dimarts, 10 de setembre del 2019

Carmilla - Sheridan Le Fanu




Carmilla. Un dels contes més coneguts de Sheridan LeFanu. Pare de la literatura gòtica juntament amb Anne Radcliffe.  Potser trobareu la seua prosa senzilla, no excesivament brillant però cal contextualitzar,va ser escrita al 1872 i encara no existía tradició de novel·la vampiresca: Copie i pegue  de la Wikipédia: Casi todos los relatos de vampiros tienen la estructura básica de Carmilla, empezando por la parte de “ataque” pasando a “muerte – resurrección” por parte del vampiro, y finalmente a la parte de “caza – destrucción” donde la criatura es perseguida para destruirla.
A la biblioteca podeu trobar alguns títols gòtics: El Castillo de Otranto, El Monje, Manuscrito encontrado en Zaragoza y Dràcula, a qui precedia 25 anys y qui sense dubte va beure d’aquests autors. Carmilla és interessant perquè explora per primera volta el món dels vampirs i el lesbianisme.
 El paral·lelisme amb Dràcula el trobem en el comportament de les vampiresses, dones somnàmbules víctimes d’alguna criatura sobrenatural. També en la figura del caçador de vampirs.
Imprescindible per conèixer la evolució de la literatura gòtica i el vampirisme.
NOTA: 4.5/5
Conte complet:


Carmilla

(1814-1873)
Vivíamos en Estiria, en un castillo. No es que nuestra fortuna fuera principesca, pero en aquel rincón del mundo era suficiente una pequeña renta anual para poder llevar una vida de gran señor. En cambio, en nuestro país y con nuestros recursos sólo habríamos podido llevar una existencia acomodada. Mi padre es inglés y yo, naturalmente, tengo un apellido inglés, pero no he visto nunca Inglaterra.

Mi padre servía en el ejército austríaco. Cuando alcanzó la edad del retiro, con su reducido patrimonio pudo adquirir aquella pequeña residencia feudal, rodeada de varias hectáreas de tierra. No creo que exista nada más pintoresco y solitario. El castillo está situado sobre una suave colina y domina un extenso bosque. Una carretera angosta y abandonada pasa por delante de nuestro puente levadizo, que nunca he visto levantar: en su foso nadan los cisnes entre las blancas corolas de los nenúfares. Dominando este conjunto se levanta la amplia fachada del castillo con sus numerosas ventanas, sus torres y su capilla gótica. Delante del castillo se extiende el pintoresco bosque; a la derecha, la carretera discurre a lo largo de un puente gótico tendido sobre un torrente que serpentea a través del bosque. He dicho que es un lugar muy solitario. Juzgad vosotros mismos si digo la verdad. Mirando desde la puerta de entrada hacia la carretera, el bosque que rodea nuestro castillo se extiende quince millas a la derecha y doce a la izquierda. El pueblo habitado mas próximo está en esa última dirección, a una distancia aproximada de siete millas.
El castillo más cercano y de cierta notoriedad histórica es el del general Spieldorf, a unas veinte millas a la derecha. He dicho el pueblo habitado más próximo, porque al oeste, sólo a tres millas, en dirección al castillo del general Spieldorf, hay un pueblecito en ruinas con su iglesia gótica también en ruinas; allí están las tumbas, casi ocultas entre piedras y follaje, de la orgullosa familia Karnstein, extinguida hace tiempo. La familia Karnstein poseía antaño el desolado castillo que, desde la espesura del bosque, domina las silenciosas ruinas del pueblo. Hay una leyenda que explica por qué fue abandonado por sus habitantes este extraño y melancólico paraje. Pero ya hablaré de ella más adelante. El número de habitantes de nuestro castillo era muy exiguo. Excluyendo a los criados y a los habitantes de los edificios anexos, estábamos solamente mi padre, el hombre más simpático del mundo pero de edad bastante avanzada, y yo, que en la época en que ocurrieron los hechos que voy a narrar tenía solamente diecinueve años.

Mi padre y yo constituíamos toda la familia. Mi madre, de una familia noble de Estiria, murió cuando yo era aún una niña. Sin embargo, tuve una inmejorable nana, la señora Perrodon, de Berna. Era la tercera persona en nuestra modesta mesa. La cuarta era la señorita Lafontaine, una dama en toda la extensión de la palabra, que ejercía las funciones de institutriz, para completar mi educación. Algunas muchachas amigas mías venían de vez en cuando al castillo y, algunas veces, yo les devolvía la visita. Éstas eran nuestras habituales relaciones sociales. Naturalmente, también recibíamos visitas imprevistas de vecinos. Por vecinos se entienden a las personas que habitaban dentro de un radio de cuatro o cinco leguas. Puedo aseguraros que, en general, era una vida muy aislada. El primer acontecimiento que me produjo una terrible impresión y que aún ahora sigue grabado en mi mente, es al propio tiempo uno de los primeros sucesos de mi vida que puedo recordar.

Aquí terminaba la carta. Si bien yo no había conocido a Berta Reinfelt, mis ojos se llenaron de lágrimas. La noticia de su muerte me impresionó muchísimo. Devolví a mi padre la carta del general. El sol se hundía cada vez más en el ocaso y la tarde era dulce y clara. Paseando bajo la tibia luz del atardecer, nos entretuvimos haciendo cábalas sobre el posible sentido de las incoherentes y violentas afirmaciones de aquella carta. En el puente levadizo encontramos a la señorita Lafontaine y a la señora Perrodon, que habían salido a admirar el magnífico claro de luna. Frente a nosotros se extendía el prado por el cual nos habíamos paseado. A la izquierda, el camino discurría bajo unos venerables árboles y desaparecía en la espesura del bosque. A la derecha, la carretera pasaba sobre un puente severo y pintoresco a la vez, junto al cual se erguía una torre en ruinas. En el fondo del prado, una ligera neblina delimitaba el horizonte con un velo transe, y de cuando en cuando se veían brillar las aguas del torrente a la luz de la luna. Decía así:

He perdido a mi querida sobrina: la quería como a una hija. La he perdido, y solamente ahora lo sé todo. Ha muerto en la paz de la inocencia y en la fe de un futuro bendito. El monstruo que ha traicionado nuestra ciega hospitalidad ha sido el culpable de todo. Creí recibir en mi casa a la inocencia, a la alegría, a una compañía querida para mi Berta. ¡Dios mío! iQué loco he sido! Consagraré los días que me quedan de vida a la caza y destrucción del monstruo. Sólo me guía una débil luz. Maldigo mi ceguera y La nursery, como la llamábamos, aunque era sólo para mí, estaba en una habitación grandiosa del último piso del castillo, y tenía el techo inclinado, con molduras de madera de castaño. Tendría yo unos seis años cuando una noche, despertándome de improviso, miré a mi alrededor y no vi a la camarera de servicio. Creí que estaba sola. No es que tuviera miedo... pues era una de aquellas afortunadas niñas a quienes han evitado expresamente las historias de fantasmas y los cuentos de hadas, que vuelven a los niños temerosos ante una puerta que chirría o ante la sombra danzante que produce sobre la pared cercana la luz incierta de una vela que se extingue. Si me eché a llorar fue seguramente porque me sentí abandonada; pero, con gran sorpresa, vi al lado de mi cama un rostro bellísimo que me contemplaba con aire grave. Era una joven que estaba arrodillada y tenía sus manos bajo mi manta. La observé con una especie de placentero estupor, y cesé en mi lloriqueo. La joven me acarició, se echó en la cama a mi lado y me abrazó, sonriendo. De repente, me sentí calmada y contenta, y me dormí de nuevo.

De súbito, me desperté con la escalofriante sensación de que dos agujas me atravesaban el pecho profunda y simultáneamente. Proferí un grito. La joven dio un salto hacia atrás, cayendo al suelo, y me pareció que se escondía debajo de la cama. Por primera vez sentí miedo y me puse a gritar con todas mis fuerzas. La niñera, la camarera y el ama acudieron precipitadamente, pero cuando les conté lo que me había ocurrido estallaron en risas, a la vez que trataban de tranquilizarme. Aunque yo era solamente una niña, recuerdo sus rostros pálidos y su angustia mal disimulada. Las vi buscar debajo de la cama, por todos los rincones de la habitación, en el armario, y oí a mi ama susurrar a la niñera:

¡Mira! Alguien se ha echado en la cama, junto a la niña. Aún está caliente.

