El rastro de tu sangre en la nieve... commocionat, aquest relat m'ha commocionat! És preciós! M'ha deixat amb la mateixa ràbia al cor que el protagonista i ara, amb el tast amarg encara en la retina i trist com les restes d'una barca sobre la sorra, emprenc la ressenya. La mort és una lladre ambiciosa i l'autor ho sap: Un rastre de miler de quilòmetres per arribar al crit de la mort en un escenari aliè, en un mes gèlid i gris i sota un cel sense ombres. Trobe en aquest relat els aires del romanticisme gòtic que tant m'agrada. El rastro de tu sangre en la nieve és l'últim dels "Doce cuentos peregrinos". Tracta temes com la sexualitat o l'amor adolescent però en conjunt el conte ens parla del destí. Finalment remarcar el nom de la protagonista; Nena Daconte sobrenom del projecte musical de la cantant i compositora espanyola Mai Meneses.
El rastro de tu sangre en la nieve
Gabriel García Marquez
(Colombia 1928 - México DF, 2014)
Al
anochecer, cuando llegaron a la frontera, Nena Daconte se dio cuenta de que el
dedo con el anillo de bodas le seguía sangrando. El guardia civil con una manta
de lana cruda sobre el tricornio de charol examinó los pasaportes a la luz de
una linterna de carburo, haciendo un grande esfuerzo para que no lo derribara
la presión del viento que soplaba de los Pirineos. Aunque eran dos pasaportes
diplomáticos en regla, el guardia levantó la linterna para comprobar que los
retratos se parecían a las caras. Nena Daconte era casi una niña, con unos ojos
de pájaro feliz y una piel de melaza que todavía irradiaba la resolana del
Caribe en el lúgubre anochecer de enero, y estaba arropada hasta el cuello con
un abrigo de nucas de visón que no podía comprarse con el sueldo de un año de
toda la guarnición fronteriza. Billy Sánchez de Ávila, su marido, que conducía
el coche, era un año menor que ella, y casi tan bello, y llevaba una chaqueta
de cuadros escoceses y una gorra de pelotero. Al contrario de su esposa, era
alto y atlético y tenía las mandíbulas de hierro de los matones tímidos. Pero
lo que revelaba mejor la condición de ambos era el automóvil platinado, cuyo
interior exhalaba un aliento de bestia viva, como no se había visto otro por
aquella frontera de pobres. Los asientos posteriores iban atiborrados de
maletas demasiado nuevas y muchas cajas de regalos todavía sin abrir. Ahí
estaba, además, el saxofón tenor que había sido la pasión dominante en la vida
de Nena Daconte antes de que sucumbiera al amor contrariado de su tierno
pandillero de balneario.
Cuando
el guardia le devolvió los pasaportes sellados, Billy Sánchez le preguntó dónde
podía encontrar una farmacia para hacerle una cura en el dedo a su mujer, y el
guardia le gritó contra e1 viento que preguntaran en Indaya, del lado francés.
Pero los guardias de Hendaya estaban sentados a la mesa en mangas de camisa,
jugando barajas mientras comían pan mojado en tazones de vino dentro de una
garita de cristal cálida y bien alumbrada, y les bastó con ver el tamaño y la
clase del coche para indicarles por señas que se internaran en Francia. Billy
Sánchez hizo sonar varias veces la bocina, pero los guardias no entendieron que
los llamaban, sino que uno de ellos abrió el cristal y les gritó con más rabia
que el viento:
-Merde!
Allez-vous-en!
Entonces
Nena Daconte salió del automóvil envuelta con el abrigo hasta las orejas, y le
preguntó al guardia en un francés perfecto dónde había una farmacia. El guardia
contestó por costumbre con la boca llena de pan que eso no era asunto suyo. Y
menos con semejante borrasca, y cerró la ventanilla. Pero luego se fijó con
atención en la muchacha que se chupaba el dedo herido envuelta en el destello
de los visones naturales, y debió confundirla con una aparición mágica en
aquella noche de espantos, porque al instante cambió de humor. Explicó que la
ciudad más cercana era Biarritz, pero que en pleno invierno y con aquel viento
de lobos, tal vez no hubiera una farmacia abierta hasta Bayona, un poco más
adelante.
-¿Es
algo grave? -preguntó.
-Nada
-sonrió Nena Daconte, mostrándole el dedo con la sortija de diamantes en cuya
yema era apenas perceptible la herida de la rosa-. Es sólo un pinchazo.
Antes
de Bayona volvió a nevar. No eran más de las siete, pero encontraron las calles
desiertas y las casas cerradas por la furia de la borrasca, y al cabo de muchas
vueltas sin encontrar una farmacia decidieron seguir adelante. Billy Sánchez se
alegró con la decisión. Tenía una pasión insaciable por los automóviles raros y
un papá con demasiados sentimientos de culpa y recursos de sobra para
complacerlo, y nunca había conducido nada igual a aquel Bentley convertible de
regalo de bodas. Era tanta su embriaguez en el volante, que cuanto más andaba
menos cansado se sentía. Estaba dispuesto a llegar esa noche a Burdeos, donde
tenían reservada la suite nupcial del hotel Splendid, y no habría vientos
contrarios ni bastante nieve en el cielo para impedirlo. Nena Daconte, en
cambio, estaba agotada, sobre todo por el último tramo de la carretera desde
Madrid, que era una cornisa de cabras azotada por el granizo. Así que después
de Bayona se enrolló un pañuelo en el anular apretándolo bien para detener la
sangre que seguía fluyendo, y se durmió a fondo. Billy Sánchez no lo advirtió
sino al borde de la media noche, después de que acabó de nevar y el viento se
paró de pronto entre los pinos, y el cielo de las landas se llenó de estrellas
glaciales. Había pasado frente a las luces dormidas de Burdeos, pero sólo se
detuvo para llenar el tanque en una estación de la carretera pues aún le
quedaban ánimos para llegar hasta París sin tomar aliento. Era tan feliz con su
juguete grande de 25.000 libras esterlinas, que ni siquiera se preguntó si lo
sería también la criatura radiante que dormía a su lado con la venda del anular
empapada de sangre, y cuyo sueño de adolescente, por primera vez, estaba
atravesado por ráfagas de incertidumbre.
