer
por ese hombre, a quien él acaba de matar por motivos aparte de este amor.
Wyoming acababa de atarse un pañuelo a la frente. Y tendido en el diván,
jadeando aún de fatiga, asistía a la desesperación de su mujer sobre el cadáver
del amante.
Pocas
veces la revelación del derrumbe, la desolación y el odio han subido al rostro
humano con más violenta claridad que en esa circunstancia a los ojos de
Wyoming. La dirección del film había exprimido hasta la tortura aquel prodigio
de expresión, y la escena se sostenía un infinito número de segundos, cuando
uno solo bastaba para mostrar al rojo blanco la crisis de un corazón en aquel
estado.
Enid
y yo, juntos e inmóviles en la obscuridad, admirábamos como nadie al muerto
amigo, cuyas pestañas nos tocaban casi cuando Wyoming venía desde el fondo a
llenar él solo la pantalla. Y al alejarse de nuevo a la escena del conjunto, la
sala entera parecía estirarse en perspectiva. Y Enid y yo, con un ligero
vértigo por este juego, sentíamos aún el roce de los cabellos de Duncan que
habían llegado a rozarnos.
¿Por
qué continuábamos yendo al Metropole? ¿Qué desviación de nuestras conciencias
nos llevaba allá noche a noche a empapar en sangre nuestro amor inmaculado?
¿Qué presagio nos arrastraba como a sonámbulos ante una acusación alucinante
que no se dirigía a nosotros, puesto que los ojos de Wyoming estaban vueltos al
otro lado?
¿A
dónde miraban? No sé a dónde, a un palco cualquiera de nuestra izquierda. Pero
una noche noté, lo sentí en la raíz de los cabellos, que los ojos se estaban
volviendo hacia nosotros. Enid debió de notarlo también, porque sentí bajo mi
mano la honda sacudida de sus hombros.
Hay
leyes naturales, principios físicos que nos enseñan cuán fría magia es ésa de
los espectros fotográficos danzando en la pantalla, remedando hasta en los más
íntimos detalles una vida que se perdió. Esa alucinación en blanco y negro es
sólo la persistencia helada de un instante, el relieve inmutable de un segundo
vital. Más fácil nos sería ver a nuestro lado a un muerto que deja la tumba
para acompañarnos, que percibir el más leve cambio en el rostro lívido de un
film.
Perfectamente.
Pero a despecho de las leyes y los principios, Wyoming nos estaba viendo. Si
para la sala, El páramo era una ficción novelesca, y Wyoming
vivía sólo por una ironía de la luz; si no era más que un frente eléctrico de
lámina sin costados ni fondo, para nosotros -Wyoming, Enid y yo- la escena
filmada vivía flagrante, pero no en la pantalla, sino en un palco, donde
nuestro amor sin culpa se transformaba en monstruosa infidelidad ante el marido
vivo….
¿Farsa
del actor? ¿Odio fingido por Duncan ante aquel cuadro de El páramo?
¡No!
Allí estaba la brutal revelación; la tierna esposa y el amigo íntimo en la sala
de espectáculos, riéndose, con las cabezas juntas, de la confianza depositada
en ellos…
Pero
no nos reíamos, porque noche a noche, palco tras palco, la mirada se iba
volviendo cada vez más a nosotros.
-¡Falta
un poco aún!… -me decía yo.
-Mañana
será… -pensaba Enid.
Mientras
el Metropole ardía de luz, el mundo real de las leyes físicas se apoderaba de
nosotros y respirábamos profundamente.
Pero
en la brusca cesación de luz, que como un golpe sentíamos dolorosamente en los
nervios, el drama espectral nos cogía otra vez.
A
mil leguas de Nueva York, encajonado bajo tierra, estaba tendido sin ojos
Duncan Wyoming. Mas su sorpresa ante el frenético olvido de Enid, su ira y su
venganza estaban vivas allí, encendiendo el rastro químico de Wyoming,
moviéndose en sus ojos vivos, que acababan, por fin, de fijarse en los
nuestros.
Enid
ahogó un grito y se abrazó desesperadamente a mí.
—
¡Guillermo!
—
Cállate, por favor…
—
¡Es que ahora acaba de bajar una pierna del diván!
Sentí
que la piel de la espalda se me erizaba, y miré:
Con
lentitud de fiera y los ojos clavados sobre nosotros, Wyoming se incorporaba
del diván. Enid y yo lo vimos levantarse, avanzar hacia nosotros desde el fondo
de la escena, llegar al monstruoso primer plano… Un fulgor deslumbrante nos
cegó, al tiempo que Enid lanzaba un grito.
La
cinta acababa de quemarse.
Mas,
en la sala iluminada las cabezas todas estaban vueltas hacia nosotros. Algunos
se incorporaron en el asiento a ver lo que pasaba.
—
La señora está enferma; parece una muerta —dijo alguno en la platea.
—
Más muerto parece él -agregó otro.
