Carmilla. Un dels contes més coneguts de Sheridan
LeFanu. Pare de la literatura gòtica juntament amb Anne Radcliffe. Potser trobareu la seua prosa senzilla, no excesivament brillant però cal contextualitzar,va ser escrita al 1872 i encara no existía tradició de novel·la vampiresca: Copie i pegue de la Wikipédia: Casi todos los relatos de vampiros tienen la estructura básica de Carmilla, empezando por la parte de “ataque” pasando a “muerte – resurrección” por parte del vampiro, y finalmente a la parte de “caza – destrucción” donde la criatura es perseguida para destruirla.)
A la biblioteca podeu trobar alguns títols gòtics: El Castillo de Otranto, El Monje, Manuscrito encontrado en Zaragoza y Dràcula, a qui precedia 25 anys y qui sense dubte va beure d’aquests autors. Carmilla és interessant perquè explora per primera volta el món dels vampirs i el lesbianisme.
A la biblioteca podeu trobar alguns títols gòtics: El Castillo de Otranto, El Monje, Manuscrito encontrado en Zaragoza y Dràcula, a qui precedia 25 anys y qui sense dubte va beure d’aquests autors. Carmilla és interessant perquè explora per primera volta el món dels vampirs i el lesbianisme.
El paral·lelisme amb Dràcula el
trobem en el comportament de les vampiresses, dones somnàmbules víctimes d’alguna
criatura sobrenatural. També en la figura del caçador de vampirs.
Imprescindible per conèixer la
evolució de la literatura gòtica i el vampirisme.
NOTA: 4.5/5
Conte
complet:
Carmilla
(1814-1873)
Vivíamos en
Estiria, en un castillo. No es que nuestra fortuna fuera principesca, pero en
aquel rincón del mundo era suficiente una pequeña renta anual para poder llevar
una vida de gran señor. En cambio, en nuestro país y con nuestros recursos sólo
habríamos podido llevar una existencia acomodada. Mi padre es inglés y yo,
naturalmente, tengo un apellido inglés, pero no he visto nunca Inglaterra.
Mi padre
servía en el ejército austríaco. Cuando alcanzó la edad del retiro, con su
reducido patrimonio pudo adquirir aquella pequeña residencia feudal, rodeada de
varias hectáreas de tierra. No creo que exista nada más pintoresco y solitario.
El castillo está situado sobre una suave colina y domina un extenso bosque. Una
carretera angosta y abandonada pasa por delante de nuestro puente levadizo, que
nunca he visto levantar: en su foso nadan los cisnes entre las blancas corolas
de los nenúfares. Dominando este conjunto se levanta la amplia fachada del
castillo con sus numerosas ventanas, sus torres y su capilla gótica. Delante
del castillo se extiende el pintoresco bosque; a la derecha, la carretera
discurre a lo largo de un puente gótico tendido sobre un torrente que serpentea
a través del bosque. He dicho que es un lugar muy solitario. Juzgad vosotros
mismos si digo la verdad. Mirando desde la puerta de entrada hacia la
carretera, el bosque que rodea nuestro castillo se extiende quince millas a la
derecha y doce a la izquierda. El pueblo habitado mas próximo está en esa
última dirección, a una distancia aproximada de siete millas.
El castillo
más cercano y de cierta notoriedad histórica es el del general Spieldorf, a
unas veinte millas a la derecha. He dicho el pueblo habitado más próximo,
porque al oeste, sólo a tres millas, en dirección al castillo del general
Spieldorf, hay un pueblecito en ruinas con su iglesia gótica también en ruinas;
allí están las tumbas, casi ocultas entre piedras y follaje, de la orgullosa
familia Karnstein, extinguida hace tiempo. La familia Karnstein poseía antaño
el desolado castillo que, desde la espesura del bosque, domina las silenciosas
ruinas del pueblo. Hay una leyenda que explica por qué fue abandonado por sus
habitantes este extraño y melancólico paraje. Pero ya hablaré de ella más
adelante. El número de habitantes de nuestro castillo era muy exiguo.
Excluyendo a los criados y a los habitantes de los edificios anexos, estábamos
solamente mi padre, el hombre más simpático del mundo pero de edad bastante
avanzada, y yo, que en la época en que ocurrieron los hechos que voy a narrar
tenía solamente diecinueve años.
Mi padre y yo
constituíamos toda la familia. Mi madre, de una familia noble de Estiria, murió
cuando yo era aún una niña. Sin embargo, tuve una inmejorable nana, la señora
Perrodon, de Berna. Era la tercera persona en nuestra modesta mesa. La cuarta
era la señorita Lafontaine, una dama en toda la extensión de la palabra, que
ejercía las funciones de institutriz, para completar mi educación. Algunas
muchachas amigas mías venían de vez en cuando al castillo y, algunas veces, yo
les devolvía la visita. Éstas eran nuestras habituales relaciones sociales.
Naturalmente, también recibíamos visitas imprevistas de vecinos. Por vecinos se
entienden a las personas que habitaban dentro de un radio de cuatro o cinco
leguas. Puedo aseguraros que, en general, era una vida muy aislada. El primer
acontecimiento que me produjo una terrible impresión y que aún ahora sigue grabado
en mi mente, es al propio tiempo uno de los primeros sucesos de mi vida que
puedo recordar.
Aquí terminaba
la carta. Si bien yo no había conocido a Berta Reinfelt, mis ojos se llenaron
de lágrimas. La noticia de su muerte me impresionó muchísimo. Devolví a mi
padre la carta del general. El sol se hundía cada vez más en el ocaso y la
tarde era dulce y clara. Paseando bajo la tibia luz del atardecer, nos
entretuvimos haciendo cábalas sobre el posible sentido de las incoherentes y
violentas afirmaciones de aquella carta. En el puente levadizo encontramos a la
señorita Lafontaine y a la señora Perrodon, que habían salido a admirar el
magnífico claro de luna. Frente a nosotros se extendía el prado por el cual nos
habíamos paseado. A la izquierda, el camino discurría bajo unos venerables
árboles y desaparecía en la espesura del bosque. A la derecha, la carretera
pasaba sobre un puente severo y pintoresco a la vez, junto al cual se erguía
una torre en ruinas. En el fondo del prado, una ligera neblina delimitaba el
horizonte con un velo transe, y de cuando en cuando se veían brillar las aguas
del torrente a la luz de la luna. Decía así:
He perdido a
mi querida sobrina: la quería como a una hija. La he perdido, y solamente ahora
lo sé todo. Ha muerto en la paz de la inocencia y en la fe de un futuro
bendito. El monstruo que ha traicionado nuestra ciega hospitalidad ha sido el
culpable de todo. Creí recibir en mi casa a la inocencia, a la alegría, a una
compañía querida para mi Berta. ¡Dios mío! iQué loco he sido! Consagraré los
días que me quedan de vida a la caza y destrucción del monstruo. Sólo me guía
una débil luz. Maldigo mi ceguera y La nursery, como la llamábamos, aunque era
sólo para mí, estaba en una habitación grandiosa del último piso del castillo,
y tenía el techo inclinado, con molduras de madera de castaño. Tendría yo unos
seis años cuando una noche, despertándome de improviso, miré a mi alrededor y
no vi a la camarera de servicio. Creí que estaba sola. No es que tuviera
miedo... pues era una de aquellas afortunadas niñas a quienes han evitado
expresamente las historias de fantasmas y los cuentos de hadas, que vuelven a
los niños temerosos ante una puerta que chirría o ante la sombra danzante que
produce sobre la pared cercana la luz incierta de una vela que se extingue. Si
me eché a llorar fue seguramente porque me sentí abandonada; pero, con gran
sorpresa, vi al lado de mi cama un rostro bellísimo que me contemplaba con aire
grave. Era una joven que estaba arrodillada y tenía sus manos bajo mi manta. La
observé con una especie de placentero estupor, y cesé en mi lloriqueo. La joven
me acarició, se echó en la cama a mi lado y me abrazó, sonriendo. De repente,
me sentí calmada y contenta, y me dormí de nuevo.
De súbito, me
desperté con la escalofriante sensación de que dos agujas me atravesaban el
pecho profunda y simultáneamente. Proferí un grito. La joven dio un salto hacia
atrás, cayendo al suelo, y me pareció que se escondía debajo de la cama. Por
primera vez sentí miedo y me puse a gritar con todas mis fuerzas. La niñera, la
camarera y el ama acudieron precipitadamente, pero cuando les conté lo que me
había ocurrido estallaron en risas, a la vez que trataban de tranquilizarme.
Aunque yo era solamente una niña, recuerdo sus rostros pálidos y su angustia
mal disimulada. Las vi buscar debajo de la cama, por todos los rincones de la
habitación, en el armario, y oí a mi ama susurrar a la niñera:
—¡Mira! Alguien se ha echado en la cama,
junto a la niña. Aún está caliente.
