Cuento de Navidad
Vladimir Nabokov
Rusia: 1899-1977
Se hizo el silencio. La luz de la lámpara iluminaba
despiadadamente el rostro mofletudo del joven Anton Golïy, vestido con la
tradicional blusa rusa campesina abotonada a un lado bajo su chaqueta negra,
quien, nervioso y sin mirar a nadie, se disponía a recoger del suelo las
páginas de su manuscrito que había desperdigado aquí y allá mientras leía. Su
mentor, el crítico de Realidad Roja,
miraba el suelo mientras se palpaba los bolsillos buscando una cerilla. También
el escritor Novodvortsev guardaba silencio, pero el suyo era un silencio
distinto, venerable. Con sus anteojos prominentes, su frente excepcionalmente
grande y dos mechones ralos colocados de través sobre la calva tratando de
ocultarla, estaba sentado con los ojos cerrados como si todavía siguiera
escuchando, con las piernas cruzadas sobre una mano embutida entre la rodilla y
una de las lorzas de su muslo. No era la primera vez que se veía sometido a
este tipo de sesiones con sedicentes novelistas rústicos, ansiosos y tristes. Y
tampoco era la primera vez que había detectado en sus inmaduras narrativas,
ecos -que habían pasado inadvertidos para los críticos- de sus veinticinco años
de escritura, porque la historia de Golïy era un torpe refrito de uno de sus
propios temas, el de El filo, una
novela corta que había compuesto lleno de esperanza y de entusiasmo, y cuya
publicación el pasado año no había logrado en absoluto acrecentar su segura
aunque pálida reputación.
El crítico encendió un cigarrillo. Golïy, sin alzar la
vista, guardó el manuscrito en su cartera. Pero su anfitrión se mantenía en
silencio, no porque no supiera cómo enjuiciar el relato, sino porque esperaba,
dócil y también aburrido, que el crítico finalmente se decidiera a pronunciar
las frases que él, Novodvortsev, no se atrevía ni siquiera a insinuar: que el
argumento era un tema de Novodvortsev, que también procedía de Novodvortsev la
imagen aquella del personaje principal, un tipo taciturno, dedicado en cuerpo y
alma a su padre, un hombre trabajador, que logra una victoria psicológica sobre
su adversario, el despreciable intelectual, no tanto en razón de su educación,
sino gracias a una especie de serena fuerza interior. Pero el crítico encorvado
en el sillón de cuero como un gran pájaro melancólico se empecinaba
desesperadamente en su silencio.
Cuando Novodvortsev se dio cuenta de que una vez más no iba
a oír las palabras esperadas, mientras trataba de concentrar su pensamiento en
el hecho de que, después de todo, el aspirante a escritor había ido hasta él, y
no hasta Neverov, para solicitar su opinión, cambió de postura, volvió a cruzar
las piernas metiendo la mano entre las mismas, y dijo con toda seriedad:
“Veamos”, pero al observar la vena que se hinchaba en la frente de Golïy,
cambió de tono y siguió hablando con voz tranquila y controlada. Dijo que la
historia estaba sólidamente construida, que el poder de lo colectivo se
advertía en el episodio en el que los campesinos empiezan a construir una
escuela con sus propios medios; que, en la descripción del amor que Pyotr
siente por Anyuta, había ciertas imperfecciones de estilo que no lograban
acallar sin embargo el reclamo poderoso de la primavera y la urgencia del deseo
y, mientras hablaba, no dejaba de recordar por alguna razón que había escrito a
aquel crítico recientemente, para recordarle que su vigésimo quinto aniversario
como escritor era en enero, pero que le rogaba categóricamente que no se
organizara ninguna conmemoración, teniendo en cuenta que sus años de dedicación
al sindicato todavía no habían acabado…
-En cuanto al tipo de intelectual que has creado, no acaba
de ser convincente -decía-. No logras transmitir la sensación de que está
condenado…
El crítico seguía sin decir nada. Era un hombre pelirrojo,
enjuto y decrépito, del que se decía que estaba tuberculoso, pero que
probablemente era más fuerte que un toro. Le había contestado, también por carta,
que aprobaba la decisión de Novodvortsev, y allí se había acabado el asunto.
Debía de haber traído a Golïy como compensación secreta… Novodvortsev se sintió
de improviso tan triste -no herido, sólo triste- que dejó de hablar de pronto y
empezó a limpiar las gafas con el pañuelo, dejando al descubierto unos ojos muy
bondadosos.
El crítico se puso en pie.
-¿Adónde vas? Todavía es temprano -dijo Novodvorstsev,
levantándose a su vez. Anton Goïly se aclaró la garganta y apretó su cartera
contra el costado.
-Será un escritor, no hay duda alguna -dijo el crítico con
indiferencia, vagando por el cuarto y apuñalando el aire con su cigarrillo ya
acabado. Canturreaba entre dientes, con cierto tono de asperidad, se inclinó
sobre la mesa de trabajo y luego se quedó un rato mirando una estantería donde
una edición respetable de Das Kapital ocupaba
su lugar entre un volumen gastado de Leonid Andreyev y un tomo anónimo sin
encuadernar; finalmente, con el mismo paso cansino, se acercó a la ventana y
abrió la cortina azul.