Se
habían casado tres días antes, a 10.000 kilómetros de allí, en Cartagena de
Indias, con el asombro de los padres de él y la desilusión de los de ella, y la
bendición personal del arzobispo primado. Nadie, salvo ellos mismos, entendía
el fundamento real ni conoció el origen de ese amor imprevisible. Había
empezado tres meses antes de la boda, un domingo de mar en que la pandilla de
Billy Sánchez se tomó por asalto los vestidores de mujeres de los balnearios de
Marbella. Nena Daconte había cumplido apenas dieciocho años, acababa de
regresar del internado de la Châtellenie, en Saint-Blaise, Suiza, hablando
cuatro idiomas sin acento y con un dominio maestro del saxofón tenor, y aquel
era su primer domingo de mar desde el regreso. Se había desnudado por completo
para ponerse el traje de baño cuando empezó la estampida de pánico y los gritos
de abordaje en las casetas vecinas, pero no entendió lo que ocurría hasta que
la aldaba de su puerta saltó en astillas y vio parado frente a ella al
bandolero más hermoso que se podía concebir. Lo único que llevaba puesto era un
calzoncillo lineal de falsa piel de leopardo, y tenía el cuerpo apacible y
elástico y el color dorado de la gente de mar. En el puño derecho, donde tenía
una esclava metálica de gladiador romano, llevaba enrollada una cadena de
hierro que le servía de arma mortal, y tenía colgada del cuello una medalla sin
santo que palpitaba en silencio con el susto del corazón. Habían estado juntos
en la escuela primaria y habían roto muchas piñatas en las fiestas de
cumpleaños, pues ambos pertenecían a la estirpe provinciana que manejaba a su
arbitrio el destino de la ciudad desde los tiempos de la Colonia, pero habían
dejado de verse tantos años que no se reconocieron a primera vista. Nena
Daconte permaneció de pie, inmóvil, sin hacer nada por ocultar su desnudez
intensa. Billy Sánchez cumplió entonces con su rito pueril: se bajó el
calzoncillo de leopardo y le mostró su respetable animal erguido. Ella lo miró de
frente y sin asombro.
-Los
he visto más grandes y más firmes -dijo, dominando el terror-, de modo que
piensa bien lo que vas a hacer, porque conmigo te tienes que comportar mejor
que un negro.
En
realidad, Nena Daconte no sólo era virgen sino que nunca hasta entonces había
visto un hombre desnudo, pero el desafío le resultó eficaz. Lo único que se le
ocurrió a Billy Sánchez fue tirar un puñetazo de rabia contra la pared con la
cadena enrollada en la mano, y se astilló los huesos. Ella lo llevó en su coche
al hospital, lo ayudó a sobrellevar la convalecencia, y al final aprendieron
juntos a hacer el amor de la buena manera. Pasaron las tardes difíciles de
junio en la terraza interior de la casa donde habían muerto seis generaciones
de próceres en la familia de Nena Daconte, ella tocando canciones de moda en el
saxofón, y él con la mano escayolada contemplándola desde el chinchorro con un
estupor sin alivio. La casa tenía numerosas ventanas de cuerpo entero que daban
al estanque de podredumbre de la bahía, y era una de las más grandes y antiguas
del barrio de la Manga, y sin duda la más fea. Pero la terraza de baldosas
ajedrezadas donde Nena Daconte tocaba el saxofón era un remanso en el calor de
las cuatro, y daba a un patio de sombras grandes con palos de mango y matas de
guineo, bajo los cuales había una tumba con una losa sin nombre, anterior a la
casa y a la memoria de la familia. Aun los menos entendidos en música pensaban
que el sonido del saxofón era anacrónico en una casa de tanta alcurnia. “Suena
como un buque”, había dicho la abuela de Nena Daconte cuando lo oyó por primera
vez. Su madre había tratado en vano de que lo tocara de otro modo, y no como
ella lo hacía por comodidad, con la falda recogida hasta los muslos y las
rodillas separadas, y con una sensualidad que no le parecía esencial para la
música. “No me importa qué instrumento toques” -le decía- “con tal de que lo
toques con las piernas cerradas”. Pero fueron esos aires de adioses de buques y
ese encarnizamiento de amor los que le permitieron a Nena Daconte romper la
cáscara amarga de Billy Sánchez. Debajo de la triste reputación de bruto que él
tenía muy bien sustentada por la confluencia de dos apellidos ilustres, ella
descubrió un huérfano asustado y tierno. Llegaron a conocerse tanto mientras se
le soldaban los huesos de la mano, que él mismo se asombró de la fluidez con
que ocurrió el amor cuando ella lo llevó a su cama de doncella una tarde de
lluvias en que se quedaron solos en la casa. Todos los días a esa hora, durante
casi dos semanas, retozaron desnudos bajo la mirada atónita de los retratos de
guerreros civiles y abuelas insaciables que los habían precedido en el paraíso
de aquella cama histórica. Aun en las pausas del amor permanecían desnudos con
las ventanas abiertas respirando la brisa de escombros de barcos de la bahía,
su olor a mierda, oyendo en el silencio del saxofón los ruidos cotidianos del
patio, la nota única del sapo bajo las matas de guineo, la gota de agua en la
tumba de nadie, los pasos naturales de la vida que antes no habían tenido
tiempo de conocer.