Recuerdo que
la camarera me acarició y que las tres mujeres examinaron mi pecho, en el punto
donde yo les dije que había sentido la punzada. Me aseguraron que no se veía
ninguna señal. El día siguiente lo pasé en un continuo estado de terror: no
podía quedarme sola un instante, ni siquiera a plena luz del día. Recuerdo a mi
padre junto a mi cama, hablándome en tono festivo, así como preguntando a la
niñera y riéndose de sus respuestas. Luego hacía muecas, me abrazaba y me
aseguraba que todo había sido un sueño sin importancia. Pero yo no estaba
tranquila, porque sabía que la visita de aquella extraña criatura no había sido
un sueño. He olvidado todos mis recuerdos anteriores a este acontecimiento, y
muchos de los posteriores, pero la escena que acabo de describir aparece vivida
en mi mente como los cuadros de una fantasmagoría surgiendo de la oscuridad.
Una tarde de
verano, particularmente apacible, mi padre me pidió que le acompañara a dar un
paseo por el maravilloso bosque que se extiende ante el castillo.
—El general Spieldorf no vendrá a
visitarnos, como esperábamos -me dijo, durante el paseo.
Nuestro vecino
debía pasar varias semanas en el castillo. Con él debía venir también su joven
sobrina y pupila, la señorita Reinfelt. Yo no conocía a la señorita Reinfelt,
pero me la habían descrito como una joven encantadora. Quedé muy desilusionada
ante la noticia que acababa de darme mi padre; mucho más de lo que pueda
imaginar alguien que viva habitualmente en la ciudad. Aquella visita, y la
nueva amistad que seguramente había de surgir de ella, había sido objeto diario
de mis pensamientos durante muchas semanas.
—¿Cuándo vendrán? —pregunté.
—El próximo otoño. Dentro de un par de
meses —respondió mi padre, y añadió—: Me alegro, querida, de que no hayas
conocido a la señorita Reinfelt.
—¿Por qué? —inquirí, molesta y curiosa al
mismo tiempo.
—Porque la pobre muchacha ha muerto.
Quedé
sumamente impresionada. El general Spieldorf decía en su última carta, seis o
siete semanas antes, que su sobrina no se encontraba muy bien, pero nada hacía
pensar en la posibilidad, ni siquiera remota, de un grave peligro.
—Aquí tienes la carta del general
—continuó mi padre, entregándomela—. Me parece que está muy trastornado.
Indudablemente, cuando escribió la carta se hallaba muy excitado.
Nos sentamos
en un banco de piedra, junto al sendero de los tilos. El sol desaparecía con
todo su melancólico esplendor detrás del horizonte selvático, y el torrente que
discurría junto a nuestra mansión reflejaba el colorido escarlata del cielo,
cada vez más pálido. La carta del general Spieldorf era tan insólita y
apasionada, que la releí detenidamente para comprender su sentido. Quizás el
dolor había trastornado su mente.
Mi
obstinación... todo... Es demasiado tarde. En estos momentos no puedo escribir
ni hablar con serenidad; estoy demasiado trastornado. En cuanto esté mejor me
dedicaré a la búsqueda e iré posiblemente hasta Viena. Dentro de un par de
meses, hacia el otoño, iré a visitaros, si es que aún estoy vivo. Al propio
tiempo os contaré lo que ahora no tengo fuerzas para escribir. Adiós. Rogad por
mí, queridos amigos.
Lo mismo a mi
padre que a mí, nos seducía lo pintoresco y nos quedamos contemplando en
silencio la espléndida llanura que se extendía ante nosotros. Las dos buenas
señoras, a pocos pasos, discutían acerca del paisaje y hablaban de la luna. La
señora Perrodon era más bien gruesa y veía todas las cosas desde un punto de
vista romántico. La señorita Lafontaine pretendía ser psicóloga y algo mística.
Aquella tarde afirmó que la intensa luminosidad de la luna estaba en relación
directa con una especial actividad espiritual. Los efectos de una luna llena
como aquélla podían ser múltiples. Influía en los sueños, en la locura, en la
gente nerviosa y hasta en los hechos materiales.
—Esta noche —dijo—, la luna está llena de
influjos magnéticos. Mirad cómo brillan las ventanas con un resplandor
plateado, como si unas manos invisibles hubieran iluminado las estancias para
recibir huéspedes espectrales.
En aquel
momento, el insólito rumor de las ruedas de un carruaje y del galope de muchos
caballos sobre la carretera atrajo nuestra atención. Parecía aproximarse
descendiendo de la colina que dominaba el viejo puente; muy pronto, un pequeño
tropel desembocó por aquel punto. Primero cruzaron el puente dos caballeros,
luego apareció un carruaje tirado por cuatro corceles, y finalmente otros dos
caballeros que cerraban el cortejo. Parecía el coche de una persona de rango.
Nuestra atención quedó prendida en aquel espectáculo inusitado, que no tardó en
hacerse aún más interesante, porque, cuando apenas habían pasado la curva del
puente, uno de los caballos del tiro se desbocó y, contagiando su pánico a los
otros, arrancó a todo el tiro con un galope desenfrenado, irrumpiendo entre los
caballeros que precedían al carruaje y avanzando hacia nosotros con la
violencia y la furia de un huracán. En aquel momento culminante, la escena
adquirió caracteres de tragedia, debido a unos gritos femeninos procedentes del
interior del vehículo. Mi padre permaneció en silencio, mientras nosotras
lanzábamos exclamaciones de terror. El final no se hizo esperar. El punto de
enlace de la carretera con el puente levadizo estaba delimitado a un lado por
un soberbio tilo, y al otro por una cruz de piedra. Los caballos, que marchaban
a una velocidad vertiginosa, se desviaron asustados al ver la cruz, arrastrando
las ruedas contra las raíces salientes del árbol. Asustada por lo que podía
ocurrir, me tapé el rostro con las manos, no resistiendo la idea de ver cómo la
carroza se salía del camino. En aquel mismo instante oí el grito de mis
compañeras, que estaban un poco más adelantadas que yo. Abrí los ojos,
impulsada por la curiosidad, y contemplé una escena sumamente confusa. Dos
caballos yacían en el suelo. El carruaje estaba volcado, apoyado sobre uno de
sus lados, con dos ruedas al aire. Los hombres se afanaban arreglando el
vehículo, de cuyo interior había salido una señora de aspecto autoritario, que
retorcía nerviosamente entre sus manos un pañuelo. Ayudamos a salir del
carruaje a una joven, al parecer desmayada. Mi padre se había acercado a la
señora de más edad, sombrero en mano, ofreciéndole ayuda y cobijo en el
castillo. La señora no parecía oír nada, y sólo tenía ojos para la frágil
muchachita que había sido reclinada en el respaldo de un banco.
Me acerqué. La
joven había perdido el conocimiento, pero sin duda estaba con vida. Mi padre,
que se preciaba de tener algunos conocimientos médicos, le tomó el pulso y
aseguró a la señora, que se había presentado a sí misma como madre de la joven,
que la pulsación, si bien débil e irregular, era perceptible. La señora juntó
sus manos y alzó los ojos al cielo, al parecer en un momentáneo transporte de
gratitud; luego, repentinamente, se desahogó haciendo gestos teatrales, que,
sin embargo, son espontáneos en cierto tipo de personas. Era una mujer de buen
ver, que en su juventud debió haber sido seductora. Delgada, aunque no flaca,
iba vestida de terciopelo negro. Su pálida fisonomía conservaba una expresión
orgullosa y autoritaria, a pesar de la agitación del momento.
—¡Qué desgracia la mía! —exclamó,
retorciéndose las manos—. Estoy efectuando un viaje que es cuestión de vida o
muerte. Una hora de retraso puede tener consecuencias irreparables. No es
posible que mi hija pueda restablecerse del golpe recibido y continuar un viaje
cuya duración no es posible prever. Deberé dejarla forzosamente en el trayecto.
No quiero correr el riesgo de llegar con retraso. ¿A qué distancia se encuentra
el pueblo más próximo? Es necesario que la lleve hasta allí, para recogerla a
mi regreso. ¡Y pensar que tendré que pasar por lo menos tres meses sin ver a mi
querida hija, sin tener noticias suyas!
Tiré a mi
padre de la chaqueta y le susurré al oído:
—Padre, dile que la deje con nosotros...
me gustaría mucho. Hazlo por mí.
—Si la señora quiere confiar su hija a los
cuidados de la mía y de nuestra ama, la señora Perrodon, si permite que su hija
se quede con nosotros, bajo mi responsabilidad, hasta su regreso, lo
consideraremos como un gran honor y tendremos para ella los cuidados y la
devoción que el deber de la hospitalidad imponen —dijo mi padre solemnemente.
—No puedo aceptarlo —respondió la
desconocida, con mucha circunspección— ; sería abusar demasiado de su
amabilidad.
—Al contrario, nos haría un gran favor.