Recuerdo que la camarera me acarició y que las tres mujeres examinaron mi pecho, en el punto donde yo les dije que había sentido la punzada. Me aseguraron que no se veía ninguna señal. El día siguiente lo pasé en un continuo estado de terror: no podía quedarme sola un instante, ni siquiera a plena luz del día. Recuerdo a mi padre junto a mi cama, hablándome en tono festivo, así como preguntando a la niñera y riéndose de sus respuestas. Luego hacía muecas, me abrazaba y me aseguraba que todo había sido un sueño sin importancia. Pero yo no estaba tranquila, porque sabía que la visita de aquella extraña criatura no había sido un sueño. He olvidado todos mis recuerdos anteriores a este acontecimiento, y muchos de los posteriores, pero la escena que acabo de describir aparece vivida en mi mente como los cuadros de una fantasmagoría surgiendo de la oscuridad.

Una tarde de verano, particularmente apacible, mi padre me pidió que le acompañara a dar un paseo por el maravilloso bosque que se extiende ante el castillo.

El general Spieldorf no vendrá a visitarnos, como esperábamos -me dijo, durante el paseo.

Nuestro vecino debía pasar varias semanas en el castillo. Con él debía venir también su joven sobrina y pupila, la señorita Reinfelt. Yo no conocía a la señorita Reinfelt, pero me la habían descrito como una joven encantadora. Quedé muy desilusionada ante la noticia que acababa de darme mi padre; mucho más de lo que pueda imaginar alguien que viva habitualmente en la ciudad. Aquella visita, y la nueva amistad que seguramente había de surgir de ella, había sido objeto diario de mis pensamientos durante muchas semanas.

¿Cuándo vendrán? —pregunté.
El próximo otoño. Dentro de un par de meses —respondió mi padre, y añadió—: Me alegro, querida, de que no hayas conocido a la señorita Reinfelt.
¿Por qué? —inquirí, molesta y curiosa al mismo tiempo.
Porque la pobre muchacha ha muerto.

Quedé sumamente impresionada. El general Spieldorf decía en su última carta, seis o siete semanas antes, que su sobrina no se encontraba muy bien, pero nada hacía pensar en la posibilidad, ni siquiera remota, de un grave peligro.

Aquí tienes la carta del general —continuó mi padre, entregándomela—. Me parece que está muy trastornado. Indudablemente, cuando escribió la carta se hallaba muy excitado.

Nos sentamos en un banco de piedra, junto al sendero de los tilos. El sol desaparecía con todo su melancólico esplendor detrás del horizonte selvático, y el torrente que discurría junto a nuestra mansión reflejaba el colorido escarlata del cielo, cada vez más pálido. La carta del general Spieldorf era tan insólita y apasionada, que la releí detenidamente para comprender su sentido. Quizás el dolor había trastornado su mente.

Mi obstinación... todo... Es demasiado tarde. En estos momentos no puedo escribir ni hablar con serenidad; estoy demasiado trastornado. En cuanto esté mejor me dedicaré a la búsqueda e iré posiblemente hasta Viena. Dentro de un par de meses, hacia el otoño, iré a visitaros, si es que aún estoy vivo. Al propio tiempo os contaré lo que ahora no tengo fuerzas para escribir. Adiós. Rogad por mí, queridos amigos.

Lo mismo a mi padre que a mí, nos seducía lo pintoresco y nos quedamos contemplando en silencio la espléndida llanura que se extendía ante nosotros. Las dos buenas señoras, a pocos pasos, discutían acerca del paisaje y hablaban de la luna. La señora Perrodon era más bien gruesa y veía todas las cosas desde un punto de vista romántico. La señorita Lafontaine pretendía ser psicóloga y algo mística. Aquella tarde afirmó que la intensa luminosidad de la luna estaba en relación directa con una especial actividad espiritual. Los efectos de una luna llena como aquélla podían ser múltiples. Influía en los sueños, en la locura, en la gente nerviosa y hasta en los hechos materiales.

Esta noche —dijo—, la luna está llena de influjos magnéticos. Mirad cómo brillan las ventanas con un resplandor plateado, como si unas manos invisibles hubieran iluminado las estancias para recibir huéspedes espectrales.

En aquel momento, el insólito rumor de las ruedas de un carruaje y del galope de muchos caballos sobre la carretera atrajo nuestra atención. Parecía aproximarse descendiendo de la colina que dominaba el viejo puente; muy pronto, un pequeño tropel desembocó por aquel punto. Primero cruzaron el puente dos caballeros, luego apareció un carruaje tirado por cuatro corceles, y finalmente otros dos caballeros que cerraban el cortejo. Parecía el coche de una persona de rango. Nuestra atención quedó prendida en aquel espectáculo inusitado, que no tardó en hacerse aún más interesante, porque, cuando apenas habían pasado la curva del puente, uno de los caballos del tiro se desbocó y, contagiando su pánico a los otros, arrancó a todo el tiro con un galope desenfrenado, irrumpiendo entre los caballeros que precedían al carruaje y avanzando hacia nosotros con la violencia y la furia de un huracán. En aquel momento culminante, la escena adquirió caracteres de tragedia, debido a unos gritos femeninos procedentes del interior del vehículo. Mi padre permaneció en silencio, mientras nosotras lanzábamos exclamaciones de terror. El final no se hizo esperar. El punto de enlace de la carretera con el puente levadizo estaba delimitado a un lado por un soberbio tilo, y al otro por una cruz de piedra. Los caballos, que marchaban a una velocidad vertiginosa, se desviaron asustados al ver la cruz, arrastrando las ruedas contra las raíces salientes del árbol. Asustada por lo que podía ocurrir, me tapé el rostro con las manos, no resistiendo la idea de ver cómo la carroza se salía del camino. En aquel mismo instante oí el grito de mis compañeras, que estaban un poco más adelantadas que yo. Abrí los ojos, impulsada por la curiosidad, y contemplé una escena sumamente confusa. Dos caballos yacían en el suelo. El carruaje estaba volcado, apoyado sobre uno de sus lados, con dos ruedas al aire. Los hombres se afanaban arreglando el vehículo, de cuyo interior había salido una señora de aspecto autoritario, que retorcía nerviosamente entre sus manos un pañuelo. Ayudamos a salir del carruaje a una joven, al parecer desmayada. Mi padre se había acercado a la señora de más edad, sombrero en mano, ofreciéndole ayuda y cobijo en el castillo. La señora no parecía oír nada, y sólo tenía ojos para la frágil muchachita que había sido reclinada en el respaldo de un banco.

Me acerqué. La joven había perdido el conocimiento, pero sin duda estaba con vida. Mi padre, que se preciaba de tener algunos conocimientos médicos, le tomó el pulso y aseguró a la señora, que se había presentado a sí misma como madre de la joven, que la pulsación, si bien débil e irregular, era perceptible. La señora juntó sus manos y alzó los ojos al cielo, al parecer en un momentáneo transporte de gratitud; luego, repentinamente, se desahogó haciendo gestos teatrales, que, sin embargo, son espontáneos en cierto tipo de personas. Era una mujer de buen ver, que en su juventud debió haber sido seductora. Delgada, aunque no flaca, iba vestida de terciopelo negro. Su pálida fisonomía conservaba una expresión orgullosa y autoritaria, a pesar de la agitación del momento.

¡Qué desgracia la mía! —exclamó, retorciéndose las manos—. Estoy efectuando un viaje que es cuestión de vida o muerte. Una hora de retraso puede tener consecuencias irreparables. No es posible que mi hija pueda restablecerse del golpe recibido y continuar un viaje cuya duración no es posible prever. Deberé dejarla forzosamente en el trayecto. No quiero correr el riesgo de llegar con retraso. ¿A qué distancia se encuentra el pueblo más próximo? Es necesario que la lleve hasta allí, para recogerla a mi regreso. ¡Y pensar que tendré que pasar por lo menos tres meses sin ver a mi querida hija, sin tener noticias suyas!

Tiré a mi padre de la chaqueta y le susurré al oído:

Padre, dile que la deje con nosotros... me gustaría mucho. Hazlo por mí.
Si la señora quiere confiar su hija a los cuidados de la mía y de nuestra ama, la señora Perrodon, si permite que su hija se quede con nosotros, bajo mi responsabilidad, hasta su regreso, lo consideraremos como un gran honor y tendremos para ella los cuidados y la devoción que el deber de la hospitalidad imponen —dijo mi padre solemnemente.
No puedo aceptarlo —respondió la desconocida, con mucha circunspección— ; sería abusar demasiado de su amabilidad.
Al contrario, nos haría un gran favor. Precisamente vendría a llenar un inesperado vacío. Hoy mismo, mi hija ha sufrido una gran desilusión, debido a la noticia de que se ha frustrado una visita que esperábamos. Si confía su hija a nuestros cuidados, será su mejor consuelo.