Cuando
los padres de Nena Daconte regresaron a la casa, ellos habían progresado tanto
en el amor que ya no les alcanzaba el mundo para otra cosa, y lo hacían a
cualquier hora y en cualquier parte, tratando de inventarlo otra vez cada vez
que lo hacían. Al principio lo hicieron como mejor podían en los carros
deportivos con que el papá de Billy trataba de apaciguar sus propias culpas.
Después, cuando los coches se les volvieron demasiado fáciles, se metían por la
noche en las casetas desiertas de Marbella donde el destino los había
enfrentado por primera vez, y hasta se metieron disfrazados durante el carnaval
de noviembre en los cuartos de alquiler del antiguo barrio de esclavos de
Getsemaní, al amparo de las mamasantas que hasta hacía pocos meses tenían que
padecer a Billy Sánchez con su pandilla de cadeneros. Nena Daconte se entregó a
los amores furtivos con la misma devoción frenética que antes malgastaba en el
saxofón, hasta el punto de que su bandolero domesticado terminó por entender lo
que ella quiso decirle cuando le dijo que tenía que comportarse como un negro.
Billy Sánchez le correspondió siempre y bien, y con el mismo alborozo. Ya
casados, cumplieron con el deber de amarse mientras las azafatas dormían en
mitad del Atlántico, encerrados a duras penas y más muertos de risa que de
placer en el retrete del avión. Sólo ellos sabían entonces, 24 horas después de
la boda, que Nena Daconte estaba encinta desde hacía dos meses.
De
modo que cuando llegaron a Madrid se sentían muy lejos de ser dos amantes
saciados, pero tenían bastantes reservas para comportarse como recién casados
puros. Los padres de ambos lo habían previsto todo. Antes del desembarco, un
funcionario de protocolo subió a la cabina de primera clase para llevarle a
Nena Daconte el abrigo de visón blanco con franjas de un negro luminoso, que
era el regalo de bodas de sus padres. A Billy Sánchez le llevó una chaqueta de
cordero que era la novedad de aquel invierno, y las llaves sin marca de un
coche de sorpresa que le esperaba en el aeropuerto.
La
misión diplomática de su país los recibió en el salón oficial. El embajador y
su esposa no sólo eran amigos desde siempre de la familia de ambos, sino que él
era el médico que había asistido al nacimiento de Nena Daconte, y la esperó con
un ramo de rosas tan radiantes y frescas, que hasta las gotas de rocío parecían
artificiales. Ella los saludó a ambos con besos de burla, incómoda con su
condición un poco prematura de recién casada, y luego recibió las rosas. Al
cogerlas se pinchó el dedo con una espina del tallo, pero sorteó el percance
con un recurso encantador.
-Lo
hice adrede -dijo- para que se fijaran en mi anillo.
En
efecto, la misión diplomática en pleno admiró el esplendor del anillo,
calculando que debía costar una fortuna no tanto por la clase de los diamantes
como por su antigüedad bien conservada. Pero nadie advirtió que el dedo
empezaba a sangrar. La atención de todos derivó después hacia el coche nuevo.
El embajador había tenido el buen humor de llevarlo al aeropuerto, y de hacerlo
envolver en papel celofán con un enorme lazo dorado. Billy Sánchez no apreció
su ingenio. Estaba tan ansioso por conocer el coche que desgarró la envoltura
de un tirón y se quedó sin aliento. Era el Bentley convertible de ese año con
tapicería de cuero legítimo. El cielo parecía un manto de ceniza, del
Guadarrama mandaba un viento cortante y helado, y no se estaba bien a la
intemperie, pero Billy Sánchez no tenía todavía la noción del frío. Mantuvo a
la misión diplomática en el estacionamiento sin techo, inconsciente de que se
estaban congelando por cortesía, hasta que terminó de reconocer el coche en sus
detalles recónditos. Luego el embajador se sentó a su lado para guiarlo hasta
la residencia oficial donde estaba previsto un almuerzo. En el trayecto le fue
indicando los lugares más conocidos de la ciudad, pero él sólo parecía atento a
la magia del coche.
Era
la primera vez que salía de su tierra. Había pasado por todos los colegios
privados y públicos, repitiendo siempre el mismo curso, hasta que se quedó
flotando en un limbo de desamor. La primera visión de una ciudad distinta de la
suya, los bloques de casas cenicientas con las luces encendidas a pleno día,
los árboles pelados, el mar distante, todo le iba aumentando un sentimiento de
desamparo que se esforzaba por mantener al margen del corazón. Sin embargo,
poco después cayó sin darse cuenta en la primera trampa del olvido. Se habla
precipitado una tormenta instantánea y silenciosa, la primera de la estación, y
cuando salieron de la casa del embajador después del almuerzo para emprender el
viaje hacia Francia, encontraron la ciudad cubierta de una nieve radiante.
Billy Sánchez se olvidó entonces del coche, y en presencia de todos, dando
gritos de júbilo y echándose puñados de polvo de nieve en la cabeza, se revolcó
en mitad de la calle con el abrigo puesto.
Nena
Daconte se dio cuenta por primera vez de que el dedo estaba sangrando, cuando
salieron de Madrid en una tarde que se había vuelto diáfana después de la
tormenta. Se sorprendió, porque había acompañado con el saxofón a la esposa del
embajador, a quien le gustaba cantar arias de ópera en italiano después de los
almuerzos oficiales, y apenas si notó la molestia en el anular. Después,
mientras le iba indicando a su marido las rutas más cortas hacia la frontera,
se chupaba el dedo de un modo inconsciente cada vez que le sangraba, y sólo
cuando llegaron a los Pirineos se le ocurrió buscar una farmacia. Luego
sucumbió a los sueños atrasados de los últimos días, y cuando despertó de pronto
con la impresión de pesadilla de que el coche andaba por el agua, no se acordó
más durante un largo rato del pañuelo amarrado en el dedo. Vio en el reloj
luminoso del tablero que eran más de las tres, hizo sus cálculos mentales, y
sólo entonces comprendió que habían seguido de largo por Burdeos, y también por
Angulema y Poitiers, y estaban pasando por el dique de Loira inundado por la
creciente. El fulgor de la luna se filtraba a través de la neblina, y las
siluetas de los castillos entre los pinos parecían de cuentos de fantasmas.