Precisamente vendría a llenar un inesperado vacío. Hoy mismo, mi hija ha
sufrido una gran desilusión, debido a la noticia de que se ha frustrado una
visita que esperábamos. Si confía su hija a nuestros cuidados, será su mejor
consuelo.
En el aspecto
y actitudes de aquella señora había algo tan especial e imponente, y en cierto
sentido fascinante, que, aun prescindiendo del séquito que la acompañaba, daba
la impresión de ser una persona de rango. Entretanto, el carruaje había sido
levantado y los caballos, ya calmados, estaban de nuevo enganchados. La señora
dirigió a su hija una mirada que a mí no me pareció afectuosa, como era de
esperar después de la terrible escena, y seguidamente llamó a mi padre con un
gesto y se apartaron unos pasos de nosotros. Mientras hablaba, la señora
mantuvo una expresión fría y grave, muy poco acorde con su anterior conducta.
Conversaron unos minutos; luego, la señora regresó y dio unos pasos hacia su
hija, que yacía entre los brazos de la señora Perrodon. Se arrodilló a su lado
y le susurró algo al oído. La besó apresuradamente y luego entró
precipitadamente en el carruaje, cerrando la portezuela, mientras los
portillones trepaban al pescante y los batidores espoleaban sus caballos. Los
postillones hicieron restallar sus látigos y los caballos se lanzaron al
galope; el carruaje desapareció entre una nube de polvo, seguido de los dos
caballeros que cerraban el cortejo. Seguimos con la mirada su carrera hasta que
desapareció definitivamente entre la niebla y dejó de oírse el chirrido de sus
ruedas y fragor de los cascos de los caballos lanzados al galope.
Para demostrar
que no habíamos sido víctimas de una alucinación quedaba entre nosotros la
muchacha, que precisamente en aquel momento estaba recobrando el sentido. No
pude verla, porque tenía el rostro vuelto hacia la parte opuesta al lugar donde
yo me encontraba, pero oí su voz, muy dulce, que preguntaba en tono suplicante:
—Dónde está mi madre? ¿Dónde estoy? No veo
el carruaje...
La señora
Perrodon contestó a sus preguntas lo mejor que pudo, y, paulatinamente, la
joven fue recordando lo que había sucedido. Al enterarse de que nadie había
sufrido el menor daño, quedó muy aliviada. Pero cuando le dijimos que su madre
la había dejado a nuestro cuidado y que tardaría unos tres meses en regresar a
buscarla, se echó a llorar. Iba a acercarme a ella para ayudar a la señora
Perrodon en sus esfuerzos por consolarla, pero la señorita Lafontaine me
detuvo, diciendo:
—No se acerque a ella, señorita. En el
estado en que se encuentra, no podría soportar más de una persona a la vez.
Pensé que
podría visitarla en cuanto la hubieran acomodado en su habitación. Entretanto,
mi padre había enviado en busca del médico que vivía a unas dos leguas de
distancia, y ordenó preparar una habitación para alojar a la muchacha. La
desconocida se puso en pie y, apoyándose en el brazo de la señora Perrodon,
cruzó lentamente el puente levadizo y entró en nuestro jardín. La camarera la
acompañó inmediatamente a la habitación que le había sido destinada.
—¿Le agrada nuestra invitada? —pregunté a
la señora Perrodon—. Dígame qué impresión le ha causado.
—Me agrada mucho —contesto—. Creo que es
la muchacha más bonita que he visto en toda mi vida. Tiene aproximadamente la
edad de usted y es verdaderamente encantadora.
—¿No se han dado cuenta de que en el
carruaje había otra persona? —intervino la señorita Lafontaine—. Una mujer que
ni siquiera ha asomado la cabeza.
No, no la
habíamos visto. La señorita Lafontaine nos describió a un extraño personaje, vestido
de negro, con un turbante rojo en la cabeza, que miraba continuamente por la
ventanilla, haciendo gestos y muecas de desprecio en dirección a las dos
mujeres. Tenía unos ojos saltones y sus dientes salientes parecían los de una
arpía.
—¿Han notado ustedes el desagradable
aspecto que tenían los sirvientes? —preguntó a su vez la señora Perrodon.
—Sí —convino mi padre—, parecían mastines.
Nunca había visto tipos como ésos. Espero que cuando crucen el bosque no
desvalijen a la señora. Pero, deben ser unos bribones muy hábiles. Lo han
arreglado todo en un momento.
—Quizás estaban cansados del largo viaje
—dijo la señora Perrodon—. Además de su aspecto poco recomendable, tenían la
cara demacrada y parecían estar furiosos. Debo confesar que han despertado mi
curiosidad, pero confío en que la muchacha nos lo explicará todo mañana, cuando
se encuentre mejor.
—No creo que lo haga —dijo mi padre con
una sonrisa ambigua, como si supiera más de lo que decía.
Esto excitó mi
curiosidad por saber lo que la señora vestida de negro le había dicho a mi
padre en el curso de la breve conversación que sostuvieron. Apenas me quedé a
solas con él intenté sonsacarle. Mi padre no se hizo rogar.
—No hay ningún motivo para que te lo
oculte. La señora me dijo que temía dejarnos a su hija, porque se trata de una
muchacha de salud delicada y tiene los nervios alterados, aunque no padece
ataques ni alucinaciones.
—¿No te parece algo raro que te dijera
esto? No tenía ninguna necesidad de aclarar ese extremo...
—De todos modos, eso es lo que me dijo —me
interrumpió mi padre—. Me explicó que está efectuando un largo viaje, de vital
importancia para ella. Está obligada a viajar con la mayor rapidez y discreción
posibles. Dentro de tres meses vendrá a recoger a su hija. Entretanto, no debe
decir nada acerca de su personalidad y del lugar a donde se dirige. Al
pronunciar la palabra discreción, la ha subrayado con una pausa, mirándome a
los ojos con cierta dureza. Creo que es importante. ¿Has visto la rapidez con
que se ha marchado? Espero no haber cometido una tontería al hacerme cargo de
esa muchacha.
Aunque el
médico no llegó hasta la una de la madrugada, no pude irme a la cama. Cuando el
doctor regresó al salón, su informe fue muy optimista. La paciente se había
levantado y su pulsación era regular. No tenía ninguna herida y el trauma
nervioso no había dejado huella. Nada se oponía a que yo la visitara, si ella
lo consentía. En consecuencia, le envié recado por medio de la camarera,
preguntándole si podía hacerle una breve visita. La camarera regresó
inmediatamente, diciendo que la joven se alegraría mucho con mi visita. No
perdí un solo instante. Habíamos alojado a nuestra invitada en una de las
habitaciones más hermosas del castillo. La joven estaba recostada, a la luz de
los candelabros, en la cabecera de la cama. Su graciosa figura aparecía
envuelta en una bata de seda recanada de flores y orlada con una cinta de raso
que su madre le había echado a los pies, cuando aún estaba en el suelo. Pero,
apenas me acerqué a la cama para saludarla, algo me hizo enmudecer y retroceder
unos pasos. Trataré de explicarme. El rostro que tenía ante mí era el mismo que
se me había aparecido durante aquella terrible noche de mi infancia, el rostro
que tanto me había impresionado y sobre cuya aparición había reflexionado
durante años, horrorizándome en secreto.
Era un rostro
encantador, y su expresión conservaba la melancólica dulzura que tenía cuando
lo vi por primera vez. De repente, se iluminó con una sonrisa, como si también
la joven acabara de reconocer a una vieja amiga. Se produjo un silencio que
duró unos instantes. Finalmente, la joven habló: yo no podía hacerlo.
—¡Qué raro! —exclamó—. Hace unos años vi
tu rostro en sueños, y desde entonces me ha obsesionado de tal modo, que no he
podido olvidarlo.
—Sí que es curioso —dije, tratando de
sobreponerme al horror que me había impedido pronunciar una palabra hasta aquel
momento—. También yo te vi hace unos años —doce, exactamente—, no sé si en un
sueño o en la realidad. Y tampoco he podido olvidar tu rostro desde entonces.
Su sonrisa se
hizo más dulce y desapareció el aire de curiosidad que había notado en los
primeros momentos en la joven. Me sentí más confiada, y cumplí con mis deberes
de anfitriona, dándole la bienvenida a nuestro hogar y expresándole la
satisfacción que a todos los de la casa, y especialmente a mí, nos había
producido su imprevista llegada. Mientras hablaba, le cogí la mano. Yo era algo
tímida, hecho muy comprensible si se tiene en cuenta la soledad en que vivía,
pero aquella situación especial me hizo elocuente, casi audaz. La joven apretó
súbitamente mi mano y la estrechó entre las suyas, mirándome con sus ojos
brillantes. Sonrojándose, sonrió de nuevo y contestó a mi saludo. Aunque yo no
me había recobrado del todo de mi primera impresión, me senté a su lado y la
joven me dijo:
—Ante todo, es necesario que te cuente
cómo y dónde te vi por primera vez. Es realmente extraordinario que nos hayamos
soñado mutuamente tal como somos ahora, a pesar de que el sueño tuvo lugar
cuando éramos unas niñas. Yo no tenía más de seis años. Desperté de repente de
un sueño agitado y me pareció encontrarme en una habitación muy distinta a mi
nursery, una estancia cuyas paredes estaban revestidas de madera de color
oscuro y que aparecía llena de camas, sillas y otros muebles. Recuerdo que las
camas estaban vacías y que en la habitación no había nadie más que yo.