En el aspecto y actitudes de aquella señora había algo tan especial e imponente, y en cierto sentido fascinante, que, aun prescindiendo del séquito que la acompañaba, daba la impresión de ser una persona de rango. Entretanto, el carruaje había sido levantado y los caballos, ya calmados, estaban de nuevo enganchados. La señora dirigió a su hija una mirada que a mí no me pareció afectuosa, como era de esperar después de la terrible escena, y seguidamente llamó a mi padre con un gesto y se apartaron unos pasos de nosotros. Mientras hablaba, la señora mantuvo una expresión fría y grave, muy poco acorde con su anterior conducta. Conversaron unos minutos; luego, la señora regresó y dio unos pasos hacia su hija, que yacía entre los brazos de la señora Perrodon. Se arrodilló a su lado y le susurró algo al oído. La besó apresuradamente y luego entró precipitadamente en el carruaje, cerrando la portezuela, mientras los portillones trepaban al pescante y los batidores espoleaban sus caballos. Los postillones hicieron restallar sus látigos y los caballos se lanzaron al galope; el carruaje desapareció entre una nube de polvo, seguido de los dos caballeros que cerraban el cortejo. Seguimos con la mirada su carrera hasta que desapareció definitivamente entre la niebla y dejó de oírse el chirrido de sus ruedas y fragor de los cascos de los caballos lanzados al galope.

Para demostrar que no habíamos sido víctimas de una alucinación quedaba entre nosotros la muchacha, que precisamente en aquel momento estaba recobrando el sentido. No pude verla, porque tenía el rostro vuelto hacia la parte opuesta al lugar donde yo me encontraba, pero oí su voz, muy dulce, que preguntaba en tono suplicante:

Dónde está mi madre? ¿Dónde estoy? No veo el carruaje...

La señora Perrodon contestó a sus preguntas lo mejor que pudo, y, paulatinamente, la joven fue recordando lo que había sucedido. Al enterarse de que nadie había sufrido el menor daño, quedó muy aliviada. Pero cuando le dijimos que su madre la había dejado a nuestro cuidado y que tardaría unos tres meses en regresar a buscarla, se echó a llorar. Iba a acercarme a ella para ayudar a la señora Perrodon en sus esfuerzos por consolarla, pero la señorita Lafontaine me detuvo, diciendo:

No se acerque a ella, señorita. En el estado en que se encuentra, no podría soportar más de una persona a la vez.

Pensé que podría visitarla en cuanto la hubieran acomodado en su habitación. Entretanto, mi padre había enviado en busca del médico que vivía a unas dos leguas de distancia, y ordenó preparar una habitación para alojar a la muchacha. La desconocida se puso en pie y, apoyándose en el brazo de la señora Perrodon, cruzó lentamente el puente levadizo y entró en nuestro jardín. La camarera la acompañó inmediatamente a la habitación que le había sido destinada.

¿Le agrada nuestra invitada? —pregunté a la señora Perrodon—. Dígame qué impresión le ha causado.
Me agrada mucho —contesto—. Creo que es la muchacha más bonita que he visto en toda mi vida. Tiene aproximadamente la edad de usted y es verdaderamente encantadora.
¿No se han dado cuenta de que en el carruaje había otra persona? —intervino la señorita Lafontaine—. Una mujer que ni siquiera ha asomado la cabeza.

No, no la habíamos visto. La señorita Lafontaine nos describió a un extraño personaje, vestido de negro, con un turbante rojo en la cabeza, que miraba continuamente por la ventanilla, haciendo gestos y muecas de desprecio en dirección a las dos mujeres. Tenía unos ojos saltones y sus dientes salientes parecían los de una arpía.

¿Han notado ustedes el desagradable aspecto que tenían los sirvientes? —preguntó a su vez la señora Perrodon.
Sí —convino mi padre—, parecían mastines. Nunca había visto tipos como ésos. Espero que cuando crucen el bosque no desvalijen a la señora. Pero, deben ser unos bribones muy hábiles. Lo han arreglado todo en un momento.
Quizás estaban cansados del largo viaje —dijo la señora Perrodon—. Además de su aspecto poco recomendable, tenían la cara demacrada y parecían estar furiosos. Debo confesar que han despertado mi curiosidad, pero confío en que la muchacha nos lo explicará todo mañana, cuando se encuentre mejor.
No creo que lo haga —dijo mi padre con una sonrisa ambigua, como si supiera más de lo que decía.

Esto excitó mi curiosidad por saber lo que la señora vestida de negro le había dicho a mi padre en el curso de la breve conversación que sostuvieron. Apenas me quedé a solas con él intenté sonsacarle. Mi padre no se hizo rogar.

No hay ningún motivo para que te lo oculte. La señora me dijo que temía dejarnos a su hija, porque se trata de una muchacha de salud delicada y tiene los nervios alterados, aunque no padece ataques ni alucinaciones.
¿No te parece algo raro que te dijera esto? No tenía ninguna necesidad de aclarar ese extremo...
De todos modos, eso es lo que me dijo —me interrumpió mi padre—. Me explicó que está efectuando un largo viaje, de vital importancia para ella. Está obligada a viajar con la mayor rapidez y discreción posibles. Dentro de tres meses vendrá a recoger a su hija. Entretanto, no debe decir nada acerca de su personalidad y del lugar a donde se dirige. Al pronunciar la palabra discreción, la ha subrayado con una pausa, mirándome a los ojos con cierta dureza. Creo que es importante. ¿Has visto la rapidez con que se ha marchado? Espero no haber cometido una tontería al hacerme cargo de esa muchacha.

Aunque el médico no llegó hasta la una de la madrugada, no pude irme a la cama. Cuando el doctor regresó al salón, su informe fue muy optimista. La paciente se había levantado y su pulsación era regular. No tenía ninguna herida y el trauma nervioso no había dejado huella. Nada se oponía a que yo la visitara, si ella lo consentía. En consecuencia, le envié recado por medio de la camarera, preguntándole si podía hacerle una breve visita. La camarera regresó inmediatamente, diciendo que la joven se alegraría mucho con mi visita. No perdí un solo instante. Habíamos alojado a nuestra invitada en una de las habitaciones más hermosas del castillo. La joven estaba recostada, a la luz de los candelabros, en la cabecera de la cama. Su graciosa figura aparecía envuelta en una bata de seda recanada de flores y orlada con una cinta de raso que su madre le había echado a los pies, cuando aún estaba en el suelo. Pero, apenas me acerqué a la cama para saludarla, algo me hizo enmudecer y retroceder unos pasos. Trataré de explicarme. El rostro que tenía ante mí era el mismo que se me había aparecido durante aquella terrible noche de mi infancia, el rostro que tanto me había impresionado y sobre cuya aparición había reflexionado durante años, horrorizándome en secreto.

Era un rostro encantador, y su expresión conservaba la melancólica dulzura que tenía cuando lo vi por primera vez. De repente, se iluminó con una sonrisa, como si también la joven acabara de reconocer a una vieja amiga. Se produjo un silencio que duró unos instantes. Finalmente, la joven habló: yo no podía hacerlo.

¡Qué raro! —exclamó—. Hace unos años vi tu rostro en sueños, y desde entonces me ha obsesionado de tal modo, que no he podido olvidarlo.
Sí que es curioso —dije, tratando de sobreponerme al horror que me había impedido pronunciar una palabra hasta aquel momento—. También yo te vi hace unos años —doce, exactamente—, no sé si en un sueño o en la realidad. Y tampoco he podido olvidar tu rostro desde entonces.