-Venga a verme alguna vez -decía mientras tanto Novodvortsev
a Anton Golïy, que primero se inclinó a saludarle con torpeza para después
erguirse como con altanería-. Cuando escriba algo nuevo, tráigamelo.
-Una buena nevada -dijo el crítico, dejando caer la
cortina-. Por cierto, hoy es Nochebuena.
Y se puso a buscar distraído su sombrero y su abrigo.
-En los viejos tiempos, al llegar estas fechas tú y tus
colegas hubieran estado produciendo a marchas forzadas manuscritos navideños…
-Yo no -dijo Novodvortsev.
El crítico se rió entre dientes.
-Es una lástima. Deberías escribir un cuento de Navidad. En
el nuevo estilo.
Anton Golïy tosió en su pañuelo.
-En otro tiempo lo hicimos… -empezó con voz ronca, gutural,
pero luego carraspeó.
-Lo digo en serio -siguió el crítico, embutiéndose en el
abrigo-. Se puede inventar algo inteligente… Gracias, pero ya son…
-En otro tiempo -dijo Anton Golïy-. Lo hicimos. Un maestro.
Un maestro que… Se le metió en la cabeza hacer un árbol de Navidad para los
niños. En la cima. Colocó una estrella roja.
-No, eso no sirve -dijo el crítico-. Es más bien severo para
un cuento. Tienes que darle un perfil más sutil. La lucha entre dos mundos
diferentes. Todo ello contra un fondo nevado.
-Hay que tener cuidado con los símbolos, en términos
generales -dijo sombrío Novodvortsev-. Tengo un vecino, un hombre muy recto,
miembro del partido, militante activo, y sin embargo utiliza expresiones como
“el Gólgota del Proletariado”…
Cuando sus huéspedes se hubieron ido se sentó en su mesa y
apoyó la cabeza en su gran mano blanca. Junto al tintero había algo que parecía
un vaso sencillo y cuadrado con tres plumas hincadas en una especie de caviar
de bolas azules. El objeto tenía unos diez o quince años: había sobrevivido
todos los tumultos, mundos enteros habían caído despedazados en torno de él,
pero ni una de aquellas bolas de cristal se había roto. Eligió una pluma,
dispuso una hoja de papel convenientemente, metió unas cuantas hojas más debajo
de la primera para escribir sobre una superficie más blanda…
-¿Pero sobre qué? -dijo Novodvortsev en voz alta, y a
continuación con el muslo hizo a un lado la silla y se puso a caminar por la
habitación. En su oído izquierdo sentía un zumbido insoportable.
El canalla aquel lo dijo con toda la intención, pensó, y
como si quisiera seguir los pasos del crítico fue hasta la ventana.
Tiene la pretensión de aconsejarme y de avisarme… Y ese tono
de mofa… Probablemente piensa que ya he perdido toda originalidad… Pues haré un
cuento de Navidad… Y entonces, él escribirá: “Estaba yo en su casa una noche y,
entre una cosa y otra, se me ocurrió sugerirle: Dmitri Dmitrievich, deberías
describir la lucha entre el viejo y el nuevo orden en el entorno de un nevado
cuento de Navidad. Podrías llevar hasta sus últimas consecuencias el tema que
apuntabas de forma tan extraordinaria en El
filo, ¿recuerdas el sueño de Tumanov? Ese es el tema al que me refiero… Y
precisamente aquella noche nació la obra que …”
La ventana daba a un patio. No se veía la luna… No,
pensándolo bien, sí que hay una especie de brillo que sale de detrás de aquella
chimenea. La leña estaba apilada en el patio, cubierta con una alfombra
reluciente de nieve. En una ventana resplandecía la cúpula verde de una
lámpara, alguien trabajaba en su mesa, y el ábaco relucía como si sus cuentas
estuvieran hechas de cristal de colores. De repente, en el más absoluto silencio,
unos copos de nieve cayeron del alero del tejado. Luego, de nuevo, un torpor
absoluto.
Sintió el cosquilleo de vacío que siempre presagiaba el
deseo y la urgencia de escribir. En este vacío algo estaba adquiriendo forma,
algo crecía. Una especie de nuevo cuento de Navidad… La misma nieve de siempre,
un conflicto totalmente nuevo…
Oyó unos pasos cautelosos al otro lado de la pared. Era su
vecino que volvía a casa, un tipo discreto y educado, comunista hasta la
médula. En una suerte de arrebato más o menos abstracto, con una deliciosa
sensación de confianza, Novodvortsev se volvió a sentar a la mesa. El tono, la
coloratura de la obra ya empezaban a tomar cuerpo. Sólo tenía que crear el
esqueleto, el tema. Un árbol de Navidad: ése era el comienzo. Se imaginó
ciertas familias, gente que en los viejos tiempos había sido importante, gente
que estaba aterrorizada, de mal humor, condenada (se los imaginaba con tanta
nitidez…), gente que con toda seguridad estaba ahora mismo colocando adornos de
papel en un abeto que habían cortado a hurtadillas en el bosque. En estos
tiempos ya no había dónde comprar aquellos adornos y oropeles, ya no se
apilaban los abetos a la sombra de San Isaac…
Alguien llamó a la puerta, un golpe amortiguado, como si se
hubiera cubierto los nudillos con un trozo de tela. La puerta se abrió unos
centímetros. Delicadamente, sin apenas meter la cabeza, el vecino le dijo: “¿Le
importaría prestarme una pluma? Si tiene alguna con la punta un poco roma, se
lo agradeceré”.