Contemplé la habitación con gran curiosidad, admirando, entre otras cosas, un
gran candelabro de hierro de dos brazos que reconocería entre mil si volviera a
verlo. Luego me subía a una de las camas para llegar hasta la ventana, pero en
aquel mismo instante oí un llanto procedente de una de las camas. Entonces fue
cuando te vi. Eras tal como ahora te veo, una muchacha bellísima, de cabellos dorados
y enormes ojos azules. También tus labios eran los mismos. Tu modo de mirar me
conquistó inmediatamente. Salté a la cama y te abracé; creo que nos quedamos
dormidas durante un rato. Me despertó un grito: te habías despertado y estabas
chillando. Me asusté y caí al suelo, donde perdí el conocimiento. Cuando
recobré el sentido me hallaba de nuevo en mi casa, en mi habitación. Nunca he
podido olvidar tu rostro. No es posible que todo aquello fuese un simple sueño.
Realmente, la muchacha que vi eres tú.
Le conté
entonces mi visión, que suscitó en mi nueva amiga una admiración que no me
pareció simulada.
—No sé cuál de las dos se asustó más
—dijo, sonriendo—. Si no hubieras sido tan encantadora, creo que me habría
asustado más... ¿No te parece que lo mejor será pensar que nos conocimos hace
doce años y que, por tanto somos viejas amigas? Yo, por lo menos, creo que
desde nuestra infancia estábamos predestinadas a serlo. Y por mi parte nunca he
tenido una verdadera amiga. ¿La encontraré ahora?
Suspiró, y me
miró apasionadamente con sus hermosos ojos negros. En realidad, aquella joven
me atraía de un modo inexplicable, pero al propio tiempo me inspiraba una
indefinible repulsión. Sin embargo, pese a lo contradictorio de mis
sentimientos, lo que predominaba era la atracción. Aquella joven desconocida
—hasta cierto punto— me interesaba y me conquistaba. ¡Era tan hermosa y
fascinante! Recuerdo que noté en ella cierto cansancio y me apresuré a desearle
las buenas noches. Añadí:
—Será mejor que esta noche duerma una
camarera contigo. Fuera, en el pasillo, me aguarda una sirvienta. Es muy seria
y no te molestará.
—Eres muy amable —respondió la joven—,
pero si hay otra persona en mi habitación no puedo dormir. No necesito ayuda, y
quiero confesarte una pequeña debilidad mía: tengo horror a los ladrones. En
cierta ocasión, mi casa fue desvalijada y asesinaron a dos camareras. Desde
entonces tengo la costumbre de cerrar la puerta con llave. Tendrás que
disculparme, pero no puedo evitarlo.
Durante un
rato me retuvo entre sus brazos; luego me susurró al oído:
—Buenas noches, querida. Me desagrada
separarme de ti, pero es hora de descansar. Hasta mañana. No pasaremos mucho
rato separadas.
Se dejó caer
sobre la almohada, suspirando, mientras sus hermosos ojos me contemplaban con
expresión amorosa y melancólica. Suspiró de nuevo.
—Buenas noches, amiga mía.
Los jóvenes se
enamoran y encariñan al primer impulso. Me lisonjeaba el evidente afecto que me
demostraba aquella joven, aunque me parecía que yo no había hecho nada para
merecerlo. Me encantó la confianza que me había demostrado desde el primer
momento. Parecía indudable que estábamos predestinadas a ser amigas intimas.
Llegó el día siguiente, y volvimos a vernos. Su compañía me hacía feliz por
muchas razones. A la luz del día no había perdido su encanto. Era, sin duda, la
más hermosa criatura que jamás había visto, y el desagradable recuerdo que
conservaba de su aparición en el curso de mi sueño infantil se había trocado en
una placentera sensación. La joven me confesó que también ella había
experimentado un sobresalto al reconocerme, y el mismo sentimiento de repulsión
que se mezclaba a mi simpatía. Las dos nos reímos de nuestro asombro. He dicho
que había en ella muchas cosas que me fascinaban, pero también otras que me
desagradaban. Empezaré por describirla físicamente: era de estatura mediana,
delgada y de formas muy armoniosas. Aparte de que sus movimientos eran
lánguidos —verdaderamente muy lánguidos—, nada en su aspecto denotaba que
estuviera enferma. Tenía una tez sonrosada y luminosa, y sus facciones eran
pequeñas y correctas. Sus ojos eran negros y brillantes, sus cabellos realmente
espléndidos: no he visto nunca una cabellera tan larga y sedosa como la suya
cuando la soltaba sobre sus hombros. A menudo sumergía mi mano entre sus
cabellos y reía tontamente ante lo insólito de su peso. Eran unos cabellos
mórbidos y vivos, de color castaño oscuro con reflejos dorados. Me gustaba
sentirlos en mi mano y luego soltarlos mientras mi amiga, sentada en un sillón,
hablaba sin cesar. Me gustaba retorcerlos, entrelazarlos, jugar con ellos.
¡Cielo santo! Si lo hubiese sabido todo!
He señalado
que algunas de sus particularidades no me convencían. He dicho que la confianza
que me había otorgado desde el primer momento me había conquistado. No
obstante, todo cuanto hacía referencia a ella misma, a su madre o a cualquier
aspecto de su vida particular o familiar, despertaba en la joven una extraña
reticencia. Desde luego, no era razonable por mi parte insistir en esos
aspectos, y tal vez no me portaba bien. Mi obligación era la de respetar la
solemne orden dada a mi padre por la señora vestida de negro. Pero la
curiosidad es un sentimiento que carece de escrúpulos, y ninguna muchacha
soporta de buen grado verse desilusionada por lo que le interesa: ¿Qué podía
haber de malo en el hecho de que mi amiga me contara lo que tan ardientemente
deseaba saber? ¿Acaso no tenía confianza en mi sentido del honor? ¿Por qué no
me creía cuando le aseguraba que jamás divulgaría una sola palabra de lo que me
dijera? Su persistente negativa, acompañada siempre de una sonrisa, me parecía
una actitud totalmente en desacuerdo con su edad. No puedo decir que el hecho
fuera motivo de discusiones entre nosotras, porque resultaba imposible
enfadarse con la joven. Tal vez lo inconveniente, e incluso descortés, fuera mi
insistencia, pero me sentía realmente acuciada por la curiosidad. Sus
explicaciones no me aclaraban nada, o por lo menos eso creía yo. Pueden
resumirse en tres vagas revelaciones.
La primera era
su nombre: Carmilla. La segunda, que los miembros de su familia eran nobles o
intelectuales. Y la tercera, que su casa estaba situada al occidente de la
nuestra. No me dijo su apellido, ni sus títulos nobiliarios, ni el nombre de
sus propiedades, ni siquiera la región donde vivía. Y no es que yo la atosigara
continuamente con mis preguntas: me limitaba, simplemente, a intercalarlas
siempre que la ocasión era propicia. Prefería las fórmulas indirectas. Una o
dos veces, en realidad, la ataqué frontalmente. Pero, cualquiera que fuese la
táctica que empleaba, el resultado era siempre el mismo: un rotundo fracaso.
Los reproches y las caricias no servían de nada, aunque debo confesar que sabía
eludir las preguntas con una evidente destreza, y que parecía francamente
disgustada por no poder satisfacer mi curiosidad. Siempre que se planteaba una
de estas situaciones, me echaba los brazos al cuello, me estrechaba contra su
pecho y apoyaba su mejilla en la mia, murmurándome al oído:
—Querida, sé que tu corazón se siente
herido. No me juzgues cruel: me limito a obedecer una ley ineludible que
constituye mi fuerza y mi debilidad. Si tu corazón está herido, el mío sangra
con el tuyo. En medio de mi gran tristeza, vivo de tu exuberante vida, y tú
morirás, morirás dulcemente por la mía. Es algo inevitable. Y así como yo me
acerco a ti, tú, a tu vez, te acercarás a otros y aprenderás el éxtasis de la
crueldad, que es una forma del amor. No intentes saber nada más de mí ni de mi
vida, pero ten confianza con todo tu amor.
Y después de
haber hablado con una voz suave, queda, me estrechaba entre sus brazos, y sus
labios, besándome tiernamente, me inflamaban las mejillas. Aquella excitación y
aquel lenguaje me resultaban incomprensibles. Intentaba eludir sus abrazos, no
demasiado frecuentes, pero me faltaban energías. Sus palabras resonaban en mis
oídos como una canción de cuna y domeñaban mi resistencia sumergiéndome en una
especie de sopor, del cual sólo despertaba cuando me libraba de sus brazos.