Nena Daconte, que conocía la región de memoria, calculó que estaban ya a unas
tres horas de París, y Billy Sánchez continuaba impávido en el volante.
-Eres
un salvaje -le dijo-. Llevas más de once horas manejando sin comer nada.
Estaba
todavía sostenido en vilo por la embriaguez del coche nuevo. A pesar de que en
el avión había dormido poco y mal, se sentía despabilado y con fuerzas de sobra
para llegar a París al amanecer.
-Todavía
me dura el almuerzo de la embajada -dijo-. Y agregó sin ninguna lógica: Al fin
y al cabo, en Cartagena están saliendo apenas del cine. Deben ser como las
diez.
Con
todo Nena Daconte temía que él se durmiera conduciendo. Abrió una caja de entre
los tantos regalos que les habían hecho en Madrid y trató de meterle en la boca
un pedazo de naranja azucarada. Pero él la esquivó.
-Los
machos no comen dulces -dijo.
Poco
antes de Orleáns se desvaneció la bruma, y una luna muy grande iluminó las
sementeras nevadas, pero el tráfico se hizo más difícil por la confluencia de
los enormes camiones de legumbres y cisternas de vinos que se dirigían a París.
Nena Daconte hubiera querido ayudar a su marido en el volante, pero ni siquiera
se atrevió a insinuarlo, porque él le había advertido desde la primera vez en
que salieron juntos que no hay humillación más grande para un hombre que
dejarse conducir por su mujer. Se sentía lúcida después de casi cinco horas de
buen sueño, y estaba además contenta de no haber parado en un hotel de la
provincia de Francia, que conocía desde muy niña en numerosos viajes con sus
padres. “No hay paisajes más bellos en el mundo”, decía, “pero uno puede
morirse de sed sin encontrar a nadie que le dé gratis un vaso de agua.” Tan
convencida estaba, que a última hora había metido un jabón y un rollo de papel
higiénico en el maletín de mano, porque en los hoteles de Francia nunca había
jabón, y el papel de los retretes eran los periódicos de la semana anterior
cortados en cuadritos y colgados de un gancho. Lo único que lamentaba en aquel
momento era haber desperdiciado una noche entera sin amor. La réplica de su
marido fue inmediata.
-Ahora
mismo estaba pensando que debe ser del carajo tirar en la nieve -dijo-. Aquí
mismo, si quieres.
Nena
Daconte lo pensó en serio. Al borde de la carretera, la nieve bajo la luna
tenía un aspecto mullido y cálido, pero a medida que se acercaban a los
suburbios de París el tráfico era más intenso, y había núcleos de fábricas
iluminadas y numerosos obreros en bicicleta. De no haber sido invierno,
estarían ya en pleno día.
-Ya
será mejor esperar hasta París -dijo Nena Daconte-. Bien calienticos y en una
cama con sábanas limpias, como la gente casada.
-Es
la primera vez que me fallas -dijo él.
-Claro
-replicó ella-. Es la primera vez que somos casados.
Poco
antes de amanecer se lavaron la cara y orinaron en una fonda del camino, y
tomaron café con croissants calientes en el mostrador donde los
camioneros desayunaban con vino tinto. Nena Daconte se había dado cuenta en el
baño de que tenía manchas de sangre en la blusa y la falda, pero no intentó
lavarlas. Tiró en la basura el pañuelo empapado, se cambió el anillo
matrimonial para la mano izquierda y se lavó bien el dedo herido con agua y
jabón. El pinchazo era casi invisible. Sin embargo, tan pronto como regresaron
al coche volvió a sangrar, de modo que Nena Daconte dejó el brazo colgando
fuera de la ventana, convencida de que el aire glacial de las sementeras tenía
virtudes de cauterio. Fue otro recurso vano pero todavía no se alarmó. “Si
alguien nos quiere encontrar será muy fácil”, dijo con su encanto natural.
“Sólo tendrá que seguir el rastro de mi sangre en la nieve.” Luego pensó mejor
en lo que había dicho y su rostro floreció en las primeras luces del amanecer.
-Imagínate
-dijo: -un rastro de sangre en la nieve desde Madrid hasta París. ¿No te parece
bello para una canción?
No
tuvo tiempo de volverlo a pensar. En los suburbios de París, el dedo era un
manantial incontenible, y ella sintió de veras que se le estaba yendo el alma
por la herida. Había tratado de segar el flujo con el rollo de papel higiénico
que llevaba en el maletín, pero más tardaba en vendarse el dedo que en arrojar
por la ventana las tiras del papel ensangrentado. La ropa que llevaba puesta,
el abrigo, los asientos del coche, se iban empapando poco a poco de un modo
irreparable. Billy Sánchez se asustó en serio e insistió en buscar una
farmacia, pero ella sabía entonces que aquello no era asunto de boticarios.
-Estamos
casi en la Puerta de Orleáns -dijo-. Sigue de por la avenida del general
Leclerc, que es la más ancha y con muchos árboles, y después yo te voy diciendo
lo que haces.
Fue
el trayecto más arduo de todo el viaje. La avenida del General Leclerc era un
nudo infernal de automóviles pequeños y bicicletas, embotellados en ambos
sentidos, y de los camiones enormes que trataban de llegar a los mercados
centrales. Billy Sánchez se puso tan nervioso con el estruendo inútil de las
bocinas, que se insultó a gritos en lengua de cadeneros con varios conductores
y hasta trató de bajarse del coche para pelearse con uno, pero Nena Daconte
logró convencerlo de que los franceses eran la gente más grosera del mundo,
pero no se golpeaban nunca. Fue una prueba más de su buen juicio, porque en
aquel momento Nena Daconte estaba haciendo esfuerzos para no perder la
conciencia.