Su sonrisa se hizo más dulce y desapareció el aire de curiosidad que había notado en los primeros momentos en la joven. Me sentí más confiada, y cumplí con mis deberes de anfitriona, dándole la bienvenida a nuestro hogar y expresándole la satisfacción que a todos los de la casa, y especialmente a mí, nos había producido su imprevista llegada. Mientras hablaba, le cogí la mano. Yo era algo tímida, hecho muy comprensible si se tiene en cuenta la soledad en que vivía, pero aquella situación especial me hizo elocuente, casi audaz. La joven apretó súbitamente mi mano y la estrechó entre las suyas, mirándome con sus ojos brillantes. Sonrojándose, sonrió de nuevo y contestó a mi saludo. Aunque yo no me había recobrado del todo de mi primera impresión, me senté a su lado y la joven me dijo:

Ante todo, es necesario que te cuente cómo y dónde te vi por primera vez. Es realmente extraordinario que nos hayamos soñado mutuamente tal como somos ahora, a pesar de que el sueño tuvo lugar cuando éramos unas niñas. Yo no tenía más de seis años. Desperté de repente de un sueño agitado y me pareció encontrarme en una habitación muy distinta a mi nursery, una estancia cuyas paredes estaban revestidas de madera de color oscuro y que aparecía llena de camas, sillas y otros muebles. Recuerdo que las camas estaban vacías y que en la habitación no había nadie más que yo. Contemplé la habitación con gran curiosidad, admirando, entre otras cosas, un gran candelabro de hierro de dos brazos que reconocería entre mil si volviera a verlo. Luego me subía a una de las camas para llegar hasta la ventana, pero en aquel mismo instante oí un llanto procedente de una de las camas. Entonces fue cuando te vi. Eras tal como ahora te veo, una muchacha bellísima, de cabellos dorados y enormes ojos azules. También tus labios eran los mismos. Tu modo de mirar me conquistó inmediatamente. Salté a la cama y te abracé; creo que nos quedamos dormidas durante un rato. Me despertó un grito: te habías despertado y estabas chillando. Me asusté y caí al suelo, donde perdí el conocimiento. Cuando recobré el sentido me hallaba de nuevo en mi casa, en mi habitación. Nunca he podido olvidar tu rostro. No es posible que todo aquello fuese un simple sueño. Realmente, la muchacha que vi eres tú.

Le conté entonces mi visión, que suscitó en mi nueva amiga una admiración que no me pareció simulada.
No sé cuál de las dos se asustó más —dijo, sonriendo—. Si no hubieras sido tan encantadora, creo que me habría asustado más... ¿No te parece que lo mejor será pensar que nos conocimos hace doce años y que, por tanto somos viejas amigas? Yo, por lo menos, creo que desde nuestra infancia estábamos predestinadas a serlo. Y por mi parte nunca he tenido una verdadera amiga. ¿La encontraré ahora?
Suspiró, y me miró apasionadamente con sus hermosos ojos negros. En realidad, aquella joven me atraía de un modo inexplicable, pero al propio tiempo me inspiraba una indefinible repulsión. Sin embargo, pese a lo contradictorio de mis sentimientos, lo que predominaba era la atracción. Aquella joven desconocida —hasta cierto punto— me interesaba y me conquistaba. ¡Era tan hermosa y fascinante! Recuerdo que noté en ella cierto cansancio y me apresuré a desearle las buenas noches. Añadí:

Será mejor que esta noche duerma una camarera contigo. Fuera, en el pasillo, me aguarda una sirvienta. Es muy seria y no te molestará.
Eres muy amable —respondió la joven—, pero si hay otra persona en mi habitación no puedo dormir. No necesito ayuda, y quiero confesarte una pequeña debilidad mía: tengo horror a los ladrones. En cierta ocasión, mi casa fue desvalijada y asesinaron a dos camareras. Desde entonces tengo la costumbre de cerrar la puerta con llave. Tendrás que disculparme, pero no puedo evitarlo.

Durante un rato me retuvo entre sus brazos; luego me susurró al oído:
Buenas noches, querida. Me desagrada separarme de ti, pero es hora de descansar. Hasta mañana. No pasaremos mucho rato separadas.
Se dejó caer sobre la almohada, suspirando, mientras sus hermosos ojos me contemplaban con expresión amorosa y melancólica. Suspiró de nuevo.

Buenas noches, amiga mía.

Los jóvenes se enamoran y encariñan al primer impulso. Me lisonjeaba el evidente afecto que me demostraba aquella joven, aunque me parecía que yo no había hecho nada para merecerlo. Me encantó la confianza que me había demostrado desde el primer momento. Parecía indudable que estábamos predestinadas a ser amigas intimas. Llegó el día siguiente, y volvimos a vernos. Su compañía me hacía feliz por muchas razones. A la luz del día no había perdido su encanto. Era, sin duda, la más hermosa criatura que jamás había visto, y el desagradable recuerdo que conservaba de su aparición en el curso de mi sueño infantil se había trocado en una placentera sensación. La joven me confesó que también ella había experimentado un sobresalto al reconocerme, y el mismo sentimiento de repulsión que se mezclaba a mi simpatía. Las dos nos reímos de nuestro asombro. He dicho que había en ella muchas cosas que me fascinaban, pero también otras que me desagradaban. Empezaré por describirla físicamente: era de estatura mediana, delgada y de formas muy armoniosas. Aparte de que sus movimientos eran lánguidos —verdaderamente muy lánguidos—, nada en su aspecto denotaba que estuviera enferma. Tenía una tez sonrosada y luminosa, y sus facciones eran pequeñas y correctas. Sus ojos eran negros y brillantes, sus cabellos realmente espléndidos: no he visto nunca una cabellera tan larga y sedosa como la suya cuando la soltaba sobre sus hombros. A menudo sumergía mi mano entre sus cabellos y reía tontamente ante lo insólito de su peso. Eran unos cabellos mórbidos y vivos, de color castaño oscuro con reflejos dorados. Me gustaba sentirlos en mi mano y luego soltarlos mientras mi amiga, sentada en un sillón, hablaba sin cesar. Me gustaba retorcerlos, entrelazarlos, jugar con ellos. ¡Cielo santo! Si lo hubiese sabido todo!

He señalado que algunas de sus particularidades no me convencían. He dicho que la confianza que me había otorgado desde el primer momento me había conquistado. No obstante, todo cuanto hacía referencia a ella misma, a su madre o a cualquier aspecto de su vida particular o familiar, despertaba en la joven una extraña reticencia. Desde luego, no era razonable por mi parte insistir en esos aspectos, y tal vez no me portaba bien. Mi obligación era la de respetar la solemne orden dada a mi padre por la señora vestida de negro. Pero la curiosidad es un sentimiento que carece de escrúpulos, y ninguna muchacha soporta de buen grado verse desilusionada por lo que le interesa: ¿Qué podía haber de malo en el hecho de que mi amiga me contara lo que tan ardientemente deseaba saber? ¿Acaso no tenía confianza en mi sentido del honor? ¿Por qué no me creía cuando le aseguraba que jamás divulgaría una sola palabra de lo que me dijera? Su persistente negativa, acompañada siempre de una sonrisa, me parecía una actitud totalmente en desacuerdo con su edad. No puedo decir que el hecho fuera motivo de discusiones entre nosotras, porque resultaba imposible enfadarse con la joven. Tal vez lo inconveniente, e incluso descortés, fuera mi insistencia, pero me sentía realmente acuciada por la curiosidad. Sus explicaciones no me aclaraban nada, o por lo menos eso creía yo. Pueden resumirse en tres vagas revelaciones.

La primera era su nombre: Carmilla. La segunda, que los miembros de su familia eran nobles o intelectuales. Y la tercera, que su casa estaba situada al occidente de la nuestra. No me dijo su apellido, ni sus títulos nobiliarios, ni el nombre de sus propiedades, ni siquiera la región donde vivía. Y no es que yo la atosigara continuamente con mis preguntas: me limitaba, simplemente, a intercalarlas siempre que la ocasión era propicia. Prefería las fórmulas indirectas. Una o dos veces, en realidad, la ataqué frontalmente. Pero, cualquiera que fuese la táctica que empleaba, el resultado era siempre el mismo: un rotundo fracaso. Los reproches y las caricias no servían de nada, aunque debo confesar que sabía eludir las preguntas con una evidente destreza, y que parecía francamente disgustada por no poder satisfacer mi curiosidad. Siempre que se planteaba una de estas situaciones, me echaba los brazos al cuello, me estrechaba contra su pecho y apoyaba su mejilla en la mia, murmurándome al oído:

Querida, sé que tu corazón se siente herido. No me juzgues cruel: me limito a obedecer una ley ineludible que constituye mi fuerza y mi debilidad. Si tu corazón está herido, el mío sangra con el tuyo. En medio de mi gran tristeza, vivo de tu exuberante vida, y tú morirás, morirás dulcemente por la mía. Es algo inevitable. Y así como yo me acerco a ti, tú, a tu vez, te acercarás a otros y aprenderás el éxtasis de la crueldad, que es una forma del amor. No intentes saber nada más de mí ni de mi vida, pero ten confianza con todo tu amor.