¿Qué
más? Nada, sino que en todo el día siguiente Enid y yo no nos vimos. Únicamente
al mirarnos por primera vez de noche para dirigirnos al Metropole, Enid tenía
ya en sus pupilas profundas la tiniebla del más allá, y yo tenía un revólver en
el bolsillo.
No
sé si alguno en la sala reconoció en nosotros a los enfermos de la noche
anterior. La luz se apagó, se encendió y tornó a apagarse, sin que lograra
reposarse una sola idea normal en el cerebro de Guillermo Grant, y sin que los
dedos crispados de este hombre abandonaran un instante el gatillo.
Yo
fui toda la vida dueño de mí. Lo fui hasta la noche anterior, cuando contra
toda justicia un frío espectro que desempeñaba su función fotográfica de todos
los días crió dedos estranguladores para dirigirse a un palco a terminar el
film.
Como
en la noche anterior, nadie notaba en la pantalla algo anormal, y es evidente
que Wyoming continuaba jadeante adherido al diván. Pero Enid —¡Enid entre mis
brazos!— tenía la cara vuelta a la luz, pronta para gritar… ¡Cuando Wyoming se
incorporó por fin!
Yo
lo vi adelantarse, crecer, llegar al borde mismo de la pantalla, sin apartar la
mirada de la mía. Lo vi desprenderse, venir hacia nosotros en el haz de luz;
venir en el aire por sobre las cabezas de la platea, alzándose, llegar hasta
nosotros con la cabeza vendada. Lo vi extender las zarpas de sus dedos… a
tiempo que Enid lanzaba un horrible alarido, de esos en que con una cuerda
vocal se ha rasgado la razón entera, e hice fuego.
No
puedo decir qué pasó en el primer instante. Pero en pos de los primeros
momentos de confusión y de humo, me vi con el cuerpo colgado fuera del
antepecho, muerto.
Desde
el instante en que Wyoming se había incorporado en el diván, dirigí el cañón
del revólver a su cabeza. Lo recuerdo con toda nitidez. Y era yo quien había
recibido la bala en la sien.
Estoy
completamente seguro de que quise dirigir el arma contra Duncan. Solamente que,
creyendo apuntar al asesino, en realidad apuntaba contra mí mismo. Fue un
error, una simple equivocación, nada más; pero que me costó la vida.
Tres
días después Enid quedaba a su vez desalojada de este mundo. Y aquí concluye
nuestro idilio.
Pero
no ha concluido aún. No son suficientes un tiro y un espectro para desvanecer
un amor como el nuestro. Más allá de la muerte, de la vida y de sus rencores,
Enid y yo nos hemos encontrado. Invisibles dentro del mundo vivo, Enid y yo
estamos siempre juntos, esperando el anuncio de otro estreno cinematográfico.
Hemos
recorrido el mundo. Todo es posible esperar menos que el más leve incidente de
un film pase inadvertido a nuestros ojos. No hemos vuelto a ver más El
páramo. La actuación de Wyoming en él no puede ya depararnos sorpresas,
fuera de las que tan dolorosamente pagamos.
Ahora
nuestra esperanza está puesta en Más allá de lo que se ve. Desde
hace siete años la empresa filmadora anuncia su estreno y hace siete años que
Enid y yo esperamos. Duncan es su protagonista; pero no estaremos más en el
palco, por lo menos en las condiciones en que fuimos vencidos. En las presentes
circunstancias, Duncan puede cometer un error que nos permita entrar de nuevo
en el mundo visible, del mismo modo que nuestras personas vivas, hace siete
años, le permitieron animar la helada lámina de su film.
Enid
y yo ocupamos ahora, en la niebla invisible de lo incorpóreo, el sitio
privilegiado de acecho que fue toda la fuerza de Wyoming en el drama anterior.
Si sus celos persisten todavía, si se equivoca al vernos y hace en la tumba el
menor movimiento hacia afuera, nosotros nos aprovecharemos. La cortina que
separa la vida de la muerte no se ha descorrido únicamente en su favor, y el
camino está entreabierto. Entre la Nada que ha disuelto lo que fue Wyoming, y
su eléctrica resurrección, queda un espacio vacío. Al más leve movimiento que
efectúe el actor, apenas se desprenda de la pantalla, Enid y yo nos
deslizaremos como por una fisura en el tenebroso corredor. Pero no seguiremos
el camino hacia el sepulcro de Wyoming; iremos hacia la Vida, entraremos en
ella de nuevo. Y es el mundo cálido del que estamos expulsados, el amor
tangible y vibrante de cada sentido humano, lo que nos espera entonces a Enid y
a mí.
Dentro
de un mes o de un año, ella llegará. Sólo nos inquieta la posibilidad de
que Más allá de lo que se ve se estrene bajo otro nombre, como
es costumbre en esta ciudad. Para evitarlo, no perdemos un estreno. Noche a
noche entramos a las diez en punto en el Gran Splendid, donde nos instalamos en
un palco vacío o ya ocupado, indiferentemente.
FIN
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