Sólo
para salir de la glorieta del León de Belfort necesitaron más de una hora. Los
cafés y almacenes estaban iluminados como si fuera la media noche, pues era un
martes típico de los eneros de París, encapotados y sucios y con una llovizna
tenaz que no alcanzaba a concretarse en nieve. Pero la avenida DenferRochereau
estaba más despejada, y al cabo de unas pocas cuadras Nena Daconte le indicó a
su marido que doblara a la derecha, y estacionó frente a la entrada de
emergencia de un hospital enorme y sombrío.
Necesitó
ayuda para salir del coche, pero no perdió la serenidad ni la lucidez. Mientras
llegaba el médico de turno, acostada en la camilla rodante, contestó a la
enfermera el cuestionario de rutina sobre su identidad y sus antecedentes de
salud. Billy Sánchez le llevó el bolso y le apretó la mano izquierda donde
entonces llevaba el anillo de bodas, y la sintió lánguida y fría, y sus labios
habían perdido el color. Permaneció a su lado, con la mano en la suya, hasta
que llegó el médico de turno y le hizo un examen rápido al anular herido. Era
un hombre muy joven, con la piel del color del cobre antiguo y la cabeza
pelada. Nena Daconte no le prestó atención sino que dirigió a su marido una sonrisa
lívida.
-No
te asustes -le dijo, con su humor invencible-. Lo único que puede suceder es
que este caníbal me corte la mano para comérsela.
El
médico concluyó el examen, y entonces los sorprendió con un castellano muy
correcto aunque con raro acento asiático.
-No,
muchachos -dijo-. Este caníbal prefiere morirse de hambre antes que cortar una
mano tan bella.
Ellos
se ofuscaron pero el médico los tranquilizó con un gesto amable. Luego ordenó
que se llevaran la camilla, y Billy Sánchez quiso seguir con ella cogido de la
mano de su mujer. El médico lo detuvo por el brazo.
-Usted
no -le dijo-. Va para cuidados intensivos.
Nena
Daconte le volvió a sonreír al esposo, y le siguió diciendo adiós con la mano
hasta que la camilla se perdió en el fondo del corredor. El médico se retrasó
estudiando los datos que la enfermera había escrito en una tablilla. Billy
Sánchez lo llamó.
-Doctor
-le dijo-. Ella está encinta.
-¿Cuánto
tiempo?
-Dos
meses.
El
médico no le dio la importancia que Billy Sánchez esperaba. “Hizo bien en
decírmelo,” dijo, y se fue detrás de la camilla. Billy Sánchez se quedó parado
en la sala lúgubre olorosa a sudores de enfermos, se quedó sin saber qué hacer
mirando el corredor vacío por donde se habían llevado a Nena Daconte, y luego
se sentó en el escaño de madera donde había otras personas esperando. No supo
cuánto tiempo estuvo ahí, pero cuando decidió salir del hospital era otra vez
de noche y continuaba la llovizna, y él seguía sin saber ni siquiera qué hacer
consigo mismo, abrumado por el peso del mundo.
Nena
Daconte ingresó a las 9:30 del martes 7 de enero, según lo pude comprobar años
después en los archivos del hospital. Aquella primera noche, Billy Sánchez
durmió en el coche estacionado frente a la puerta de urgencias y muy temprano
al día siguiente se comió seis huevos cocidos y dos tazas de café con leche en
la cafetería que encontró más cerca, pues no había hecho una comida completa
desde Madrid. Después volvió a la sala de urgencias para ver a Nena Daconte
pero le hicieron entender que debía dirigirse a la entrada principal. Allí
consiguieron, por fin, un asturiano del servicio que lo ayudó a entenderse con
el portero, y éste comprobó que en efecto Nena Daconte estaba registrada en el
hospital, pero que sólo se permitían visitas los martes de nueve a cuatro. Es
decir, seis días después. Trató de ver al médico que hablaba castellano, a
quien describió como un negro con la cabeza pelada, pero nadie le dio razón con
dos detalles tan simples.
Tranquilizado
con la noticia de que Nena Daconte estaba en el registro, volvió al lugar donde
había dejado el coche, y un agente de tránsito lo obligó a estacionar dos
cuadras más adelante, en una calle muy estrecha y del lado de los números
impares. En la acera de enfrente había un edificio restaurado con un letrero:
“Hotel Nicole”. Tenía una sola estrella, y una sala de recibo muy pequeña donde
no había más que un sofá y un viejo piano vertical, pero el propietario de voz
aflautada podía entenderse con los clientes en cualquier idioma a condición de
que tuvieran con qué pagar. Billy Sánchez se instaló con once maletas y nueve
cajas de regalos en el único cuarto libre, que era una mansarda triangular en
el noveno piso, a donde se llegaba sin aliento por una escalera en espiral que
olía a espuma de coliflores hervidas. Las paredes estaban forradas de
colgaduras tristes y por la única ventana no cabía nada más que la claridad
turbia del patio interior. Había una cama para dos, un ropero grande, una silla
simple, un bidé portátil y un aguamanil con su platón y su jarra, de modo que
la única manera de estar dentro del cuarto era acostado en la cama. Todo era
peor que viejo, desventurado, pero también muy limpio, y con un rastro
saludable de medicina reciente.