Aquellas incomprensibles expansiones no me gustaban. Experimentaba una extraña
y tumultuosa sensación que, si bien en cierto sentido me resultaba agradable,
me inundaba al mismo tiempo de temor y de repulsión. Siempre que tenía lugar
una de esas escenas me sentía sumamente turbada, y, al tiempo que aumentaba el
placer que me producía, aumentaba también mi repugnancia. Sé que lo que acabo
de explicar podrá parecer paradójico, pero no puedo expresar de otra forma lo
que sentía. Han transcurrido diez años desde que tuvieron lugar aquellos hechos,
y la mano me tiembla aún al escribir acerca de la situación en que
inconscientemente me vi envuelta.
A veces,
después de un largo período de indiferencia, mi extraña y bellísima amiga me
cogía súbitamente la mano, estrechándomela con pasión. Se sonrojaba y me miraba
con ojos ora lánguidos, ora de fuego. Su conducta era tan semejante a la de un
enamorado, que me producía un intenso desasosiego. Deseaba evitarla, y al
propio tiempo me dejaba dominar. Carmilla me cogía entre sus brazos, me miraba
intensamente a los ojos, sus labios ardientes recorrían mis mejillas con mil
besos y, con un susurro apenas audible, me decía:
—Serás mía.., debes ser mía... Tú y yo
debemos ser una sola cosa, y para siempre.
Después se
echaba hacia atrás, apoyándose en el respaldo del sillón, cubriéndose los ojos
con las manos; y yo me sentía trastornada en lo más profundo de mi ser.
—¿Qué quieres decir con tus palabras?
—intentaba saber—. ¿Te recuerdo acaso a alguna persona a la que amaste mucho?
No me gusta que me hables así. Cuando lo haces no pareces la misma. Y tampoco
yo me reconozco a mí misma cuando me miras y me hablas de este modo.
No hallaba una
explicación satisfactoria a aquellas efusiones. Sin embargo, no parecían
afectadas, ni falsas. Indudablemente, se trataba de una explosión espontánea de
un instinto o sentimiento reprimido. ¿Acaso Carmilla sufría alucinaciones?
¿Estaría loca, a pesar de lo que afirmó su madre antes de marcharse? ¿O se
trataba, simplemente, de una argucia romántica? En más de una ocasión había
leído la historia de un joven que se introducía en casa de su amada vestido de
mujer y con la ayuda de una aventurera... ¿Sería éste el caso? La hipótesis
lisonjeaba mi vanidad, pero no tenía la menor consistencia. Durante largos
períodos de tiempo, yo no representaba absolutamente nada para Carmilla, la
cual se limitaba a dirigirme alguna mirada ardiente, eso sí. Y aparte de
aquellos fugaces momentos de excitación, sus modales eran absolutamente
femeninos. Sus costumbres, por otra parte, eran bastante raras. Generalmente,
se levantaba muy tarde, nunca antes del mediodía. Entonces tomaba únicamente
una taza de chocolate, muy caliente. A continuación paseábamos juntas un rato,
muy corto, ya que no tardaba en sentirse fatigada; regresábamos al castillo o nos
sentábamos en un banco, debajo de los árboles. Lo más curioso era que su
languidez física no iba nunca acompañada de postración mental. Su conversación
era siempre chispeante y vivaz.
De cuando en
cuando hacía alguna vaga alusión a su hogar, a su infancia o a algún recuerdo
de su existencia, y a través de sus palabras se adivinaba que sus hábitos y
costumbres eran muy dispares a los nuestros. De esas ocasionales alusiones
llegué a colegir que su país natal estaba mucho más lejos de lo que había
creído al principio. Una tarde en que nos hallábamos sentadas bajo los árboles,
desfiló ante nosotros un cortejo fúnebre. Se trataba del entierro de una
muchacha muy bonita y a la cual yo conocía porque era hija del guarda forestal.
El pobre hombre marchaba detrás del féretro que contenía los restos de su
querida y única hija y parecía tener el corazón destrozado. Le seguían algunos
aldeanos, cantando un himno funerario. Cuando el cortejo pasó delante nuestro
me puse en pie en señal de respeto, y uní mi voz a las suyas. Mi amiga me tiró
rudamente del vestido y yo me volví, sorprendida. En tono irritado, me dijo:
—¿Es que no te das cuenta de lo desafinado
de sus voces?
—Pues a mí me parece un canto muy dulce
—respondí, molesta por aquella intempestiva intromisión, y porque temía que los
acompañantes del entierro observaran nuestra discusión.
El canto
continuó.
—¡Me destrozan los tímpanos! —exclamó
Carmilla en tono rabioso, tapándose los oídos con las manos—. Detesto los
entierros y los funerales. iCuántas cosas inútiles! Porque tú has de morir,
todos han de morir, y todos, después de la muerte, son mucho más felices.
¡Regresemos a casa!
—Mi padre ha ido también al cementerio.
¿Lo sabías?
—No, no me importa. Ni siquiera sé quién
es el muerto —replicó mientras sus ojos centelleaban.
—Se trata de aquella muchacha que hace
unos quince días creyó haber visto un fantasma. Desde entonces ha ido
empeorando, y ayer por la mañana falleció.
—No me hables de fantasmas: esta noche no
podría dormir.
—Espero que no haya una epidemia por estos
alrededores. Existen algunos síntomas —continué—. La mujer del pastor murió
hace una semana, y también dijo que había notado una extraña opresión en el
cuello, como si alguien tratara de ahogarla. Mi padre dice que esas
alucinaciones son frecuentes en los casos de fiebres epidémicas. La mujer se
hallaba perfectamente el día anterior, pero después de aquella noche se
debilitó inesperadamente y al cabo de una semana falleció.
—Bien, supongo que ya habrán terminado con
los cantos fúnebres. Nuestros oídos ya no se verán torturados de nuevo. Todas
estas cosas me ponen nerviosa. Siéntate a mi lado, más cerca. Cógeme la mano.
Apriétala fuerte, más fuerte...
Nos habíamos
retirado unos pasos y Carmilla se sentó en un banco. Su semblante se había
transformado de tal modo, que me asusté. Se había puesto pálida. Sus dientes
rechinaban y apretaba los labios, sacudida por un continuo escalofrío. Todas
sus energías parecían empeñadas en luchar contra aquel ataque. Finalmente, profirió
un ahogado grito y se tranquilizó paulatinamente, superada la crisis de
histerismo.
—Esto sucede cuando se agobia a la gente
con himnos funerarios —dijo—. No me sueltes, me siento ya mucho mejor.
Tal vez para
desvanecer la profunda impresión que me había producido el verla sumida en
aquella crisis, mientras regresábamos a casa se mostró muy animada y
parlanchina. Aquello pasó como una nube de verano. Pero aún tuve ocasión de
asistir a una nueva explosión de cólera de Carmilla. Cierto día estábamos
contemplando el paisaje desde uno de los grandes ventanales del salón, cuando
vimos a un vagabundo que cruzaba el puente levadizo, encaminándose hacia el
patio del castillo. Le conocía perfectamente. Cada seis meses venía al
castillo. Era un jorobado, y su rostro tenía la expresión mordaz que suele
verse en los hombres que son víctimas de una deformidad física. Llevaba una
barbita oscura y puntiaguda y al sonreír abría la boca de oreja a oreja,
mostrando unos dientes blanquísimos. Vestía con una zamarra de piel de búfalo,
adornada con numerosas cintas y campanillas. De su espalda colgaban una
linterna y dos cajas cuyo contenido me era ya conocido: en una de ellas
guardaba una salamandra, y en la otra una mandrágora. Llevaba también un
violín, una caja de amuletos contra el mal de ojo y varios estuches de
contenido diverso. Se apoyaba en un bastón de madera negra, con una contera de
cobre. Iba acompañado de un perro esquelético que le seguía fielmente a todas
partes. Pero el animal se detuvo en medio del puente levadizo, erizó el pelo y
prorrumpió en lúgubres aullidos, negándose a avanzar.
Entretanto, el
vagabundo había llegado al centro del patio y, quitándose el grotesco sombrero,
se inclinó en una cómica reverencia. Luego empuñó el violín y empezó a tocar
una alegre melodía, acompañándola con un canto tan desafinado y unos pasos de
danza tan cómicos, que me eché a reír a pesar de lo mucho que me habían
impresionado los siniestros aullidos del perro.
—¿Desean las señoritas comprar un amuleto
contra el vampiro, que según he oído decir merodea por estos alrededores como
un lobo? —dijo el vagabundo, dejando caer el sombrero al suelo—. La gente muere
por doquier, pero yo tengo un talismán que no falla; sólo hay que coserlo a la
almohada, y cuando el vampiro se presenta puede uno reírse de él en sus propias
barbas.