Novodvortsev se la dio.
-Muchísimas gracias -dijo el vecino, cerrando la puerta
silenciosamente.
Aquella interrupción insignificante rompió en cierta manera
la imagen que estaba madurando en su mente. Se acordó de que en Elfilo Tumanov sentía cierta nostalgia
por la pompa de las antiguas fiestas. Pero no buscaba ni quería una mera
repetición. Y en aquel momento pasó por su mente otro recuerdo inoportuno.
Recientemente, en una fiesta, había oído cómo una joven le decía a su marido:
“Te pareces mucho a Tumanov en varios aspectos”. Durante unos días se sintió
feliz. Pero luego conoció personalmente a la citada señora y el tal Tumanov
resultó ser el novio de su hermana. Y tampoco ésa había sido su primera
desilusión. Un crítico le había dicho que iba a escribir un artículo sobre
tumanovismo. Había algo que le adulaba infinitamente en ese ismo y también en
la t con la que la palabra comenzaba en ruso. El crítico, sin embargo, se había
ido al Cáucaso a estudiar a los poetas georgianos. Y, a pesar de todo, no podía
negar que Tumanov le había proporcionado ciertos momentos agradables. Por
ejemplo, una lista como la siguiente: “Gorky, Novodvortsev, Chirikov…”
En una autobiografía que acompañaba sus obras completas
(seis volúmenes con retrato del autor incluido) había contado cómo él, hijo de
padres humildes, se había abierto camino en el mundo. Su juventud, en realidad,
había sido feliz. Un vigor saludable, fe, éxito. Habían transcurrido
veinticinco años desde que una aburrida revista literaria publicara su primer
relato.
A Korolenko le había gustado su obra. Había sido arrestado
un par de veces. Habían cerrado un periódico por su culpa. Ahora sus
aspiraciones cívicas se habían visto cumplidas. Se sentía libre y cómodo entre
los escritores jóvenes que empezaban. Su nueva vida le satisfacía al máximo.
Seis volúmenes. Su nombre era conocido. Y sin embargo su fama era pálida,
pálida…
Saltó de nuevo mentalmente hasta la imagen del árbol de
Navidad y, bruscamente y sin aparente razón, se acordó del cuarto de estar de
la casa de unos comerciantes, de un gran volumen de artículos y poemas con
páginas de cantos dorados (una edición benéfica para los pobres) que de alguna
forma estaba relacionado con aquella casa, recordó también el árbol de Navidad
del cuarto de estar, la mujer que él amaba en aquel tiempo, y las luces del
árbol reflejándose como un temblor de cristal en sus ojos abiertos al coger una
mandarina de una de las ramas más altas. Habían transcurrido veinte años o
quizá más, cómo se fijaban en la memoria algunos detalles…
Disgustado, abandonó este recuerdo y se imaginó una vez más
esos viejos abetos más bien ralos que, en ese mismo momento, con toda
seguridad, se veían engalanados y decorados con adornos… Pero ahí no había
ningún relato, aunque siempre se le podía dar un ángulo sutil… Exiliados que
lloran en torno de un árbol de Navidad, engalanados con sus uniformes
impregnados de polilla, mirando al árbol sin dejar de llorar. En algún lugar de
París. Un viejo general rememora al recortar un ángel de cartón dorado cómo
solía abofetear a sus soldados… Pensó entonces en un general que había conocido
personalmente y que ahora estaba en el extranjero, y no había forma de
imaginárselo llorando arrodillado ante un árbol de Navidad…
“Pero, con todo, ahora voy por buen camino.” Dijo
Novodvortsev en voz alta, persiguiendo impaciente un pensamiento que se le
había escapado. Y entonces algo nuevo e inesperado empezó a tomar forma en su
imaginación: una ciudad europea, un pueblo bien alimentado, cubierto de pieles.
Un escaparate completamente iluminado. Tras él, un enorme árbol de Navidad de
cuyas ramas cuelgan frutas carísimas y en cuya base se amontonan muchos
jamones. Símbolo de bienestar. Y delante del escaparate, en la acera helada…
Todo nervioso, pero nervioso con la excitación del triunfo,
sintiendo que había encontrado la clave única y necesaria, que iba a componer
algo exquisito, que iba a describir como nadie lo había hecho antes la colisión
de dos clases, de dos mundos, empezó a escribir. Escribió acerca del árbol
opulento en el escaparate descaradamente iluminado y del trabajador hambriento,
víctima del paro, mirando aquel árbol con mirada severa y sombría.
“El insolente árbol de Navidad -escribió Novodyortsev- ardía
con todos y cada uno de los colores del arco iris.”
FIN
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