A
Billy Sánchez no le habría alcanzado la vida para descifrar los enigmas de ese
mundo fundado en el talento de la cicatería. Nunca entendió el misterio de la
luz de la escalera que se apagaba antes de que él llegara a su piso, ni
descubrió la manera de volver a encenderla. Necesitó media mañana para aprender
que en el rellano de cada piso habla un cuartito con un excusado de cadena, y
ya había decidido usarlo en las tinieblas cuando descubrió por casualidad que
la luz se encendía al pasar el cerrojo por dentro, para que nadie la dejara
encendida por olvido. La ducha, que estaba en el extremo del corredor y que él
se empeñaba en usar dos veces al día como en su tierra, se pagaba aparte y de
contado, y el agua caliente, controlada desde la administración, se acababa a
los tres minutos. Sin embargo, Billy Sánchez tuvo bastante claridad de juicio
para comprender que aquel orden tan distinto del suyo era de todos modos mejor
que la intemperie de enero, se sentía además tan ofuscado y solo que no podía
entender cómo pudo vivir alguna vez sin el amparo de Nena Daconte.
Tan
pronto como subió al cuarto, la mañana del miércoles, se tiró bocabajo en la
cama con el abrigo puesto pensando en la criatura de prodigio que continuaba
desangrándose en la acera de enfrente, y muy pronto sucumbió en un sueño tan
natural que cuando despertó eran las cinco en el reloj, pero no pudo deducir si
eran las cinco de la tarde o del amanecer, ni de qué día de la semana ni en qué
ciudad de vidrios azotados por el viento y la lluvia. Esperó despierto en la
cama, siempre pensando en Nena Daconte, hasta que pudo comprobar que en
realidad amanecía. Entonces fue a desayunar a la misma cafetería del día
anterior, y allí pudo establecer que era jueves. Las luces del hospital estaban
encendidas y había dejado de llover, de modo que permaneció recostado en el
tronco de un castaño frente a la entrada principal, por donde entraban y salían
médicos y enfermeras de batas blancas, con la esperanza de encontrar al médico
asiático que había recibido a Nena Daconte. No lo vio, ni tampoco esa tarde
después del almuerzo, cuando tuvo que desistir de la espera porque se estaba
congelando. A las siete se tomó otro café con leche y se comió dos huevos duros
que él mismo cogió en el aparador después de cuarenta y ocho horas de estar
comiendo la misma cosa en el mismo lugar. Cuando volvió al hotel para
acostarse, encontró su coche solo en una acera y todos los demás en la acera de
enfrente, y tenía puesta la noticia de una multa en el parabrisas. Al portero
del Hotel Nicole le costó trabajo explicarle que en los días impares del mes se
podía estacionar en la acera de números impares, y al día siguiente en la acera
contraria. Tantas artimañas racionalistas resultaban incomprensibles para un
Sánchez de Ávila de los más acendrados que apenas dos años antes se había
metido en un cine de barrio con el automóvil oficial del alcalde mayor, y había
causado estragos de muerte ante los policías impávidos. Entendió menos todavía
cuando el portero del hotel le aconsejó que pagara la multa, pero que no
cambiara el coche de lugar a esa hora, porque tendría que cambiarlo otra vez a
las doce de la noche. Aquella madrugada, por primera vez, no pensó sólo en Nena
Daconte, sino que daba vueltas en la cama sin poder dormir, pensando en sus
propias noches de pesadumbre en las cantinas de maricas del mercado público de
Cartagena del Caribe. Se acordaba del sabor del pescado frito y el arroz de
coco en las fondas del muelle donde atracaban las goletas de Aruba. Se acordó
de su casa con las paredes cubiertas de trinitarias, donde serían apenas las siete
de la noche de ayer, y vio a su padre con un pijama de seda leyendo el
periódico en el fresco de la terraza.
Se
acordó de su madre, de quien nunca se sabía dónde estaba a ninguna hora, su
madre apetitosa y lenguaraz, con un traje de domingo y una rosa en la oreja
desde el atardecer, ahogándose de calor por el estorbo de sus tetas
espléndidas. Una tarde, cuando él tenía siete años, había entrado de pronto en
el cuarto de ella y la había sorprendido desnuda en la cama con uno de sus
amantes casuales. Aquel percance del que nunca había hablado, estableció entre
ellos una relación de complicidad que era más útil que el amor. Sin embargo, él
no fue consciente de eso, ni de tantas cosas terribles de su soledad de hijo
único, hasta esa noche en que se encontró dando vueltas en la cama de una
mansarda triste de París, sin nadie a quién contarle su infortunio, y con una
rabia feroz contra sí mismo porque no podía soportar las ganas de llorar.
Fue
un insomnio provechoso. El viernes se levantó estropeado por la mala noche,
pero resuelto a definir su vida. Se decidió por fin a violar la cerradura de su
maleta para cambiarse de ropa pues las llaves de todas estaban en el bolso de
Nena Daconte, con la mayor parte del dinero y la libreta de teléfonos donde tal
vez hubiera encontrado el número de algún conocido de París. En la cafetería de
siempre se dio cuenta de que había aprendido a saludar en francés y a pedir sándwiches
de jamón y café con leche. También sabía que nunca le sería posible ordenar
mantequilla ni huevos en ninguna forma, porque nunca los aprendería a decir,
pero la mantequilla la servían siempre con el pan, y los huevos duros estaban a
la vista en el aparador y se cogían sin pedirlos. Además, al cabo de tres días,
el personal de servicio se habla familiarizado con él, y lo ayudaban a
explicarse. De modo que el viernes al almuerzo, mientras trataba de poner la
cabeza en su puesto, ordenó un filete de ternera con papas fritas y una botella
de vino. Entonces se sintió tan bien que pidió otra botella, la bebió hasta la
mitad, y atravesó la calle con la resolución firme de meterse en el hospital
por la fuerza. No sabía dónde encontrar a Nena Daconte, pero en su mente estaba
fija la imagen providencial del médico asiático, y estaba seguro de
encontrarlo. No entró por la puerta principal sino por la de urgencias, que le
había parecido menos vigilada, pero no alcanzó a llegar más allá del corredor
donde Nena Daconte le había dicho adiós con la mano. Un guardián con la bata
salpicada de sangre le preguntó algo al pasar, y él no le prestó atención. El
guardián lo siguió, repitiendo siempre la misma pregunta en francés, y por
último lo agarró del brazo con tanta fuerza que lo detuvo en seco. Billy Sánchez
trató de sacudírselo con un recurso de cadenero, y entonces el guardián se cagó
en su madre en francés, le torció el brazo en la espalda con una llave maestra,
y sin dejar de cagarse mil veces en su puta madre lo llevó casi en vilo hasta
la puerta, rabiando de dolor, y lo tiró como un bulto de papas en la mitad de
la calle.