Los amuletos
consistían en unas cintas de papel transe, con cifras y dibujos cabalísticos.
Inopinadamente, Carmilla compró un talismán y yo la imité. El vagabundo nos
observaba y nosotras sonreíamos divertidas; al menos yo. Pero, de repente,
mientras nos miraba, los ojos del vagabundo —unos avispados ojos azules—
parecieron descubrir algo que por un instante atrajo su atención.
Inmediatamente sacó un estuche de cuero repleto de toda clase de pequeños instrumentos
de acero.
—Mire, señorita —me dijo, mostrándome el
estuche—, además de algunas actividades menos útiles, practico la de dentista.
¿Quieres callarte de una vez, animalucho? Si no paras de aullar, la señorita no
oirá lo que le digo. Como le iba diciendo, soy dentista, y su amiga tiene los
dientes más afilados que he visto en mi vida; largos, afilados, puntiagudos
como una lanza, como un alfiler. Sí, los he visto perfectamente; son unos
dientes peligrosos. Yo entiendo de estas cosas, y aquí estoy con mi lima, mi
punzón y mis pinzas. Se los dejaré redondeados y bonitos. Si la señorita
consiente, en vez de dientes de pez tendrá una dentadura digna de su belleza.
¿Se ha enfadado la señorita? ¿He sido demasiado atrevido? ¿La he ofendido?
Carmilla, en efecto,
le miraba con una expresión de odio. Se apartó de la ventana, acusándome:
—¿Y permites que ese charlatán me insulte
de ese modo? ¿Dónde está tu padre? Quiero pedirle que lo eche del castillo. Mi
padre hubiera ordenado que le apalearan, para quemarlo luego vivo.
Sin embargo,
en cuanto no tuvo ante sus ojos al hombre que la había insultado, su cólera
desapareció tan rápidamente como había surgido; al cabo de unos instantes había
olvidado ya al jorobado y sus extravagantes palabras. Aquella misma tarde, mi
padre llegó muy excitado. Nos contó que se había presentado otro caso parecido
a los anteriores y de los cuales ya he hablado. La hermana de un colono de
nuestra finca, que vivía a una milla de distancia de nuestro castillo, había
enfermado repentinamente. Decía que había sido atacada por un ser monstruoso, y
su estado se agravaba, lenta pero inexorablemente.
—En rigor —dijo mi padre—, todo esto puede
ser atribuido a causas naturales. Esos infelices se sugestionan con narraciones
inverosímiles, y de este modo provocan sus alucinaciones.
—No deja de ser una cosa terrible —observó
Carmilla.
—Desde luego —asintió mi padre—. Me asusta
pensar que puedo ser víctima de una alucinación semejante. Aunque sólo fuera
una alucinación, ha de ser tan horrible como si se tratara de un hecho real.
—Estamos en las manos de Dios —afirmó mi
padre—. Nada puede ocurrir sin su consentimiento, y todo terminará bien para
aquellos que le aman. Es nuestro Creador. El nos ha hecho y cuidará de
nosotros.
—Yo creo —replicó Carmilla— que todas las
cosas suceden por imperativo de la naturaleza. Y que la enfermedad que se
propaga por la comarca es también cosa de la naturaleza. ¿No le parece?
—Hoy vendrá el médico —dijo mi padre,
eludiendo contestar a la pregunta de la muchacha—. Me gustará saber qué opina
el doctor de este fenómeno, y qué nos aconseja.
—Los médicos nunca me han servido para
nada —replicó Carmilla.
—¿Has estado enferma? —le pregunté.
—Más enferma de lo que tú hayas estado
jamás.
—¿Hace mucho tiempo?
—Sí, mucho: lo he olvidado todo, excepto
el dolor y la debilidad.
—Entonces, serías muy joven...
—Creo que sí. Pero, no hablemos más de
esto. No quieras hacer sufrir a tu amiga.
Me miró
lánguidamente a los ojos y, cogiéndome del talle, me sacó de la habitación.
—¿Por qué se divierte tanto tu padre
asustándome? —me preguntó, una vez estuvimos fuera, temblando ligeramente.
—No lo creas, querida, no es ésa su
intención.
—Y tú, ¿estás asustada?
—Lo estaría si pensara que también
nosotras corremos el mismo peligro que esa pobre gente.
—¿Te asusta la idea de la muerte?
—Desde luego, a todo el mundo le asusta
esa idea.
—¿Crees, por ejemplo, que es espantoso
morir mientras se ama? Dos amantes que mueren juntos.., y de este modo pueden
vivir juntos para siempre... Las muchachas no son más que orugas y sólo se
transforman en mariposas cuando llega el verano. Entretanto, son crisálidas y
larvas, cada una con sus formas e inclinaciones particulares. Hay un cierto
señor Buffon que así lo cuenta.
Por la noche
vino el médico y se encerró con mi padre en su despacho, donde permanecieron
durante largo rato. Era un médico con mucha experiencia, de unos sesenta años.
Su rasurado rostro aparecía tan liso como la superficie de una calabaza. Cuando
salían del despacho, oí que mi padre decía, riendo:
—Me admira oír esas palabras en boca de un
hombre tan sensato como usted. ¿Qué opina, entonces, de los hipógrifos y de los
dragones?
También el
médico se reía, sacudiendo la cabeza.
—En todo caso, la vida y la muerte han
sido siempre un misterio y sabemos muy poco acerca de lo que puede suceder.
Se alejaron
charlando y yo no pude oír nada más. En aquel momento ignoraba cuáles habían
sido las hipótesis aventuradas por el doctor, pero ahora creo adivinarlas. Una
tarde llegó de Gratz el hijo del restaurador de cuadros, transportando en su
carro dos grandes cajas llenas de cuadros. Su llegada constituyó un verdadero
acontecimiento. Las cajas quedaron en el atrio; los criados se encargaron del
joven y lo acompañaron a la cocina para que le dieran de cenar. Luego se unió a
nosotros en el atrio grande, donde nos habíamos reunido previamente para abrir
las cajas. Carmilla estaba sentada y miraba distraídamente los viejos cuadros,
casi todos retratos, que habían sido enviados a restaurar. Mi madre pertenecía
a una antigua familia húngara, y la mayor parte de los cuadros procedían de mi
familia materna. Mi padre iba leyendo en una lista los títulos de los cuadros,
y el artesano los iba sacando de las cajas. Ignoro el valor que podían tener, aunque
eran antiguos y algunos muy curiosos. Yo los veía por primera vez en mi vida,
ya que la humedad y el polvo habían ocultado las telas durante mucho tiempo.
—No había visto nunca este cuadro —comentó
mi padre, señalando la tela que el restaurador tenía en la mano—. Aquí, en un
ángulo, figura el nombre, que pude descifrar antes de enviarlo al restaurador:
Marcia Karstein. Lleva la fecha de 1768. Será interesante ver lo que ha surgido
ahora...
Me acordé de
aquel cuadro. Se trataba de una pequeña tela, sin marco, de forma cuadrangular
y tan ennegrecida por el paso del tiempo que jamás pudimos contemplar a aquella
Marcia Karstein, si es que en realidad se trataba de su retrato. El restaurador
exhibió la tela con evidente orgullo. Era una joven de rostro hermosísimo, y
quedé asombrada por la viveza de su expresión. Pero lo que más me asombró fue
su extraordinario parecido con Carmilla.
—¿Te das cuenta, querida? —le pregunté—.
Esto es un verdadero milagro. Eres tú misma, viva y sonriendo. Sólo le falta
hablar. ¿No te parece extraordinario? ¡Mira, papá! Tiene también un pequeño
lunar en la garganta...
Mi padre
esbozó una sonrisa y dijo:
—Realmente, es de un parecido
extraordinario.
Pero, ante mi
sorpresa, no prestó mayor atención al hecho y continuó su tarea con el
restaurador. Por mi parte, sentía aumentar mi admiración a medida que
contemplaba el retrato.
—¿Me permites que lo cuelgue en mi
habitación, papá? —le pedí a mi padre.
—Desde luego, querida —dijo—. Me alegra
que te guste. Debe ser más hermoso de lo que yo creía, si es que se parece
tanto a tu amiga.
Carmilla no
pareció haber oído el cumplido. Estaba retrepada en un sillón y me contemplaba
fijamente con sus hermosos ojos, con la boca ligeramente entreabierta y
sonriendo como en éxtasis.
—Ahora sí que puede leerse bien el nombre
—dije—. No es Marcia. Parece escrito con letras de oro. El nombre es Mircalla,
condesa de Karstein. Encima del nombre hay una pequeña corona, y debajo una
inscripción: Anno Domini 1698. Yo desciendo de los Karstein.
—iAh! —exclamó lánguidamente Carmilla—.
También yo creo que soy una descendiente lejana de esa familia. ¿Viven aún
algunos de sus miembros?
—No creo que exista nadie que lleve el
apellido. La familia quedó extinguida a raíz de la guerra civil, hace muchísimo
tiempo. Las ruinas del castillo se encuentran a sólo unas leguas de aquí.