Y después de haber hablado con una voz suave, queda, me estrechaba entre sus brazos, y sus labios, besándome tiernamente, me inflamaban las mejillas. Aquella excitación y aquel lenguaje me resultaban incomprensibles. Intentaba eludir sus abrazos, no demasiado frecuentes, pero me faltaban energías. Sus palabras resonaban en mis oídos como una canción de cuna y domeñaban mi resistencia sumergiéndome en una especie de sopor, del cual sólo despertaba cuando me libraba de sus brazos. Aquellas incomprensibles expansiones no me gustaban. Experimentaba una extraña y tumultuosa sensación que, si bien en cierto sentido me resultaba agradable, me inundaba al mismo tiempo de temor y de repulsión. Siempre que tenía lugar una de esas escenas me sentía sumamente turbada, y, al tiempo que aumentaba el placer que me producía, aumentaba también mi repugnancia. Sé que lo que acabo de explicar podrá parecer paradójico, pero no puedo expresar de otra forma lo que sentía. Han transcurrido diez años desde que tuvieron lugar aquellos hechos, y la mano me tiembla aún al escribir acerca de la situación en que inconscientemente me vi envuelta.

A veces, después de un largo período de indiferencia, mi extraña y bellísima amiga me cogía súbitamente la mano, estrechándomela con pasión. Se sonrojaba y me miraba con ojos ora lánguidos, ora de fuego. Su conducta era tan semejante a la de un enamorado, que me producía un intenso desasosiego. Deseaba evitarla, y al propio tiempo me dejaba dominar. Carmilla me cogía entre sus brazos, me miraba intensamente a los ojos, sus labios ardientes recorrían mis mejillas con mil besos y, con un susurro apenas audible, me decía:

Serás mía.., debes ser mía... Tú y yo debemos ser una sola cosa, y para siempre.
Después se echaba hacia atrás, apoyándose en el respaldo del sillón, cubriéndose los ojos con las manos; y yo me sentía trastornada en lo más profundo de mi ser.
¿Qué quieres decir con tus palabras? —intentaba saber—. ¿Te recuerdo acaso a alguna persona a la que amaste mucho? No me gusta que me hables así. Cuando lo haces no pareces la misma. Y tampoco yo me reconozco a mí misma cuando me miras y me hablas de este modo.

No hallaba una explicación satisfactoria a aquellas efusiones. Sin embargo, no parecían afectadas, ni falsas. Indudablemente, se trataba de una explosión espontánea de un instinto o sentimiento reprimido. ¿Acaso Carmilla sufría alucinaciones? ¿Estaría loca, a pesar de lo que afirmó su madre antes de marcharse? ¿O se trataba, simplemente, de una argucia romántica? En más de una ocasión había leído la historia de un joven que se introducía en casa de su amada vestido de mujer y con la ayuda de una aventurera... ¿Sería éste el caso? La hipótesis lisonjeaba mi vanidad, pero no tenía la menor consistencia. Durante largos períodos de tiempo, yo no representaba absolutamente nada para Carmilla, la cual se limitaba a dirigirme alguna mirada ardiente, eso sí. Y aparte de aquellos fugaces momentos de excitación, sus modales eran absolutamente femeninos. Sus costumbres, por otra parte, eran bastante raras. Generalmente, se levantaba muy tarde, nunca antes del mediodía. Entonces tomaba únicamente una taza de chocolate, muy caliente. A continuación paseábamos juntas un rato, muy corto, ya que no tardaba en sentirse fatigada; regresábamos al castillo o nos sentábamos en un banco, debajo de los árboles. Lo más curioso era que su languidez física no iba nunca acompañada de postración mental. Su conversación era siempre chispeante y vivaz.

De cuando en cuando hacía alguna vaga alusión a su hogar, a su infancia o a algún recuerdo de su existencia, y a través de sus palabras se adivinaba que sus hábitos y costumbres eran muy dispares a los nuestros. De esas ocasionales alusiones llegué a colegir que su país natal estaba mucho más lejos de lo que había creído al principio. Una tarde en que nos hallábamos sentadas bajo los árboles, desfiló ante nosotros un cortejo fúnebre. Se trataba del entierro de una muchacha muy bonita y a la cual yo conocía porque era hija del guarda forestal. El pobre hombre marchaba detrás del féretro que contenía los restos de su querida y única hija y parecía tener el corazón destrozado. Le seguían algunos aldeanos, cantando un himno funerario. Cuando el cortejo pasó delante nuestro me puse en pie en señal de respeto, y uní mi voz a las suyas. Mi amiga me tiró rudamente del vestido y yo me volví, sorprendida. En tono irritado, me dijo:

¿Es que no te das cuenta de lo desafinado de sus voces?
Pues a mí me parece un canto muy dulce —respondí, molesta por aquella intempestiva intromisión, y porque temía que los acompañantes del entierro observaran nuestra discusión.
El canto continuó.
¡Me destrozan los tímpanos! —exclamó Carmilla en tono rabioso, tapándose los oídos con las manos—. Detesto los entierros y los funerales. iCuántas cosas inútiles! Porque tú has de morir, todos han de morir, y todos, después de la muerte, son mucho más felices. ¡Regresemos a casa!
Mi padre ha ido también al cementerio. ¿Lo sabías?
No, no me importa. Ni siquiera sé quién es el muerto —replicó mientras sus ojos centelleaban.
Se trata de aquella muchacha que hace unos quince días creyó haber visto un fantasma. Desde entonces ha ido empeorando, y ayer por la mañana falleció.
No me hables de fantasmas: esta noche no podría dormir.
Espero que no haya una epidemia por estos alrededores. Existen algunos síntomas —continué—. La mujer del pastor murió hace una semana, y también dijo que había notado una extraña opresión en el cuello, como si alguien tratara de ahogarla. Mi padre dice que esas alucinaciones son frecuentes en los casos de fiebres epidémicas. La mujer se hallaba perfectamente el día anterior, pero después de aquella noche se debilitó inesperadamente y al cabo de una semana falleció.
Bien, supongo que ya habrán terminado con los cantos fúnebres. Nuestros oídos ya no se verán torturados de nuevo. Todas estas cosas me ponen nerviosa. Siéntate a mi lado, más cerca. Cógeme la mano. Apriétala fuerte, más fuerte...

Nos habíamos retirado unos pasos y Carmilla se sentó en un banco. Su semblante se había transformado de tal modo, que me asusté. Se había puesto pálida. Sus dientes rechinaban y apretaba los labios, sacudida por un continuo escalofrío. Todas sus energías parecían empeñadas en luchar contra aquel ataque. Finalmente, profirió un ahogado grito y se tranquilizó paulatinamente, superada la crisis de histerismo.

Esto sucede cuando se agobia a la gente con himnos funerarios —dijo—. No me sueltes, me siento ya mucho mejor.

Tal vez para desvanecer la profunda impresión que me había producido el verla sumida en aquella crisis, mientras regresábamos a casa se mostró muy animada y parlanchina. Aquello pasó como una nube de verano. Pero aún tuve ocasión de asistir a una nueva explosión de cólera de Carmilla. Cierto día estábamos contemplando el paisaje desde uno de los grandes ventanales del salón, cuando vimos a un vagabundo que cruzaba el puente levadizo, encaminándose hacia el patio del castillo. Le conocía perfectamente. Cada seis meses venía al castillo. Era un jorobado, y su rostro tenía la expresión mordaz que suele verse en los hombres que son víctimas de una deformidad física. Llevaba una barbita oscura y puntiaguda y al sonreír abría la boca de oreja a oreja, mostrando unos dientes blanquísimos. Vestía con una zamarra de piel de búfalo, adornada con numerosas cintas y campanillas. De su espalda colgaban una linterna y dos cajas cuyo contenido me era ya conocido: en una de ellas guardaba una salamandra, y en la otra una mandrágora. Llevaba también un violín, una caja de amuletos contra el mal de ojo y varios estuches de contenido diverso. Se apoyaba en un bastón de madera negra, con una contera de cobre. Iba acompañado de un perro esquelético que le seguía fielmente a todas partes. Pero el animal se detuvo en medio del puente levadizo, erizó el pelo y prorrumpió en lúgubres aullidos, negándose a avanzar.

Entretanto, el vagabundo había llegado al centro del patio y, quitándose el grotesco sombrero, se inclinó en una cómica reverencia. Luego empuñó el violín y empezó a tocar una alegre melodía, acompañándola con un canto tan desafinado y unos pasos de danza tan cómicos, que me eché a reír a pesar de lo mucho que me habían impresionado los siniestros aullidos del perro.

¿Desean las señoritas comprar un amuleto contra el vampiro, que según he oído decir merodea por estos alrededores como un lobo? —dijo el vagabundo, dejando caer el sombrero al suelo—. La gente muere por doquier, pero yo tengo un talismán que no falla; sólo hay que coserlo a la almohada, y cuando el vampiro se presenta puede uno reírse de él en sus propias barbas.