Aquella
tarde, dolorido por el escarmiento, Billy Sánchez empezó a ser adulto. Decidió,
como lo hubiera hecho Nena Daconte, acudir a su embajador. El portero del
hotel, que a pesar de su catadura huraña era muy servicial, y además muy
paciente con los idiomas, encontró el número y la dirección de la embajada en
el directorio telefónico, y se los anotó en una tarjeta. Contestó una mujer muy
amable, en cuya voz pausada y sin brillo reconoció Billy Sánchez de inmediato
la dicción de los Andes. Empezó por anunciarse con su nombre completo, seguro
de impresionar a la mujer con sus dos apellidos, pero la voz no se alteró en el
teléfono. La oyó explicar la lección de memoria de que el señor embajador no
estaba por el momento en su oficina, que no lo esperaban hasta el día
siguiente, pero que de todos modos no podía recibirlo sino con cita previa y
sólo para un caso especial. Billy Sánchez comprendió entonces que por ese
camino tampoco llegaría hasta Nena Daconte, y agradeció la información con la
misma amabilidad con que se la habían dado. Luego tomó un taxi y se fue a la
embajada.
Estaba
en el número 22 de la calle Elíseo, dentro de uno de los sectores más apacibles
de París, pero lo único que le impresionó a Billy Sánchez, según él mismo me
contó en Cartagena de Indias muchos años después, fue que el sol estaba tan
claro como en el Caribe por la primera vez desde su llegada, y que la Torre
Eiffel sobresalía por encima de la ciudad en un cielo radiante. El funcionario
que lo recibió en lugar del embajador parecía apenas restablecido de una
enfermedad mortal, no sólo por el vestido de paño negro, el cuello opresivo y
la corbata de luto, sino también por el sigilo de sus ademanes y la mansedumbre
de la voz. Entendió la ansiedad de Billy Sánchez, pero le recordó, sin perder
la dulzura, que estaban en un país civilizado cuyas normas estrictas se
fundamentaban en criterios muy antiguos y sabios, al contrario de las Américas
bárbaras, donde bastaba con sobornar al portero para entrar en los hospitales.
“No, mi querido joven,” le dijo. No había más remedio que someterse al imperio
de la razón, y esperar hasta el martes.
-Al
fin y al cabo, ya no faltan sino cuatro días -concluyó-. Mientras tanto, vaya
al Louvre. Vale la pena.
Al
salir Billy Sánchez se encontró sin saber qué hacer en la Plaza de la
Concordia. Vio la Torre Eiffel por encima de los tejados, y le pareció tan
cercana que trató de llegar hasta ella caminando por los muelles. Pero muy
pronto se dio cuenta de que estaba más lejos de lo que parecía, y que además
cambiaba de lugar a medida que la buscaba. Así que se puso a pensar en Nena
Daconte sentado en un banco de la orilla del Sena. Vio pasar los remolcadores
por debajo de los puentes, y no le parecieron barcos sino casas errantes con
techos colorados y ventanas con tiestos de flores en el alféizar, y alambres
con ropa puesta a secar en los planchones. Contempló durante un largo rato a un
pescador inmóvil, con la caña inmóvil y el hilo inmóvil en la corriente, y se
cansó de esperar a que algo se moviera, hasta que empezó a oscurecer y decidió
tomar un taxi para regresar al hotel. Sólo entonces cayó en la cuenta de que
ignoraba el nombre y la dirección y de que no tenía la menor idea del sector de
París en donde estaba el hospital.
Ofuscado
por el pánico, entró en el primer café que encontró, pidió un coñac y trató de
poner sus pensamientos en orden. Mientras pensaba se vio repetido muchas veces
y desde ángulos distintos en los espejos numerosos de las paredes, y se
encontró asustado y solitario, y por primera vez desde su nacimiento pensó en
la realidad de la muerte. Pero con la segunda copa se sintió mejor, y tuvo la
idea providencial de volver a la embajada. Buscó la tarjeta en el bolsillo para
recordar el nombre de la calle, y descubrió que en el dorso estaba impreso el
nombre y la dirección del hotel. Quedó tan mal impresionado con aquella
experiencia, que durante el fin de semana no volvió a salir del cuarto sino
para comer, y para cambiar el coche a la acera correspondiente. Durante tres
días cayó sin pausas la misma llovizna sucia de la mañana en que llegaron.
Billy Sánchez, que nunca había leído un libro completo, hubiera querido tener
uno para no aburrirse tirado en la cama, pero los únicos que encontró en las
maletas de su esposa eran en idiomas distintos del castellano. Así que siguió
esperando el martes, contemplando los pavorreales repetidos en el papel de las
paredes y sin dejar de pensar un solo instante en Nena Daconte. El lunes puso un
poco de orden en el cuarto, pensando en lo que diría ella si lo encontraba en
ese estado, y sólo entonces descubrió que el abrigo de visón estaba manchado de
sangre seca. Pasó la tarde lavándolo con el jabón de olor que encontró en el
maletín de mano, hasta que logró dejarlo otra vez como lo habían subido al
avión en Madrid.