—Muy interesante —murmuró distraídamente
Carmilla—. Pero, mira qué hermoso claro de luna tenemos hoy. Miró a través de
la entornada puerta. ¿Y si fuésemos a dar un paseo?
—Esta noche me recuerda la de tu llegada
—dije.
Carmilla
suspiró, esbozando una sonrisa.
Se puso en pie
y salimos al patio cogidas por la cintura. Anduvimos lentamente y en silencio
hasta el puente levadizo. Ante nuestros ojos se extendía una hermosa llanura, bañada
por la luz de la luna.
—¿De modo que recuerdas aún el día de mi
llegada? —me susurró Carmilla al oído—. ¿Te alegra tenerme aquí?
—Soy muy feliz, querida Carmilla
—respondí.
—Y has pedido que te dejaran colgar aquel
cuadro en tu habitación —murmuró mi amiga, con un suspiro. Luego me apretó más
estrechamente con el brazo que ceñía mi talle y apoyó su cabeza en mi hombro.
—¡Qué romántica eres, Carmilla! —exclamé—.
Cuando me cuentes la historia de tu vida, estoy segura de que será como si me
leyeras una novela de amor.
Me besó
silenciosamente.
—Estoy convencida, Carmilla, de que has
estado enamorada —proseguí—. Y me atrevería a afirmar que sigues preocupada por
algún asunto amoroso.
—Nunca me he enamorado, y nunca me
enamoraré —afirmó Carmilla—. A no ser que me enamore de ti...
A la luz de la
luna, aparecía más hermosa que nunca. Tras dirigirme una extraña y tímida
mirada, ocultó la cara en mi cuello, entre mis cabellos, respirando
agitadamente; parecía a punto de estallar en sollozos y me apretaba la mano,
temblando. Su mórbida mejilla quemaba contra la mía. Murmuró:
—¡Querida! Yo vivo en ti, y tú morirás en
mí. ¡Te quiero tanto!
Me separé de
ella. Carmilla me miraba ahora con unos ojos de los que habían desaparecido el
fuego y la vida. Y como si saliera de un sueño, añadió:
—Regresemos. Vámonos a casa.
—Me parece que estás enferma, Carmilla;
deberías tomar un vasito de vino —le dije.
—Sí, creo que sí. Ahora me encuentro mucho
mejor. Dentro de unos minutos estaré completamente bien. Sí, tomaré un vaso de
vino. Y, acercándose a la puerta, añadió: Déjame mirar un instante; quizá sea
la última vez que veo la luna contigo.
—¿De veras te sientes mejor, Carmilla?
—pregunté.
Por un
instante, temí que se hubiera contagiado de aquella extraña epidemia que
azotaba la comarca.
—Papá se apenaría mucho si supiera que te
encuentras mal y no lo dices. Nuestro médico es un hombre muy inteligente.
—Todos sois excesivamente buenos conmigo.
Pero lo que yo tengo no es cosa de médicos. No estoy enferma, sino solamente un
poco débil. El menor esfuerzo me deja agotada. Pero me recobro muy fácilmente.
¿Ves? Ya estoy bien.
Así lo
parecía. Seguimos charlando durante un rato, y Carmilla se mostró muy animada.
El resto de aquella tarde transcurrió sin que se produjera ninguna recaída en
lo que yo llamaba su exaltación. Las ardientes miradas de Carmilla, su modo
absurdo de expresarse, me asustaban a veces, lo confieso. Pero aquella noche
ocurrió algo que debía provocar un cambio radical en el curso de mis
pensamientos. Acompañé a Carmilla a su habitación, como de costumbre, y me
quedé charlando con ella mientras se preparaba para acostarse.
—Creo que llegará un día —dije— en que
tendrás una absoluta confianza en mí.
Se volvió,
sonriente, pero no contestó.
—No contestas —le dije—, porque no puedes
darme una respuesta satisfactoria, ¿verdad? No debería habértelo sugerido...
—Tienes perfecto derecho a hacerlo
—replicó Carmilla—. Te quiero mucho, y te considero merecedora de recibir todas
mis confidencias, puedes creerlo. Pero estoy atada a una promesa, más atada que
una religiosa a sus votos, y no puedo hablar de mí, ni siquiera contigo. Pero
se acerca el momento en que lo sabrás todo. Me juzgarás cruel y egoísta, muy
egoísta, pero recuerda que el amor es siempre así. Cuanto más intensa es la
pasión, más egoísta resulta. No puedes imaginarte lo celosa que estoy de ti. Tú
has de venir conmigo; has de quererme hasta la muerte. O puede que me odies, da
lo mismo. Pero ven conmigo y ódiame a través de la muerte y del más allá. En mi
vocabulario no existe la palabra indiferencia.
—Ya estás otra vez diciendo cosas que no
tienen sentido —objeté.
—Soy extravagante, tonta y caprichosa.
Pero tranquilízate: en adelante hablaré cuerdamente. ¿Has bailado alguna vez?.
—No. Debe ser encantador, ¿verdad?
—Casi lo he olvidado. Hace tantos años...
Me eché a
reír.
—No eres tan vieja como todo eso... No
puedes haber olvidado aún tu primer baile.
—Sólo haciendo un gran esfuerzo puedo
recordarlo. Lo veo todo a través de algo que se interpone entre el recuerdo y
yo, como una cortina tupida y, al mismo tiempo, transe. Aquella noche estaba
como muerta en mi cama. Me hirieron aquí —se tocó el pecho— y nunca he vuelto a
ser la misma.
—¿Has estado a punto de morir?
—Sí. Un amor cruel, un amor caprichoso
había invadido mi vida. El amor exige sacrificios, y en los sacrificios corre
la sangre. Ahora deja que me abandone al sueño. Estoy muy cansada. ¿Cómo podré
levantarme a cerrar la puerta con llave?
Le di las
buenas noches y salí de la estancia con una sensación de inquietud. Los
delirios de las personas nerviosas son contagiosos, y casi siempre acaban por
ser imitadas por los que tienen un temperamento afín. También yo había adoptado
las costumbres de Carmilla; cerraba con llave la puerta de mi habitación,
sugestionada por su fantástico miedo a unos hipotéticos agresores nocturnos,
asesinos o ladrones. También, como Carmilla, inspeccionaba minuciosamente mi
habitación cada noche, antes de acostarme, para asegurarme de que no había
nadie escondido en ella. Después de tomar todas aquellas prudentes medidas, me
acosté y me quedé dormida casi inmediatamente. Tenía una luz encendida en mi
habitación. Era una antigua costumbre, de cuya inutilidad nadie había podido
convencerme. Sólo así podía descansar tranquila. Pero los sueños atraviesan los
muros de piedra, iluminan las habitaciones vacías y oscurecen las iluminadas, y
los personajes que intervienen en el sueño entran y salen a placer, burlándose
de los cerrojos. Aquella noche tuve un sueño que fue el comienzo de una extraña
angustia. No podría llamarlo una obsesión, porque tenía la certeza de que
estaba dormida, de que me hallaba en mi habitación y yacía en mi cama. Vi, o
creí ver, la habitación con sus muebles de siempre, pero más a oscuras; a los
pies de mi cama se movía algo escurridizo, que no pude distinguir claramente.
De repente, me di cuenta de que se trataba de un animal grande y negro, como
cubierto de hollín. Parecía un monstruoso gato. Tendría aproximadamente un
metro y medio de longitud, y lo deduje porque cuando se paseaba al pie de la
cama ocupaba toda su anchura. Se paseaba como una fiera enjaulada. Me sentí tan
aterrorizada, que no tenía fuerzas ni para gritar. Los pasos del animal eran
cada vez más rápidos, y la habitación se oscurecía por momentos. Noté que algo
se encaramaba a mi cama. Unos ojos enormes se acercaron a los míos y de pronto
sentí un penetrante dolor en el pecho, como si me hubiesen clavado dos
alfileres. Me desperté con un grito. La habitación estaba iluminada por la luz que
dejaba encendida cada noche, y a los pies de mi cama había una figura femenina
vestida de negro y con la cabellera caída en cascada sobre los hombros. Estaba
inmóvil como una estatua. No se oía ningún rumor, ni siquiera el de su
respiración. La miré, y la figura pareció moverse; se deslizó hasta la puerta,
que estaba abierta, y desapareció. Inmediatamente, me sentí como liberada de un
gran peso y pude moverme y respirar. Mi primer pensamiento fue que Carmilla
había querido gastarme una broma y que yo me había olvidado de cerrar la
puerta. Pero me levanté y la encontré cerrada por dentro, como siempre. La idea
de abrirla me aterrorizaba. Volví a acostarme y escondí la cabeza debajo de las
sábanas, más muerta que viva.