Los amuletos consistían en unas cintas de papel transe, con cifras y dibujos cabalísticos. Inopinadamente, Carmilla compró un talismán y yo la imité. El vagabundo nos observaba y nosotras sonreíamos divertidas; al menos yo. Pero, de repente, mientras nos miraba, los ojos del vagabundo —unos avispados ojos azules— parecieron descubrir algo que por un instante atrajo su atención. Inmediatamente sacó un estuche de cuero repleto de toda clase de pequeños instrumentos de acero.

Mire, señorita —me dijo, mostrándome el estuche—, además de algunas actividades menos útiles, practico la de dentista. ¿Quieres callarte de una vez, animalucho? Si no paras de aullar, la señorita no oirá lo que le digo. Como le iba diciendo, soy dentista, y su amiga tiene los dientes más afilados que he visto en mi vida; largos, afilados, puntiagudos como una lanza, como un alfiler. Sí, los he visto perfectamente; son unos dientes peligrosos. Yo entiendo de estas cosas, y aquí estoy con mi lima, mi punzón y mis pinzas. Se los dejaré redondeados y bonitos. Si la señorita consiente, en vez de dientes de pez tendrá una dentadura digna de su belleza. ¿Se ha enfadado la señorita? ¿He sido demasiado atrevido? ¿La he ofendido?

Carmilla, en efecto, le miraba con una expresión de odio. Se apartó de la ventana, acusándome:

¿Y permites que ese charlatán me insulte de ese modo? ¿Dónde está tu padre? Quiero pedirle que lo eche del castillo. Mi padre hubiera ordenado que le apalearan, para quemarlo luego vivo.

Sin embargo, en cuanto no tuvo ante sus ojos al hombre que la había insultado, su cólera desapareció tan rápidamente como había surgido; al cabo de unos instantes había olvidado ya al jorobado y sus extravagantes palabras. Aquella misma tarde, mi padre llegó muy excitado. Nos contó que se había presentado otro caso parecido a los anteriores y de los cuales ya he hablado. La hermana de un colono de nuestra finca, que vivía a una milla de distancia de nuestro castillo, había enfermado repentinamente. Decía que había sido atacada por un ser monstruoso, y su estado se agravaba, lenta pero inexorablemente.

En rigor —dijo mi padre—, todo esto puede ser atribuido a causas naturales. Esos infelices se sugestionan con narraciones inverosímiles, y de este modo provocan sus alucinaciones.
No deja de ser una cosa terrible —observó Carmilla.
Desde luego —asintió mi padre—. Me asusta pensar que puedo ser víctima de una alucinación semejante. Aunque sólo fuera una alucinación, ha de ser tan horrible como si se tratara de un hecho real.
Estamos en las manos de Dios —afirmó mi padre—. Nada puede ocurrir sin su consentimiento, y todo terminará bien para aquellos que le aman. Es nuestro Creador. El nos ha hecho y cuidará de nosotros.
Yo creo —replicó Carmilla— que todas las cosas suceden por imperativo de la naturaleza. Y que la enfermedad que se propaga por la comarca es también cosa de la naturaleza. ¿No le parece?
Hoy vendrá el médico —dijo mi padre, eludiendo contestar a la pregunta de la muchacha—. Me gustará saber qué opina el doctor de este fenómeno, y qué nos aconseja.
Los médicos nunca me han servido para nada —replicó Carmilla.
¿Has estado enferma? —le pregunté.
Más enferma de lo que tú hayas estado jamás.
¿Hace mucho tiempo?
Sí, mucho: lo he olvidado todo, excepto el dolor y la debilidad.
Entonces, serías muy joven...
Creo que sí. Pero, no hablemos más de esto. No quieras hacer sufrir a tu amiga.
Me miró lánguidamente a los ojos y, cogiéndome del talle, me sacó de la habitación.
¿Por qué se divierte tanto tu padre asustándome? —me preguntó, una vez estuvimos fuera, temblando ligeramente.
No lo creas, querida, no es ésa su intención.
Y tú, ¿estás asustada?
Lo estaría si pensara que también nosotras corremos el mismo peligro que esa pobre gente.
¿Te asusta la idea de la muerte?
Desde luego, a todo el mundo le asusta esa idea.
¿Crees, por ejemplo, que es espantoso morir mientras se ama? Dos amantes que mueren juntos.., y de este modo pueden vivir juntos para siempre... Las muchachas no son más que orugas y sólo se transforman en mariposas cuando llega el verano. Entretanto, son crisálidas y larvas, cada una con sus formas e inclinaciones particulares. Hay un cierto señor Buffon que así lo cuenta.

Por la noche vino el médico y se encerró con mi padre en su despacho, donde permanecieron durante largo rato. Era un médico con mucha experiencia, de unos sesenta años. Su rasurado rostro aparecía tan liso como la superficie de una calabaza. Cuando salían del despacho, oí que mi padre decía, riendo:

Me admira oír esas palabras en boca de un hombre tan sensato como usted. ¿Qué opina, entonces, de los hipógrifos y de los dragones?
También el médico se reía, sacudiendo la cabeza.
En todo caso, la vida y la muerte han sido siempre un misterio y sabemos muy poco acerca de lo que puede suceder.

Se alejaron charlando y yo no pude oír nada más. En aquel momento ignoraba cuáles habían sido las hipótesis aventuradas por el doctor, pero ahora creo adivinarlas. Una tarde llegó de Gratz el hijo del restaurador de cuadros, transportando en su carro dos grandes cajas llenas de cuadros. Su llegada constituyó un verdadero acontecimiento. Las cajas quedaron en el atrio; los criados se encargaron del joven y lo acompañaron a la cocina para que le dieran de cenar. Luego se unió a nosotros en el atrio grande, donde nos habíamos reunido previamente para abrir las cajas. Carmilla estaba sentada y miraba distraídamente los viejos cuadros, casi todos retratos, que habían sido enviados a restaurar. Mi madre pertenecía a una antigua familia húngara, y la mayor parte de los cuadros procedían de mi familia materna. Mi padre iba leyendo en una lista los títulos de los cuadros, y el artesano los iba sacando de las cajas. Ignoro el valor que podían tener, aunque eran antiguos y algunos muy curiosos. Yo los veía por primera vez en mi vida, ya que la humedad y el polvo habían ocultado las telas durante mucho tiempo.

No había visto nunca este cuadro —comentó mi padre, señalando la tela que el restaurador tenía en la mano—. Aquí, en un ángulo, figura el nombre, que pude descifrar antes de enviarlo al restaurador: Marcia Karstein. Lleva la fecha de 1768. Será interesante ver lo que ha surgido ahora...

Me acordé de aquel cuadro. Se trataba de una pequeña tela, sin marco, de forma cuadrangular y tan ennegrecida por el paso del tiempo que jamás pudimos contemplar a aquella Marcia Karstein, si es que en realidad se trataba de su retrato. El restaurador exhibió la tela con evidente orgullo. Era una joven de rostro hermosísimo, y quedé asombrada por la viveza de su expresión. Pero lo que más me asombró fue su extraordinario parecido con Carmilla.

¿Te das cuenta, querida? —le pregunté—. Esto es un verdadero milagro. Eres tú misma, viva y sonriendo. Sólo le falta hablar. ¿No te parece extraordinario? ¡Mira, papá! Tiene también un pequeño lunar en la garganta...

Mi padre esbozó una sonrisa y dijo:

Realmente, es de un parecido extraordinario.

Pero, ante mi sorpresa, no prestó mayor atención al hecho y continuó su tarea con el restaurador. Por mi parte, sentía aumentar mi admiración a medida que contemplaba el retrato.

¿Me permites que lo cuelgue en mi habitación, papá? —le pedí a mi padre.
Desde luego, querida —dijo—. Me alegra que te guste. Debe ser más hermoso de lo que yo creía, si es que se parece tanto a tu amiga.

Carmilla no pareció haber oído el cumplido. Estaba retrepada en un sillón y me contemplaba fijamente con sus hermosos ojos, con la boca ligeramente entreabierta y sonriendo como en éxtasis.

Ahora sí que puede leerse bien el nombre —dije—. No es Marcia. Parece escrito con letras de oro. El nombre es Mircalla, condesa de Karstein. Encima del nombre hay una pequeña corona, y debajo una inscripción: Anno Domini 1698. Yo desciendo de los Karstein.
iAh! —exclamó lánguidamente Carmilla—. También yo creo que soy una descendiente lejana de esa familia. ¿Viven aún algunos de sus miembros?
No creo que exista nadie que lleve el apellido. La familia quedó extinguida a raíz de la guerra civil, hace muchísimo tiempo. Las ruinas del castillo se encuentran a sólo unas leguas de aquí.
Muy interesante —murmuró distraídamente Carmilla—. Pero, mira qué hermoso claro de luna tenemos hoy. Miró a través de la entornada puerta. ¿Y si fuésemos a dar un paseo?
Esta noche me recuerda la de tu llegada —dije.