El
martes amaneció turbio y helado, pero sin la llovizna, y Billy Sánchez se
levantó desde las seis, y esperó en la puerta del hospital junto con una
muchedumbre de parientes de enfermos cargados de paquetes de regalos y ramos de
flores. Entró con el tropel, llevando en el brazo el abrigo de visón, sin
preguntar nada y sin ninguna idea de dónde podía estar Nena Daconte, pero
sostenido por la certidumbre de que había de encontrar al médico asiático. Pasó
por un patio interior muy grande con flores y pájaros silvestres, a cuyos lados
estaban los pabellones de los enfermos: las mujeres, a la derecha, y los
hombres, a la izquierda. Siguiendo a los visitantes, entró en el pabellón de
mujeres. Vio una larga hilera de enfermas sentadas en las camas con el camisón
de trapo del hospital, iluminadas por las luces grandes de las ventanas, y
hasta pensó que todo aquello era más alegre de lo que se podía imaginar desde
fuera. Llegó hasta el extremo del corredor, y luego lo recorrió de nuevo en
sentido inverso, hasta convencerse de que ninguna de las enfermas era Nena
Daconte. Luego recorrió otra vez la galería exterior mirando por la ventana de
los pabellones masculinos, hasta que creyó reconocer al médico que buscaba.
Era
él, en efecto. Estaba con otros médicos y varias enfermeras, examinando a un
enfermo. Billy Sánchez entró en el pabellón, apartó a una de las enfermeras del
grupo, y se paró frente al médico asiático, que estaba inclinado sobre el enfermo.
Lo llamó. El médico levantó sus ojos desolados, pensó un instante, y entonces
lo reconoció.
-¡Pero
dónde diablos se había metido usted! -dijo.
Billy
Sánchez se quedó perplejo.
-En
el hotel -dijo-. Aquí a la vuelta.
Entonces
lo supo. Nena Daconte había muerto desangrada a las 7:10 de la noche del jueves
9 de enero, después de setenta horas de esfuerzos inútiles de los especialistas
mejor calificados de Francia. Hasta el último instante había estado lúcida y
serena, y dio instrucciones para que buscaran a su marido en el hotel Plaza
Athenée, tenían una habitación reservada, y dio los datos para que se pusieran
en contacto con sus padres. La embajada había sido informada el viernes por un
cable urgente de su cancillería, cuando ya los padres de Nena Daconte volaban
hacia París. El embajador en persona se encargó de los trámites de
embalsamamiento y los funerales, y permaneció en contacto con la Prefectura de
Policía de París para localizar a Billy Sánchez. Un llamado urgente con sus
datos personales fue transmitido desde la noche del viernes hasta la tarde del
domingo a través de la radio y la televisión, y durante esas 40 horas fue el
hombre más buscado de Francia. Su retrato, encontrado en el bolso de Nena
Daconte, estaba expuesto por todas partes. Tres Bentleys convertibles del mismo
modelo habían sido localizados, pero ninguno era el suyo.
Los
padres de Nena Daconte habían llegado el sábado al mediodía, y velaron el
cadáver en la capilla del hospital esperando hasta última hora encontrar a
Billy Sánchez. También los padres de éste habían sido informados, y estuvieron
listos para volar a París, pero al final desistieron por una confusión de
telegramas. Los funerales tuvieron lugar el domingo a las dos de la tarde, a
sólo doscientos metros del sórdido cuarto del hotel donde Billy Sánchez
agonizaba de soledad por el amor de Nena Daconte. El funcionario que lo había
atendido en la embajada me dijo años más tarde que él mismo recibió el
telegrama de su cancillería una hora después de que Billy Sánchez salió de su
oficina, y que estuvo buscándolo por los bares sigilosos del Faubourg-St.
Honoré. Me confesó que no le había puesto mucha atención cuando lo recibió,
porque nunca se hubiera imaginado que aquel costeño aturdido con la novedad de
París, y con un abrigo de cordero tan mal llevado, tuviera a su favor un origen
tan ilustre. El mismo domingo por la noche, mientras él soportaba las ganas de
llorar de rabia, los padres de Nena Daconte desistieron de la búsqueda y se
llevaron el cuerpo embalsamado dentro de un ataúd metálico, y quienes
alcanzaron a verlo siguieron repitiendo durante muchos años que no habían visto
nunca una mujer más hermosa, ni viva ni muerta. De modo que cuando Billy
Sánchez entró por fin al hospital, el martes por la mañana, ya se había consumado
el entierro en el triste panteón de la Manga, a muy pocos metros de la casa
donde ellos habían descifrado las primeras claves de la felicidad. El médico
asiático que puso a Billy Sánchez al corriente de la tragedia quiso darle unas
pastillas calmantes en la sala del hospital, pero él las rechazó. Se fue sin
despedirse, sin nada qué agradecer, pensando que lo único que necesitaba con
urgencia era encontrar a alguien a quien romperle la madre a cadenazos para
desquitarse de su desgracia. Cuando salió del hospital, ni siquiera se dio
cuenta de que estaba cayendo del cielo una nieve sin rastros de sangre, cuyos
copos tiernos y nítidos parecían plumitas de palomas, y que en las calles de
París había un aire de fiesta, porque era la primera nevada grande en diez
años.
FIN
De vez en cuando encontrarás en el apartado "Cuentos" un cuento
corto; un clásico de la literatura universal.
En los comentarios podrás escribir qué te ha parecido su lectura, podrás añadir información complementaria o aquello que consideres que aporta valor al cuento. El objetivo es básicamente el de enriquecernos como lectores.
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NOTA: La biblioteca de Lymus es un espacio bilingüe y de respeto. Cada uno es libre de dar su opinión siempre y cuando no ofenda a otros.
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