Al día
siguiente no quise quedarme sola ni un momento. Debí de habérselo contado todo
a mi padre, pero no lo hice por dos motivos opuestos. Primero, porque temí que
se burlase de mi historia y me dolían sus burlas; y, segundo, porque temí que
creyese que también yo era víctima de aquella misteriosa enfermedad que se
propagaba por la comarca. Mi padre tenía el corazón débil y no quería
asustarlo. Pero se lo conté todo a la señora Perrodon y a la señorita
Lafontaine. Las dos se dieron cuenta de que me hallaba en un estado de anormal
excitación. La señorita Lafontaine se echó a reír, pero vi que la señora
Perrodon me miraba preocupada.
—A propósito —dijo la señorita Lafontaine,
riendo—, en el camino de los tilos, detrás de la habitación de la señorita
Carmilla, hay fantasmas.
—¡Tonterías! —exclamó la señora Perrodon,
la cual debió encontrar inoportuna aquella asociación de ideas—. ¿Quién le ha
contado esa historia, querida?
—Martin dice que ha ido dos veces a
reparar la vieja balaustrada antes del amanecer, y siempre ha visto la misma
figura de mujer andando por el camino de los tilos.
—No le diga nada a Carmilla —supliqué—. Su
ventana da al camino, y es una muchacha más impresionable aún que yo.
Aquel día,
Carmilla se levantó más tarde que de costumbre.
—Esta noche me he asustado mucho —dijo—.
Estoy segura de haber visto algo horrible. Menos mal que tenía el amuleto que
le compré al pobre jorobado. ¡Y pensar que lo traté tan mal! He soñado que una
cosa negra se acercaba a mi cama, y me he despertado aterrorizada. Durante unos
segundos, he visto realmente una figura negra al lado de la chimenea, pero he
tocado el amuleto que guardo debajo de la almohada y la figura ha desaparecido.
Estoy convencida de que, si se hubiese acercado más, habría terminado degollada
como aquellas pobres mujeres...
—Bien, escucha lo que voy a contarte...
Le conté mi
aventura nocturna. Pareció asustarse.
—¿Y tenías el amuleto contigo? —me
preguntó.
—No. Lo metí en un jarrón de porcelana del
salón, pero esta noche me lo llevaré a la cama, ya que tú crees tanto en su
eficacia.
Después de
tanto tiempo, no acierto a comprender cómo pude dominar mi terror y dormir sola
en mi habitación aquella noche. Recuerdo perfectamente que puse el amuleto
debajo de mi almohada y que me quedé casi inmediatamente dormida, con un sueño
mucho más profundo que la noche anterior. También la noche siguiente fue
tranquila. Dormí profundamente y sin sueños, pero me desperté cansada y
melancólica; aunque no puedo decir que fuese una sensación desagradable.
—También yo he pasado una noche magnífica
—me dijo Carmilla por la mañana—. He cosido el amuleto a mi camisón. La noche
anterior lo tenía demasiado lejos. Estoy segura de que todo es pura
imaginación. Creía que los sueños eran engendrados en nosotros por el espíritu
del mal, pero el médico me dijo que no es cierto. Se trata de una fiebre o una
enfermedad que llama a la puerta, y al no poder pasar deja aquella señal de
alarma.
—¿Y por qué crees en la eficacia del
amuleto?
—Supongo que está empapado en alguna droga
que sirve de antídoto contra la malaria.
—Pero, ¿actúa solamente sobre el cuerpo?
—Desde luego. ¿Crees que los espíritus
maléficos se asustarían de unas cintas de colores o de un poco de perfume
barato? No, seguro que no. Esos males flotan en el aire, atacan primero a los
nervios y luego infectan el cerebro, pero antes de que puedan instalarse
definitivamente, el antídoto entra en acción y los destruye. Estoy convencida
de que ése ha sido el efecto del amuleto. No se trata de magia, sino de un
remedio natural.
Durante
algunas noches más dormí perfectamente. Pero cada mañana sentía el mismo
cansancio, y todo el día estaba dominada por la misma sensación de languidez.
Me parecía haber cambiado. Una extraña melancolía se apoderaba de mí. La idea
de la muerte se abría camino en mi mente. El estado en que me hallaba sumida
era triste, pero también dulce. Y de todos modos, fuera lo que fuese, mi alma
lo aceptaba. No quería admitir que estaba enferma, ni decírselo a mi padre; ni
llamar al médico. Durante aquellos días, Carmilla me prodigó sus atenciones
mucho más que antes y sus momentos de exaltación fueron también más frecuentes.
Sin darme cuenta la enfermedad se había apoderado de mí, la enfermedad más
extraña que jamás haya afectado a un ser mortal. Me acostumbraba cada vez más a
la sensación de impotencia que invadía todo mi ser. La primera transformación
que descubrí en mí era casi placentera; algo parecido a la curva que inicia el
descenso al infierno. Mientras dormía experimentaba una vaga y curiosa
sensación. Generalmente era un súbito temblor, agradable, helado, como el que
se experimenta cuando uno se baña en un río y nada contra la corriente. Una
serie de sueños que parecían interminables seguían al temblor, pero eran sueños
tan confusos que nunca conseguía recordar, después, ni el escenario, ni los
personajes, ni sus actos. Me dejaban una sensación de terror y de cansancio,
como si acabara de realizar un gran esfuerzo mental o de correr un grave
peligro. Los únicos recuerdos que me quedaban de todos esos sueños eran la
sensación de haber permanecido en un lugar tenebroso, la de haber conversado
con gente a la que no podía ver y el eco de una voz femenina tan profunda que
parecía hablarme desde muy lejos: una voz que me intimidaba y me sojuzgaba
siempre. A veces sentía el roce de una mano que me acariciaba las mejillas;
otras, la presión de unos labios ardientes que me besaban, más apasionadamente
a medida que los besos descendían hacia mi garganta. Allí sentía el último
beso. Mi corazón latía más de prisa, mi respiración se hacía más entrecortada.
Luego experimentaba una sensación de ahogo y, en medio de una terrible
convulsión, perdía la consciencia.
Estos
terribles hechos me sucedían ahora tres veces a la semana y dejaban en mí una
profunda huella. Estaba pálida, el círculo morado que rodeaba mis ojos era cada
vez más visible y mi languidez aumentaba día a día. Mi padre me preguntaba
frecuentemente si me encontraba mal, pero con una obstinación que ahora me
parece inexplicable, le aseguraba una y otra vez que estaba perfectamente bien.
En cierto sentido, era verdad. No sentía dolor alguno ni podía quejarme de
ningún malestar físico. Mi dolencia me parecía imaginaria y, por penosos que
fueran mis sufrimientos, los cultivaba amorosamente y en secreto. Carmilla se
quejaba de sueños y de sensaciones febriles parecidas a las mías, aunque menos
alarmantes. Si hubiera sido capaz de comprender mi situación, habría pedido
ayuda y consejo de rodillas. Pero el narcótico de una influencia insospechada
obraba en mí y mis sentidos estaban embotados. Hablaré ahora de un sueño que me
condujo a un extraño descubrimiento.
Una noche, en
vez de la solitaria voz que oía en el vacío, oí otra voz más dulce y más
tierna, y al mismo tiempo más terrible, que decía: Tu madre te advierte que
tengas cuidado con el asesino. En el mismo instante apareció inesperadamente
una luz y vi a Carmilla de pie cerca de mi cama, embutida en su blanco camisón
completamente manchado de sangre. Me desperté sobresaltada, convencida de que
Carmilla había sido asesinada. Salté de la cama pidiendo socorro. La señora
Perrodon y la señorita Lafontaine salieron de sus habitaciones, alarmadísimas,
y encendieron una lámpara del rellano de !a escalera. Les conté lo que me había
sucedido e insistí en ver a Carmilla. Acudimos a su dormitorio y la llamamos a
través de la puerta. No respondió, a pesar de nuestros gritos, y el hecho nos
alarmó a todas, ya que la puerta estaba cerrada por dentro. Regresamos a mi
habitación y agitamos furiosamente la campanilla que había a la cabecera de mi cama.
Si mi padre hubiese dormido en nuestro mismo piso le hubiesemos llamado
inmediatamente, pero dormía en el piso bajo, fuera del alcance de nuestras
voces, y para llegar hasta su habitación era necesario organizar una expedición
para la cual ninguna de nosotras se sentía con fuerzas. Los criados llegaron
corriendo. Entretanto, nos habíamos puesto una bata y calzado unas zapatillas.
Volvimos a la habitación de Carmilla, y, después de llamarla de nuevo repetidas
veces, ordené a los criados que forzaran la puerta. Una vez abierta, penetramos
en el dormitorio: todo estaba en orden, tal como lo había visto al dar las
buenas noches a Carmilla. Pero mi amiga había desaparecido.
Al ver que la
única señal de desorden en la habitación era la producida por nuestra irrupción,
nos tranquilizamos un poco y no tardamos en recobrar el buen sentido y en
despedir a los criados. La señorita Lafontaine aventuró
Joseph
Sheridan Le Fanu
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