Carmilla suspiró, esbozando una sonrisa.
Se puso en pie y salimos al patio cogidas por la cintura. Anduvimos lentamente y en silencio hasta el puente levadizo. Ante nuestros ojos se extendía una hermosa llanura, bañada por la luz de la luna.

¿De modo que recuerdas aún el día de mi llegada? —me susurró Carmilla al oído—. ¿Te alegra tenerme aquí?
Soy muy feliz, querida Carmilla —respondí.
Y has pedido que te dejaran colgar aquel cuadro en tu habitación —murmuró mi amiga, con un suspiro. Luego me apretó más estrechamente con el brazo que ceñía mi talle y apoyó su cabeza en mi hombro.
¡Qué romántica eres, Carmilla! —exclamé—. Cuando me cuentes la historia de tu vida, estoy segura de que será como si me leyeras una novela de amor.
Me besó silenciosamente.
Estoy convencida, Carmilla, de que has estado enamorada —proseguí—. Y me atrevería a afirmar que sigues preocupada por algún asunto amoroso.
Nunca me he enamorado, y nunca me enamoraré —afirmó Carmilla—. A no ser que me enamore de ti...

A la luz de la luna, aparecía más hermosa que nunca. Tras dirigirme una extraña y tímida mirada, ocultó la cara en mi cuello, entre mis cabellos, respirando agitadamente; parecía a punto de estallar en sollozos y me apretaba la mano, temblando. Su mórbida mejilla quemaba contra la mía. Murmuró:

¡Querida! Yo vivo en ti, y tú morirás en mí. ¡Te quiero tanto!
Me separé de ella. Carmilla me miraba ahora con unos ojos de los que habían desaparecido el fuego y la vida. Y como si saliera de un sueño, añadió:
Regresemos. Vámonos a casa.
Me parece que estás enferma, Carmilla; deberías tomar un vasito de vino —le dije.
Sí, creo que sí. Ahora me encuentro mucho mejor. Dentro de unos minutos estaré completamente bien. Sí, tomaré un vaso de vino. Y, acercándose a la puerta, añadió: Déjame mirar un instante; quizá sea la última vez que veo la luna contigo.
¿De veras te sientes mejor, Carmilla? —pregunté.
Por un instante, temí que se hubiera contagiado de aquella extraña epidemia que azotaba la comarca.
Papá se apenaría mucho si supiera que te encuentras mal y no lo dices. Nuestro médico es un hombre muy inteligente.
Todos sois excesivamente buenos conmigo. Pero lo que yo tengo no es cosa de médicos. No estoy enferma, sino solamente un poco débil. El menor esfuerzo me deja agotada. Pero me recobro muy fácilmente. ¿Ves? Ya estoy bien.

Así lo parecía. Seguimos charlando durante un rato, y Carmilla se mostró muy animada. El resto de aquella tarde transcurrió sin que se produjera ninguna recaída en lo que yo llamaba su exaltación. Las ardientes miradas de Carmilla, su modo absurdo de expresarse, me asustaban a veces, lo confieso. Pero aquella noche ocurrió algo que debía provocar un cambio radical en el curso de mis pensamientos. Acompañé a Carmilla a su habitación, como de costumbre, y me quedé charlando con ella mientras se preparaba para acostarse.

Creo que llegará un día —dije— en que tendrás una absoluta confianza en mí.
Se volvió, sonriente, pero no contestó.
No contestas —le dije—, porque no puedes darme una respuesta satisfactoria, ¿verdad? No debería habértelo sugerido...
Tienes perfecto derecho a hacerlo —replicó Carmilla—. Te quiero mucho, y te considero merecedora de recibir todas mis confidencias, puedes creerlo. Pero estoy atada a una promesa, más atada que una religiosa a sus votos, y no puedo hablar de mí, ni siquiera contigo. Pero se acerca el momento en que lo sabrás todo. Me juzgarás cruel y egoísta, muy egoísta, pero recuerda que el amor es siempre así. Cuanto más intensa es la pasión, más egoísta resulta. No puedes imaginarte lo celosa que estoy de ti. Tú has de venir conmigo; has de quererme hasta la muerte. O puede que me odies, da lo mismo. Pero ven conmigo y ódiame a través de la muerte y del más allá. En mi vocabulario no existe la palabra indiferencia.

Ya estás otra vez diciendo cosas que no tienen sentido —objeté.
Soy extravagante, tonta y caprichosa. Pero tranquilízate: en adelante hablaré cuerdamente. ¿Has bailado alguna vez?.
No. Debe ser encantador, ¿verdad?
Casi lo he olvidado. Hace tantos años...
Me eché a reír.
No eres tan vieja como todo eso... No puedes haber olvidado aún tu primer baile.
Sólo haciendo un gran esfuerzo puedo recordarlo. Lo veo todo a través de algo que se interpone entre el recuerdo y yo, como una cortina tupida y, al mismo tiempo, transe. Aquella noche estaba como muerta en mi cama. Me hirieron aquí —se tocó el pecho— y nunca he vuelto a ser la misma.
¿Has estado a punto de morir?
Sí. Un amor cruel, un amor caprichoso había invadido mi vida. El amor exige sacrificios, y en los sacrificios corre la sangre. Ahora deja que me abandone al sueño. Estoy muy cansada. ¿Cómo podré levantarme a cerrar la puerta con llave?

Le di las buenas noches y salí de la estancia con una sensación de inquietud. Los delirios de las personas nerviosas son contagiosos, y casi siempre acaban por ser imitadas por los que tienen un temperamento afín. También yo había adoptado las costumbres de Carmilla; cerraba con llave la puerta de mi habitación, sugestionada por su fantástico miedo a unos hipotéticos agresores nocturnos, asesinos o ladrones. También, como Carmilla, inspeccionaba minuciosamente mi habitación cada noche, antes de acostarme, para asegurarme de que no había nadie escondido en ella. Después de tomar todas aquellas prudentes medidas, me acosté y me quedé dormida casi inmediatamente. Tenía una luz encendida en mi habitación. Era una antigua costumbre, de cuya inutilidad nadie había podido convencerme. Sólo así podía descansar tranquila. Pero los sueños atraviesan los muros de piedra, iluminan las habitaciones vacías y oscurecen las iluminadas, y los personajes que intervienen en el sueño entran y salen a placer, burlándose de los cerrojos. Aquella noche tuve un sueño que fue el comienzo de una extraña angustia. No podría llamarlo una obsesión, porque tenía la certeza de que estaba dormida, de que me hallaba en mi habitación y yacía en mi cama. Vi, o creí ver, la habitación con sus muebles de siempre, pero más a oscuras; a los pies de mi cama se movía algo escurridizo, que no pude distinguir claramente. De repente, me di cuenta de que se trataba de un animal grande y negro, como cubierto de hollín. Parecía un monstruoso gato. Tendría aproximadamente un metro y medio de longitud, y lo deduje porque cuando se paseaba al pie de la cama ocupaba toda su anchura. Se paseaba como una fiera enjaulada. Me sentí tan aterrorizada, que no tenía fuerzas ni para gritar. Los pasos del animal eran cada vez más rápidos, y la habitación se oscurecía por momentos. Noté que algo se encaramaba a mi cama. Unos ojos enormes se acercaron a los míos y de pronto sentí un penetrante dolor en el pecho, como si me hubiesen clavado dos alfileres. Me desperté con un grito. La habitación estaba iluminada por la luz que dejaba encendida cada noche, y a los pies de mi cama había una figura femenina vestida de negro y con la cabellera caída en cascada sobre los hombros. Estaba inmóvil como una estatua. No se oía ningún rumor, ni siquiera el de su respiración. La miré, y la figura pareció moverse; se deslizó hasta la puerta, que estaba abierta, y desapareció. Inmediatamente, me sentí como liberada de un gran peso y pude moverme y respirar. Mi primer pensamiento fue que Carmilla había querido gastarme una broma y que yo me había olvidado de cerrar la puerta. Pero me levanté y la encontré cerrada por dentro, como siempre. La idea de abrirla me aterrorizaba. Volví a acostarme y escondí la cabeza debajo de las sábanas, más muerta que viva.

Al día siguiente no quise quedarme sola ni un momento. Debí de habérselo contado todo a mi padre, pero no lo hice por dos motivos opuestos. Primero, porque temí que se burlase de mi historia y me dolían sus burlas; y, segundo, porque temí que creyese que también yo era víctima de aquella misteriosa enfermedad que se propagaba por la comarca. Mi padre tenía el corazón débil y no quería asustarlo. Pero se lo conté todo a la señora Perrodon y a la señorita Lafontaine. Las dos se dieron cuenta de que me hallaba en un estado de anormal excitación. La señorita Lafontaine se echó a reír, pero vi que la señora Perrodon me miraba preocupada.

A propósito —dijo la señorita Lafontaine, riendo—, en el camino de los tilos, detrás de la habitación de la señorita Carmilla, hay fantasmas.
¡Tonterías! —exclamó la señora Perrodon, la cual debió encontrar inoportuna aquella asociación de ideas—. ¿Quién le ha contado esa historia, querida?
Martin dice que ha ido dos veces a reparar la vieja balaustrada antes del amanecer, y siempre ha visto la misma figura de mujer andando por el camino de los tilos.
No le diga nada a Carmilla —supliqué—. Su ventana da al camino, y es una muchacha más impresionable aún que yo.
Aquel día, Carmilla se levantó más tarde que de costumbre.
Esta noche me he asustado mucho —dijo—. Estoy segura de haber visto algo horrible. Menos mal que tenía el amuleto que le compré al pobre jorobado. ¡Y pensar que lo traté tan mal! He soñado que una cosa negra se acercaba a mi cama, y me he despertado aterrorizada. Durante unos segundos, he visto realmente una figura negra al lado de la chimenea, pero he tocado el amuleto que guardo debajo de la almohada y la figura ha desaparecido. Estoy convencida de que, si se hubiese acercado más, habría terminado degollada como aquellas pobres mujeres...
Bien, escucha lo que voy a contarte...
Le conté mi aventura nocturna. Pareció asustarse.
¿Y tenías el amuleto contigo? —me preguntó.
No. Lo metí en un jarrón de porcelana del salón, pero esta noche me lo llevaré a la cama, ya que tú crees tanto en su eficacia.

Después de tanto tiempo, no acierto a comprender cómo pude dominar mi terror y dormir sola en mi habitación aquella noche. Recuerdo perfectamente que puse el amuleto debajo de mi almohada y que me quedé casi inmediatamente dormida, con un sueño mucho más profundo que la noche anterior. También la noche siguiente fue tranquila. Dormí profundamente y sin sueños, pero me desperté cansada y melancólica; aunque no puedo decir que fuese una sensación desagradable.

También yo he pasado una noche magnífica —me dijo Carmilla por la mañana—. He cosido el amuleto a mi camisón. La noche anterior lo tenía demasiado lejos. Estoy segura de que todo es pura imaginación. Creía que los sueños eran engendrados en nosotros por el espíritu del mal, pero el médico me dijo que no es cierto. Se trata de una fiebre o una enfermedad que llama a la puerta, y al no poder pasar deja aquella señal de alarma.
¿Y por qué crees en la eficacia del amuleto?
Supongo que está empapado en alguna droga que sirve de antídoto contra la malaria.
Pero, ¿actúa solamente sobre el cuerpo?
Desde luego. ¿Crees que los espíritus maléficos se asustarían de unas cintas de colores o de un poco de perfume barato? No, seguro que no. Esos males flotan en el aire, atacan primero a los nervios y luego infectan el cerebro, pero antes de que puedan instalarse definitivamente, el antídoto entra en acción y los destruye. Estoy convencida de que ése ha sido el efecto del amuleto. No se trata de magia, sino de un remedio natural.

Durante algunas noches más dormí perfectamente. Pero cada mañana sentía el mismo cansancio, y todo el día estaba dominada por la misma sensación de languidez. Me parecía haber cambiado. Una extraña melancolía se apoderaba de mí. La idea de la muerte se abría camino en mi mente. El estado en que me hallaba sumida era triste, pero también dulce. Y de todos modos, fuera lo que fuese, mi alma lo aceptaba. No quería admitir que estaba enferma, ni decírselo a mi padre; ni llamar al médico. Durante aquellos días, Carmilla me prodigó sus atenciones mucho más que antes y sus momentos de exaltación fueron también más frecuentes. Sin darme cuenta la enfermedad se había apoderado de mí, la enfermedad más extraña que jamás haya afectado a un ser mortal. Me acostumbraba cada vez más a la sensación de impotencia que invadía todo mi ser. La primera transformación que descubrí en mí era casi placentera; algo parecido a la curva que inicia el descenso al infierno. Mientras dormía experimentaba una vaga y curiosa sensación. Generalmente era un súbito temblor, agradable, helado, como el que se experimenta cuando uno se baña en un río y nada contra la corriente. Una serie de sueños que parecían interminables seguían al temblor, pero eran sueños tan confusos que nunca conseguía recordar, después, ni el escenario, ni los personajes, ni sus actos. Me dejaban una sensación de terror y de cansancio, como si acabara de realizar un gran esfuerzo mental o de correr un grave peligro. Los únicos recuerdos que me quedaban de todos esos sueños eran la sensación de haber permanecido en un lugar tenebroso, la de haber conversado con gente a la que no podía ver y el eco de una voz femenina tan profunda que parecía hablarme desde muy lejos: una voz que me intimidaba y me sojuzgaba siempre. A veces sentía el roce de una mano que me acariciaba las mejillas; otras, la presión de unos labios ardientes que me besaban, más apasionadamente a medida que los besos descendían hacia mi garganta. Allí sentía el último beso. Mi corazón latía más de prisa, mi respiración se hacía más entrecortada. Luego experimentaba una sensación de ahogo y, en medio de una terrible convulsión, perdía la consciencia.

Estos terribles hechos me sucedían ahora tres veces a la semana y dejaban en mí una profunda huella. Estaba pálida, el círculo morado que rodeaba mis ojos era cada vez más visible y mi languidez aumentaba día a día. Mi padre me preguntaba frecuentemente si me encontraba mal, pero con una obstinación que ahora me parece inexplicable, le aseguraba una y otra vez que estaba perfectamente bien. En cierto sentido, era verdad. No sentía dolor alguno ni podía quejarme de ningún malestar físico. Mi dolencia me parecía imaginaria y, por penosos que fueran mis sufrimientos, los cultivaba amorosamente y en secreto. Carmilla se quejaba de sueños y de sensaciones febriles parecidas a las mías, aunque menos alarmantes. Si hubiera sido capaz de comprender mi situación, habría pedido ayuda y consejo de rodillas. Pero el narcótico de una influencia insospechada obraba en mí y mis sentidos estaban embotados. Hablaré ahora de un sueño que me condujo a un extraño descubrimiento.

Una noche, en vez de la solitaria voz que oía en el vacío, oí otra voz más dulce y más tierna, y al mismo tiempo más terrible, que decía: Tu madre te advierte que tengas cuidado con el asesino. En el mismo instante apareció inesperadamente una luz y vi a Carmilla de pie cerca de mi cama, embutida en su blanco camisón completamente manchado de sangre. Me desperté sobresaltada, convencida de que Carmilla había sido asesinada. Salté de la cama pidiendo socorro. La señora Perrodon y la señorita Lafontaine salieron de sus habitaciones, alarmadísimas, y encendieron una lámpara del rellano de !a escalera. Les conté lo que me había sucedido e insistí en ver a Carmilla. Acudimos a su dormitorio y la llamamos a través de la puerta. No respondió, a pesar de nuestros gritos, y el hecho nos alarmó a todas, ya que la puerta estaba cerrada por dentro. Regresamos a mi habitación y agitamos furiosamente la campanilla que había a la cabecera de mi cama. Si mi padre hubiese dormido en nuestro mismo piso le hubiesemos llamado inmediatamente, pero dormía en el piso bajo, fuera del alcance de nuestras voces, y para llegar hasta su habitación era necesario organizar una expedición para la cual ninguna de nosotras se sentía con fuerzas. Los criados llegaron corriendo. Entretanto, nos habíamos puesto una bata y calzado unas zapatillas. Volvimos a la habitación de Carmilla, y, después de llamarla de nuevo repetidas veces, ordené a los criados que forzaran la puerta. Una vez abierta, penetramos en el dormitorio: todo estaba en orden, tal como lo había visto al dar las buenas noches a Carmilla. Pero mi amiga había desaparecido.

Al ver que la única señal de desorden en la habitación era la producida por nuestra irrupción, nos tranquilizamos un poco y no tardamos en recobrar el buen sentido y en despedir a los criados. La señorita Lafontaine aventuró


Joseph Sheridan Le Fanu




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